Playa quemada

La flor azteca

Los monstruos del Riachuelo

El amor enfermo

Marvin

Auschwitz

Adiós, Bob

Playa quemada

La fe ciega

Auschwitz

El Corazón de Doli

La otra playa


1.23.2013

CINTA DE MOEBIUS

"Santuario para perros". El dibujante había escrito esa frase en la primera página.  Había llegado hasta la orilla para hacer un croquis del barco. Llevaba un plumín, una pluma cucharita, un pincel número dos, un frasco de tinta china a la perla, una barra de grafito y un block. Había buscado el mejor ángulo: se veían la proa y la popa encalladas en la arena y quedaba bien claro que eran cosas separadas, que el barco se había dividido en dos, se había podrido al medio y cortado, por fin, en proa y popa propiamente dichas, exagerando esa vocación de todo barco por tener dos lugares. Trazó una línea curva en mitad de la hoja, que representaba el tobogán descendente de la playa. Trazó una recta; el horizonte. Después acostó un triángulo isósceles sobre uno de sus lados y tuvo las proporciones de la proa. Hundió en la playa los extremos de una herradura y tuvo el contorno de la popa. Las figuras estaban levemente encimadas. Era raro que hubiera escrito una frase antes de empezar a dibujar. Quizás había sido porque ese barco abandonado, esos restos tirados en medio de un balneario desierto en mitad del invierno, realmente le habían producido el efecto de un sitio sagrado, adonde uno terminaría peregrinando, aunque no supiera rezar.
Era un muchacho rubio y desgarbado, con una inclinación natural del cuerpo hacia las hojas blancas de su block. Parecía como si no tuviese espalda, piernas, nuca. Todo lo que valía en él era el espacio magnético creado entre la página, su torso vencido, la mirada clavada en el barco y en lo blanco, en el barco y en los bosquejos, en el barco y en el dibujo del barco. En los detalles reales y en los inventados por la tinta. Su mano derecha sostenía la pluma, la mojaba en el tintero, la deslizaba sobre el papel. Su mano izquierda aferraba las hojas para que el viento no se las llevara. Cuando terminó de dibujar, clavó el plumín en la arena y tomó el pincel.
La playa se exhibía al sol con una lejana impudicia, como si fuera una mujer decidida a desnudarse en un lugar ajeno, dueño de otras costumbres. El viento se colaba por la ropa del dibujante y le hacía gotear la nariz. Constantemente levantaba el pincel para pasarse el dorso de la mano por el agua, y aspiraba un corto aire húmedo y salado. La luminosidad era buena. El pincel dibujó largas manchas negras, extendidas. Eran las siete de la mañana y el sol aún estaba bajo. El dibujante se había levantado al amanecer para poder captar la extensión de esas sombras.
El barco no era otra cosa que un fierro oxidado. Los agujeros entre las cuadernas abrían interiores a los que no debería haber llegado nunca la luz. El sol dejaba al descubierto sus tripas. La impronta de unos mosaicos sueltos indicaba un baño, locales con circuitos y codos de metal interrumpido dejaban intuir una maquinaria. Ángulos, vigas, soportes, arcos, tapas cerradas, tuercas soldadas a bulones, petrificaciones de cloacas vacías, una cabeza de medusa de cables, superficies convertidas en mapas de óxido con raspaduras de ríos, picaduras de lagos y lagunas y una orografía cubierta de matices. Fondos amarillos, costados verdes, marrones; un hilo violeta, un punto gris, el rojo predominante de la corrosión.
El viejo se había acercado silenciosamente. Cuando el dibujante alzó la cabeza y lo vio, se saludaron con un golpe de mentón. Vestía una campera de nailon arriba de un pulóver raído, y bombachas de campo. Los codos de la campera y las rodillas del pantalón estaban emparchados con cuerinas ovaladas. Llevaba también una boina negra y la barba de varios días. Apestaba a pescado.
- ¿A ver? - pidió.
El dibujante estaba esperando que la tinta secara, para pasar la hoja. No había quedado como él quería. "Salió muy estirado", se disculpó.
- Pero está bien... - dijo el viejo.
- Si usted lo dice.
Se acercó a la orilla a lavar el pincel.  Arrastró el plumín por la arena mojada y la fricción lo volvió a dejar plateado, sacándole hasta la tinta vieja. Deshizo el camino sacudiendo el brazo. Cerró bien apretado el tintero y guardó las cosas en el bolsillo de su pantalón.
- ‘tá bueno - insistió el viejo, devolviéndole la carpeta. El muchacho se secó las manos antes de agarrarla -. Encalló en mayo del setenta y cuatro. Tardó dos años en partirse al medio.
Dijo que el día en que se clavó, la policía había formado un cerco. Nadie podía tocarlo. Lo habían atado con tensores para evitar el vuelco. Igual cayó. "Igual se volvió esto", dijo." Y yo tengo la chapa, en casa. La del motor. Si quiere, se la muestro.”
- Bueno.
- Tengo también una foto de ese día, y otras cosas que me robé. Por la parte del mar se podía subir, de eso no se avivaron los milicos. Gente tonta.
- ¿Está muy lejos su casa?
- Allá.
Subieron lentamente por la duna. El viento peinaba los pastos, que crecían ralos, cultivos aislados de un mal entretejido. El rancho tenía el mismo olor a pescado que el viejo, y estaba lleno de mediomundos y líneas sin armar. Había unos platos sucios que movió de la mesa después de sacarse la boina y la campera. Buscó una botella de vino abierta y dos vasitos. Los llenó.
- Apúrese uno – dijo -, para el frío. Es Toro.
El muchacho asintió agradecido. El viejo había dicho la marca del vino como si dijera "es bueno".
- Ya sabe - agregó, antes de salir por otra puerta -: "Al pan, pan y al vino..."
- …Toro - dijo el muchacho, apoyando el vaso contra la madera de la mesa. El líquido tenía gusto a humo. Las paredes estaban hechas de madera sin espigar, y por las hendiduras pasaba el sol, igual que en el barco.
El viejo trajo una carpeta. Arrimó una lata dada vuelta para que el dibujante se sentara; la limpió con la mano. El dibujante dejó el block a un costado y se enjugó el agua de la nariz con la manga. Adentro de la carpeta había una foto y una chapa estampada en relieve. En las cuatro esquinas de la chapa faltaban los tornillos. El barco era un pesquero detenido en un atardecer claro, varado en una playa sin retorno. Muerto, pero recién muerto, espléndido en su integridad cadavérica. Había una inscripción pintada sobre el casco.
- ¿Que dice? - preguntó el muchacho.
- No sé. Hay dos carteles. El de abajo me lo leyó el gringo que tomó la foto.
- Me refería al de arriba. El de abajo se entiende...
El viejo se lo quedó mirando. Un rayo de luz le encendió el pelo encanecido.
- No sé leer - dijo.
Después sacó de un cajón una cámara pesada.
- Me la regaló el gringo, vea qué preciosura. Me enseñó a sacar, pero algo debe haber que no aprendí, porque el resto de las fotos salieron mal. El gringo sacó ésa. Se carga por acá - la abrió -. Ya no se consiguen carretes de este tamaño...
El barco se llamaba YANTAO Nro 8, lo que quería decir que había siete anteriores. El puente era alto, con antena y lugar para dos personas. Las barandas eran elegantes, de un art decó no buscado y manso, marino. Tenía color propio, blanco crema con la franja de flotación en gris oscuro. La chapa estaba oxidada de vomitar el agua que le quedaba adentro. Una bandera roja. Y cuatro símbolos japoneses sobre el nombre.
- ¿Me dejaría copiarla?
- Claro. Pongasé cómodo. - Se tomó el vaso de un tirón y volvió a servir.
El dibujante tardó cinco minutos en hacer el croquis. El viejo se quedó todo ese tiempo parado al lado, tal vez por temor a que le hiciera algo a la foto, o por curiosidad. Después el dibujante dio vuelta otra hoja de papel y le puso la placa debajo. Comenzó a tiznar la hoja con el grafito. Los ojos del viejo se redondearon de asombro: la placa apareció como por arte de magia.
- Pucha, qué bueno - dijo.
La copia en grafito era exacta. Debajo dibujó, con atención matemática, los cuatro símbolos, que se veían así:
- ¿Qué querrá decir?
El viejo levantó los hombros.

El dibujante volvió a la playa con el block bajo el brazo. Desde allí, el barco era una corvina muerta con el espinazo uniendo la cola metálica con la cabeza, con un cuadrado de escotilla cerrada que al muchacho le hizo pensar en un ojo ciego. Se sentó al filo de la barranca de arena. Leyó la copia de la placa.

   AKASAKA DIESEL ENGINE
   CASE OF SPARE PARTS
   NO.1. TYPE.TM655
   ENG.NO.6205 DATE 40.10.26
   AKASAKA IRON WORKS CO.LTD.

Se imaginó el astillero, ubicado en la costa de una ciudad oriental, con el embarcadero propio saliendo de un gran galpón a manera de maxilar de un carnívoro antediluviano. Allí varado, el sexto, el séptimo Yantao. Y un ingeniero, bisnieto de Akasaka, descendiente de generaciones de navales, en su oficina armada como un puente de mandos. Tendría su edad, veintisiete años; sería flaco y encorvado como él sobre su tablero de dibujo.
El ingeniero utilizaba un tecnígrafo europeo y seguía las líneas de lápiz sobre el papel con sus ojos rasgados. Levantó el teléfono; habló en su idioma. Le confirmaron dos cifras que anotó al borde del plano. "TM655/Nro 8". Trazó una línea recta; ubicó un ángulo; unió dos puntos con un pistolete. Era cuidadoso al dibujar, científico. Las líneas se doblaban  con la elegancia de un objeto preciso. Con la exactitud necesaria para tajear el agua, para flotar, para resistir vendavales y marineros, huracanes y arenas. Para ganarle al tiempo, al mar, al comercio de peces.
El ingeniero había soñado con ese barco, había perfeccionado cada trazo, había calculado cada soporte, el grosor de las estructuras, el espesor de los varillajes y los tensores, las medidas de sus interiores, la sección de las perfilerías. Había previsto una protección eléctrica, otra para la corrosión; una estética para las barandas, el color. Revestimientos para los lugares habitables. Un sitio para las máquinas y uno para las redes. Uno para el filet pelado y otro para las vísceras.
Dejaba de trabajar después de las ocho. Volvía a su casa caminando en la oscuridad de la noche; abría la puerta; su mujer siempre estaba de regreso. Trabajaba como contadora en Akasaka Iron y respetaba puntualmente su horario de salida, las seis de la tarde. Era delgada y nerviosa; aunque con él se comportaba de manera suave. El ingeniero iba a la cama  con su anotador que apoyaba sobre la mesa de luz, junto a su vaso de agua y su Biblia. Si un diseño le quedaba a medio hacer no podía dormir, comer, amar. El momento anterior a la construcción de un barco eran semanas pesadas como fuertes dolores de garganta. 
La mujer había cocinado sopa de arroz. Durante la cena él habló de los cambios del Yantao 8, de los cálculos que cerraban exactamente para hacerlo crecer cinco metros de eslora. Hablaba de las modificaciones en la quilla. Esa era la innovación. Funcionaba en la matemática. Pero insistió, como en cenas anteriores, en que había que hacer una prueba. No estaría completemente seguro hasta someter un modelo a esfuerzos reales. Todas las innovaciones eran susceptibles de defectos.
- A mí es a quien no me cierra la matemática - dijo ella.- Ésta es una empresa comercial.
Él repetía que, finalmente, la innovación se pagaría a sí misma, porque el diseño que estaba planteando anulaba las complicaciones en las estructuras de los cascos. Eso significaba simplificar las armazones y bajar el costo final de los barcos, para competir en el mercado. Arrasarían con los otros astilleros. Había que dejar de ser tradicionales, romper las reglas para mejorar. Ella dijo: "Ya no uso kimono", y sonrió. Él seguía preocupado.
Cuando se fueron a dormir, ella intentó hacerle cambiar de tema con pequeñas cosquillas sobre el torso desnudo. Se acostó con su mejor piyama, y fue ignorada. Entre las cosas que su esposo necesitaba exponer a esfuerzos reales estaba su matrimonio. En algo había envejecido: su vida no tenía sorpresas y estaba llena de preocupación. En cuanto aparecía alguna duda, él la sometía a exámenes, a situaciones límite, a minuciosas observaciones de tiempo completo. Dormía con el anotador, el lápiz mecánico y la calculadora. Garabateaba sus pesares casi a oscuras; mordía el lápiz. Se levantaba en mitad de las noches para ir a su tablero. El ruido milimetrado de la pera del tecnígrafo se dejaba oír a las tres, a las cuatro de la madrugada. Ella se dijo que el matrimonio con un ingeniero naval era así, y que en eso ella también había envejecido, aunque tenía solamente treinta años. Le faltaban caricias pero respetaba el trabajo de su marido sin abatirse, como un modo de respetarlo a él. A su compañero de cama con la cabeza en otra parte, en Akasaka, en el Nro 8 de una fila perfeccionada de buques de pesca. A ese hombre que ya estaba dormido.
Entonces ella también se durmió, y a las cuatro la despertó el sonido del lápiz en movimiento. Él estaba sentado sobre la cama, dibujando en el anotador. Le pasó una mano por la espalda: un sudor frío le cubría el torso. Encendió la luz del velador. Algo estaba mal. Él había soñado una sigla y ahora la recordaba con exactitud. Eso era lo que dibujaba. La  mujer dio vuelta la cabeza. Bostezó.
- Quiero que mires esto - dijo él.
Ella quería seguir durmiendo, pero se volvió hacia su marido. Él le pasó la página.
- Soñé con el octavo Yantao partido en dos, con la proa y la popa vacías, encalladas en una playa lejana, más allá del océano. Vi un hombre alto, blanco y de ojos transparentes, esconder la placa del motor. Estaba con un muchacho que se decía dibujante. Brindaron. El hombre grande servía el vino.
- ¿Y esto...?
-  No sé... Lo recordé al despertar. Ni siquiera estoy seguro.
- ¿Qué significará?
Los dos se quedaron mirando fijamente la página escrita:

 - No será nada - dijo ella.
Le dio la espalda. Cerró los ojos otra vez.
- No hacés más que pensar en tu barco...
Las palabras habían surgido solas, casi sin querer.
- Es mi trabajo - dijo él -. Es sagrado. Un barco es un santuario, para mi familia y para mí...
- Pero ésta es tu cama - se animó ella -. Y tu cama no debería ser más que una cama.
La mirada de él no podía apartarse del anotador.

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1.10.2013

EL AMOR ENFERMO / CAPÍTULO OCHO


            "Un bowling es un lugar con olor a zapato", pensó Saravia, y ni bien se acercaron con el doctor al mostrador, pudo descubrir de dónde provenía. Una estantería abierta ocupaba la pared entera del costado en el que estaba sentado el encargado. Sobre los estantes, zapatos. Decenas de zapatos usados del tipo de los que había guardado Lépez en su bolso. El encargado tenía el pelo mal teñido de negro y se le notaban las raíces de sus canas.
            - Hola, Juan -saludó Lépez.
            - ¿Cómo le va, doctor? -dijo Juan.
            Un hombre estaba sentado en el banco y reclamaba zapatos más chicos para su hija. Juan dijo que los más chicos que tenía eran treinta y siete. A la nena, de unos diez años, con colitas en el pelo y cara angelical, no le importaba. Le daba lo mismo ir a Mc Donalds que al bowling.
            - ¿Cuánto calza, Saravia? -preguntó Lépez.
            - Cuarenta y cuatro -dijo Saravia.
            El mal teñido Juan sacó un par, pero le faltaban los cordones, estaban rotos o algo así, dijo; lo volvió a meter en su casilla. Sacó unos azules muy descuajeringados. Los zapatos que  se estaba poniendo Lépez eran rojos, y al lado de ésos parecían recién estrenados. El panel de las casillas era como un radiador con olor a pie; pero no del tipo de las zapaterías de barrio, donde el olor a pie se confundía con olor a cemento de contacto y a cuero. Acá el olor a queso vencido era puro. A la nena le hacía picar la nariz. Ella y el padre se pararon. Juan les entregó una planilla y una birome, y dijo: "Cancha 1".
            - ¿Qué tal va todo? -preguntó el doctor.
            - Poco trabajo -dijo Juan-. Les toca la Cancha 2.
            - Uy, no, la dos... ¿No le dará lo mismo al señor?
            El padre de la nena miró, porque le pareció que hablaban de él. Juan fue hasta donde estaba el hombre y le dijo algo por lo bajo. El padre miró a Saravia.
            - No voy a jugar yo. Va a jugar Marisita, que está aprendiendo. A lo mejor hago un tiro que otro. ¿Por qué quieren cambiar de cancha? -preguntó.
            Saravia, que se cambiaba los zapatos, alzó los hombros, dando a entender que le daba lo mismo. Mientras tanto, el doctor sacaba las tres bolas de su bolso. Las bolas tenían grabado su apellido en letras de molde.
            - Es el doctor el que quiere cambiar...
            Lépez no le prestó atención. Juan insistió en hablarle al  hombre por lo bajo. Cuando Saravia se acercó para entregar sus zapatos, oyó detalles de la conversación. "Es federado...", explicaba el mal teñido. "Tiene la chuza acostumbrada a la 1..." Había sólo dos canchas. El padre de la nena terció. Lépez instaló sus bolas sobre el final del surco que separaba ambas pedadas. El padre y la nena se sentaron en el banco vecino. Los zapatos, a Saravia, le quedaban ajustados.
            En la pared había un esquema triangular con la disposición de los palos en planta. Primero, en la punta del triángulo, estaba el palo uno; después venían el dos y el tres; en la tercera línea el cuatro, el cinco y el seis; en la de atrás los palos siete, ocho, nueve y diez. Debajo había un cartel: "Llame a los palos por su nombre". Sobre la otra pared, varias leyendas ordenaban: "Respete el Reglamento", "No pise la línea de foul", "Use calzado adecuado", "No converse al tiro", "Guarde su turno" y, otra vez, "Llame a los palos por su nombre".
            - Los parapalos de este lugar son dinosaurios -dijo el doctor. Saravia pudo observar que, a los chicos del fondo de las canchas les costaba moverse. No parecían ser lo suficientemente flexibles para la tarea. O estarían cansados.
            Lépez escribió primero su apellido y después el de Saravia. Saravia corrigió la "I", que se perdía en su letra de médico.
            - Empiezo yo -dijo el doctor, y subió al estrado con la toalla al hombro.
            La nena también había subido; fue derecho a agarrar una de las bolas "Lépez". El dirigió una mirada fulminante hacia Juan, al tiempo que tronaba los dedos. La nena sopesó la bola "Lépez" en sus manitos, mientras atendía las explicaciones del padre. Entonces Juan se levantó de su asiento y les avisó.
            - Disculpe -dijo, dirigiéndose al padre-. Indíquele a su hija que no tire con las bolas grabadas, porque son especiales... Las mandó a hacer el doctor para su uso exclusivo...
            El padre ya estaba molesto, sobre todo por la actitud del doctor, que no lo miraba mientras el mal teñido se encargaba de la explicación. Su concentración de federado y de profesional de la medicina se posaba augusta sobre las cabezas de los diez palos.
            - Marisa: no uses esas pelotas que tienen coronita -dijo el padre, despectivamente y en voz alta, para que lo oyeran-. Tirá con las rojas, que además son más livianas.
            - Gracias -le dijo Juan.
            La nena cambió de bola. Lépez le acarició el pelo cuando se agachó sobre el surco a devolver la que estaba grabada. Había intentado ser simpático, pero sin sonreír. La nena se paró en el borde de la Cancha 2. "Ahora", dijo el padre, y ella caminó por la pedada hasta la línea de foul. Al llegar abrió las piernas, se inclinó, puso los brazos en V, hamacando la bola con sus manos entre la V invertida de sus piernas. Al final del envión, la apoyó suavemente. La bola rodó despacio hasta pegar entre los palos ocho y diez, pero como iba tan mansa, los palos empujaron, borrachos, a sus vecinos, y éstos a los suyos. Parecía una pelea de bebedores a la salida de una fiesta.
            - Bien, siete -dijo el padre.
            La nena dio un salto de alegría. Llevaba puestos unos pantalones de licra que le paraban la cola, y un buzo rosa de la Warner, con el Demonio de Tasmania. El parapalos de la cancha de ellos actuaba con mayor energía: con ayuda de un bastón y de su propio pie, barrió a la fosa los palos que quedaban rodando.
            El estilo del doctor era más parco. El tiro era rápido. Debajo del surco proveedor de bolas había una bandeja con talco. Lépez entalcó las suelas de sus zapatos antes de tirar. Sopesaba la bola amasándola en sus manos, con la mirada fija entre los palos uno y dos. Partía militarmente, con los talones juntos desde los primeros diamantes de la derecha; hacía cuatro pasos, el inicial muy corto y el último deslizado sobre el parquet lustroso de la pedada. Llevaba el tiro desde el pecho hasta la altura de sus labios, como si tratara de besar su nombre grabado sobre la bola, para después balancearla en su brazo derecho y soltarla al finalizar el patinaje. Cuando hacía esto, cruzaba la pierna derecha por detrás de la izquierda extendida. Era un dibujo elegante, que -Saravia descubriría más tarde- iba a repetir hasta el final.
            Después de cada tiro, el doctor se quedaba con la espalda muy recta, hierático, detenido unos segundos sobre la raya del final, contando los palos que había volteado. Regresaba  hacia su segunda bola "Lépez", y después hacia su tercera, con la cabeza gacha y componiendo en su cara humildes jueguitos de cejas y labios. Cada vez era igual. En los tiros regulares o malos, Lépez se golpeaba con las manos abiertas sobre los muslos. Fuera de esas pequeñas diferencias, a Saravia le pareció que ese deporte era una acumulación de gestos repetidos y absurdos, como hacer y deshacer la cama constantemente, sin usarla para dormir.
            "Pisar el talco, apuntar, caminar. Es fácil", dijo Saravia. La nena tiró seguidas las bolas dos y tres. El padre le gritó "más derecho, por entre las flechas, ahí en el piso tenés una marca, flexioná las rodillas". Lépez escupió en su mano y se secó con la toalla. Acarició  su bola como a una segunda pelada, al tiro. El recorrido de la bola tocaba un redoble de tambores. El parapalos de la nena descendió de su andamio con flexibilidad, y devolvió una, dos y tres rojas por el surco. Al llegar, las bolas hicieron cop - cop - cop. Era un sonido a cascos de caballo sobre un empedrado, imaginó Saravia, o mejor aún: a toc tocs, esas barritas que percuten los  chicos en los colegios cuando arman una orquesta. ¿Y cómo era el sonido del tiro de Lépez, el que daba de lleno en un palo solo y le anotaba diez?  Los movimientos en un bowling tenían estridencias bruscas, pero no las del disparo y de la pólvora, no la estridencia del trueno o del mazazo sobre un yunque, sino la estridencia fresca de maderas golpeándose, de troncos separados en astillas. "Una campana de madera repicando adentro de un bosque de abedules". Ese sonido era una mezcla de dos cosas: lo caliente y lo frío, lo pesado y lo liviano; parecía fresco, pero no. Era una cosa que iba y venía, repitiéndose en ciclos, acompañando sencillamente la lógica absurda del deporte. Aunque para Saravia, por lo que llevaba visto en cinco minutos, el sonido del bowling era menos aburrido que el juego del bowling.
            - Ahora le toca a usted.
            Saravia se paró en el borde, en cualquier lugar. Levantó una bola que ahora sintió más liviana que en el consultorio, se apuró con numerosísimos pasos cortos, pasó la línea, soltó la bola en el aire, a un metro del piso, y se tiró hacia adelante. La bola picó a tres metros de distancia de la línea de foul; hizo dos saltos, un giro inesperado y pegó entre el uno y el dos, volteando ocho palos. Saravia cayó antes de la abolladura en forma de leve cráter que provocó el primero de los piques. Quedó extendido sobre el parquet; hundió la punta de su nariz en la marca permanente de su tiro y alzó la vista: "Uau". El mal teñido se levantó a gritarle; Lépez lo paró a tiempo. Ingresó a la cancha y le dijo, mientras Saravia se sacudía la camisa y la corbata roja a lunares blancos:
            - No hay que picar la bocha. Tampoco caerse, ni pasarse la línea. Todo eso está prohibido, Saravia. Suavecito, concentrado... Como si acariciara a  una mujer. Mire la nena. ¿Ve? Seis palos.
            - Yo hice más.
            - No importa la cantidad. Lo que importa es el estilo. Ahora le quedan dos palos. Apuntelé al siete, medio lleno, y tire con dirección...
            Saravia se paró en otro sector cualquiera de la pedada. En sus orejas, los zumbidos habían desaparecido. ¡Por eso estaba oyendo correctamente! Quizás el olor a zapato fuese terapéutico. "Aromaterapia", pensó. Tiró. La pelota picó una vez. Antes de llegar a la mitad de la cancha, se le había ido por la canaleta. Repitió la proeza en su último tiro.
            - Tenga cuidado, viejo, se va a matar...
            -  Me resbalé.
            - Qué papelón... ¿Le zumba el oído?
            - No. Es un milagro. Justo...
            - Pensé que podía haber sido eso, porque el oído también es el centro del equilibrio, y en este deporte, el equilibrio es fundamental.
            - ¡Vuelve bola, cancha dos! -gritó el padre de la nena. Ella había tirado nueve. Estaba contentísima. El parapalos de la 2 asomó su cuerpo desde la fosa para recoger la bola que no había llegado rodando por el surco. Era un chico de doce o trece años, más grande que la nena, morocho, con el pelo sucio. Estaba vestido con un equipo de gimnasia rojo, de pantalón y remera. El equipo del de la Cancha 1 era de color azul.
            - Corté -dijo el doctor, volviendo por la pedada. Se refería a que su tiro había dado de lleno en el palo dos, volteando solamente dos palos. El segundo tiro lo pasó por el agujero.
            - Gol -dijo el padre, desde la otra cancha.
            La nena soltaba su bola despacio; Saravia la oía correr: el sonido de la bola crecía a medida que llegaba a los palos. Los volteaba con tímidas cachetaditas, con ruido a fósforos, acariciándolos. Cruzaba los grandes zapatos en sus pies chicos justo delante de la línea de foul, y con las manos le indicaba a la bola hacia dónde ir, como si pudiese maniobrar el recorrido del tiro. Era una orden delicada, una sugerencia exquisita. Y con esa orden volteaba ocho palos.
            El doctor se golpeó los muslos con las palmas, para espantarse la mala suerte. Rascó su nariz fruncida en el mejor estilo hamsteriano.
            - No me hable al tiro, Saravia -dijo, evidentemente malhumorado.
            - Si no le hablé.
            - Sí, algo dijo que me distrajo.
            - Le juro que no le dije nada...
            - Que no vuelva a ocurrir.
            El padre de la chica se rió. A lo largo del juego, la nena había mantenido un promedio de seis palos por tiro; el doctor hizo varios estrais y medios, y otras veces le exigió a Saravia que le anotara un punto delante de la casilla. El promedio de Saravia no llegaba a cuatro.
            - Se anota un punto cada vez que un profesional pifia una marca.
            - ¿Así? -preguntó Saravia.
            - No tan grande.
            Saravia no aprendía mucho. El doctor le daba decenas de indicaciones. A todos los tiros de Saravia, él tenía algo para criticar, pero no como lo hacía el padre de la nena, con dulzura, "corregí esto o aquello", sino con mandatos o quejas del tipo:
            - ¡No está flexionando las rodillas, Saravia! ¡Cuántas veces se lo tengo que explicar!
            O:
            - Concentresé, viejo, deje de mirar a la nena, o juega, o mira. ¿Entiende lo que le digo?
            O:
            - Tiene que salir siempre de los mismos diamantes, pararse en el mismo lado, agacharse sin quebrar espalda, mantenerse derecho... ¡Si continúa así no va a llegar a ninguna parte!
            - Hago lo que puedo, qué tanto.
            Saravia tiró tres canaletas. Los palos seguían en pie como los ídolos de alguna extraña religión.
            O:
            - ¡Saravia, usted me retrae el brazo! ¿Qué tiene, miedo a que los dedos le toquen el piso? ¡No retraiga el brazo!
            Cuando al doctor le tocaba jugar, la mayoría de sus comentarios eran:
            - Qué mala leche tiene esta cancha. Siempre digo, está mal orientada... Me engualicha el tiro. ¡Otro corte! ¡Qué mapa de mierda! ¡Las bolas están imantadas con el mismo polo de los palos!
            Los zapatos del doctor se ponían más rojos por la furia.
            - Parame bien el siete, querés.
            Lépez se mordía, de rabia. Saravia sintió que, por más que con la toalla frotara una bocha grabada durante horas, por más que agotara en ello su energía, por más que estuviera días y días  frotando, nunca iba a quedar tan caliente como la pelada de Lépez.
            - ¡Parame el siete, te digo! -gritó.
            Juan se levantó a ver qué pasaba.
            - Parale el siete al doctor, Cancha uno -dijo.
            El chico se bajó y golpeó el palo contra el piso, produciendo un gran ruido que Saravia percibió como el principio de las voces. Otra vez esas voces.
            El chico dijo:
            - La puta madre que te parió, tordo de mierda. Dame la revista.
            - Tomá -dijo su compañero.
            Lépez metió un tiro en el medio de los palos. Pegó bien, tal vez demasiado de lleno al uno, y le quedaron dos en pie, el siete y el diez, los de las puntas. Eran "los cuernos".
            - Vamos que sale -afirmó Saravia.
            El doctor se dio vuelta para mirarlo. "No lo estaba cargando", pensó Saravia, con miedo.
            - Con fe -agregó.
            No había querido reírse, sino darle ánimo. El doctor se puso los anteojos. La nena volteó todos sus palos con el primer tiro.
            - Parecen atados -le dijo Saravia, al padre, que sonreía orgulloso. El doctor volvió a mirarlo fijo. ¿No se podía hablar? Oyó el tic tac del reloj de pulsera del parapalos rojo, y una vuelta de página.
            - ¿Viste qué rebuenísima está la conchuda?
            - Sí. Me la cogería por el culo y le haría chupar su propia mierda.
            - Mirale las tetas, mirale las tetas.
            Swich, hizo la página, al pasar. Saravia cerró los ojos. El doctor soltó la bola.
            - Lindo tiro -dijo el padre de la nena.
            La bola rozaba apenas el palo de la izquierda, que golpeaba con fuerza contra la pared del costado, volvía a la cancha por encima de la canaleta y comenzaba a rodar hacia la derecha, con intención de derribar el palo diez.
            - Mirá como lo garco al tordo -oyó Saravia que dijo el parapalos de la uno.
            Saravia, la nena, el padre y el doctor vieron cómo el pie del chico interrumpía la rodada del palo y lo tiraba para el fondo. Lépez dio un paso al frente, por encima de la línea de foul. Juan no había visto nada.
            - ¿Vos estás loco, pibe? -gritó.- ¿Sos tarado?
            Juan se levantó.
            - Está loco ese pendejo. Lo paró con el pie... Iba derecho a barrer el medio estrai...
            Lépez no podía creer estar viviendo semejante injusticia. El parapalos volteó el diez de una patada. Unicamente Saravia pudo escuchar:
            - Ahí tenés, pelado puto.
            - Esto es un insulto -dijo Lépez.
            - Dejá de boludear, Cancha uno - gritó Juan.
            El doctor volvió a su asiento con cara de "no se puede jugar más en este lugar". Llegó hasta la planilla. No le tembló la mano cuando se anotó el medio estrai. Todavía se mordía el labio inferior.
            - Igual se iba a caer, pero no es lo mismo... ¿Entiende lo que le digo, Saravia? Así tiene gusto a premio consuelo...
            - No se preocupe, es una marca merecida... -dijo Saravia.
            - ¡Pero cómo no me voy a preocupar! Tiro mi mejor chuza, con fe, como usted dijo, y lo estropea ese pibe de mierda.
            Saravia oyó el aplauso leve de los parapalos, y el paso de otra página de la revista.
            - Pasamelá, dale, que me quiero echar un polvito.
            - No se puede venir más a jugar a última hora, ¡no hay caso! Los parapalos, esos pendejos, están podridos y hacen todo a desgano... -gritó.
            El padre de la nena intervino:
            - ¡Si son las ocho, y Juan cierra a las diez! - lo dijo sin mirarlo a la cara, con el estilo del doctor.
            - ¡Peor! -gritó Lépez, con cara de "y vos qué te metés".
            - Lo que pasa es que están hojeando una revista muy interesante -dijo Saravia, para calmar los ánimos.
            - ¿Quiénes? -preguntaron todos, a coro.
            La nena había tenido un mal tiro y había cobrado el medio estrai con un palo. El padre anotó.
            - Los parapalos.
            - ¿Y usted, cómo lo sabe? -preguntó el doctor.
             - Adivínelo -dijo Saravia.
            Contó también que no era demasiado lo que oía, pero que ellos estaban de lo más entretenidos. Que se reían. La revista traía fotos. El padre esperó una explicación, pero su nena hizo dos canaletas y él la retó un poquito, "Marisa, bajamos el promedio", y se quedó en ascuas.          - El tiro que viene lo hago yo -dijo el padre.
            - No quiero jugar más -dijo la nena.
            Saravia se paró y subió a la pedada. Su desempeño había sido lastimoso. Treinta y cuatro palos en la octava casilla. Poco más de cuatro por tiro. El padre tiró primero. Su tiro era un verdadero cañonazo. El estrai deshizo la formación militar de los palos. Al volverse a sentar, el padre le guiñó un ojo a Saravia. Había tirado con un estilo humilde y elegante.
            - Casi me mata -dijo el rojo.
            - ¿La garganta profunda o el quía que tiró? -preguntó el azul.
            - ¡El tiro! -se rió el rojo.-¡Fuertazo!
            Saravia caminó hasta la línea y soltó la bola. No fue ni muy fuerte, ni muy despacio, ni tan desviada hacia la canaleta, ni tan al centro. Barrió unos cuantos palos de más. El parapalos despejó la zona con el pie.
            - ¿Y si nos hacemos unas pajas?
            - Esperá a que terminen estos mierdas...
            Saravia notó que su zapato estaba desatado. ¡Tenía que prestarle atención a tantas cosas! Primero estaba el malhumor del doctor; después el aprendizaje de ese juego tonto; por encima de todo, ahora, le quedaba oír a los parapalos. Puso el pie sobre el surco y miró hacia los bancos. La cinta métrica de Lépez ya estaba sobre la mesa. Saravia vio en la cara del doctor una expresión de "¡cuidado, Saravia!", que no entendió. El padre, que ya estaba pagando la línea de su hija, también puso la misma cara, y Juan que le cobraba, y la nena que se estaba calzando sus guillerminas negras. Entonces Saravia sintió el golpe de la bola  y a los parapalos que decían "la mía ya terminó, no ves que pagan"; "estos pelotudos de la uno seguro que se juegan otra línea"; "me parece que se la di, ¡qué grande soy!"; "mirá si será salame, atarse los cordones en el surco"; "¡lo fracturastes, criminal!";  "para que se deje de joder y se vaya". Y el doctor sobre la pista preguntándole por el pie, y Saravia tratando de apoyarlo con los ojos entrecerrados y dolientes,  pero disimulando. Y las risas de los parapalos, lejos. Y la nena que se iba, que le sacaba la lengua, que ya estaba saliendo, de la mano apurada de su padre, y habló hasta que desaparecieron. La nena dijo "setenticinco, papá, hice más que ayer" y el padre "te felicito Marisita son una campeo".
            - Justo en el último tiro, Saravia... ¿Quiere que lo revise? ¿No me diga que no vamos a poder jugar otra línea?
            Saravia: "no importa, deje"; "qué imprudencia la suya", dijo Juan; "es que no sabe", acotó Lépez; "no sé", completó él, con lágrimas en los ojos. Sentía que el pie trataba de hincharse en aquellos zapatos apretados, sin encontrar el lugar. "Estoy recuperado, dejen". Fue hasta la raya. Se paró.
            - ¿Elegiste a tu novia?
            - La que está con zoquetes.
            - A mi me gusta la que tiene el guardapolvo levantado y la chucha al aire.
            - Se van y le damos.
            Saravia soltó el tiro dos, el tres. No agregó casi puntos.
            - Cuarenta y seis -dijo Lépez-, una miseria. Le saqué sesenta y... sesenta y siete puntos. Hice ciento trece. Poco para mis performances habituales.
            - Felicitaciones -dijo Saravia.
            - Seguro que se van. ¿Ya la tenés parada?
            - Mirá.
            - ¡Qué verga, hijo de puta!
            - Para estas conchas, qué menos...
            - ¿Se siente bien? -preguntó el doctor.
            - Sí -dijo Saravia, entre calores- Los zapatos me quedaban chicos, y ahora éste me está matando... No voy a poder jugar otro partido, doctor. Usted disculpará.
            - ¿Quiere que lo revise? -insistió él, recogiendo la cinta de la mesa. Arrancó una pluma pequeña de uno de los almohadones.
            - No, ya va a pasar.
            - Mire que no me cuesta nada... ¡Juan, cobrame! -gritó el doctor.
            - ¿A estas minas se le pondrán jugosas las conchas?
            - ¡Como a todas! ¿Nunca viste una concha?
            - ...
            - ¿A que nunca viste una concha en tu vida? ¡Tanta verga al pedo!
            - ¿Nos vamos? -preguntó Saravia.
            - Todavía no -dijo el doctor-. Quiero aprovechar el largo de la cancha para hacerle la prueba que le decía hoy en el consultorio, si Juan me lo permite...
            - Cómo no, doctor, disponga.
            Lépez estiró un tramo de cinta y lo soltó. La cinta se enrolló en el paquete.
            - ¿De qué se trata? -preguntó Saravia.
            Lépez lo condujo hacia la Cancha 1. Se le había pasado el malhumor.
            - Usted se para acá -le dijo-, en el borde, sosteniendo la punta de la cinta.
            - La punta de la chota...
            - ¡Te la metí, tordo de cuarta!
            - Y que el otro tarado me la chupe, con esa boquita que tiene y ese babero rojo a lunares.
            - Yo la estiro cinco metros, supongamos. Cinco, sí. Ya está. Usted me dice si la oye caer.
            - Vení, estirámela a mí, pelado puto, que te hundo los joggins.
            - A mí me sigue gustando más la del desplegable de la página treinta, qué querés que te diga.
            - ¡Qué sabés vos, marmota! Callate, porque te vas a comer una leche.
            - Agarrame los huevos.
            - ¿La oyó? -dijo el doctor.
            - ¿Qué cosa? -preguntó Saravia.
            - La pluma que dejé caer.
            - No oí ninguna pluma.
            - Pluma linda es la de esta gallina...¿A vos te parece que usarán esas ropas para irse a dormir?
            - ¿Vos nunca te fuiste a dormir con una mina?
            - ¡Si vos tampoco, de qué te la das!
            - Todas las minas usan de estas bombachas con agujeros... ¡Hasta tu mamá las debe usar!
            - Ahora son diez metros. Escuche con atención, Saravia. Va.
            - Con la vieja no te metás.
            - ¡Dale, si a tu vieja se la mueve toda la villa!
            - Te dije que no te metás.
            - No me meto. En el culo calientito de tu vieja no me meto. Pero ahora mismo que cierro los ojos, es como si estuviera cogiendo con ella...
            - No escuché nada. ¿Por qué tiene que ser una pluma, Lépez?
            - Para ajustar la medida con el menor de los sonidos. Vamos a los quince metros. Escuche con atención.
            - ¡Tené cuidado con lo que decís, pajero de mierda...!
            - ¡Más pajero serás vos! Qué lindo, tener una vieja así para hacerle la gallina cuando los vecinos se la dejan libre...
            - ¿Escuchó algo? -gritó el doctor.
            - Un poco. Escuché cuando rozaba el piso.
            - ¿Fuerte?
            - Es increíble... No. Despacio, como si lo rascara...
            - Van dieciséis metros. Va pluma.
            - ¡Te voy a matar, te voy a bajar los dientes a trompadas!
            - Vení, manfloro, vení, que hago una brochet entre tu vieja y vos...
            - Chauuu... ¡Lo escuché como un martillazo! -gritó Saravia.
            - Todavía no terminamos. Diecisiete metros y... ¿Qué pasa ahí atrás?
            - Suelte la pluma, Lépez.
            - Va.
            - ¡Tomá, tomá, tomá!
            - ¡Comete ésta, hijo de puta!
            Saravia se tapó las orejas y abrió la boca. La pluma había llegado al piso. El estruendo le cerró los ojos. Soltó la cinta que fue a enrollarse a los pies del doctor.
            - ¿Qué pasa? -gritó Lépez, dándose vuelta.
            Los parapalos caían sobre la lona del foso, con los cuerpos trenzados en la pelea. Saravia se metió los dedos índices en sus orejas. Todavía le dolían.
            - ¿Qué es esto, che? -el doctor tironeaba del brazo del azul.- ¡Dejen de pelearse, carajo!
            Juan fue hasta el fondo.
            - ¿Qué les pasa, chicos? ¡Basta de gritos en mi bowling!
            Los chicos salieron del foso a los empujones. El azul, que era más esmirriado, estaba llorando.
            - ¿Por qué se peleaban?
            - El me pegó.
            - Mentira, fue él. Puteó a mi madre.
            - Mentira, él puteó a la mía.
            - ¡Turro de mierd...!
            Los chicos volvieron a manotearse. Lépez sujetó a uno y Juan al otro.
            - ¿Cómo empezó? -indagó Juan.
            - Yo estaba mirando una revista y él me la sacó.
            - ¿Qué revista? -preguntó el doctor.
            - Esa... una de chicas... -dijo el azul.
            El doctor pasó al buche y la encontró sobre el andamio, abierta y baboseada. Era una Pent House de Navidad. Salió transfigurado.
            - ¿Quién trajo esta basura? -preguntó, a los gritos.
            La cara del doctor estaba muy seria.
            - ¿Quién carajo trajo esta basura? -repitió, marcando las palabras.
            Se produjo un grave silencio. Lépez miraba a uno y a otro alternadamente.
            - No es para tanto -dijo Juan.
            La cara de Lépez se descompuso del todo.
            - ¿Cómo "no es para tanto"? ¿Observó la revista, Juan? ¿Observó esta chanchada, esta oferta del demonio, para decir "no es para tanto"?
            - Estaría acá... -dijo Juan.
            - Si hubiera estado acá antes, usted lo sabría, ¿o me equivoco?
            - No se equivoca -dijo Juan, cabizbajo.
            El doctor volvió a su actitud anterior.
            - Repito la pregunta, porque me parece que no la oyeron. ¿Quién trajo esta inmundicia a este lugar sano? Porque el lugar del deporte es un lugar sano, ¿no es cierto, Juan?
            - Sí, doctor.
            - Espero una respuesta -dijo Lépez, golpeando con el pie en el suelo.
            - Diganlé... digan algo -dijo Juan, para terminar el asunto lo más rápido posible.
            - Fui yo, qué mierda -dijo el chico más grande, el parapalos que llevaba el equipo azul.
            El doctor le tironeó de una oreja.
            - ¡Que sea la última vez! -gritó.
            El chico le dio una trompada. Saravia, que había conseguido sacarse los zapatos de bowling, se acercó hasta el grupo para mediar. El doctor parecía haber llegado demasiado lejos, y a él le dolía horrores el pie.
            - Usted no es mi padre para pegarme -gritó el chico, nervioso. Le dio una patada.
            El doctor improvisó una fuerte cachetada, que el chico esquivó. El pantalón de Lépez había quedado con una marca de zapatilla en la canilla izquierda, por la patada del chico. Juan dijo: "paren, che". El rojo murmuró:
            - Usted no es quién para pegarle a mi amigo...
            - ¡No es mi padre! -repetía el azul. Juan se interpuso.- ¡Y devuélvame mi revista, que es mía!
            - ¿Ah, sí? -dijo el doctor, desafiante.- Mirá lo que hago con tu revista.
            Y rompió las fotos en dos, en cuatro partes. Algunos pedazos se cayeron al piso cuando el azul comenzó a tirarle patadas y puñetazos que Juan casi no podía detener, de tan enérgicos. El chico tenía un ataque de nervios. El doctor le seguía diciendo: "mirá qué linda tu revista, mirá cómo la despedazo, mirá". Tetas, espaldas femeninas, bombachas de satén y portaligas quedaron esparcidas en el piso.
            - Usted no puede hacerle eso a mi amigo -insistió el rojo.
            - ¡Pará, pará! -gritaba Juan, intentando inmovilizar al azul.
            - Miren cómo puedo... -continuaba el doctor, en una letanía animal que iba disminuyendo en volumen y en furia. Recogió los papeles y los tiró al tacho.- Pendejos de mierda -dijo.
            Saravia había mirado el episodio desde tres metros de distancia.
            - Esto es para que aprendan a no leer esas basuras... -seguía bufando Lépez.- Pendejos de mierda -repitió.
            Juan había conseguido calmar al azul, aunque no pudo calmarle la mirada. Saravia supuso que ese chico estaba echándole todas las maldiciones posibles desde sus ojos inyectados. El chico hizo el ruido de un gargajo gigantesco en la garganta y escupió toda su bronca contra la espalda de Lépez, que caminaba hacia Saravia. El médico se dio vuelta. Juan le decía: "Basta, doctor, usted también..."
            La cara de Lépez ya no era la de un hámster, sino la de un perro rabioso. Más que perro, tenía las mandíbulas duras y los ojos amarillos de una comadreja. Frunció varias veces la nariz y se adelantó un paso  con la intención de asestarle un golpe al chico. Juan se interpuso. El chico dijo "vení, conchudo, arrimate..." En la espalda de Lépez, cerca de un hombro, chorreaba una escupida blanca en una gota espesa. El doctor volvió donde Saravia y le preguntó si tenía la espalda mojada. Saravia notó que estaba muy tenso, con los músculos contracturados y alertas. Por detrás seguían sonando las puteadas del azul a las que se acoplaban  las del rojo y los pedidos de calma de Juan. Saravia dijo:
            - Nada que no se pueda secar con su toalla.
            - Use la del bowling -dijo el doctor, furioso. Sus ojos iban de los ojos de los chicos al suelo. Saravia se subió a la pedada y sacó una esponja seca del costado del surco. El pie se le había hinchado bastante; se preguntó si le entraría su zapato. El doctor dio la espalda a los palos. Saravia le secó la escupida.
            - Pendejos... -repetía- ¿Adónde va la niñez, Saravia?
            - No se caliente, doctor.
            - Expliquemé. No hay respeto...
            - Son chicos.
            - Son una mierda. Maleducados...
            - Olvidesé, Lépez.
            Mientras tanto, Juan se había acercado. Traía en las manos los zapatos de los jugadores. Saravia se sentó al borde de la cancha y se calzó primero el izquierdo.
            - ¿Se le hinchó mucho? -le preguntó el doctor. Tenía la planilla y la birome en sus manos, para entregárselas al mal teñido.
            - Algo -dijo Saravia-. Prestemé la birome un momento.
            - ¿Para qué la quiere?
            - Para anotar un número. ¿Se acuerda de memoria el teléfono de su secretaria?
            - ¿De Cristina? ¿Para qué lo quiere?
            Saravia dudó. La birome señalaba la palma de su mano abierta.
            - No sé... se me ocurrió. Como el otro día me atendió tan bien...
            El doctor se sentó en el banco a calzarse sus mocasines. Guardó las bolas grabadas, los zapatos y la toalla en el bolso.
            - ¿Usted conoce a esa chica, Saravia?
            - No... casi nada. Pensé que podía ser un gesto delicado, eso de llamarla, ahora que está en cama...
            Calzó su otro zapato con un dolor que se le trasparentó en la cara. Se paró. Le iba a doler con ganas, cuando empezaran a caminar. Volvió a sentarse para anudarse los cordones. El del pie hinchado lo dejó flojo.
            - Se lo doy, pero no le diga que fui yo. Uno no anda dando teléfonos ajenos... ¿Entiende lo que le digo, Saravia?
            - Sí.
            - Anote.
            Dictó un número de ocho cifras. Saravia se lo anotó en la mano. Después le devolvió la birome a Juan, que se acercó para recibirla. Los parapalos miraban desde atrás de sus ventanas, alunados, empujándolos con las miradas. Saravia sintió sus murmullos malhablados. Se puso el saco en silencio.
            - Anotemé todo, Juan, a mi cuenta. Deje, Saravia, le dije que lo invitaba...
            Salieron a la calle. Saravia rengueaba, por lo que el doctor le aconsejó que se tomara un taxi. Había comenzado a garuar.
            - Vamos a sitios distintos, si no lo alcanzaba -dijo Lépez. Se pararon en la esquina para despedirse.- Hagamé caso, vaya a dormirse temprano y descanse. Mañana va a tener el pie bien -y agregó-. ¿Usted sabía lo que estaban leyendo esos pendejos, no?
            - Sí -dijo Saravia.
            - ¡Cómo no me avisó, viejo! ¡Me extraña! Sin la custodia de nosotros los grandes, estos pibes van a crecer como delincuentes... ¿Entiende lo que le digo?
            - Sí -dijo Saravia, secamente.
            - ... ¿Y la moral, Saravia?... ¡Me extraña! -el doctor se quedó pensativo. Paró un taxi con la mano. Saravia le abrió la puerta.- Me extraña...
            Saravia pensó, mientras lo veía entrar, que la moral de Lépez no era lo que más le preocupaba, ni el pie lo que más le molestaba, sino el rebrote de su situación auditiva. ¿Qué le importaba a él la moral de esos pibes? ¿La niñez necesitaba a Lépez? ¿A Saravia? "¿Entiende lo que le digo?". "No", pensó. Había oído cada palabra de esos chicos, cada jadeo que hicieron al comenzar a masturbarse, había oído la fricción de los puños cerrados sobre sus miembros, el cerrarse de las cremalleras, las primeras cachetadas que se dieron. El tironeo de la ropa. Las torceduras de sus músculos. Volvía a oír todo de nuevo.
            Ahora, por ejemplo: ¿No era el sonido de una lapicera que escribía un cheque? O: ¿No sentía el murmullo de  la cáscara de una banana pelada en las manos de una mujer? ¿Y aquel tic tac tac, no eran las teclas en la computadora de un escritor, redactando su mejor novela? Desde dónde vendrían. Desde qué cuadras, desde qué manzanas, desde qué barrios alejados de la ciudad. Metió la mano en el bolsillo del saco y palpó el Mickey de cera envuelto en papel metalizado. El doctor ya estaba dentro del taxi. Saravia se acercó para escuchar lo último que le quería decir, antes de irse.
            - No se haga ilusiones con esa mujer -dijo-, porque en poco tiempo va a perder las extremidades.
            Saravia apretó el número en su mano cerrada. Miró sobre el capot del taxi, donde las gotas de lluvia comenzaban a crecer y a multiplicarse. La noche era cerrada como el corazón del Mickey de cera.
            - Es inevitable -agregó el doctor-. Saludos a Celeste.
            El taxi arrancó y subió por la calle mojada.
           




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Gustavo Nielsen nació en Buenos Aires, en 1962. Es arquitecto y escritor. Como arquitecto ha realizado obras en Capital, Buenos Aires, Córdoba, San Luis y Montevideo. Desde 2008 comparte el Galpón Estudio en el barrio de Chacarita junto a los arquitectos Ramiro Gallardo y Max Zolkwer. Ha ganado el Tercer Premio para el Parque Lineal del Sur (asociado a Max Zolkwer), el Primer Premio para el Oasis Urbano Magaldi Unamuno, Tercer Premio Cenotafio Las Heras y Mención en el Oasis Boedo (asociado a Max Zolkwer y Ramiro Gallardo), Mención en el MPAC (asociado a Sebastián Marsiglia), Mención en el Pabellón Frankfurt 2010 (asociado a Max Zolkwer y a Sebastián Marsiglia) y Primer Premio en el concurso internacional para el Monumento a las Víctimas del Holocausto Judío (también asociado a Sebastián Marsiglia). Escribe notas sobre ciudad y diseño en el suplemento Radar, de Página 12. Ha publicado “Playa quemada” (cuentos, Alfaguara), “ La flor azteca” (novela, Planeta), “El amor enfermo” (novela, Alfaguara), “Marvin”, (cuentos, Alfaguara, "Auschwitz" (novela, Alfaguara)y “Adiós, Bob” (cuentos, Klizkowsky Publisher) , “Playa quemada” (cuentos, Interzona), “La fe ciega” (cuentos, Páginas de Espuma, Madrid), “El corazón de Doli” (novela, El Ateneo) y “La otra playa” (novela, Premio Clarín Alfaguara 2010).

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