Algo falló en el kilómetro trescientos. Sé que era el trescientos por el
mojón que está antes de la llegada de las casitas. El Dodge tironeó hacia la
banquina. La luna, helada, iluminaba el campo como la luz de un freezer. La primera
casa que apareció fue un chalet bajo con el revoque roto. Un débil cartel de
neón indicaba "cervezas y guiso". El jarabe me había dejado en la
boca un gusto asqueroso.
Bajé del auto y lo rodeé por adelante. Mi cuerpo cortó dos veces la luz
de los faros. En la otra casa -una más pequeña, casi un cuarto levantado al
otro lado de la ruta- se encendió una ventana. La rueda derecha estaba
desinflada. Recordé la de auxilio adentro de la baulera de casa, absurda e
inútil. Apagué las luces y el motor.
El neón
de la puerta chistó con un pequeño relampagueo. Cuando entré, llevaba la pelota
para Sebastián debajo del brazo y la esperanza de encontrar un teléfono que
funcionara.
El lugar
estaba recién pintado. Era el comedor de una casa de familia, con una mesa de
madera rústica, dos sillas y el agregado de un mostrador de chapa. No había
olor a comida. Lo más raro eran los pájaros y la luz, amarilla, saliendo de un
foco de color colgado de un cable central. Los pájaros estaban embalsamados y
ocupaban los rincones superiores, atados con tanza al cielo raso. El color de la luz convertía mi brazo apoyado
sobre el mostrador en una extremidad enferma.
Desde la
ventana se podía ver la ruta y el baúl del Dodge. Nadie iba a cruzarse en lo
que quedaba de la noche. Mejor tomárselo con calma. ¿Cuántos años cumpliría:
siete, ocho? Los dos pájaros del mostrador se tocaban los picos. Estaban
pegados a una madera que decía "zorzales". Había también un diario,
bastante ajado, que miré por encima sin reconocer las noticias. El titular
anunciaba un doble parricidio y la foto mostraba un cadáver con el cuello cortado.
"Creo que siete", estaba pensando, cuando aparecieron los ciegos.
Era una
pareja de unos cincuenta años. Ella, gordita, con el pelo desordenado y dedos
como ñoquis al final de brazos hinchados y breves; anteojos negros, delantal
atado a la cintura. Él, también con anteojos negros, tenía un gesto desconfiado
en la cara; era muy flaco, alto; no saludó. Calzaba unas botas de montar
embarradas, aunque no llovía. El diario también anunciaba "violento
temporal". La señora se acercó para preguntarme qué iba a cenar. Sin
responder, le dije si conocía alguna gomería cerca, o si había un teléfono para
llamar al auxilio. "Voy de visita a lo de mi hijo y no quiero
retrasarme", expliqué. Ella no se movió. "Hace mucho tiempo que no lo
veo; le avisé a la madre que llegaría por la mañana, a más tardar".
"¿A Bahía?", preguntó ella. Le contesté con un "sí" parco.
- Carlos
lo va a ayudar.
Yo supuse
que eran ciegos solamente por el detalle de los anteojos, ya que la mujer
actuaba con soltura, sin usar bastón. Le pregunté si el guiso estaba listo.
Contestó que sí, y que había lentejas o mondongo. "El que esté más
rico", indiqué, sin demasiado interés, y además pedí pan, vino tinto y
queso rallado.
- Los
dos están ricos. No despachamos vino.
Esperaba
mi respuesta con las manos apretando el diario contra la bandeja. Recordé el
cartel de la puerta.
-
Lentejas y un balón -dije.
La mujer
dio media vuelta y salió por detrás de su marido. Él sacó unos troncos de abajo
del mostrador para meter adentro de la salamandra. De la boca metálica surgió
una lluvia de chispas. "Qué frío...", dije, frotándome las manos,
mientras iba hacia la única mesa. El hombre giró su cuerpo siguiendo el ruido
de mis pies contra el suelo.
- No
tenemos teléfono –explicó-. Pero si se trata de una pinchadura, vaya del
Garza, en la casita blanca.
Señaló
con su mano hacia delante, y el gesto se extendió a través de la ventana como un
rayo por el campo desnudo. A menos de cien metros, la luz de la pieza se apagó.
Alcancé a ver una reja abriéndose e, inmediatamente, el brillo de los faros de
un auto grande que ingresaba a la ruta. Aminoró la velocidad cuando pasó frente
al chalet. Percibí la cabeza de un hombre escudriñando en la oscuridad. Al fin puso
las luces altas y aceleró, haciendo rugir el motor del Chevrolet 70. Me gustaba
ese auto. Apoyé la pelota en la silla de al lado.
- ¿Esa
pieza es una gomería?
- Sí.
La novedad
me desanimó. Una gomería era lo que necesitaba, pero el hombre se había ido.
"Va a volver", dijo el ciego, “y ojalá no lo haya visto acá".
Pregunté por qué, mientras recibía una panera llena de grisines, una servilleta
azul y los cubiertos de manos de la señora. Carlos esperó a que la mujer volviera
a la cocina, cargada de otros ruidos, para seguir hablando. Con serenidad,
dijo:
- Es un
mal pájaro.
A mí me
bastaba con el hecho de que supiera arreglar una cubierta; no quería enterarme
de nada más. Hice crujir un grisín ruidosamente, para que notara que no estaba
prestándole atención.
- Una
rapiña picoteadora de carne muerta -continuó-. Bastó bajar las alas para
conocerlo. Rengo, para colmo.
-
¿Rengo?
- Algún
problema de la infancia. Alguna parálisis que lo hace caminar levantando las
rodillas como una garza -el fuego brilló en el reflejo de sus anteojos-. Por
eso le pusimos Garza, de la época en que veíamos.
La mujer
entró con el balón servido, el plato de guiso con el queso puesto por encima y
un bol tapado, del que sobresalía el mango de una cucharita. "Buen
provecho", dijo, y fue a reunirse junto al fuego. Uno de los zorzales del
mostrador tenía los ojos de distintos colores, verde y rojo. Soplé el plato y
me llevé la cuchara a la boca. Las lentejas hervían. Cuando la señora se animó
a preguntarme si estaba sabroso, afirmé primero con la cabeza y después dije
"sí, muy sabroso". Debería haberle dicho: "como comer lava
incandescente", pero me callé. ¿Para qué incomodarla? Tenía el aspecto de
ser una mujer agradable, de esas que envejecen como buenas abuelas. Apoyé la cuchara
al borde del plato. La señora se acercó hasta tocar el canto de la mesa.
- El
trabajo de los pájaros es de Carlos -habló, como queriendo entretenerme-; de
antes, claro. La taxidermia es una afición muy noble, pero se necesitan
precisión y ojo de águila, no solo para cazar los animales sin destrozarlos,
con balas finas como agujas, sino para operar en cuerpos diminutos, inflados
por las plumas. Es un entretenimiento muy noble...
- ...salvo
para los bichos -completé.
Ella
juntó las manos sobre su delantal. El marido dijo: "cerrá el pico y dejalo
comer al señor, que estará cansado del viaje". Ella siguió hablando:
- Lo
único que no les ponía eran las lentejas de vidrio adentro de las cuencas,
porque a mí me parecía que les agregaban muerte a los pájaros...
-
Callate - ordenó el hombre, reaccionando por la inesperada confesión. La mujer
tocó la bandeja, suspiró fuerte y terminó con crudeza lo que había empezado:
- Cuando
nos quedamos ciegos, al tacto las fue agregando una a una. Esos ojos son el
orgullo de Carlos.
Levantó
la bandeja y salió. El hombre volvió a revolver las brasas con el palo. La
expresión de su cara se había retorcido de amargura. Dejé que mi cuchara se
hundiera en el plato y me sequé los labios con la servilleta. Solamente quería
comer, pagar, arreglar la cubierta y seguir viaje. Tenía las manos empapadas de
sudor. Me levanté para ir al baño.
Abrí una
puerta que parecía comunicar al resto de la casa. Todas las luces estaban
encendidas, como si se hubieran quedado ciegos en un momento equivocado del
día; tal vez creyendo absurdamente que esa posición en la tecla de la luz
anunciaba la oscuridad. Las puertas de los cuartos estaban entornadas. El
sollozo me llegó claro. Me acerqué para mirar. Ella estaba recostada sobre la
cama matrimonial, en lo que supondría la intimidad más acabada. En la pieza
había también un bahiut con espejo, un crucifijo y un mural fotográfico.
Después
entré al baño. Mientras me mojaba la cabeza en la pileta me acordé del mural
que mis padres habían colgado sobre la cabecera de su cama, cuando yo era
chico. Eran fotos mías de bebé, en varias poses. Había una con una pelota, otra
con un sombrero, otra con un mono de juguete y una central desnudo, recostado sobre
un almohadón. La copia era grande, en blanco y negro, con los bordes de cada
episodio esfumados y montándose unos con otros como los cuadros de una
historieta imprecisa. Alguien había firmado el ángulo inferior izquierdo, ¿o
era un sello? Podía recordar ese cuadro. Siempre había estado ahí. Abrí los
ojos y tomé otro trago de jarabe, haciéndome un buche con agua. Antes de salir,
apreté el botón del inodoro.
La
puerta de su dormitorio ahora estaba completamente abierta. El llanto de la
mujer era más ahogado y sonaba más fuerte. Volví a acercarme. Su cuerpo,
tendido de cara a la cama, vibraba como si sufriera una convulsión. Sin duda
había dado en algún diálogo prohibido entre ellos, con mi observación absurda
sobre la taxidermia. Me sentí con una vaga culpa. ¿Para qué me metía en lo que no
me interesaba? Ya tenía bastantes problemas con llegar a Bahía Blanca por la
mañana. Lo único que necesitaba era esperar a que el Garza me arreglara aquel pinchazo.
¿Para qué me acercaba hasta su cama, ahora, tratando de mostrarme comprensivo,
hasta pararme delante de su mural y darme cuenta de que era el mismo de casa,
conmigo, con mis fotos de chico? Un bebé desnudo jugando con una pelota, un
sombrero, un mono de juguete. El almohadón. Me acerqué para tocarlo. Ella dejó
de llorar. Abrí la boca en el asombro: salió un hálito callado, con el calor del
guiso y gusto ácido. ¿Cómo podían ellos tener una copia? ¿Para que la mirara
quién, con qué ojos? "Para mí", pensé, y las piernas me empezaron a
tirar hacia la salida, como antes había tirado la dirección del Dodge hacia
esta casa detenida a la derecha del campo.
En la
ventana del comedor la luna plateaba sobre un Chevrolet quieto en mitad de la
ruta, con el motor en marcha y las luces encendidas. Agarré la pelota. El ciego
seguía parado frente a la salamandra. El Chevrolet tenía una puerta delantera abierta,
y cuando yo salí y grité, vi un bulto montar en su cabina, escabulléndose desde
mi auto. El coche arrancó y siguió hasta detenerse haciendo un giro, debajo de
un toldo. Lo terminé de ver cuando llegué a la ruta. La luz de la gomería se
encendió como un alarido. Volví hasta la puerta del Dodge y tuve miedo: a punto
de subir, con las manos apoyadas en el borde del techo y en el espejito, vi el
tajo. En ese instante vi uno solo, el que daba a la cubierta del conductor;
después di la vuelta alrededor del coche. Alguien había roto mis cuatro ruedas
con un cuchillo. "¿Qué pasó?", le grité al ciego, sacudiéndolo por el
pulóver. La pelota se me resbaló del brazo, rebotó en el suelo y fue a parar a
la banquina.
- No se
la agarre conmigo -dijo el hombre-: usted lo vio. Pica y se vuela. Yo le digo
rengo porque camina como una garza, subiendo las rodillas tan acostumbradas a doblarse
en el suelo para cambiar una goma rota, o para romperla.
Di
vuelta la cabeza hacia la piecita de enfrente. El frío de la noche me inyectaba
puntazos debajo de la ropa. La señora se asomó a la puerta. Cuchichearon algo
bajito; él asintió con la cabeza y ella movió la boca seria, como un canario
sacudiéndose.
- Si
gusta, tenemos una pieza -invitó.
- La de
nuestro hijo -agregó él-. Va a tener que dormir en algún lado, y la fresca en
el coche se la encargo...
- ¿Y el
chico? – pregunté, pasándome las manos por los brazos.
- No
está -contestaron, a coro. El hombre dijo:
- Es una
cama muy cómoda, en una pieza caliente. Puede quedarse hasta mañana.
-
También puedo ir a buscar a ese hijo de puta.
Ella carraspeó.
"No se lo aconsejamos", dijo, por los dos.
- El
Garza es un individuo peligroso, mejor evitarse problemas.
Pensé en
lo que había visto. Miré hacia la ruta: la luna, la pelota y la luz de un
cuartito que se apagaba, disuelta en la materia congelante de la noche. Estaba
tiritando cuando volví a cruzar la puerta.
Me
senté, aunque ellos insistían en que había que irse a dormir, porque era tarde.
El hombre lo dijo casi retándome. Me pareció absurdo. Le pedí un café a la señora
y me trajo un café con leche en una taza enorme, más un plato con tostadas y
manteca. Cuando volvió con un frasco de dulce le expliqué que solo quería café,
para calentarme. Ella insistió en la leche, porque " es tan buena para
crecer". Dijo "crecer" con énfasis, para que yo lo notara bien,
y le puso un largo chorro de miel. El líquido parecía jarabe caliente. Carlos
volvió a entrar al comedor, en pantuflas. Se acercó a darme un beso. "No
te acuestes tarde", dijo. Agregó que encontraría mi piyama debajo de la
almohada.
La
habitación era pequeña, con vitrinas repletas de objetos infantiles y fotos en
portarretratos. Había una sola ventana y un placar. La ventana estaba
atornillada al marco. Un tejido de alambre hexagonal la cerraba desde afuera, y
convertía la habitación en una celda frágil.
El de estas
nuevas fotos también era yo, o alguien muy parecido. Del techo colgaba un avión
a control remoto, con una inscripción: "SP5V". Abrí el placar;
en las perchas colgaban sacos y pantalones de alguien que no mediría más de un
metro veinte. Adentro de un cajón encontré una colección de aviones grises a
escala, algunos rotos o sin alas y un banderín del "Club del Vuelo".
Eran doce piezas, que ordené sobre la alfombra: Messerschmitt, Lockheed, Hawker
Tempest, Pucará, Pientempole, Hurricane, Concorde, Gloster Gladiator... Después
los volví a guardar por si me descubrían, y me metí a la cama con un
portarretratos. La foto más grande era la que había sido enmarcada. Me mostraba
a una edad de ocho o nueve años, con la cabeza metida adentro de una jaula
bastante amplia, de finos barrotes de alambre. En la segunda foto, más chica,
estaba junto a un amigo y a un perro en el campo, con el avión a nuestros pies
y una antena detrás, lejos. En la tercera aparecía abrazado al avión, que era
enorme para mi cuerpo flaco; al lado, de pie, Carlos. Digo Carlos por las botas
embarradas, porque la cabeza se recortaba en el borde blanco a la altura del
mentón.
Me senté
en la cama, observando hacia afuera. La ventana era un cuadro inamovible: la
línea del horizonte y el disco claro de la luna. Antes de cerrar los ojos,
recordé lo que significaba la sigla del avión: "Se Perdió 5
Veces”.
Soñé
hasta que tocaron a la puerta. Yo era chico, y una madre sin rostro me quitaba
la pelota y le hacía un tajo con una tijera. Me desperté bañado en sudor. Tomé
el último trago de jarabe sin sentir asco, con el gusto instalado en la boca.
- ¿Quién
es?
-
Nosotros. ¿Estás bien?
- No
pasen.
-
Tenemos una sorpresa...
El picaporte
tembló. Entraron cantando "cumpleaños feliz". No tenían puestos los
anteojos; sus párpados estaban cerrados. En las manos traían la bandeja de
chapa con una torta con nueve velas encendidas. Acomodé mi espalda contra la
cabecera de la cama, sentándome sobre la almohada. También traían una pala de acero
para servir, afilada en punta. Cuando terminaron de cantar apoyaron las cosas
sobre el acolchado y comenzaron a aplaudir. Ella se sentó a mis pies. La torta
estaba recubierta de crema y tenía pegado un colchón de plumas negras.
- ¿Qué
día es hoy? -pregunté.
- Cinco
de julio.
- ¿Cómo
sabían que era mi cumpleaños?
- Papá y
mamá lo saben todo -fulminó ella.
Soplé
las velas. Ellos volvieron a aplaudir, apretando más los párpados. Tomé la pala
para cortar una porción de torta. Ellos esperaban, quietos; la señora se
levantó cuando me oyó gritar. Yo también me había parado, casi siguiendo la
ruta del miedo al sentir el movimiento, un aleteo vivo debajo del corte. Los
dos seres levantaron los párpados, exhibiendo sus pozos negros. Mi mano,
independiente, enérgica, dio una estocada entre los pechos blandos de la
señora. Las telas se fueron separando receptivamente al paso de mi punción: la
del pulóver, la de la remera, la de la enagua y el centro del corpiño armado. Tuve
la impresión de que ella se inclinaba buscando clavarse en la punta de acero,
que yo mantuve rígida. Su cuerpo se derrumbó.
Después busqué detener mi mano, sujetándola fuertemente con la otra.
Pero el hombre se acercó hasta apoyar las venas inflamadas de su cuello en el
comienzo del corte. Luego giró la cabeza hacia ambos lados y cayó degollado,
sacudiéndose sobre la alfombra. Solté la pala y salí al pasillo, después al
comedor y a la ruta. En la corrida pisé, sin querer, los pares de anteojos que
ellos habían abandonado sobre el mosaico del piso, delante del umbral de la
puerta.
La ruta
seguía vacía. ¿Correr hacia Bahía Blanca? Me temblaban las piernas. Caminando
hacia la gomería, la cinta de asfalto se volvió resbalosa y corta. En un momento
giré la cabeza hacia atrás y vi mi auto y la casa a medio derrumbarse. Las
luces se habían apagado. El pasto crecía a la entrada como una presencia
inaudita del resto del campo. La columna del porche estaba partida.
La luz
de la gomería se encendió antes de que golpeara las manos. Estaba llorando,
transpirado, con el cuerpo abatido en la víspera de un desmayo. Todos los
músculos puestos en el pedido de auxilio. De adentro salió un hombre esmirriado
y de perfil aguileño, escurrido adentro de su saco. "Ayúdeme", le
supliqué. El hombre se acercó para atajarme por debajo de los sobacos. Caminaba con pequeños saltos y movía la
cabeza como si tuviera hipo. La falta de coordinación entre mis pasos y los
suyos me mareaba más. Entré colgando de su abrazo.
La casa
era una habitación con un piletón lleno, una cama, una garrafa con hornalla,
una silla y montañas de cubiertas. Un neumático enorme, de tractor, flotaba
sobre la superficie del agua de la pileta. La cama estaba deshecha; él se
sentó. Yo me aflojé en la silla y desde ahí lo vi apoyar una pava sobre la
hornalla. Al lado del calentador había dos canillas con baldes y un compresor
chiflando aire. Me acercó una taza. "Usted dirá", dijo, secamente.
Era un agua marrón, sin gusto; la tomé para aflojar la boca. Observé que las
zapatillas le bailaban en los pies.
Empecé a
contar, casi sin fuerzas. Hizo pocas interrupciones, salvo para referirse a
algún detalle. Le pregunté por qué había destrozado mis ruedas, y se rio.
Despreocupadamente, como si la explicación fuera de lo más natural, dijo que no
era la primera vez que pasaba algo así, y que él no había tajeado las cubiertas.
"Sino usted mismo, en un ataque de locura".
- Lo vi
hacerlo. Paré el coche y me bajé. Cuando entendí lo que pasaba, era tarde. Con
algo parecido a una cuchara de albañil, usted estaba empecinado en
destrozarlas.
- No
tiene sentido -dije, respirando aceleradamente.
- Sí, sí
-dijo él, acompañando la repetición con un movimiento afirmativo de cabeza-. Y
le voy a explicar por qué, si me permite.
Me preguntó
si venía tomando algún remedio, o estaba en grandes preocupaciones. "Tomé
jarabe para la tos y voy al cumpleaños de mi hijo", dije. "No lo veo
desde que era bebé". Él movió la boca hacia afuera varias veces, como
chupando de una bombilla invisible. "Pude haberme dormido por el
jarabe...", asentí. "Ma' qué jarabe", dijo. "Lo que a usted le pasó fue noticia,
veinte años atrás". Recordé el periódico viejo sobre la mesa.
- Yo era
joven -comenzó a contar-, y aquella noche había sentido gritos. Cargué la
escopeta y salí a la ruta. Estaba muy oscuro; al hijo de los ciegos lo vi
cuando en el cielo explotaron algunos rayos. Un brillo le iluminó la cabeza y
otro el cuchillo. Estaba embarrado hasta la cintura y se reía como un payasito.
El Garza
tosió y tomó un trago de su taza. Alargóel brazo hasta alcanzar la pava, sin
levantarse. Volvió a llenarla de agua y la arrimó al calentador.
- El
chico había quedado muy mal del coco, pobre, desde la ceguera de los
padres -se golpeó la cabeza con un dedo tan fino como un lápiz-. Hasta el año
anterior al achure ellos sabían dormir con los pájaros vivos adentro de la pieza,
para irlos disecando de a poco. Dicen que si el animal toma confianza después
tarda más en apolillarse. Cosas del oficio. Habían puesto tejido de alambre en
las ventanas. La casa parecía una gran jaula.
El
compresor dio un largo soplido final antes de detener su movimiento. El Garza
miró de reojo hacia ese rincón, luego hacia la pava, y continuó.
- Una
noche los pájaros enloquecieron, atacaron. Les dejaron las cabezas como sandías
caladas. El chico entró al dormitorio y encontró a sus padres enredados entre sábanas
rojas, a puro grito, con los ojos picados.
Hizo
silencio; chupó dos veces aire y cruzó torpemente una pierna sobre la otra. Apagó
la hornalla.
- Ya
ciegos, se pusieron pesados. Más pasaba el tiempo, más exigentes estaban con el
chico y con todas las cosas. También sé que le pegaban, cuando lo podían
agarrar. Hasta que llegó el día de su cumpleaños. El cuchillo que usó fue uno
de la cocina. Eso dijeron los diarios. El que usted y yo leímos es el del día
siguiente del crimen, y se lo habrá olvidado un policía.
- ¿Usted
leyó ese diario? -le pregunté.
- Claro
-dijo, sonriendo-. Pero no esa noche, sino diez años después, cuando la escena
se repitió por primera vez. Yo fui el único testigo y el primero en sufrir la
repetición. Todo el día había estado maliciando algo. La noche era clara como
la de hoy. Me asomé varias veces a la ventana, hasta que vi la luz encendida.
Me puse el abrigo y salí.
El
hombre movió su cadera en el colchón, como si ajustara el encastre de sus
articulaciones. La cama hizo un crujido leve.
- Crucé
la ruta y llegué a la casa, que estaba iluminada, como nueva... Imagínese mi
miedo, si yo sabía que nadie la habitaba. Pero entré igual. Allí estaban ellos,
los ciegos, como antes, sentados a la mesa. En el medio había una torta con
velas. El viejo me entregó el cuchillo por el mango. Lo apreté. Ellos buscaron
el filo como imanes. La carne se les abrió igualito a lo que contó usted.
Se calló
para descruzar sus piernas. Con sus manos levantó el muslo derecho como si le
doliera, o el movimiento le molestara un poco.
- ¿Y después?
- Nada, hasta hoy. Me sacaron de ahí
atado a una camilla. Era puro espanto y grito. Estuve casi un año internado en
el neuropsiquiátrico de Bahía... El mismo en el que todavía está internado el
chico. Debe tener como treinta. Yo salí, él no. Mire si no le voy a creer lo
que me cuenta.
La taza se me resbaló de las manos.
"Necesito otro café", le dije.
- Era té -dijo él, sonriendo.
Se
levantó. Sacó una manta de la cama. Todavía no había amanecido. Recogió mi taza
del suelo y la llenó de agua. Le puso un saquito y luego, con un trapo rejilla,
lo vi secar el piso. ¿Iba a soportar esa mentira, esa historia de fantasmas?
"Dame fuerzas, Seba; voy a llegar a Bahía y abrazarte para
siempre..." Apoyó la manta sobre mis piernas heladas.
También
dijo que esperaba otra sorpresa para este nuevo aniversario, y por eso se había
volado un rato, en su coche. Pero después se quedó con la duda. Al pasar, había
visto el Dodge. "Buen fierro", agregó.
- No
creo que les haya hecho mucho daño a las cubiertas, con esa espátula…
- ¿Le
parece? Mire que una se vino desinflando por el camino.
- Ahora
le preparo el repuesto y cuando salga el sol se la cambio -dijo.
- Por
favor –rogué-. Quiero irme cuanto antes.
El Garza
asintió. Descolgó una cámara con ayuda de un gancho y la aferró con precisión
entre las manos. Sus movimientos eran seguros, salvo el bailoteo de esos pantalones
enormes y del calzado, que hacían imaginar dos piernas de ramas terminadas en
apéndices mustios, de minusválido. Infló
la cámara y la metió adentro del piletón. Mi cuerpo tiritaba sin parar. ¿Iba a poder manejar en ese estado? Pensé en Bahía Blanca como en un paraíso, el
lugar al que había que llegar para salvarse. Cerré los ojos. Oía el traquetear
del compresor, el ruido del agua. Sorbí el líquido tibio de la taza. Lo sentí
bajar, depositarse en mi estómago. Aspiré el aliento largo de la tierra sobre
aquellas ruedas viejas; la dulzura distinta de la goma mojada. Mi cuerpo entero
aceptaba la explicación del Garza. Mi razón debía aceptarla, para poder seguir.
"Un mal viaje", pensé. "Aquí no pasó nada, Sebastián". Abrí
los ojos.
En el ardor de su oficio, absorbido
en su propia maniobra, el hombre había perdido una de las zapatillas, que había
caído al costado de la pileta. Por debajo del ruedo del pantalón asomaba una
garra de ave con tres dedos extendidos, coronados en afilados espolones para
descarnar.