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La fe ciega

Auschwitz

El Corazón de Doli

La otra playa


12.21.2010

LA OTRA PLAYA / CAPÍTULO 1

- ¿Quién es?
En la diapositiva aparecía una mujer de unos cuarenta y cinco años; teñida de rubio, con ojos de salir de viaje por primera vez. Miraba hacia la cámara. Una de sus manos se aferraba a una plancha; la otra emparejaba las piernas de un pantalón. El cuarto estaba pintado de verde.
El pantalón era del hombre obeso. Salía muy alto en las fotos (tal vez fuera realmente alto), y le gustaban los cinturones de grandes hebillas doradas como el de la diapositiva anterior. Los espectadores ya sabían que el hombre tenía un Renault Dauphine, una frente que se alargaba en la calvicie y una billetera llena de dólares, de la que la mujer teñida de rubio había obtenido varios primeros planos.
- ¿Cómo se llaman? – preguntó Antonio.
- Cacho y la tía Alicia.
- ¿De verdad?
- Les pusimos así.
La diapositiva siguiente los mostraba juntos y con las cabezas recortadas. El escenario era una playa. Habrían colocado la cámara en automático sobre el techo del Renault. Hacían un esfuerzo por entrar en el cuadro, sonriendo como niños. Se habían quitado las remeras: el hombre tenía un vello tupido en el pecho, que le llegaba hasta los hombros; la mujer tenía unos senos pequeños sostenidos por un corpiño rojo. Una margarita de plástico unía los dos triángulos de tela.
- No hay modo de saber cómo se llaman – agregó Zopi.
Parecían felices adentro de su viaje, al menos más felices que las cuatro personas que miraban pasar las diapositivas y comían galletitas con queso crema. Antonio, Marta, Sara y Zopi.
- No se pierdan ésta – dijo Sara, la esposa de Zopi, una morocha esmirriada con cara de dormida. Señaló hacia la pantalla: - Es nuestra foto favorita.
El Renault Dauphine estaba detenido en medio de un camino en un bosque. Los troncos casi lo rozaban. El camino estaba cubierto de pinocha. La pareja se había bajado del auto; el hombre posaba parado detrás de la puerta abierta del conductor. Apoyaba un codo sobre el techo y otro en el canto de la puerta. Unía sus manos a la altura del pecho, tapando una medalla que recién se vería en la diapositiva siguiente. La medalla colgaba de su cuello por una gruesa cadena dorada.
- Tiene ojotas Adidas– dijo Zopi.
El hombre estaba muy erguido, como exagerando su gran altura. Cruzaba la pierna izquierda sobre la derecha y doblaba una ojota contra la pinocha. Las piernas también eran peludas. Estaba relajado. Más relajado que los cuatro que lo miraban incansablemente, mientras comían las galletitas. Cuando Sara quiso pasar la diapositiva, Zopi le pidió que la dejara más tiempo.
- Ya no se consiguen esas ojotas – agregó.
- ¿Será Cariló? – preguntó Marta, la mujer de Antonio.
- No.
Sara hizo una mueca escueta con su labio inferior, como reafirmando lo poco que sabían. Sonó el timbre. Se levantó a atender.
- Es la pizza – dijo, volviendo del portero eléctrico. Traía un billete doblado en la mano y una moneda para la propina. - Yo bajo.
Cuando entró otra vez al comedor, su marido había pasado la diapositiva. Ahora había un morro verde en un cielo gris; Sara sabía que ésa era la primera de una larga serie de paisajes. Zopi pasó varias rápidamente.
- Es Brasil, ¿ves? - se detuvo en un cartel escrito en portugués. - Curitiba, o algo así.
En casi todas las fotos aparecía alguno de los dos. Ella sonreía más, porque tenía entera la dentadura. Él la encuadraba siempre en el medio, a veces no hacía foco o movía la cámara. Invariablemente, le cortaba la coronilla rubia.
Sara llevó a la mesa servilletas de papel y botellas. Abrió las cajas con las pizzas. Sirvió las porciones sin mirar la pantalla.
- Esta que viene es mi favorita especial - dijo Zopi, para diferenciarla de la favorita de ambos. Espiaba las imágenes en el carrusel del proyector, levantándolas del carrete antes de que fueran proyectadas. - Imperdible - agregó.
El hombre estaba sentado. La panza le salía como una pelota maciza, desde el elástico del slip. Tenía cara de recién levantado, aunque ya se había colgado el medallón. Sobre una mesita ratona había una taza y una medialuna mordida. El sol que se reflejaba en el medallón impedía ver el repujado. Zopi dijo:
- Campeón de natación, Colegio San José de Morón, quinto grado B, turno tarde. "No me la saco nunca más", le prometió a su entrenador. Cacho está en el mundo para cumplir su promesa.
- Si es que está - agregó Antonio, con una sonrisa.
Para Zopi y su mujer, los dueños de casa, esa era la primera vez que Antonio sonreía en lo que iba de la noche. Para Marta, la primera vez en lo que iba del mes.
Zopi hizo los cuernos con las manos. Sara dijo que la pizza era riquísima y se les iba a enfriar. Había fugaza o de jamón y queso. Se sirvió Bidú Cola y le convidó a Marta.
- ¿En esta casa tampoco toman Coca? – preguntó Antonio.
Sara miró a su marido y repitió la mueca del labio. Zopi sonrió, acarició el cuello de su esposa y contestó negativamente, como si no supiera de qué le estaban hablando, o no le importara. Puso el proyector en automático. Eran cientos de fotos.
- Dos valijas llenas - explicó.
Sara había comprado la primera por cinco pesos en una feria de Pompeya. Había ido a buscar una lámpara de tres conos como la que aparecía en la película "Departamento de soltero". Una amiga la había conseguido ahí. La lámpara no estaba. Cuando volvió a casa con las diapositivas, Zopi le echó en cara que había comprado algo inútil y tonto. ¿A quién podían interesarle las fotos de viaje de dos desconocidos? Bastante insoportable era mirar las de uno.
Desde entonces las habían pasado más de diez veces. Había algo perverso en compartir ese viaje con aquella pareja. A la pasión de Cacho por tener el auto radiante correspondía la obsesión de Alicia por la ropa extremadamente planchada. Le hacía la raya hasta a los jeans. Habían descubierto que Alicia siempre se metía al agua, estuviera soleado o no. Él jamás lo hacía. Sabían que Alicia se levantaba más temprano que Cacho: había varias fotos de él desperezándose o quitándose las lagañas de los ojos. Ella prefería los colores claros y las telas salpicadas de lunares o flores. Él, las rayas verticales y el negro.
- Porque tiene complejo de gordo - dijo Sara.
Antonio, que era fotógrafo, hizo el comentario de que ella era mejor que él a la hora de apretar el disparador: medía la distancia, se fijaba en la luz, abría correctamente el diafragma, componía el cuadro y probablemen-te hacía una marca en la arena para que él se parara en ese lugar.
- Cacho aprendió para la segunda valija - dijo Sara.
A esa la habían comprado un mes después. La amiga le había avisado que en el Ejército de Salvación había visto una lámpara de pie muy parecida a la de la película. La lámpara tenía cinco pantallas cónicas. "Apurate", le dijo. Ella se cambió y fue. Un cono era amarillo, otro verde, otro rojo, otro azul y el último anaranjado. El vendedor, un tartamudo huraño vestido de overol, desarmó la lámpara para que entrara en un taxi. Los conos verde y anaranjado eran postizos. Sara se arrepintió: los agregados no le gustaban. El vendedor protestó. Dejó el pie de la lámpara sobre una valija igual a la que Sara había comprado la vez anterior.
- ¿Qué tiene? - le preguntó.
- Diapositivas - dijo él, disponiéndose a leer el diario.
Sara sospechó que esa valija iba a costarle más. Discutió el precio. Insistió en que era igual de tamaño a una valija anterior que había comprado en otra feria, y que le había salido cinco pesos. El hombre no tenía ganas de venderle nada.
- Le estoy quitando un clavo. ¿Quién puede querer estas diapositivas?
- Los dueños - contestó el vendedor, subiendo los hombros. - Los parientes de los dueños.
"Yo no soy ninguna de las dos cosas", estuvo por agregar Sara, pero sintió que no valía la pena. ¿Cómo explicarle lo que habían disfrutado inventándoles la vida a esos desconocidos?
Cuando le avisó a Zopi por teléfono, él dejó de trabajar. Estaba ansioso por saber cómo seguía ese viaje. Manejó tan rápido hasta su casa, que casi chocó. Sara ya había servido la mesa. El proyector estaba entre la ensaladera y la botella de vino.
- Cacho aprende a sacar, sí, pero las nuevas fotos no son interesantes –dijo Sara.
- Hay mucho vegetal; son como más… artísticas. Además, repiten los vestidos. Y él ya tiene ganas de volverse –agregó Zopi.
- A lo mejor extraña a sus hijos - dijo Marta.
- ¿Cómo sabés que tiene hijos? –dijo Sara.
- ¿Tienen? - preguntó Antonio.
- Más adelante aparece una mano sosteniendo un abanico de fotos de chicos –Zopi empezó a explicar-. Dos varones y una nena. La mano es la de Cacho; las fotos están ajaditas, como sacadas de la billetera. No se puede saber quién es el más grande de los tres, porque en las fotos todos tienen entre cuatro y cinco años. ¿Cómo te diste cuenta, Marta?
Ella no pudo contestar porque estaba masticando su porción de fainá. Antonio dijo:
- La mayoría de las parejas, a una cierta edad, ya tienen chicos.
Ellos tenían una hija: Victoria, de veinte años. Zopi y Sara tenían una nena de tres años y un chico de seis.
- Volvé a la anterior - pidió Antonio.
Zopi tomó el control remoto del proyector.
- Esa foto está muy bien sacada. Mirá qué nítidez. Y el perrito...
- Le da un toque, ¿no? Un algo… Esta del perro es una serie bastante divertida - dijo Sara.
- Hay una mejor, ¿no? - le preguntó Zopi, mirándola.
- Más adelante.
- Miren la luz sobre la cara… bien - siguió acotando Antonio. - Perfectamente graduada. Además, hasta logró sacar lindo al gordo, ¿no?
- El gordo es lindo - dijo Sara, haciéndose la ofendida.
- Medio grasa, nomás, con esa cucarda en el pecho… - se celó Zopi.
- Vos sos más lindo - dijo ella, por lo que recibió un beso sobre los labios -, pero él tiene lo suyo.
- Buena espalda - agregó Marta -, buen lomo.
- Carne de exportación - dijo Zopi -. La tía Alicia también está muy cogible.
- Yo no dije cogible, eso lo agregaste vos - se defendió Marta.
- Dijiste que tenía buen lomo - le recordó Zopi.
- Es tan masculino, con todo ese pelo en el pecho, a lo Sandro… - se entrometió Sara, para defender a su amiga -. Si no tuviera a Zopi, yo me lo transaría.
Todos hicieron silencio.
- El gordo debe ser un tigre. Por las sonrisas de la tía, digo.
La mujer mostraba su dentadura. Detrás había una estatua de un niño arrodillado. El perro lamía la cara de la mujer. El hombre no había sabido si sacarle al perro o a la estatua, por lo que las dos situaciones habían salido cortadas.
- Habrá que ver si viven, ¿no? – insistió Antonio.
Marta se sirvió gaseosa.
- Dejalos que vivan ahí… Mirá lo felices que están.
- Bien cogidos y descansaditos - agregó Sara.
- ¡Y bien comidos! - dijo Zopi, después de pasar la diapositiva. - Mirá a Cacho preparando el asado. Morcillas, vacío, esto… bueno, no se ve bien.
- Debe ser una molleja –dijo Marta.
- O el cerebro del perro. Ves, acá está la pija del perro…-siguió explicando Zopi.
- Es una salchicha - retrucó Sara.
- ¡Ah, cierto! Mirá vos… Pensé que era, nomás, una pija…
Ella lo golpeó cariñosamente.
- Por el color rosado que tomó la película parecen los revelados previos al 78 - dijo Antonio.- Para el Mundial, Kodak importó al país un nuevo químico que evitaba este envejecimiento prematuro de los colores. ¿Ven que los amarillos y los verdes están casi igualados?
- Sí.
- Es por eso. ¿Se acuerdan de las películas de principio de la dictadura? Tenían el mismo problema técnico.
Zopi volvió a poner el proyector en automático, y le aumentó la velocidad. Había comenzado la segunda tanda de fotos, las que Sara llamaba artísticas. Las fotos mostraban cardos, piedras, flores, árboles, nubes, pasto, espuma. Era como si se hubieran cansado de sacarse entre ellos y empezaran a buscar alrededor, algo que valiera la pena encuadrar. Las imágenes pasaron rápidamente, hasta llegar a la pantalla en blanco. Sara cambió el carrusel por otro, y guardó el que ya habían visto.
- ¿En alguna parte salía el año, no, amor?
- Sí - contestó Zopi -. En un cartel nuevito, de un plan de viviendas.
- ¿1977?
- 76 –dijo Zopi.
Antonio afirmó con la cabeza y completó:
- Capaz que a la vuelta los limpiaron los milicos.
Zopi dejó sobre su plato el borde mordido de la última porción de pizza.
- Dejame disfrutar… - dijo. Después lo imitó: - Capaz que los limpiaron los milicos. ¿Qué querés, que lloremos?
Antonio puso cara de resignación. Dijo:
- ¿Vos pensás que tipos como éstos, que sacaron cien fotos de unas vacaciones berretas, donarían su recuerdo al Ejército de Salvación? Solamente muertos.
- ¿Cien, decís? Trescientas sesenta y siete… -afirmó Sara.
- Más a mi favor. Mirá las caras que tienen, el coche, cómo se visten, esa medalla al valor por haber entrado a la clase media...
- A lo mejor se fueron del país - acotó Marta. - Y no iban a estar cargando valijas con diapositivas. Se las dejaron de regalo a un pariente que las vendió por moneditas.
Zopi y Sara asintieron. Preferían creer en la hipótesis del viaje, o pensar que Cacho y la tía Alicia se habían tenido que mudar a un departamento más chico donde no cabían los cachivaches. O que se habían separado.
- Poniendo mucha mala onda llegamos a creer que en la segunda parte del viaje les habían robado el Renó Dofín - dijo Sara. - ¿Ven que no sale más, y que él está deprimido? Miren sus ojos… ¿No hay una foto mejor?
Zopi buscó, pasando rápido, y volvió a la foto anterior.
- Esa fue la máxima desgracia que llegamos a suponer para ellos. Y ni siquiera sirve, porque en la anteúltima diapo aparece de nuevo la trompa del Renó –completó Sara.
Se rascó la cabeza, pensativa.
- Nos gustan mucho así, felices… ¿no, amor?
Zopi vació su vaso de gaseosa y se volvió a servir.
- Los queremos así - dijo.
Para Antonio, sin embargo, la perspectiva de que Cacho y Alicia ya no existieran, le agregaba a las fotos un extraño valor. Iluminados bajo la luz del proyector, aquellos muertos habían regresado a la vida. Habían aparecido. Antonio prefería pensarse como un resucitador a ser un voyeur de un pasado que el propio dueño había desechado por desinterés.
Zopi se detuvo en una foto en la que Cacho leía el diario.
- ¿Alcanzan a ver la fecha?
- Hacé más foco.
- ¿Así?
- No se ve.
- Más no se puede. La toma está mal.
- ¿A ver? – dijo Antonio, reaccionando.
Se inclinó sobre el proyector. Giró el cañón milimétricamente hacia la derecha y luego hacia la izquierda. Movió el lente hasta que el periódico quedó medianamente enfocado. El año del diario no se alcanzaba a leer.
- Seis de enero de…
- Y no hay más datos –señaló Zopi.
Antonio soltó el cañón del proyector. La pantalla desdibujó los límites del hombre sentado. Zopi no pasó la diapositiva hasta que el foco volvió.
- Deseo sinceramente que Cacho y la tía estén más viejos que antes - mintió Antonio, haciéndole un gesto a Marta. Se puso de pie.
- Ojalá - remarcó Zopi.
- ¿No se toman un café? Postre no hay, pero café… - invitó Sara.
- La falta de café en esta casa es causal de divorcio - agregó Zopi.
- Mañana tengo que levantarme temprano - dijo Antonio -, y estoy durmiendo poco…
- Si revela dos noches seguidas, anda toda la semana grogui –agregó Marta-. ¿Y cuánto hace que venís dale que dale todas las noches?
- Diez días.
- ¿Y cuándo…? - Zopi le hizo un gesto a Marta como diciéndole "¿cuándo cogen?".
Sara lo golpeó en la espalda para que no fuera guarango. Marta se sonrojó.
- En el cuarto oscuro - dijo.
Abrazó y besó a su marido en la mejilla. Cualquiera que hubiera visto sus ojos podía afirmar que estaba orgullosa de Antonio. Pero él no se dio por aludido. Sara miró a Zopi y le dijo:
- A ver si me cambiás las lamparitas del cuarto por unas rojas, ¿eh?
- Sí, amor - contestó él.
Marta y Antonio salieron. En la calle hacía frío. Se subieron al auto. Casi no hablaron en todo el trayecto hasta la casa, que quedaba bastante alejada del centro. En un semáforo, Marta intentó acariciarle la mano. Él contempló la caricia con indiferencia; después buscó soltarse para poder hacer el cambio y arrancar.
Llegaron a las dos de la mañana. Victoria aún no había regresado de bailar. En la pared del living estaban colgadas las fotos de Victoria que Marta había enmarcado. No eran buenas, pero a ella le gustaban. Su hija en bicicleta, corriendo, saltando a la soga. Victoria, según Antonio, era difícil de fotografiar, a pesar de lo bonita que era. Bastaba apuntarle con el objetivo para que la belleza se le desdibujara.
Marta dio vuelta la cabeza buscando los ojos de Antonio. Él soltó el picaporte y desvió su mirada hacia un rincón del cuarto en el que había un paragüero y un oso panda de peluche. Ella caminó los pocos pasos que la separaban del cuerpo de su marido y se apoyó sobre su costado. Lo abrazó. Allí estaba Marta para amarlo, sostenerlo y cuidarlo. ¿No le alcanzaba a él, la infinita promesa de ese abrazo? Antonio se liberó suavemente para inclinarse a apagar la luz del velador.
Marta fue hasta la cocina y colocó una pava sobre la hornalla. Echó un puñado de granos de café en la moledora.
- Cerrá la puerta - dijo él.
- ¿Por qué?
- Por el ruido.
- ¿Y a quién jodemos?
- A los vecinos.
Ella no le hizo caso y enchufó la moledora. Antonio se levantó y cerró la puerta que separaba el living de las habitaciones. Luego cerró la de la cocina. Ni el ruido de la moledora ni el pitido de la cafetera eran ruidos conocidos por él. Le parecían ruidos recientes, acabados de inventar.
- ¿Hace cuánto que tenemos esa moledora?
- Fue un regalo de casamiento - dijo ella.
- ¿Y esa pava que chifla?
- La compré el otro día en el supermercado.
La taza de café tenía espuma hasta el borde. A Antonio no le gustaba que el café tuviera espuma.
- Está sin azúcar - dijo.
- Acá tenés - dijo ella, pasándole la azucarera y una cuchara.
Él se sirvió un terrón, revolvió, probó y acabó dando un largo trago. Asintió con la cabeza. Ella cruzó las manos sobre su delantal.
- ¿No querés que hablemos?
- No - dijo él.
Ella bajó la mirada. Le dio la espalda, para que él no notara que le temblaban los labios.
- Te quiero mucho; la quiero a Vicki –dijo Antonio-. Puedo sentir eso - remarcó la palabra para que no hubiera dudas. - Pero algo me está pasando. No sé… Eso de que sobro…
- Qué pavada, amor –dijo ella, y se sentó.
- Es así. Es la impresión que tengo…
- Cómo vas a sobrar en tu propia casa. Ey, mirame cuando te hablo.
Antonio levantó la mirada.
- Soy Marta, tu esposa…
Él asintió en silencio. Los ojos de ella estaban brillantes. Se había incorporado del asiento, e inclinaba el cuerpo hacia la cara de Antonio.
- Ya sé –dijo él.
- Te necesito al lado mío. ¡Cómo vas a sobrar en tu hogar! Qué ideas son ésas…
Antonio desviaba la mirada y ella se la buscaba con los ojos.
- ¿Mañana vas a ir al sicólogo?
- Sí.
- Mirá que tenés que ir, ¿eh?
- Claro.
Esperó a que él agregara algo. Le preguntó:
- ¿Y pensás sacar fotos, también?
- Voy a llevar la cámara.
Antonio la miró. Los ojos de ella no le creían.
- Por las dudas… - dijo él.
Marta tomó su café. Una llave dio vuelta en la cerradura. Antonio alargó un brazo y entornó la puerta de la cocina. Una chica morocha muy parecida a Marta intentó colarse sigilosamente por el pasillo que iba a las habitaciones.
- ¡Eh! - gritó su madre.
- Ah - dijo ella, asomándose. - Estaban despiertos… ¿Pasa algo?
- No - dijo Antonio.
Ella sonrió con la sonrisa que nunca hacía frente a la cámara, para después empezar a contarle a su madre, a gritos:
- ¿A que no sabés con quién sale Amanda?
Amanda era su amiga íntima.
- Fernando - dijo Marta.
- No.
- Javier.
- Frío.
- Marce.
- Heladísimo.
- No sé.
- ¡El hermano de Fernando!
- ¿No es muy grande?
- Tiene treinta y dos. Amanda tiene casi diecinueve. En agosto cumple los veinte. Adiviná qué le llevó de regalo la primera vez que la invitó a salir.
- Me parece un chico muy grande… - Marta miró a Antonio, esperando que dijera algo. Antonio permaneció callado.
- ¡Adiviná! –dijo Victoria.
- No me gusta que salgan con chicos tan grandes. Ni a papá - insistió Marta.
- ¡Un ramo de rosas enorme! ¿No es enternecedor?
Marta volvió a mirar a Antonio. Él dijo:
- Sí, estremecedor.
Victoria le dio a Antonio un entusiasta beso en la mejilla, como si no hubiera advertido el juego de palabras, y salió corriendo de la cocina. Su madre se asomó al pasillo.
- ¿Y quién te trajo? - preguntó.
- Fer.
- ¿En coche?
- Claro, en qué va a ser.
- ¿Ese muchacho ya tiene registro?
- Hace rato, mamá.
Marta regresó a su asiento. Antonio dijo, simplemente:
- Podríamos decirle que lo entre, alguna vez.
- ¿A Fer?
- A ese que nombra.
Marta tiró el resto de su café en la pileta sin ponerse de pie.
- ¿Y quién se lo tiene que decir? ¿Yo?
- Sos la madre, después de todo.
- ¿Que entre a su amigo a casa, decís?
- Para que nos conozca, al menos. Para ver cómo es.
Marta resopló, angustiada.
- Lo único que sirve es que vayas al sicólogo - dijo, cambiando repentinamente de tema.
- No me parece mala idea saber con quién anda Vicki.
- No te parecerá mala idea que yo me entere de con quién anda… Y yo ya lo sé. Vas a faltar como la última vez, ¿no?
- La otra vez no falté. El sicólogo se había ido.
- Porque llegaste tarde.
- No.
- Me lo dijo la secretaria del doctor.
Marta cruzó los brazos sobre la mesa y recostó su cara.
- Esta vez voy a llegar a tiempo –dijo Antonio.
Marta escondió la cara entre sus manos, como refugiándose en la oscuridad.
- ¿Te querés ir, no?
- ¿De casa?
- Sí.
- No - contestó Antonio, con firmeza.
- Pero te vas a querer ir…
Él se levantó para volcar lo que quedaba de su café frío en la pileta.
- ¿Hay otra? – preguntó Marta.
- No.
- Mentiroso.
- Te digo la verdad.
- Jurámelo.
- Ya te lo juré ayer.
- Jurámelo de nuevo.
- Te lo juro.
La mirada de Antonio estaba seca. Victoria apareció descalza y en bata.
- ¿Y el champú de caléndula?
- ¿Te vas a bañar ahora? - protestó Antonio. - Son más de las tres.
Victoria miró la nuca de su madre. Después lo miró a él, y se arrepintió de haber vuelto a la cocina.
- Tengo olor a cigarrillo en el pelo.
- Fijate en nuestro baño, a ver si queda –dijo Marta.
Victoria salió.
Antonio llevó su mano hasta la cabeza de su esposa para acariciarla. Le dijo, en un susurro, que no se preocupara, que todo iba a pasar. Marta no levantó la cabeza, ni siquiera cuando le preguntó "¿me querés?", después de un instante de silencio.
Él no supo qué contestar.

Gustavo Nielsen nació en Buenos Aires, en 1962. Es arquitecto y escritor. Como arquitecto ha realizado obras en Capital, Buenos Aires, Córdoba, San Luis y Montevideo. Desde 2008 comparte el Galpón Estudio en el barrio de Chacarita junto a los arquitectos Ramiro Gallardo y Max Zolkwer. Ha ganado el Tercer Premio para el Parque Lineal del Sur (asociado a Max Zolkwer), el Primer Premio para el Oasis Urbano Magaldi Unamuno, Tercer Premio Cenotafio Las Heras y Mención en el Oasis Boedo (asociado a Max Zolkwer y Ramiro Gallardo), Mención en el MPAC (asociado a Sebastián Marsiglia), Mención en el Pabellón Frankfurt 2010 (asociado a Max Zolkwer y a Sebastián Marsiglia) y Primer Premio en el concurso internacional para el Monumento a las Víctimas del Holocausto Judío (también asociado a Sebastián Marsiglia). Escribe notas sobre ciudad y diseño en el suplemento Radar, de Página 12. Ha publicado “Playa quemada” (cuentos, Alfaguara), “ La flor azteca” (novela, Planeta), “El amor enfermo” (novela, Alfaguara), “Marvin”, (cuentos, Alfaguara, "Auschwitz" (novela, Alfaguara)y “Adiós, Bob” (cuentos, Klizkowsky Publisher) , “Playa quemada” (cuentos, Interzona), “La fe ciega” (cuentos, Páginas de Espuma, Madrid), “El corazón de Doli” (novela, El Ateneo) y “La otra playa” (novela, Premio Clarín Alfaguara 2010).

gesnil@gmail.com

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