Playa quemada

La flor azteca

Los monstruos del Riachuelo

El amor enfermo

Marvin

Auschwitz

Adiós, Bob

Playa quemada

La fe ciega

Auschwitz

El Corazón de Doli

La otra playa


11.29.2012

EL AMOR ENFERMO / CAPÍTULO SIETE


            - Ella no está -dijo el doctor Lépez, poniendo su  mejor cara de hámster. Cuando se sonreía, el labio de arriba se estiraba tanto, que Saravia podía verle los caninos y hasta el frente de las primeras muelas. -Dio parte de enferma.
            Saravia tocó el caset de Heleno adentro del bolsillo derecho de su saco. Pensaba encontrarla, devolvérselo, concretar una nueva salida. Venía con un argumento muy estudiado, y con varias alternativas para las respuestas más inverosímiles de ella. Le había comprado en el supermercado un pequeño Mickey de cera, que era velita y juguete al mismo tiempo, algo barato pero muy bonito, y le había dicho a la cajera plop que se lo envolviera en papel de regalo. No le había dado ninguna oportunidad para que ella insinuara nada. Ni la había mirado.
            Ella había inflado el globo más enorme de todos los que Saravia le había visto hacer, y tuvo que ayudarse con la mano para despegárselo de la cara. "Ja, ja", se rió, mientras Saravia la miraba seriamente y se guardaba el Mickey metalizado para huir de allí. Le daban impresión las mujeres grandes que masticaban chicles. Todos los chicles que ella habría consumido en lo que iba del año estarían pegados debajo de la caja registradora. Saravia se imaginaba aquella masa dura con olor a frambuesa,  y  el estómago le hacía arcadas. "Si sigue comiendo chicles con la boca abierta, jamás conseguirá novio, señora. No hay nada más repugnante que eso en una mujer que, digamos, pasa la cuarentena". No le dijo nada, porque odiaba los consejos. ¿Quién era él para dar uno? Además, darle un consejo sería obligarse después a escucharla opinar en su descargo, una decadente oportunidad más de oler su aliento a Bazooka Joe. Por lo que había tomado el regalo y había salido sin volver la cabeza. Y ahora el doctor le venía con esto, con su enfermedad, con el "parte de enferma".
            - ¿Qué tiene? -preguntó Saravia.
            - Pase, pase -invitó el doctor-. Lo de siempre. Sientesé.
            Saravia y el doctor se sentaron.
            - Lo de siempre no será, porque con eso venía a trabajar...
            - Sí -dijo el doctor, ladeando la cabeza-. Es una desgracia y lamento decirlo tan a boca de jarro pero, de un tiempo a esta parte, viene de mal en peor. Esta mañana me dejó un mensaje explicándome que la urticaria le había tomado los codos.
            - ¿Qué urticaria? ¿No era un virus?
            - Es una enfermedad dermatológica originada en un virus, que se desarrolla debajo de las uñas. A ella le comenzó en las manos; luego siguió por las uñas de los pies.
            - ¿Y?
            - Las de las manos ya se le cayeron. Y perdió mucha piel. La afección en, por ejemplo,  el antebrazo derecho, no sólo es cutánea, sino subcutánea, interesando tejidos infradérmicos. Volviendo a la mano derecha, entre el anular y el índice tiene tomado hasta el tejido intersticial, y en un punto de dos milímetros de diámetro que está ubicado en la articulación metatarsiana, el virus le comió hasta el hueso.
            - ¡No!
            - Sí, Saravá -dijo, mirando una planilla.
            - Saravia -dijo Saravia.
            - Saravia -corrigió el doctor -. Una chica tan bonita... ¡Qué pecado! Se trata de un virus desintegratorio, absolutamente destructivo. He probado distintas pomadas con variantes hasta de AZT; inyecciones de colágeno, etcétera. Lo consulté con mis colegas... Es una enfermedad nueva...  Hago lo imposible, pero no sé...
            - ¿Y por qué no va a un dermatólogo? -se le ocurrió preguntar a Saravia, ingenuo.
            Vio cómo el doctor se ponía serio. Por cómo lo miraba, le dieron ganas de disculparse.
            - ¿Qué dice? Yo soy dermatólogo.
            - Ah, no sabía...
            - Gané premios internacionales con mi "ungüento Lépez" para las aftas de lengua, encías y boca. Hasta mi descubrimiento, lo que existía era un antiséptico bucofaríngeo en spray que no curaba las aftas, sino que adormecía la zona y desinfectaba, aminorando el dolor. El "ungüento Lépez" las cura en tres días, máximo. Yo lo inventé y Estern Böering lo comercializa.
            - Bueno, disculpe...
            - Hay que pensar antes de hablar, Saravia. Para cerrar el tema: esta chica está mal, muy mal. Parece, por lo que me dijo por teléfono, que el virus de los pies comenzó a ascender hacia las rodillas. No quiero ni pensar en lo que puede hacerle a su vagina en el caso de llegar a ella. Se la desflecaría, le arrancaría los labios menores, le ahondaría unas profundas llagas internas en ese sitio tan... doloroso. No quiero ni pensarlo.
            Saravia lo observaba espantado. El tampoco era partidario de seguir pensándolo. El teléfono sonó. Era el mismo que estaba en la sala de espera. El doctor lo había pasado al consultorio. Hacía un sonido estridente: el gesto de Saravia se arrugó más. El doctor tiró del cable y lo desconectó.
            - Quedarse sin secretaria es un problema... -expresó, bajando el aparato hasta el suelo.- Basta de pacientes, por hoy. No se puede atender a una persona, atender el teléfono y dar turnos al mismo tiempo. Es una locura.  ¿Quiere algo de tomar?
            - Un cafecito...
            - No, no hay café, porque Cristina se debe haber llevado la cafetera. Es de ella, ¿vio?, la trae para convidar. Tampoco encontré la bolsita de café. Presiento que se debe haber acabado. Yo lo convidaba con un trago, amigo, hay cosas para festejar entre usted y yo...
            Saravia se preguntó "qué cosas", e inmediatamente se acordó de los análisis.
            - ¿Tiene los resultados?
            El doctor se acomodó en su asiento. Con su pregunta ansiosa le había quitado el impulso alegre que lo estaba por poner de pie para buscar los vasos y las botellas. Volvía a ingresar, de esta manera, en un tema que era motivo de preocupación.
            - Los tengo desde ayer a la tarde. Los hice revisar por otros otólogos y el resultado no es del todo favorable...
            Saravia irguió la espalda, inquieto. ¿Qué era lo que iban a festejar, entonces?
            - No se desanime. No es nada grave, convengamos eso. Pero se trata de una afección rara, que mis colegas tuvieron que bautizar, porque no había suficiente información al respecto, como aquello que la medicina denomina shocks anímicos, o parálisis sicológicas...
            - ¿Y qué son?
            - Es algo... ahora le explico. Espéreme un minuto, que traigo las copas.
            Se levantó y entró a la sala de Audiometría. Encendió la luz. A través de la ventana, Saravia lo vio remover en la pared uno de los paneles de corcho, que ocultaba la puerta de un bar. Sacó una bandeja, varios botellones de líquidos de colores, una botella de alcohol fino, un tarro de azúcar, una coctelera, cucharas y una batidora manual de un solo mezclador. Puso las cosas sobre la bandeja y volvió al escritorio haciendo equilibrio. Al llegar a la mesa corrió los papeles que había estado ojeando Saravia, y que llevaban su nombre. Una planilla decía "Impedanciometría Dinámica Contralateral e Ipsilateral", la otra "Estática con detalles de la Presión en mm". Su número era + 200. Más abajo leyó "Ambiente sonoamortiguado, Impedanciómetro Kamplex A23". Cuando el doctor movió los papeles, Saravia vio un cuadriculado en el que había dos curvas, una muy empinada que terminaba en un punto y otra más suave. El título era: "Timpanometría - Complacencia en función de la Presión"; uno de los valores era 2,6. ¿Por qué sería tan empinada esa punta? ¿Significaría que el oído estaba destrozado, que no tenía huesecillos, que la lesión era cerebral? El doctor retiró los papeles del escritorio.
            - Usted se imaginará lo peor cuando ve estas cifras, ¿no? Siempre pasa.
            - Con lo que me acaba de anunciar...
            - Vamos, hombre. ¿No le digo que no es grave? No es para descuidarse, no le voy a mentir.
            - Claro.
            - Usted no está sano, Saravia, pero, bueno.... Comparado con la pobre Cristina... -Apoyó los papeles en el suelo, al lado del teléfono. Continuó hablando mientras abría la coctelera y medía el primer chorro de líquido anaranjado. Destapó los tres botellones. - Ya habíamos hablado de ella la vez pasada, ¿no? ¿O me parece a mí?
            Saravia sintió que el doctor trataba de averiguar algo. ¿Qué podía haberle contado ella? Cristina, cuando llegó a su departamento, le había dicho que Lépez había estado demorándola, celoso por algo... ¿Celoso era el término que ella había utilizado? El hámster hizo tres arrugas de nariz antes de oler el botellón de líquido verde, que a Saravia le pareció menta. Esas arrugas eran una afirmación. "Estuve celoso, sí, y qué". Cristina era una chica discreta. Tal vez el doctor la hubiera interrogado después, al notar que llevaba puesto un vestido distinto al de la mañana. Para entonces sacarle, de mentira a verdad, el hecho de que había almorzado con Saravia en su departamento. De cualquier manera, no había pasado nada de qué avergonzarse. No tenía nada que ocultarle al doctor.
            - Sí -dijo él-, la vez en la que casi me deja sordo con sus aparatos.
            - Exagerado...
            El doctor hablaba sin mirarlo. Echó dos cucharadas grandes de azúcar adentro de la coctelera, revolvió rápidamente con la batidora y virtió un gran chorro del líquido amarillo. A simple vista era cerveza, sin espuma ni gas. El doctor tapó la coctelera.
            - El alcohol va después de agitarlo -dijo, sonriendo.
            "No tomo alcohol a horas tan tempranas", estuvo por decirle Saravia, pero pensó que sería inoportuno. El doctor estaba haciendo todo tan cuidadosamente que su observación podía ser vista como un desprecio.
            - Este trago es de mi cosecha, y lo bauticé "Paracetamol Lépez", ja, ja.
            Saravia sonrió sin entender el chiste, solamente para no quedar mal.
            - Es una variación del "Venus", un trago de Pichín. ¿Sabe de quién le hablo?
            - No.
            - Del barman más grande de todos los tiempos: el barman de Perón. El "Venus" viene con licor Kermann verde, pero a mí los licores no me gustan. Lleva también gin, que es para maricones.
            El doctor batió con la cuchara. Abrió el frasco de alcohol y le echó un chorro generoso.
            - Vi que usaba guantes -dijo Saravia.
            - ¿Quién? -preguntó el doctor, sacudiendo la coctelera.
            - Su secretaria... ¿Cómo era que se llamaba?
            - Cristina. Sí, ahora me acuerdo de la situación, Saravia. Ella le estaba mostrando algo, el lunes,  ¿no? ¿O usted vino el martes?
            - El lunes a las once.
            - Claro. Ya me acuerdo de usted... El compinche de Celeste.
            Saravia se mordió el labio inferior y el doctor continuó antes de que él pudiera decir algo.
            - Cristina se quedó mal porque usted le miraba las manos. Está susceptible porque se le cayeron las uñas, aunque igual se las pinta... Usa un esmalte especial para la piel, para simular que las conserva. Ella es tan... femenina.
            - Claro.
            El doctor dejó de sacudir y abrió la coctelera. Olió. Un perfume a sahumerio mezclado con limonada inundó el consultorio.
            - Ah, la química... -suspiró el doctor, agregándole a la mezcla otro chorro de alcohol- Ahora el toque Lépez. ¿Mucho o poco?
            - ¿De qué?
            - Son unas gotitas milagrosas... No pregunte, Saravia. -Destapó un gotero. Lo llevó hasta la boca de la coctelera y expulsó un chorro azul.
            - Poco, por favor -dijo Saravia.
            - Ya está.
            Revolvió el líquido con la cuchara. Cuando lo sirvió, el color era verde amarronado. Muy feo de ver, a juicio de Saravia.
            - ¿No notó que ella me llamó al consultorio para preguntarme "¿le lleno la ficha?"?
            Saravia estaba mirando cómo él llenaba los vasos. De un pastillero, el doctor había sacado dos cortezas de limón resecas, y las había depositado adentro.
            - ¿No notó eso? ¡Qué poco observador, Saravia!
            - No sé... No lo recuerdo.
            - ¿Cómo alguien que trabaja de secretaria le va a preguntar al profesional si hace su trabajo o se lo pasa a él, y cómo el profesional va a aceptar que no lo haga? ¡Me extraña, Saravia!
            - ¿Ella le preguntó si llenaba mi ficha?
            - Eso. Por lo pronto, es lo único que hace, además de atender el teléfono para los turnos. Además de faltar -se corrigió. Le pasó un vaso a Saravia, que no tenía ganas de tomar. -Es un código, ¿me entiende? Cuando ella pregunta "¿le lleno la ficha?", es porque dedujo que el paciente se dio cuenta de lo de sus manos, y si le da vergüenza, adiós. Queda paralizada. Sobre todo cuando el paciente es hombre. Pasa a menudo en urticarias graves y eccemas, o con herpes virales o soriasis. Esas afecciones deforman el aspecto, Saravia. Nadie quiere exhibir sus deformidades.
            - ¿Y qué significa el código?
            - Cuando ella me pregunta "¿le lleno la ficha?", me está mandando a que yo lo haga. Es algo establecido entre nosotros, por eso digo que es un código. En realidad es una gauchada que le estoy haciendo para sacarlo a usted de encima.
            - Para distraerme...
            - Eso. Usted entra al consultorio y se olvida del asunto. Ya casi no me sirve como secretaria, eso es cierto. Pero, en fin, uno, además de médico, es un ser humano...
            - Comprendo.
            - Si se le puede dar una mano... Perdonando la expresión.
            Saravia se quedó mirándolo con la copa en la mano, sin entender.
            - ¿Qué expresión?
            - Una mano... Porque ella tiene las manos mal... ¿me entiende? -dijo. Guiñó un ojo.
            Saravia le devolvió el guiño, pero sólo por ser atento. El chiste le parecía de muy mal gusto. Ese doctor tenía pésimo humor al reírse de los defectos de Cristina. Se sintió culpable por hacerse cómplice de una gracia tan desagradable.
            - Chin-chin -dijo el doctor.
            Saravia chocó la copa.
            - ¿Por qué brindamos? -le preguntó, desapasionadamente.
         - Cierto -dijo el doctor-. No le conté. En el Torneo Metropolitano que jugamos el miércoles a la noche, obtuvimos el segundo puesto. A mi edad, hice una proeza. Promedio: 131. En una línea metí 158 palos. Y palo chico, estamos hablando.
            - ¿Es importante?
            - Es un record. La mejor performance de mi vida. No paré de marcar en toda la noche. Diga que mis compañeros zapallearon bastante, que si no... Le pasamos afeitando al primer puesto.
            - ¿Quiénes ganaron?
            - Del Casi. Unos pendejos con un tarro... Por seis palos, fue. ¿Sabe lo que es una ventaja de seis palos en doce líneas?
            - No.
            - Nada, viejo. ¿Nunca vio una planilla?
            - ¿De bowling?
            - Sí.
            - No.
            El doctor dejó la copa sobre el escritorio y abrió el segundo cajón. Buscó un instante y sacó la carpeta que tenía la vez anterior entre las manos. Eligió una de las planillas.
            - ¿Ve? Se va anotando casilla a casilla. Arriba, los cuadrados llenos son estrai, que es voltear todos los palos con la primera bola; los triángulos son medio estrai, que es voltear todos los palos con las dos primeras bolas. Se juegan tres bolas por turno. En la casilla grande se va anotando la suma, que tiene su complicación en los cobros. ¿Sabe lo que es cobrar?
            Saravia levantó los hombros, por si era lo que él pensaba. Estaba atontado. Comprendió que esas planillas, que había mirado durante su consulta anterior no correspondían, como ingenuamente había supuesto, a la Audiometría. Ni a ninguna otra cosa médica. Desvió la vista hacia la pared. El orden de los cuadros había cambiado, se notaba porque había rectángulos de pintura más blanca, dibujados en la pared. Este nuevo orden tal vez se debiera a la colocación del reciente diploma. Saravia pensó que aquel doctor hacía rato que no sacaba un premio. La diferencia de tonalidades entre la pintura expuesta a la luz y la no expuesta era exagerada.
            - ¿Ve? Acá hice 158. Promedio: 15,8  palos por casilla. Considerando que hay solamente diez palos para tirar abajo, es una buena marca.
            El doctor guardó definitivamente las planillas, puso la bandeja en el suelo y volvió a subir los resultados de los análisis. Acomodó un papel sobre otro. El que había quedado arriba decía "Paciente: Saravia", "Profesional: Lépez". Había una firma. "Observaciones". Decenas de garabatos delineando algo que Saravia no pudo entender.
            - Vamos, hombre. A brindar por más palos que nunca.
            Chocaron los vasos. El doctor se lo bebió de un tirón. Se inclinó en su silla para alcanzar la coctelera y volvió a servirse. Las letras de las observaciones eran distintas, había por lo menos tres, incluyendo la de Lépez, y cada uno había firmado al término de su observación. Saravia probó el licor. Era dulce y ácido. Tenía gusto a menta, a limón, a maderas.
            - ¿Rico?
            - Sí, rico.
            - Tiene sándalo.
            - ¿Qué?
            - Sándalo. Se usa en perfumería. Esas cortezas y el líquido naranja. Mezcla de sándalo y un jarabe de mandarina, con unas gotas de expectorante. Es una bomba.
            Se llevó el vaso a los labios. Bebió otro poco.
            - Yo acostumbro a tomar el primero de un tirón. "Fondo blanco". El segundo es para saborear...
            - Lástima que no haya hielo... -dijo Saravia.
            El doctor frunció el entrecejo.
            - ¿Usted no era partidario de las bebidas al natural?
            - Esta está tibia... ¿Quién le dijo eso?
            El doctor iba a nombrar a una persona, le pareció a Saravia, pero se contuvo.
            - No sé, supuse. Tiene cara de querer eso.
            - No.
            - Bueno, Pichín, el barman de Perón, aconseja beber su "Venus" con granizado...
            El doctor apoyó la copa sobre el escritorio. Abrió los documentos sobre la mesa con lentitud, como un filatelista disponiendo de sus sellos. Eligió el que decía "Decay Estapediano y Reflejo Estapediano",  y lo comparó con la Timpanometría. Estaba serio, otra vez. Levantó la ceja derecha para hablar.
            - Cuentemé -dijo-. ¿Cómo está oyendo ahora?
            Saravia levantó los hombros.
            - Bien -dijo-. Al zumbido... ¿Se acuerda del zumbido?
            - Sí, sí, hombre. Cómo me voy a olvidar...
            - Al zumbido del oído izquierdo se le acopló otro del oído derecho, de más baja impedancia, pero...
            - ¿Qué es impedancia, Saravia? -interrumpió el doctor.
            Saravia dudó.
            - Bueno... de bajo alcance, quería decir...
            - Entonces diga "de bajo alcance", por favor. Yo soy el médico. Yo utilizo esos términos, Saravia. Limítese a describir las cosas con sus palabras.
            - Disculpe -dijo Saravia.
            - No es para disculparse, es para que entienda. ¿Entiende lo que le digo?
            - Sí. Los zumbidos se me mezclaron un poco. El de la derecha, el nuevo...
            - Digamé -lo interrumpió otra vez-: ¿usted considera que pasó algo que produjo ese nuevo zumbido más bajo?
            Saravia se acordó del beso de Cristina y se sonrojó.
            - Nada -dijo.
            - Siga, por favor.
            - Solo eso. La molestia es menor, pero igual no me deja dormir, porque ahora encima es... en estéreo. ¿Me comprende?
            - Sí.
            - Y del otro problema... No hubo repetición en estos días, ¿sabe? ¿Se acuerda del otro problema?
            - Refrésquemelo, Saravia.
            - Eso de oír a distancia conversaciones de otros, imposibles y repentinas... Aquello de...
            El doctor lo detuvo con la mano.
            - Aquí está -dijo. Juntó la hoja de observaciones con una que contenía cuatro gráficos muy mamarrachados-. Quería que me lo refrescara para ver si lo contaba igual. ¿Usted dice que disminuyó la frecuencia de audiciones extrañas?
            Saravia tomó otro sorbo y abandonó la copa sobre la mesa.
            - Eso creo.
            - ¿Del todo, me dijo?
            - Al menos, desde el lunes, que me acuerde...
            - ¿No volvió a oír a la distancia?
            - No.
            - ¿Seguro?
            - Sí.
            El doctor encimó las hojas.
            - Entonces, probablemente se haya ido -dijo. Se acomodó en la silla.- Usted sabe que nos reunimos en junta médica, para lo suyo. Dos son otólogos, hay un ginecólogo y un cardiólogo, también. En realidad son reuniones para comer asados. Reuniones masculinas. Todos los martes a la noche.
            Tosió y bebió la copa de un tirón. Cruzó las piernas, volcando el cuerpo hacia atrás en su sillón.
            - Anoche hicimos una. Hablé con ellos y les llevé el resultado de las audiometrías. Uno de los otólogos se llama Bonfigli, tiene amplia experiencia en la materia. Miró los exámenes, escuchó lo que le conté del caso, bajó la cabeza y dijo: "ya se le va a pasar". "Tiene que ser sicológico", dijo, "asociado a la necesidad de escuchar ciertas cosas". Recalcó esas palabras: "ciertas cosas". A mí lo sicológico nunca me convence. Al ginecólogo, doctor Medela, gran amigo, tampoco. Empezamos a hablar y a tomar vino y llegamos a una definición interesante, partiendo de una base de complejidad fisiosicológica para poder entender de qué puede tratarse. Llegamos a la conclusión de que es una hiperacusia; hiper = más, acusia = oír: se oye más de lo normal. La bautizamos  "hiperacusia selectiva", porque elige seleccionar una conversación, una música, un ruido. Es lo que usted tiene, Saravia. O tenía, mejor dicho.
            - ¿Ya estaré curado?
            - Puede que recaiga, pero como bien dijo Bonfigli, esas cosas vienen y se van solas. Me extraña que haya durado tan poco. ¿Quiere otro trago?
            - No, gracias.
            El llenó su vaso por la mitad. Tapó la coctelera.
            - Después fui a los libros y lo comparé con otros casos. Así obtuve mis propias conclusiones. El asado que nos comimos con los doctores salió riquísimo.
            Bebió un largo trago. Estaba cansado de explicar. Saravia no podía disimular su ansiedad. El doctor continuó:
            - En la hiperacusia selectiva parece haber una relación entre los sonidos de baja intensidad y la distancia más o menos lejana que separa el foco de sonido del oído enfermo. Los motivos pueden ser fisiosicológicos o síquicos, no nos aventuremos en ese terreno por ahora. Supongamos esto: usted oirá la chispa del encendido de un fósforo tal vez a los cinco o seis metros, pero un sonido de intensidad menor, supongamos el caminar de una hormiga sobre el mosaico, a los diez o doce metros.
            - ¿La distancia nunca es la misma?
            - No. Es una conjunción de datos en la que también participan el timbre (lo agudo o grave que sea un sonido) y la impedancia de onda. Y tampoco hay seguridad de que así sea.
            Saravia lo observó desahuciado.
            - Por el aspecto sicológico, digo.  Puede haber un momento en el que todo cambie, y los sonidos aumenten a medida que usted se acerque al foco, como si fuera normal. ¿Entiende lo que le digo?
            - Más o menos.
            - También puede llegar a ocurrir que usted seleccione un sonido, lo separe de la realidad y  oiga sólo eso como una constante, sin que medie la variable distancia. Pero no se preocupe. Según Bonfigli y los otros -y yo-, para cambiar a cualquiera de estos dos estados debería mediar algún trastorno en su sique, en su cosa afectiva. Vio cómo es la sicología, ¿no? Nada que ver con la limpieza de la cirugía. Está podrido, chac, se corta.
            - ¿Y cómo la va a estudiar?
            - ¿A su hiperacusia?
            - Sí.
            El doctor se llevó la mano al mentón, para aumentar su seriedad. Con la otra mano acarició la bola de bowling sobre el escritorio.
            - Para estudiarlo, yo tomaría la realidad última de la enfermedad, dejando de lado las conjeturas. Usted selecciona una conversación lejana, por ejemplo, y la oye, escindida del entorno ruido. Digo: más o menos tomaría esa realidad, que es la que tenemos, y haría una experiencia. Comprenda que no hay precedentes sentados sobre la enfermedad. Intentaría analizar un sonido ínfimo e ir verificando la distancia con una cinta métrica. Por acá tengo una... -revisó en los cajones- Acá. "Veinticinco metros" -leyó.
            - ¿Con qué objeto? -preguntó Saravia.
            - Con el objeto de establecer el límite en metros vinculado con el más suave y apagado de todos los sonidos. Para determinar el umbral. ¿Entiende lo que le digo?
            - Más o menos.
            - ¿Qué es lo que no entiende?
            - Qué tiene que ver eso con la cura.
            El doctor buscó roerse el mentón con los dientes, exagerando su gesto favorito. Ahora era la caricatura de un hámster.
            - ¿No toma más?
            - No.
            El doctor pasó el contenido del vaso de Saravia al suyo. Lo apuró en dos tragos.
            - Mi preocupación como paciente es saber qué tengo que hacer para recuperar la condición normal -dijo Saravia.
            - Exacto -dijo el doctor.
            Las manos de Saravia temblaban.
            - Ahora, usted me informó que ya no... -continuó Lépez.
           - Sí, parece que se hubiera ido, pero mire si es momentáneo... Si es un alivio pasajero...
            - No creo... -dijo él. Se desabrochó dos botones del guardapolvos. Juntó los papeles del escritorio.
            - ¿No me va a dar ningún remedio, nada para tomar?
         - Mire, le puedo dar más calmantes, otra muestra gratis, pero se va a arruinar el estómago... -buscó en el mismo cajón de la cinta métrica- Ni siquiera tengo... ¿A ver? No... ¡Esta Cristina! -se quejó.
            - Entonces... -Saravia preparó la pregunta decisiva como un condenado a muerte.- ¿No sabe cómo se cura?
            El doctor se puso de pie. Desabrochó todo su guardapolvo y lo colgó de una percha. Estaba vestido con ropa deportiva. Levantó un bolso pesado que abrió sobre el escritorio. Con calma y habilidad, liberó la bola de adorno de la base del trofeo y la metió en el bolso, donde había otras dos. Entró a la sala de Audiometría sin encender la luz, y al volver traía en las manos un par de viejas zapatillas de cuero y una toalla.
            - No me venga con ésas, Saravia -le recriminó-. ¿No le estoy diciendo que es una dolencia inédita, que nunca antes se había registrado en la historia de la medicina? Para una enfermedad nueva hay que sacar un remedio nuevo. Para eso hay que investigar; para eso hay que hacer estrai en todas las casillas. ¿Entiende lo que le digo? Si usted me pregunta así, a quemarropa, si sé cómo se cura la "hiperacusia selectiva", enfermedad que existe desde el martes a la noche y gracias a un asado con mollejas y entrañas, le tengo que contestar que no. Que no sé.
            Saravia sintió que comenzaba, de nuevo, a oír a distancia. Saravia sintió que iba a hacerlo durante toda su vida: zumbido, silencio, conversación a media cuadra; zumbido, silencio, susurro  de dos amantes abrazados; zumbido, silencio, suspiro de monja. El doctor se puso la campera.
            - ¿Nunca jugó al bowling?
            - No -contestó Saravia.
            - ¿Por qué no aprovecha y se viene conmigo? Hoy pensaba entrenar solo. Siempre es mejor con un amigo. De paso, se ventila.
            Saravia estuvo por decirle que no eran amigos, cuando él agregó:
            - Los compinches de Celeste son mis amigos...
            - Gracias... -dijo Saravia. Estaba apesadumbrado, porque suponía que hubiera sido más fácil tomar unas grageas o hacerse buches de algo. Y por Cristina, pobrecita. No tenía ni el teléfono para llamarla.
            - ¿Cristina está en una clínica? -preguntó.
            El doctor sonrió, sorprendido por el cambio de tema.
            - No. Todavía no la interné. Debe estar en su casa. Tiene una casa hermosa, arreglada como la de los enanos de Blancanieves. Queda en las afueras.
            Saravia quiso pedirle el teléfono, pero le pareció que podía comprometerla. Tal vez ella no quisiera que el doctor supiese lo del almuerzo.
            - ¡Arriba ese ánimo, Saravia! Que todos se van a curar, tarde o temprano. Vamos. Venga conmigo, así se distrae. Salir hace bien. Y de paso aprende un deporte sano, divertido, alegre. El deporte es "tallador de ánimos". Miremé, si no. La imagen viva del optimismo, ¿eh?
            Saravia vio un hámster disfrazado de atleta.
            - Vamos, venga. Cambie esa cara.
            - No tengo zapatos...
           - ¡Alquila, hombre! Yo porque soy un federado. Animesé. Pienseló mientras voy al baño.
            El doctor salió por la recepción, dejando la puerta del consultorio abierta. Saravia sacó el caset del bolsillo y buscó, en el escritorio de Cristina, algún lugar para dejarlo. Los cajones estaban cerrados con llave. Al final levantó una carpeta negra y lo puso debajo. Quiso también dejar el Mickey, pero no se animó. No encontró el escondite adecuado. Quizás Cristina tuviese que faltar varios días, entonces Lépez lo encontraría y abriría el paquete. Saravia deseó que no tuvieran que internarla. Retiró el juguete de la vista antes de que el doctor regresara del baño.
            - ¿Y? ¿Me acompaña o tengo que jugar solo?
            - No sé... -dijo Saravia.
            - Es por su bien, se lo estoy recetando. ¿Soy su médico, no?
            - Pero no sé jugar.
            - Aprende, qué tanto...
            - Bueno -dijo Saravia.

Etiquetas:

Gustavo Nielsen nació en Buenos Aires, en 1962. Es arquitecto y escritor. Como arquitecto ha realizado obras en Capital, Buenos Aires, Córdoba, San Luis y Montevideo. Desde 2008 comparte el Galpón Estudio en el barrio de Chacarita junto a los arquitectos Ramiro Gallardo y Max Zolkwer. Ha ganado el Tercer Premio para el Parque Lineal del Sur (asociado a Max Zolkwer), el Primer Premio para el Oasis Urbano Magaldi Unamuno, Tercer Premio Cenotafio Las Heras y Mención en el Oasis Boedo (asociado a Max Zolkwer y Ramiro Gallardo), Mención en el MPAC (asociado a Sebastián Marsiglia), Mención en el Pabellón Frankfurt 2010 (asociado a Max Zolkwer y a Sebastián Marsiglia) y Primer Premio en el concurso internacional para el Monumento a las Víctimas del Holocausto Judío (también asociado a Sebastián Marsiglia). Escribe notas sobre ciudad y diseño en el suplemento Radar, de Página 12. Ha publicado “Playa quemada” (cuentos, Alfaguara), “ La flor azteca” (novela, Planeta), “El amor enfermo” (novela, Alfaguara), “Marvin”, (cuentos, Alfaguara, "Auschwitz" (novela, Alfaguara)y “Adiós, Bob” (cuentos, Klizkowsky Publisher) , “Playa quemada” (cuentos, Interzona), “La fe ciega” (cuentos, Páginas de Espuma, Madrid), “El corazón de Doli” (novela, El Ateneo) y “La otra playa” (novela, Premio Clarín Alfaguara 2010).

gesnil@gmail.com

EL SOL SE ALEJA DE LA TIERRA
APARICIÓN
FRANCO Y SUSTO / ÚLTIMA VERSIÓN
CARTÓN
TRES CUENTOS DE FANTASMAS / VERANO 12
EN LA RUTA
RETIRO
FRANCO Y SUSTO
EL FIN DEL PARAÍSO
ENTERRAR A LOS HIJOS

julio 2005
agosto 2005
septiembre 2005
octubre 2005
noviembre 2005
diciembre 2005
marzo 2006
mayo 2006
octubre 2006
enero 2007
septiembre 2007
noviembre 2007
mayo 2008
junio 2009
julio 2009
diciembre 2009
enero 2010
marzo 2010
abril 2010
mayo 2010
junio 2010
julio 2010
agosto 2010
octubre 2010
diciembre 2010
enero 2011
febrero 2011
marzo 2011
diciembre 2011
enero 2012
junio 2012
julio 2012
agosto 2012
septiembre 2012
octubre 2012
noviembre 2012
enero 2013
febrero 2013
mayo 2015
junio 2015
noviembre 2015
junio 2016
julio 2016
agosto 2016
marzo 2017
julio 2017
diciembre 2019
enero 2020
enero 2021
diciembre 2021
abril 2022
agosto 2023
septiembre 2023
enero 2024

Powered by Blogger

Suscribirse a Entradas [Atom]