CARTÓN
Enrique le dijo: “Me da culpa lo que hice, aunque
adentro de la caja de cartón se viva cómodamente. Hay hasta camitas...”
También le dijo: “Cuando empecé el experimento me
sentía mal. Ahora estoy peor. Te llamé para que me ayudes. ¿Te gusta la pieza?”
El ingeniero venía de viajar diez horas en un
asiento de ómnibus, sin dormir. Había estado
en esa pieza en veranos anteriores, durante las primeras experiencias con
ratones blancos. Daniel, el hijo de su amigo (que por entonces tendría once o
doce años), había encontrado uno que tenía patas de lagartija, y lo había
corrido hasta cazarlo, para mostrárselo. “Un error menor y paf, saltan estas
rarezas”.
El
ingeniero también se acordaba de las paredes grises sin ventanas.
-
Me gusta, es amplia -dijo.
-
Tengo otras más chicas. Algunas vacías, a las que es imposible entrar.
Al
ingeniero también le sirvió que la cama fuera doble, iba a poder estirarse a
sus anchas. Trató de ser cortés cuando se disculpó, explicando que el viaje lo
había agotado. Notó en los ojos de Enrique un destello de decepción. Parecía
ansioso por agregar algo, como si en todo ese tiempo hubieran ocurrido cosas
notables y no supiera de qué manera empezar a contarlas. El ingeniero intuyó
que se trataba del hijo, al que no había visto por ninguna parte. No quiso
preguntar. A lo sumo, era un tema para hablar en el desayuno. Encendió un
cigarrillo y soltó un aro de humo blanco.
Su
amigo volvió a hablar:
-
¿Sabés que Daniel está de viaje?
El
ingeniero negó con la cabeza.
-
Me lo robó una china - agregó Enrique.
Cuando
se quedó solo, el ingeniero revisó los cajones de la cómoda y de la mesa de
luz. Adentro del primer mueble había una barra de desodorante, un jabón, una
toalla, un tubo de dentífrico y una carpeta gruesa. Sobre la etiqueta de la
tapa alguien había escrito “MEMORIA DE LOS DESCUBRIMIENTOS ACERCA DE LA
ESCALA”. La letra era difícil de descifrar bajo la luz tenue del velador. El
documento estaba ilustrado con dibujos a color sobre papel cuadriculado. En el
cajón de la mesa de luz había solamente una Biblia.
Se recostó en la cama. Los ojos se le fueron
cerrando despacio; lo último que vio fue la cómoda con un florero de vidrio
verde y una caja de cartón. Recordó que solía haber flores en esa jarrita. Ahora había marcadores del tamaño de sus cigarrillos. Los relacionó en
su mente con las ilustraciones de la carpeta, pero en la modorra no alcanzó a
vincular la caja con las extrañas palabras de su amigo. Tuvo, sí, un sueño.
Hablaba con Enrique, que era enorme y se sentaba ocupando toda la cama. Con las
piernas volcadas a cada uno de los costados, como si la estuviera montando.
Por
la mañana quiso ver el laboratorio. “Todo estará igual, pensó, como en la
pieza”. Los frascos, el instrumental plateado sobre las mesadas de granito
gris; el Erlenmeyer, las probetas. Cruzaron el patio y Enrique abrió la puerta
con una llavecita azul. El ingeniero descubrió una mesa baja con una máquina
que parecía una ampliadora de fotografía. Sobre la platina había una jaula
tapada con un trapo. Su amigo la levantó para apoyarla al lado de la ventana.
Adentro había una mosca del tamaño de un guante de box. El lomo negro le subía
y bajaba con la respiración. Los pelos tenían filo, como navajas.
-
Lo peor es cuando se sacude - dijo Enrique.
Manipuló
un alambre hasta formar una herramienta coronada en un aro. Introdujo la punta
a través del techo de la jaula. La mosca percibió el alambre a un centímetro de
ser tocada. Plegó las alas en un ángulo extraño y se agachó.
El
huracán sobrevino con la punción. La jaula vibró en la mesada, acercándose al
borde. La mosca peleaba contra los barrotes de alambre. El ingeniero pensó que
había que detenerla, pero estaba paralizado por la impresión.
-
¿Y ese chillido?
-
Grita -dijo Enrique.
Buscó
una varilla de madera. En el aire había quedado flotando un olor a mezcla de
transpiración y pus. Con la punta de la varilla hurgueteó sobre el costado del
insecto hasta hacerlo exhibir una perforación roja.
-
En el modelo original no llega a la décima de micrón. Acá podrías meter la
punta de tu birome.
Explicó
que se trataba de una garganta primitiva.
-Bajo
un microscopio la veríamos, también, en detalle. Pero nunca podríamos escuchar
el grito. Con este método, la ampliación es integral.
El
ingeniero apoyó el cuerpo contra la pared. El olor de la mosca le llenaba la
cabeza.
-
El sujeto es expuesto a un rayo que inventé -siguió Enrique-. Si lo vuelvo a
exponer dentro de las veinticuatro horas, puedo hacerlo recuperar su tamaño
original. O llevarlo a otros tamaños diferentes. La luz es biomutátil; pasado el día, las mutaciones se vuelven definitivas.
-
No estoy familiarizado con el término -dijo el ingeniero.
-
Lo vas a entender cuando leas el informe.
Volvió
la jaula sobre la platina de la ampliadora. Ató una etiqueta a una de las patas
de la mosca, que zumbó. Apretó la tecla
de encendido. La mosca, bajo el rayo invisible, se achicó hasta alcanzar su
estatura original. Salió volando entre los barrotes. La etiqueta se había
achicado con ella.
A
la hora del almuerzo fueron hasta la quinta y juntaron tomates. Se sentaron a
comer debajo de una sombrilla, rodeados por helechos y calas. Enrique dijo:
“acá almorzábamos con Dani, en primavera”. El color verde rabioso de las
plantas hacía pensar que se sentían a gusto ahí, que por alguna extraña razón
estaban destinadas a crecer con más fuerza que otras del jardín. Eso le pareció
al ingeniero, mientras cubeteaba un tomate más rojo que la más roja de sus
corbatas. Lo saló, le puso aceite. En el cielo, las nubes empezaron a animarse.
El ingeniero pensó que no habían pronosticado lluvia. Cuando se decidió a
comer, su amigo cruzó los cubiertos en su plato porque ya había terminado. Se
reclinó en la silla.
-
Puede que los resultados no sean muy agradables, pero gracias a este
experimento amplié varias moscas. Y reduje ratones al tamaño de cucarachas.
Se
levantó para traer la caja de cartón del cuarto del ingeniero. La apoyó sobre
el mantel. La tapa de la caja estaba perforada. Los agujeros habían sido hechos
con una tijera. ¿Pensaría abrirla ahí, en plena sobremesa? Algo rascaba desde
adentro. El ruido sobresaltó al ingeniero.
-
Necesito ponerte al tanto –siguió diciendo Enrique-. Hay cierta urgencia.
Quiero que te informes a fondo sobre el experimento, porque yo no sé si voy a
poder continuarlo.
-
¿Entonces?
-
Pensaba que a lo mejor podías hacerte cargo.
Habló
acerca de una enfermedad que tenía, de dos operaciones que se había hecho y de
un vecino militar que lo había ayudado. El ingeniero no tenía ganas de
escucharlo, ni de comer. ¿Quién le habría dicho a su amigo que él tenía interés
en participar del proyecto? Ya no era su asesor en el laboratorio. Eso había
terminado hacía mucho tiempo. Se llevó a la boca un pedazo de tomate
increíblemente grande. No era el cubito que había cortado hacía un instante. El
pedazo había crecido en el tenedor. Lo tuvo que volver a trocear en cuatro
partes.
Enrique
también mencionó algo acerca de un legado. El ingeniero supuso que se estaría
refiriendo a la casa, o a alguna otra propiedad. Pero su amigo estaba hablando
nuevamente del manuscrito en la carpeta y de la caja de cartón. Era obvio que
aquel proyecto se le había vuelto una idea fija. El ingeniero no iba a aceptar.
Por alguna razón que no pudo explicarse ya no alcanzaba a ver la cara de su
amigo, que ahora aparecía tapada por las botellas y los vasos. En su plato, los
demás pedazos de tomate también eran enormes. Los tanteó con la mano. La
desproporción le quitó el apetito.
La
lluvia llegó como una bendición. Enrique juntó las cosas y se las llevó para
dentro. El ingeniero no se movió. Se sentía mareado, aunque no había tomado
alcohol. Bostezó largamente. Tiró el cigarrillo al piso, pero no llegó a
aplastarlo con el pie, que quedó balanceándose en el aire, lejos del suelo.
Sentado
en la cama, apenas hundía el colchón con el peso
de su cuerpo. El acolchado celeste parecía una laguna quieta. Era de una
extensión considerable, y el ingeniero ocupaba una pequeña zona lateral. Su
amigo había dejado la caja de cartón apoyada sobre la mesa de luz. Los agujeros
de la tapa querían ser círculos, pero de tan desprolijos parecían amebas.
Intentó ver por el agujero mayor; estaba oscuro. El cuarto también, negrísimo.
La lámpara no alcanzaba a alumbrar ni un tercio del volumen. Por ejemplo: desde
donde estaba sentado se distinguía muy mal el contorno de la puerta.
Levantó
un centímetro uno de los vértices de la tapa, pero enseguida lo soltó. Los
ratones no eran su fuerte. “Uno solo que se escape y me tengo que cambiar de
pieza”. Hasta se sintió mal por el olor que salía de los agujeros. Le había
prometido a su amigo que empezaría a leer el informe a la hora de la siesta.
Pero ahora que el momento había llegado, se sentía con indigestión. ¡Y apenas
había comido un cuarto de tomate! También le estaba costando terminar los
cigarrillos. El viaje de vuelta a la Capital iba a ser una dificultad más.
Acercó
nuevamente su oreja a la tapa porque le pareció que habían dejado de rasguñar.
Oyó unos chillidos lejanos, casi imperceptibles, que le erizaron la piel.
Después separó el acolchado y se metió entre las cobijas. Con los pies, ni
siquiera llegaba a la mitad del colchón. “Qué cama enorme”, pensó. Desde ahí
arriba vigiló la caja durante el resto de la siesta con los dos ojos, con uno,
con el interior de los párpados…
Soñó
que se paseaba por una gran plataforma de cartón con agujeros grandes, como
cráteres negros. “El ingeniero pisa la luna”, se dijo. Una luna como un gruyere
de papel maché. Caminó por el borde hasta llegar a un vértice (un hondo
precipicio cortado a pique); iluminándolo comprobó que formaba un ángulo
perfecto, y corrigió la observación inicial: “No es una luna, ni un queso,
porque tiene esquinas adonde se intersecan planos en las tres direcciones del
espacio, en ángulos que aparentan ser de noventa grados. Debo estar parado
sobre un paralelepípedo de dimensiones monumentales”.
Se
asomó al precipicio, alumbrando la profundidad con el círculo
de luz. Le dio vértigo; la cabeza se le encendió en el mareo. Fue dejándose
caer despacio sobre la plataforma; la linterna rodó hasta desaparecer por el
borde.
Percibió
el chillido de las ratas justo cuando empezaba a desmayarse. Le saltaron al
cuerpo desde la inmediatez de los cráteres. Sintió las patas (¿de lagartija, de
roedor?) que rasgaban sus ropas y las dentelladas feroces devorándole la carne.
A
medianoche tomó el ómnibus de vuelta a la Capital, como lo había previsto. Se
despidió de su amigo con un abrazo formal, sin hablar una palabra acerca del
informe o de la caja. Agradeció secretamente que él tampoco insistiera. Pensó
en pedirle la carpeta para leerla “más detenidamente” en el camino, pero le
pareció demasiado complicado.
A
él le importaban las investigaciones de Enrique, claro que sí, pero todo el
tiempo había estado con sueño. “Fue el fin de semana del sueño y de las cosas
enormes”, pensó. Contra todo lo que había vivido, los asientos del micro
volvieron a parecerle ergonométricamente normales.
Los
correos empezaron a llegarle pasadas dos semanas. Sabía que Enrique era incapaz
de escribir en otro estado que no fuera la desesperación; se alarmó con el
último mail en el que le comunicaba estar muy mal de salud y le rogaba que
volviera. La improvisación de un viaje le llevaría cuatro o cinco días de
trabajo intenso. Le escribió una respuesta llena de disculpas y
recomendaciones, que quedó guardada como borrador.
Esperó
durante otras dos semanas; no tuvo noticias. Un día recibió un fax redactado
por el vecino militar, que le contaba acerca de la salud del enfermo. Leyó, con
pavor, que gritaba de noche y los nombraba, a su hijo y al ingeniero,
pidiéndole que cuidara de Daniel cuando él ya no estuviera. El militar hablaba
de desvaríos, pérdida total del conocimiento, fiebre. El ingeniero se preocupó.
El fax estaba fechado un día cinco. Sacó pasaje para el nueve.
Esta
vez tomó un tranquilizante. Soñó con Daniel sentado en el patio de damero,
entre macetas, delante de la caja. Trataba de agujerear el cartón con un
destornillador. Pero casi no tenía fuerzas, porque era apenas un niño. “Para
que los ratones respiren”, repetía, “¡para que respiren!”. Al mismo tiempo
empezaba a crecer. Le salía barba, se volvía alto, la espalda se le vencía
sobre la caja como se le habría vencido contra la mesada del laboratorio. Al
ingeniero le pareció que Daniel miraba a alguien pasar, tal vez una mujer. La
siguió con el rabillo del ojo. Después también miró hacia atrás, como
estudiando el paisaje que iba a dejar. Y ahí fue cuando el destornillador hizo
su primer y único agujero. Con un ruido seco: tac. De adentro de la caja salió
una mosca gorda y verde, zumbona.
El
ingeniero se despertó pensando que el aspecto de Daniel en el sueño era un
estereotipo. La palidez del investigador, las mejillas chupadas, la espalda
gibosa. El guardapolvo manchado. “De película”, se dijo. Le pareció también, y
por primera vez, que era imposible que aquella persona que había invertido su
adolescencia al lado de su padre y del laboratorio, se fuera porque sí, detrás
de una pollera.
Se
bajó en el cruce. Eran las dos y veinte de la madrugada; las calles de tierra
se fundían oscuras contra los frentes blancos.
La
casa estaba iluminada, lo percibió una cuadra antes de llegar. La luz brotaba
temblando desde las ventanas del comedor. El ingeniero supuso que habría velas
encendidas. A diez pasos de la puerta adivinó qué estaba ocurriendo. Cerró los
ojos y entró como si no quedara otro remedio. Algunas llamas y muy pocas caras
velaban a su amigo muerto.
Se
arrimó directamente al cajón, y de inmediato se levantaron de sus asientos el
médico (llevaba un guardapolvo) y una persona que se dio a conocer como el
vecino que le mandara el fax. Estaba vestido con un buzo del Ejército; le
apretó la mano con fuerza. Había una mujer gordita y callada que alzó la mirada
para observar al ingeniero. Él supuso que sería la mujer del médico o del
militar.
El
médico le preguntó por qué no había venido con Daniel. El ingeniero dijo que
sabía poco y nada de su vida. Suponía que estaba de viaje. El militar dijo que
estaba seguro de que vendrían juntos, a juzgar por los delirios de Enrique, que
hasta último momento le pedía al ingeniero que cuidara del muchacho.
El
militar contó que tiempo atrás (“como un año”), padre e hijo habían tenido
serios problemas con una mujer extranjera. “Asiática”, aclaró. El finado le echaba todas las culpas del
distanciamiento de Daniel a esa bruja,
que lo tenía “hechizado”. Recordó que, para la ocasión, él había salido en
defensa del muchacho, diciéndole que hacía bien en enamorarse; “un chico de veintipico no puede pasársela encerrado
como un viejo”. Pero no había caso: el padre seguía pensando que Daniel estaba
confundido.
-
Usted debe saber cómo era de sobreprotector -agregó el militar, acariciando el
borde del ataúd. Para ellos era nueva
la noticia del viaje.
El
ingeniero bostezó. El militar dijo: “El entierro es mañana a mediodía. Puede
dormir hasta esa hora, si quiere, en lugar de quedarse velándolo”. Agregó que
ellos se ocuparían.
El
ingeniero asintió con la cabeza. Pidió fósforos para encender sus cigarrillos y
el vecino le dio la caja con la que habían prendido las velas. Antes de
retirarse (“puedo ir solo, gracias, sé dónde quedan las habitaciones”) tomó un
café con leche en una taza que tenía casi el tamaño de una ensaladera.
No
encontró luz en el pasillo; tampoco interruptores. “Debería regresar a la sala
por una vela”, pensó, pero siguió adelante tanteando la pared. Caminó unos
cuarenta pasos. Ese corredor se hacía larguísimo; encendió un fósforo con el
que no alcanzó a divisar el final. Las puertas no aparecían. Cuando había
recorrido el doble de distancia, encendió otro fósforo. No era el lugar de la
casa al que quería llegar. La luz no tocaba el techo de la habitación, pero
alumbró un vano abierto sobre una de las paredes laterales. Se llevó un
cigarrillo a la boca. Con el siguiente fósforo examinó las mochetas
irregulares, como recortadas por un mal serrucho. Traspasó el umbral a oscuras.
Estaba
tocando la pared, que era de una rugosidad notable, cuando sintió un ruido de
pisadas. Abrió la caja de fósforos torpemente, dejando caer el contenido. Al
agacharse notó que el piso presentaba el mismo revocado de la pared, áspero e
irregular. Los pasos se habían detenido muy cerca; podía percibir la presencia
de una persona respirando a menos de dos metros. Se secó la transpiración de la
frente con la manga.
Encendió
un fósforo. El hombre estaba vestido con andrajos. El temblor de la llama lo
volvía siniestro. Una barba de meses le cubría el rostro enjuto, de mejillas
chupadas. El declive de su espalda evidenciaba la temprana inclinación sobre la
mesada del laboratorio.
Le
oyó preguntar: “¿Cómo está mi padre?”, y sintió esas palabras como un veneno
adentro de su cabeza. Tuvo un ligero estremecimiento que lo hizo pensar en un
desmayo. Las piernas le temblaban. Cerró los ojos y prendió su cigarrillo.
El
fósforo le quemaba los dedos. Lo tiró al suelo convertido en una brasa. “¿Por
qué no hay luz?”, protestó, sin recibir respuesta. Encendió el siguiente
fósforo con la punta del cigarrillo. Con el último instante de llama, dijo:
“Murió”. Daniel se llevó las manos a la cara; alguien que llegaba desde la
oscuridad (una mujer de pelo negro, flaca, con la ropa igualmente gastada) lo
ayudó a sentarse en el piso y se acomodó a su lado.
El
ingeniero no volvió a encender fósforos. Oía el llanto, no había necesidad de
verlos. Se sentó, como ellos, y terminó de juntar los palitos que quedaban. Los
fue poniendo adentro de la caja.
Estuvieron
un rato así, hasta que el techo se iluminó. El ingeniero miró hacia arriba. La
luz, procedente del exterior, se difundía a través de unas troneras
irracionalmente distribuidas en el cielo raso. Le dio la misma impresión que
con el vano de entrada: los cortes eran desprolijos. Contó doce agujeros. Los
supuso un sistema de iluminación indirecta del tipo “garganta de luz”. Después
miró el cuarto. Había una cama deshecha, armada adentro de lo que parecía ser
un estuche plástico de marcadores fuera de escala, con las dimensiones de una
cama humana. Había también, en un rincón, una pila enorme de semillas y varios
toneles rojos. Uno estaba volcado. Antes de que la luz se fuera, el ingeniero
alcanzó a identificar el logotipo de Coca Cola y la leyenda “VENC 10 JUN 1976”,
sellada sobre el fondo.
Eran
solamente tres las personas contenidas por ese cuarto, contándose a sí mismo y
a la desconocida amiga del hijo. En un momento cruzó una mirada con ella: tenía
ojos achinados. El ingeniero pensó: “Todo es tan raro…” Entonces se interrumpió
la luz, sin que nadie hiciera movimiento alguno. El ingeniero dio una larga
pitada a su cigarrillo, antes de aplastarlo contra el suelo. Tosió, sonrió
nerviosamente y dijo:
- Qué fantasía, parece de
cartón. Nunca antes había estado en este lugar.
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