Playa quemada

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El amor enfermo

Marvin

Auschwitz

Adiós, Bob

Playa quemada

La fe ciega

Auschwitz

El Corazón de Doli

La otra playa


1.22.2024

EL SOL SE ALEJA DE LA TIERRA

El aire no corría por más que las ventanillas estuvieran abiertas. Veíamos pasar los camiones y jugábamos a las patentes, a adivinar los números. La cinta de la ruta largaba humo, de tan caliente. Adentro del Dodge era peor. La canícula había alcanzado la cabeza de mi padre, que venía enojado desde Buenos Aires. Mamá había tardado mucho con las valijas; “siempre las dejás para último momento”. Él pegaba portazos, largaba puteadas, gritaba. A todos. Para que nos levantáramos, para que lo ayudáramos a cargar las cosas en el baúl. “¡Son las nueve de la mañana! No parecen hijos míos”. Yo tenía la cara llena de lagañas cuando me tironeó para que dejara el café con leche. “¿Te parece un buen ejemplo para las chicas, quedarte ahí sentado sin hacer nada?”.

- Estoy tomando la leche -protesté, cuando él salió de la cocina.

Mi hermana Fernanda subió los hombros y se levantó a lavar las tazas. Tiró el desayuno por el desagüe de la pileta. La única que lo había tomado entero era Machi. Mala señal antes de un viaje largo.

Todos los años íbamos al mismo lugar de vacaciones. Necochea y sus playas repetidas. Yo ya tenía diez, lo que significaba que al menos había ido veinte veces, la mitad en vacaciones de invierno, la mitad en verano. Odiaba Necochea. Parecía ser el único lugar en el mundo, en el que papá había nacido y en el que se iba a morir, y al que pensaba arrastrarnos hasta entonces. Fernanda, con ocho, ya demostraba su desinterés con cara de malhumor: no iba a ser arrastrada por muchos años más. Su mejor amiga del colegio había estado en Disney y en Florianópolis.

Era mediodía cuando empezamos a jugar. Machi venía sentada entre nosotros, en el asiento de atrás. Todavía era chica para leer los números en las patentes que pasaban. Carlos, el bebé, iba en los brazos de mamá. Papá golpeaba sus manos enfurecidas sobre el volante.

- ¿En el termo pusiste café?

- Agua para el mate.

- Te dije que prefería café. Te importa un carajo que yo sea el que maneje.

Mamá subió los hombros. Carlos empezó a llorar y ella se desprendió el corpiño para darle la teta. El mate estaba cargado con yerba, esperando sobre la puerta de la gaveta, abierta como una mesita.

- Seis -dije.

- Siete -dijo Fernanda.

El camión iba bastante adelante.

- ¡Cinco! -grité, cuando corroboré el último número. - Gané.

- Si no acertaste, tonto.

- Pero estuve más cerca.

Machi pidió de jugar al veo-veo, y mamá le dio la razón. “Si no, ella se aburre”. Agregó: “Pobrecita”. Fernanda levantó los hombros. No le importaba que Machi se aburriera. No le importaba nada. “Jueguen un poco con su hermana”. Fernanda agarró una de las revistas de “Sal y Pimienta” que habíamos canjeado para el viaje. Me pasó “El Tony”.

- Abandono, canté pri -dijo.

La cara de papá seguía fruncida. Mamá intentó encender la radio. Él la apagó.

- Tampoco es que me estés dejando ser una buena copiloto -dijo ella.

- Lo que tengo que escuchar...

El Dodge bajó la velocidad y se pasó a la banquina; paró. Vimos a papá -lo vi- mirarse los pantalones, como si se hubiera meado encima. Sus manos no soltaron el volante. Parecían soldadas al forro de cuero que había comprado en el ACA de Dolores, y que ponía exclusivamente para viajar a Necochea. Así estuvo un minuto sin moverse, como si fuera una bomba a punto de explotar.

- ¿Qué? -preguntó mamá, como si se hubiera perdido de algo.

Yo miré a Fernanda. Ella ya me estaba mirando. Machi tenía los ojos cerrados.

- Voy a matar unos pájaros -dijo él.

Abrió la puerta y se bajó. Fue hasta el baúl, sacó la escopeta y una caja de balas. Al lado del auto, mirando hacia lo lejos -hacia el día-, cargó nerviosamente. Señaló un arbolito que había como a quinientos metros, con la punta del rifle.

-  Antes de matarlos a ustedes -amenazó.

Y se largó a caminar, secándose el sudor de la cabeza. Se agachó para pasar el primer alambrado y luego, a unos doscientos metros, se volvió a agachar dos veces más. Iba, efectivamente, hacia el único árbol de todo el campo. Vimos cómo unos pájaros se posaron a esperarlo, en las ramas de arriba.

Mamá se inclinó para cerrar la puerta que él había dejado abierta y Carlos berreó, incómodo.

- ¿En serio va a cazar pajaritos? – preguntó Fernanda.

- Hay que dejarlo -contestó mamá, como única explicación. -Que se le vaya la locura que tiene.

- ¿Y nosotros, mientras?

- Lo esperamos cantando.

Empecé a entonar “La pájara Pinta”, de María Elena Walsh.

- …una bala le mató el canto, y era tan linda su canción…

Fernanda se rio y Machi me pidió la ventanilla.

- Sobre mi cadáver, nena.

- Déjenle la ventanilla a su hermanita. Un rato, nomás.

- No -me empeciné.

- Un rato cada uno -insistió mamá.

Machi dijo que tenía ganas de vomitar. No le creímos. O nos hicimos los que no la oíamos. Mamá cambió a Carlos a la teta izquierda, acomodándose las tazas del corpiño. Buscó en la radio un programa de música clásica, de esos aburridos que tanto le gustaban.

- Veo, veo -dijo Fernanda.

- ¿Qué ves? -le contesté.

- Una cosa.

- ¿De qué color?

- Rojo.

“El sonajero de Carlos”, dijo Machi. “No”. “Ese auto que pasó”. “Mi pollera”, aportó mamá. “Tampoco”.

- La sangre de los pájaros -dije.

Fernanda sonrió. Había acertado. Machi se le subió a la falda para sacar la cabeza por la ventanilla. Hizo dos arcadas y Fernanda la zamarreó para que se le saliera de encima. Machi volvió a entrar secándose la boca con la remera. Una baba amarilla le asomaba por una comisura.

- ¿Estás bien, hija?

Mamá le pasó la botella de agua fría. Machi la destapó y tomó un trago del pico. Algo había quedado pegado; cuando trató de limpiarlo con la mano se fue para adentro de la botella.

- Sos una asquerosa -dijo Fernanda.

El pegote se deshizo en varias hebras. Se me revolvió el estómago.

- Se ven los pescaditos al trasluz, no lo puedo creer.

Nos reímos. Le pedí a mamá que vaciara la botella por la ventanilla, pero ella no había traído otra.

- Y el agua no se derrocha -agregó. Volvió a guardarla en la heladera de telgopor.

A lo lejos sonó el primer disparo. Miramos, pero no alcanzamos a distinguir nada. Tal vez estuviera detrás del tronco. O subido.

- Veo, veo -recomenzó Fernanda.

- ¡Benteveo! -acoté, saliéndome de programa.

- Muerto -agregó ella.

Machi se agarró la panza. Mamá le dio un pañuelo para que se terminara de limpiar. Fernanda me sacó “El Tony” de las manos y lo guardó en la bolsa de plástico junto con su propia revista de historietas. Me imagino que para que no se ensuciaran cuando Machi nos vomitara encima lo poco de desayuno que todavía le podía quedar en el estómago. Otro disparo. Dos.

- No sé para qué tomás la leche antes de viajar. Siempre lo mismo, nena -protestó Fernanda. Me indicó para que mirara la baba que había quedado al lado del botón de seguridad de la puerta. Puse cara de asco.

- No es mi culpa si me siento mal.

- Sos una pajarona -le dijo Fernanda.

Me reí y Machi hizo un puchero. Un segundo después estaba llorando.

- Me dijo pajarona…

Mamá trató de suavizar el entredicho, pero fue peor.

- No es ningún insulto, pichoncita…

- ¡Pinchoncita! -grité. Fernanda largó la carcajada.

- Bueno, chicos, paren.

Mamá se puso seria. Separó a Carlos de su pecho y le dio unas palmadas en la espalda. Carlos eructó, y el olor del bebé se vino a juntar con el aroma enrarecido y caliente del asiento trasero. Tal vez no era un gran olor, pero nosotros, con Fernanda, sabíamos que estaba.

- Lo voy a cambiar -dijo mamá-. Me parece que se cagó.

- Lo que nos faltaba -opiné.

Mamá bajó mirando hacia atrás por el espejo. No pasaba nadie. Aunque hubiéramos querido jugar a adivinar patentes, no ha

Habríamos podido. La ruta contribuía a nuestro aburrimiento.

Ella puso un toallón sobre el capot caliente del Dodge. Ubicó a Carlos en el medio. Con rapidez le quitó el pañal enmerdado.

- Veo, veo marrón -dijo Fernanda. Machi se limpió los mocos en el pañuelo que se había pasado por la cara.

Con la misma rapidez mamá limpió el culo de mi hermano con un paño Johnson que sacó de su cartera y desempaquetó un pañal limpio, quitándole la faja con el precio. Metió los residuos adentro de una bolsa de nailon, la anudó y la arrojó a la cuneta de enfrente. Lo más lejos que pudo del auto. Desde donde estábamos, la bolsa dejó de existir porque no se veía. Machi buscó nuevamente la botella y nos la enseñó, como convidándonos un trago.

- Jamás voy a tomar de ahí, ser inmundo -le aclaré.

- Ni yo -agregó Fernanda.

Se hizo un buche con otro trago del pico. A mí me pareció que nuevas partículas de vómito se juntaban con las anteriores. Machi volvió a subirse a la falda de Fernanda para lanzar el agua por la ventanilla.

- ¡Basta, nena!

Parte del agua escupida cayó, con el empujón, sobre la bolsa de las revistas.

- No iba a devolver en la botella…

- No quiero que te subas más. Usá la de él.

Fernanda señaló mi ventanilla. Yo empecé a subir el vidrio. El nuevo tiro nos sobresaltó. Había sonado más cerca esta vez.

- Veo, veo y todo lo demás.

- Hay que decirlo entero -se quejó Machi.

- Vos no opinás, pichoncita

- Dejen tranquila a su hermana -intervino mamá.

Se había quedado mirando hacia el árbol, con una mano como visera. Estuvo un rato así, antes de decidirse por volver al auto. Tenía el cuello mojado de sudor. Dejó a Carlos sobre el asiento, envuelto en el toallón. Agarró un trapo rejilla y salió otra vez. Dio toda la vuelta hasta la puerta de Fernanda. Limpió la chorreadura de vómito de la manija y la chapa. Ya estaba casi seca.

- Puaj -se quejó Fernanda, asomándose. Sobre el pasto de la banquina había un charco-. ¿La laguna queda ahí? Tiene cositas…

- Las va a absorber la tierra.

Después mamá buscó la botella para enjuagar el trapo. Tiró algo de agua para refregarlo y otro poco más sobre la puerta. Le pedí que la tirara toda.

- Es potable -dijo ella, como toda explicación.

- Ya no -agregué.

Carlos se quejó con el siguiente disparo.

- …una cosa, qué cosa, maravillosa, de qué color… -Machi trató de distraernos.

- Transparente -dijo Fernanda. 

- Trasparente no sirve.

Sonó otro tiro. Otros.

- Transparentes son esos disparos.

- Para nosotros -dijo Fernanda-. Para los pájaros son negros.

Y después dijo que no quería jugar más.

- Canté pri.

- ¿Qué era lo rojo, al final, que él inventó que era sangre? -preguntó mamá, metiéndose de nuevo en la cabina. Se aseguró de que la tapa de la heladerita estuviera bien encajada y metió el trapo mojado en una bolsa.

- No sé -contestó Fernanda-. No me acuerdo.

Carlos empezó a roncar despacio. Mamá se secó las manos en su pollera y volvió a agarrarlo. Lo miró con dulzura; lo acunó. Machi hizo otras arcadas, pero no pasó de ahí.

Nos callamos cuando lo vimos venir. Traía la camisa abierta. Un costado se le había salido del pantalón. Casi se cae cuando se agachó para sortear el último alambrado. Estaba muy transpirado. Tenía grandes aureolas grises debajo de los brazos. La nariz y las entradas del pelo, coloradas. Mamá apagó la radio. Solamente se escuchaban los ronquidos suaves del bebé. Me fijé en el reloj del panel de instrumentos: había pasado casi una hora;.

Papá solamente traía la escopeta. Ni un pájaro. Me alegré.

- ¿Mataste muchos? -le preguntó Fernanda.

Cuando fue hasta el baúl a guardar el arma, pisó el charquito que se secaba sobre el pasto de la banquina. O, mejor dicho, lo tuvo que pisar. Volvió y pidió el toallón para secarse la cabeza antes de subir.

- Cantidad -dijo.

- ¿Y dónde están?

- Los dejé.

A lo lejos venía una camioneta, se la señalé a Fernanda por el espejo retrovisor.

- Seis -dijo ella.

- Siete -dije yo.

- No sirven para comer, son pura pluma.

No alcanzamos a ver el número de la patente porque iba muy rápido.

- No sirven para nada -insistió papá. Metió la punta del toallón en su camisa abierta para secarse las axilas y el pecho.

Abrió la puerta del Dodge. Se sentó. Se cruzó el cinturón de seguridad y enganchó la hebilla en el soporte.

- No te creo -dijo Fernanda.

Él acomodó el espejo para mirarla. Pasó un coche azul.

- Yo tampoco te creo -dije, solidarizándome con mi hermana-. No acertaste ninguno de los tiros.

Mamá hizo un movimiento con los brazos sobre la espalda para volver a abrocharse el corpiño. Después pasó el cinturón por sobre su cuerpo y el del bebé. Papá sonrió raro, con un brillo maligno.

- No parecés un buen ejemplo -continuó hablando mi hermana, cuando él dejó de mirarla. Lo dijo bajito, como en un susurro. Pero yo la escuché.

Él encendió el auto y enfiló otra vez hacia la ruta, para continuar viaje. Machi se puso nuevamente a llorar y yo le dije “pará, hay que ser dura”. Cerré los ojos y me imaginé con la escopeta en las manos, apuntándole a papá a la cabeza.

Pongo en celo el cerrojo. Apoyo mi dedo en el gatillo.

Mamá dispara antes:

- ¿Querés tomar algo, Cacho?

Le señala la heladerita.

- Agua, sí -contesta él -. ¿Está fresca?

- Claro.

Él abre la botella que mi madre le alcanza e inclina la cabeza hasta vaciarla.

- Qué rica -dice, cuando termina de beber. 

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9.13.2023

APARICIÓN

 Apareció cuando la llama se puso verdosa. Apareció para que su hijo y su nieto lo vieran aparecer.

El hombre acomodó una silla. Venía de la heladera, trayendo agua.

—¿Es un reloj, no? —le indicó, para que viera. El chico hizo que sí con la cabeza. Era clara la mano de fuego flotando desde la cima de la vela. Cuando se alargó un poco reprodujo una muñeca —la forma torneada de una muñeca—y otra vez un reloj de pulsera, un puño incipiente de camisa. Las llamas se agrandaron hasta llegar a esbozar un codo imaginario en el aire de la habitación. El antebrazo de fuego ondulaba liviano y poderoso en la oscuridad. Después se volvió a achicar y quedó solamente el dedo índice. Por más que estuviera hecho de llamas, el chico pudo distinguir el nudillo. Hasta que se borró.

El chico encendió otro fósforo.

—¿Qué vas a hacer? —dijo el padre.

—Dejame probar.

El fósforo encendido se posó en el pabilo. La vela volvió a prenderse, primero con la forma de una uña de luz, luego con la del dedo índice desplegado y el resto de los dedos cerrados en el puño. La mano ajada, la muñeca otra vez con el reloj conocido por el padre del chico y un brazo encamisado, por fin, por detrás del codo y hasta el hombro del aparecido.

—Es el reloj del abuelo Oscar.

La pronunciación del nombre bastó para que las llamas se enojaran; el brazo dio un latigazo. Después se hamacó hacia la derecha y a la izquierda, titilando como una cinta encendida. Cuando el padre intentó soplarlo, lo avivó. El aire hizo crecer el hombro completo, el cuello de una camisa, el lado izquierdo de una cara. La media cara arrugada del abuelo Oscar. Un ojo y el perfil de su nariz aguileña. La inconfundible oreja del abuelo, como un durazno seco.

El chico fue a juntarse con el padre, al otro lado de la mesa. Los restos de la cena se veían, desperdigados sobre el mantel y a la luz mortecina, como un tibio accidente. El costado en llamas tal vez leyó ese pensamiento porque se arqueó, manifestando un dolor imprevisto y agudo. Sus límites se expandían o achicaban; la media boca se estiró hacia arriba. El abuelo estaba gritando y nadie podía escucharlo. El chico sintió bajar del techo la bocanada de calor.

—¿Te da miedo? —preguntó el padre.

—¿A vos?

—Sí.

Habían estado jugando al salto de la llama con las velas del corte eléctrico. El apagón se había producido al final de la comida, y el padre había buscado tres velas. Ubicó dos sobre un estante y dejó la tercera arriba de la mesa. El chico acercaba el fósforo encendido al pabilo, pero sin tocarlo, a una distancia de dos o tres centímetros. La llama utilizaba el humo como puente para cruzar. Era gracioso verla saltar en el aire y encestar como una pelota de básquet. El padre lo dejó hacer, fingiendo desde el asombro de sus ojos que era algo que veía por primera vez.

—No tiene botones en el puño —señaló el chico.

La tela se había desenrollado del brazo. Colgaba como un trapo. De un ojal había quedado suspendido un objeto que parecía un aro.

—Conozco esos gemelos —dijo el padre—. Se los quité cuando murió.

El chico sintió un escalofrío. El padre insistió en soplar, casi por nervios. La cara del abuelo se volvió a dibujar en el aire entumecido de la habitación. Hizo un movimiento como para acercarse, pero finalmente bostezó. El bostezo tironeó del amarillo de sus mejillas, y le hizo brotar una llama de la boca, como a un dragón. La lengua de fuego había rozado la pared.

Era la cara misma del dolor. El chico frunció los gestos de su propia cara y el abuelo se volvió a desvanecer hasta el hombro.

—Prometo no volver a soplar —dijo el padre.

Las caras de ellos parecían, también, dos extrañas apariciones.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó el chico.

—Esperar. Ya se va a consumir.

—Apagala, papá.

—No puedo.

—Es que ahora me dio miedo. Mucho.

Hablaban en susurros.

—Andate, Oscar —ordenó el padre, sin énfasis—. No tenés nada que hacer acá.

El abuelo amenguó la intensidad de su resplandor. En el aire había olor a azufre.

—Es malo, papá. Siempre lo fue. Echalo.

El padre no se podía mover de la silla.

—No se va a ir.

—Obligalo.

—No sé cómo.

Sopló y el fuego volvió a tomar fuerza creciente. Se llenó de rojos y azules, ganando altura sobre el cuerpo de las personas. Con la frente casi tocaba el cielorraso. El padre cruzó los dedos. Parecía que iba a llorar. El hijo lo miró con frustración.

—Tiene que haber una manera de que se vaya…

—Ya —dijo el padre, pero no hizo nada.

Entonces el hijo se mojó el índice y el pulgar con saliva, los acercó al pabilo encendido y los frotó. El fuego hizo fizz y la figura del abuelo desapareció para siempre.

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8.22.2023

FRANCO Y SUSTO / ÚLTIMA VERSIÓN

 

Conozco al Susto de hace treinta años, mirá si voy a necesitar que un pendejo me venga a decir quién es. Tomamos cerveza siempre en la misma esquina. Si conseguimos, también fumamos. A veces consigue él, a veces yo. Si tenemos papel de seda, armamos legal. Si no, armamos igual, con las páginas finitas del Nuevo Testamento que nos regalaron los Testigos de Jehová de la otra cuadra. Alto porro santo.

Al Susto me lo encontré cuando era pendejo. Yo tenía quince y paraba en una plaza. Los pendejos tienen que andar con pendejos. Estábamos fumando tabaco. Él andaba solo y le digo “che, chabón, ¿vamos a escabiar a aquel árbol?”. Hizo que sí con la cabeza. Desde ese día, treinta años tomando cerveza con el Susto. Y nada de nada con el Susto. Amigos, nomás. Hasta que vino este pendejo y nos cagó la vida.

Yo no sé cosas del Susto. O no sabía, hasta que el pendejo llegó. Era mejor no saber. Nunca me importó lo que pudiera hacer. A veces le hablaba algo de mi vida, poco y nada. Con la mano levantada me regalaba el gesto de “Franquito, todo bien” y yo me quedaba contento. Siempre fue así. Es mi hermano. Lo único que hago es compartir. Por ahí faltan puchos y yo compro, los tiro en la vereda y le digo “Susto, se te cayeron los puchos”. El chabón se ríe, pero no dice más que algún otro monosílabo. No necesita hablar. Yo lo miro, él me mira. “¿Está fresca la birra?”. “Uh”, dice. “¿Se te apagó el fasito?”. “Wé”. “¿Viste el partido de Boca el otro día?”. “¿Eh?”. “¿Querés que consigamos un sánguche?”. “Ah”. Salvo por la w, habla con vocales. Y con la hache, que es muda como él. En treinta años no le había escuchado decir una palabra de más de una sílaba hasta ayer a la tarde.

 

A ver: antes tuvimos un tercero. Varias veces. Siempre hay un atrevido. Hubo un renguito que era una maza. El Susto no le daba ni cinco de pelota; yo le hablaba. Había jugado en las inferiores de Morón antes del accidente. Hubo otro pibe que mezclaba la Quimes con Mirinda. Se nos pegó tres días. Yo le decía “borracho no toma azúcar”, y el pibe se reía. Le faltaban todos los dientes. Vino también uno que dijo ser el hermano del Susto y contó que le pusieron el apodo a los cuatro años, porque veía fantasmas. Al menos a su abuela y a un delegado al que lo había pisado el Mitre. El Susto no dijo ni sí, ni no. No movió la cabeza. Apoyó la botella recién abierta sobre sus labios y no paró hasta que le vio el fondo.

Cuando apareció con el pendejo no me importó. No tenía cabida. El pendejo hablaba mucho, se daba corte. Abrió la temporada tomando una Jeineken: nadie que tome Jeineken en una esquina puede durar. “¿De qué te la das, boludito?”. Él se rio. Y empezó a venir todas las veces. Y a meterse.

- Es un personaje, tu amigo. Con vos no habla, pero conmigo sí –me dijo.

- Qué te va a hablar.

- Le pregunté cómo se llama. Le cuesta activar, pero suelta.

- No quiero saber, pendejo.

- Le pregunté si tenía familia.

- Callate.

 

El Susto vive en el presente. Le digo: “¿Viste qué pasó ayer?”. “Ah”. O: “Che, Susto, ¿viste lo que pasó hace una semana?”. “Ah”. “¿Y lo que va a pasar el mes que viene?”. “Uh”. El pendejo también empezó a venir solo. Y traía los fasos especiales que el Susto traía antes, a veces, armados con papel ecológico. Ese marrón, marca OCB. El Susto lo consigue en el Sarmiento.

- ¿Te los roba o se los regalás?

- ¿Eh?

- Los fasos.

Nunca me había regalado uno de esos. Los compartía, sí, de a pitadas, pero los llevaba siempre él. El pendejo lo encendió con un Cricket. Entendí que se los regalaba. Cuando el Susto se fue, le pregunté, pero no me contestó. En su lugar, dijo:

- ¿Ustedes son trolos?

- Rescatate, pendejo.

- ¿Te coge?

- Achicá porque te mato, pelotudo.

 

Por esta esquina pasan taxis y nos tocan bocina. Yo los saludo. Los taxis son los tiburones de las calles. Me molesta solamente cuando se paran, porque detrás de ellos siempre viene un patrullero. No sé por qué, pero es fija. Vienen a joder cuando ven que las botellas vacías pasan de cuatro. Nosotros estamos acá sentados, no le hacemos mal a nadie. Pero el taxista dice “está mal mostrar las botellas. No puede ser que nuestros hijos vean todo lo que chuparon”.

- ¿Y por qué no puede ser?

- Porque es un mal ejemplo. En Estados Unidos no te dejan chupar en la calle si no le ponés una bolsa de papel madera que tape la etiqueta.

- Los yanquis me la chupan.

El Susto se rio y el pendejo hizo fondo blanco. Llevó las cinco botellas vacías y las ordenó en fila india en el cordón. Yo ya sabía que era para problemas. La sirena sonó desde la otra esquina. “Pendejo, sos un tarado”. El patrullero se paró al lado de las botellas y las barrió cuando abrió la puerta. Iba un solo cana. Siempre van de a dos, de lo cagones que son.

- No vengás a joder que no tenemos documentos. Ya lo sabés –le dije.

- Entonces los tengo que llevar.

- Andate a la puta que te parió.

Me pateó las piernas, como si yo fuera un perro sarnoso.

- De pie -mandó.

El pendejo se paró. El único. El Susto solamente cerró los ojos. Yo me puse en cuclillas y no hice más nada. “Estamos en el horno”, pensé. El cana fue hasta el patrullero a llamar por la radio. El pendejo se le acercó. El cana puso una mano sobre la cartuchera y abrió el botoncito. “Acá nos vuela”, pensé. El pendejo puso su mano derecha sobre el hombro uniformado del tipo. Lo miraba a los ojos cuando le habló.

- Franco está cansado, por eso dice cualquier cosa. Lo va a tener que disculpar. ¿Cómo podemos arreglarlo?

El cana nos miró un rato, como si no entendiera.  Se metió de vuelta en el patrullero. Hizo sonar la sirena. Salió.

- ¿Cómo hiciste?

El pendejo levantó las cinco botellas y las escondió en el cantero. Después volvió a sentarse al lado nuestro, con la espalda pegada a la ochava.

- Arreglé –dijo.

- Pero no vi que le dieras nada.

- Nada –repitió.

El Susto abrió los ojos otra vez.

 

El pendejo se las da de traductor. ¡Lo acaba de conocer y ya cree que lo tiene de toda una vida! “Quiere decirte esto y lo otro”. Como si yo no lo pudiera entender. “La birra está congelada; hay que darle tiempo a Ruggeri; pasame las vacías que dobló la lancha; ¿no quedaron flores del domingo?; mandate de una, chabón, nos vemos”.  Es un caradura, el pendejo. “Cuando hace así te está diciendo esto, con este gesto te dice esto otro”. Ya no lo aguanto más. Vienen juntos y cuando el Susto se va, el pendejo se queda conmigo. Como si fuera mi amigo.

- El otro día me lo garché.

- ¿A quién?

- Al Susto, a quién va a ser.

Largué el vidrio.

- ¿Tás diciendo que el Susto es puto? Te voy a cagar a trompadas...

- Cómo caíste, ¿eh? No es puto. Tiene familia en Padua.

Me quedé más frío que la Jeineken.

- Una esposa y dos hijos -agregó.

Forcé la risa.

- ¿Y cómo los mantiene?

El pendejo largó una bocanada con forma de aro.

- Trabaja con una bruja en Moreno. El chabón ve fantasmas. Le pagan una torta de plata para que los señale.

Agarré la tuca con las uñas. Aspiré hasta que los pulmones se me llenaron de humo.

- La bruja dirige la quinta –siguió-. Lleva gente de guita. Él les indica si tienen el fantasma pegado. Los ve, los cuenta. La bruja les cobra a los pitucos. Entonces el Susto pasa cerca del tipo, le quita el fantasma y se lo pega a otro. Así es como laburan en Moreno. A todos los que garpan los liberan igual.

- ¿Me estás jodiendo? Lo conozco: no tiene familia en Padua ni en ninguna otra parte.

- Tiene. Posta.

 

La verdad es que me arruinó la esquina. Treinta años sin hablar y lo bien que nos iba. Acá tomando, fumando. Ahora los veo venir juntos y ya me agarra la bronca. Para colmo se separan cuando llegan; el Susto se me sienta a la izquierda y el pendejo a la derecha. “¿Ya no corren más Quilmes?”. El pendejo dice “al capo le dan acidez”. “¿En treinta años no te dieron acidez y ahora te dan?”. El Susto sacó un Mylanta del bolsillo. Pasó la lancha con dos yutas y el pendejo la saludó. No habíamos tomado ni tres botellas cuando el Susto se levantó, se limpió el vaquero y se fue.

- Sé más cosas –tiró el pendejo.

Me quedé callado. No tenía ganas de nada. Ni de escucharlo, ni de detenerlo.

- Los hijos son un pibito y una pibita. La esposa es la bruja. Los hijos la ayudan en los rituales, porque ya son adolescentes. Sirven jugo, cortan las tartas, dan números, reciben a los pitucos.

Sacó una foto del bolsillo. Había un rancho sin vecinos, solo en una cuadra del Conurbano.

- Acá viven. La quinta no, la quinta es grande, con árboles. La alquilan para las sesiones. Trabajan los fines de semana, tienen hasta seguridad. Perros. Los pitucos estacionan los coches y cuentan lo que les pasa, el disgusto que tienen. Los fantasmas les deterioran la salud. No son todos jodidos, a veces sirven. Pero la gente igual no los quiere porque traen mala suerte. Y el Susto va y los señala. Y si nadie más los ve les dice cómo son, qué están haciendo. Las sonrisas que ponen.

- ¿Y él se los mata?

- Ahora vengo –se levantó-. No se pueden matar porque están muertos de antes.

El pendejo fue a mear al baldío y a comprar otra birra al almacén. Al volver la destapó haciendo palanca con el encendedor. Tomó un trago antes de sentarse.

- Ese es todo el problema –dijo-. Los fantasmas se pasan. Cuando el tipo paga el Susto le quita el fantasma y se lo pega a otra persona. A los pitucos les chupa un huevo a quién se lo contagian. Se alivian enseguida cuando sucede. El Susto los ve clarito. – Hizo un silencio corto-. Uno se te pegó a vos, me dijo.

- ¿A mí?

Afirmó con la cabeza. Tosió.

- ¿El Susto te dijo?

- Sí.

Casi se me cayó la botella del temblor.

- ¿Cómo me va a hacer algo así?

- Sin querer. No elige a los que se los pasa. Simplemente los ve, los saca y después espera. El que te pegó le vino prendido al pulóver, desde Moreno.

- Me estás comiendo la cabeza.

- Es verdad. Preguntale, si no.

Le tiré una patada, así nomás de sentado.

- Rajá de acá. No te quiero ver más.

- Mañana no vengo porque tengo que hacer una changa por el centro. Aprovechá y preguntale.

 

Pero vino igual. “A este pibito lo tengo que matar”, pensé. Nunca, nunca, nunca le había preguntado nada a mi amigo. “Hola Susto, chau Susto”. Nunca habíamos tomado stout, que es de putos. ¿A quién se le ocurre ponerle azúcar a la cerveza? Y el pendejo se apareció con dos stouts. Me decepcioné cuando lo vi tomar al Susto. Le dije: “¿qué hacés, vieja?”. Sabía lo que le había dolido aquel pibe que la mezclaba con Mirinda. Y le vi también sacar un vasito plegable, de esos de plástico que venden en La Salada, y desplegarlo para que el pendejo le sirviera más stout. “Se acabó la esquina”, pensé. Me levanté y me alisé el vaquero.

- ¿Adónde vas? –dijo el pendejo.

- No sé.

Los dejé y me fui por ahí. Vi minitas, saludé a un taxista que me tocó bocina. Le garronié un 43/70 a un viejo. Le escamotié una torta de grasa a una gorda que para a la salida del túnel del tren. Entonces me dio sed y compré una Quilmes. Como no llevaba envase, el almacenero me la pasó a una botella descartable que tenía por ahí, y que había sido de agua. El primer trago lo di adentro, pero después enfilé hacia la esquina. “Ojalá se haya ido”, pensé. Y también pensé que era hora de hablar con el Susto. Si al pendejo le había contado, a mí también. Si no, era una guachada. Milagro: el Susto estaba solo, a punto de pararse.

- ¿Adónde vas?

- ¿Ah?

Le dije que estaba bastante molesto por ese pendejo que había traído. Era un atrevido. No entendía que a él le hablara y a mí no. No entendía que él le manejara los armados de papel marrón. Le pasé la cerveza y le dio un trago largo, del pico, como tiene que ser. “Qué stout ni qué carajo”, dije. Aparté las botellas para sentarme.

- ¿Me vas a contar o no me vas a contar? No contestó.

- Estoy re paranoico, Susto. En cualquier momento vuelvo al paco. Este pendejo de mierda que trajiste me está boludiando mal. Tenemos que hablar ya mismo. Aprovechar que no está.

Hizo que sí con la cabeza. Y después dijo:

- Bueno.

La palabra me sorprendió. Fue como el tañido de una campana anunciando a misa.

- ¿Por qué no me hablaste en treinta años?

- Porque no.

Las palabras le salían claritas. El pendejo tenía razón.

- ¿Y ahora por qué me hablás?

- Porque sí.

Tomé otro trago. “La Quilmes es la mejor cerveza del mundo”, pensé. Dije: “ahhhh”, satisfecho. Él sacó el Mylanta del blíster y se puso a masticarlo. Me cabrié.

- Chabón: ya no sé si quiero seguir siendo tu amigo, así…

- ¿Así cómo?

- Ese pendejo vino ayer y antes de ayer a batir cosas. Nuevas, de vos. Acerca tuyo. Por ejemplo: ¿es cierto que tenés una familia en San Antonio de Padua?

Tardó en contestar.

- Sí –dijo.

- ¿Con dos pibes?

Afirmó con la cabeza, sin hablar, como si el tema le diera vergüenza. Sacó un paquete de Marlboro, lo taqueó y agarró un cigarro entre los labios. Volvió a guardar el paquete sin convidarme.

- Es cierto –dijo, al fin.

- ¿Y cuándo la tuviste, si yo te vi todo el tiempo? Si estuviste treinta años conmigo.

- Me ves solamente cuando escabiamos.

Encendió su cigarrillo con el Cricket que le había visto antes al pendejo.

- ¿Y qué hay de cierto de eso que le andás quitando muertos a la gente? Hizo que sí con la cabeza.

- ¿Es verdad? –insistí.

- Es un laburo como cualquier otro –dijo.

- ¿Muertos que se ven?

- Yo, al menos, los veo –dio una larga pitada.

- ¿Y te pagan por eso?

- No me puedo quejar.

- ¿Y es cierto que yo tengo pegado uno?

Que no me hubiera convidado un cigarro era la peor de las señales. Hice un revólver con los dedos de la mano derecha y le apunté al pecho. “Pum”, dije. Traté de sonreír para bajar la gravedad de la pregunta. Apoyé la botella en el piso, algo que jamás había pasado antes con líquido adentro. Una botella abierta, en la esquina, va de mano en mano. Es ley.

- Sí –dijo.

Le dio una segunda pitada a su Marlboro. La mano me empezó a temblar. Por las dudas toqué el Testamento de las hojas arrancadas, que siempre llevaba en el bolsillo de atrás del vaquero.

- ¿Y quién es?

El Susto puso cara de pedir perdón.

- El pendejo –dijo.

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8.08.2023

CARTÓN

 

Enrique le dijo: “Me da culpa lo que hice, aunque adentro de la caja de cartón se viva cómodamente. Hay hasta camitas...”

También le dijo: “Cuando empecé el experimento me sentía mal. Ahora estoy peor. Te llamé para que me ayudes. ¿Te gusta la pieza?”

El ingeniero venía de viajar diez horas en un asiento de ómnibus, sin dormir. Había estado en esa pieza en veranos anteriores, durante las primeras experiencias con ratones blancos. Daniel, el hijo de su amigo (que por entonces tendría once o doce años), había encontrado uno que tenía patas de lagartija, y lo había corrido hasta cazarlo, para mostrárselo. “Un error menor y paf, saltan estas rarezas”.

El ingeniero también se acordaba de las paredes grises sin ventanas.

- Me gusta, es amplia -dijo.

- Tengo otras más chicas. Algunas vacías, a las que es imposible entrar.

Al ingeniero también le sirvió que la cama fuera doble, iba a poder estirarse a sus anchas. Trató de ser cortés cuando se disculpó, explicando que el viaje lo había agotado. Notó en los ojos de Enrique un destello de decepción. Parecía ansioso por agregar algo, como si en todo ese tiempo hubieran ocurrido cosas notables y no supiera de qué manera empezar a contarlas. El ingeniero intuyó que se trataba del hijo, al que no había visto por ninguna parte. No quiso preguntar. A lo sumo, era un tema para hablar en el desayuno. Encendió un cigarrillo y soltó un aro de humo blanco.

Su amigo volvió a hablar:

- ¿Sabés que Daniel está de viaje?

El ingeniero negó con la cabeza.

- Me lo robó una china - agregó Enrique.  

 

Cuando se quedó solo, el ingeniero revisó los cajones de la cómoda y de la mesa de luz. Adentro del primer mueble había una barra de desodorante, un jabón, una toalla, un tubo de dentífrico y una carpeta gruesa. Sobre la etiqueta de la tapa alguien había escrito “MEMORIA DE LOS DESCUBRIMIENTOS ACERCA DE LA ESCALA”. La letra era difícil de descifrar bajo la luz tenue del velador. El documento estaba ilustrado con dibujos a color sobre papel cuadriculado. En el cajón de la mesa de luz había solamente una Biblia.

Se recostó en la cama. Los ojos se le fueron cerrando despacio; lo último que vio fue la cómoda con un florero de vidrio verde y una caja de cartón. Recordó que solía haber flores en esa jarrita. Ahora había marcadores del tamaño de sus cigarrillos. Los relacionó en su mente con las ilustraciones de la carpeta, pero en la modorra no alcanzó a vincular la caja con las extrañas palabras de su amigo. Tuvo, sí, un sueño. Hablaba con Enrique, que era enorme y se sentaba ocupando toda la cama. Con las piernas volcadas a cada uno de los costados, como si la estuviera montando.

 

Por la mañana quiso ver el laboratorio. “Todo estará igual, pensó, como en la pieza”. Los frascos, el instrumental plateado sobre las mesadas de granito gris; el Erlenmeyer, las probetas. Cruzaron el patio y Enrique abrió la puerta con una llavecita azul. El ingeniero descubrió una mesa baja con una máquina que parecía una ampliadora de fotografía. Sobre la platina había una jaula tapada con un trapo. Su amigo la levantó para apoyarla al lado de la ventana. Adentro había una mosca del tamaño de un guante de box. El lomo negro le subía y bajaba con la respiración. Los pelos tenían filo, como navajas.

- Lo peor es cuando se sacude - dijo Enrique.

Manipuló un alambre hasta formar una herramienta coronada en un aro. Introdujo la punta a través del techo de la jaula. La mosca percibió el alambre a un centímetro de ser tocada. Plegó las alas en un ángulo extraño y se agachó.

El huracán sobrevino con la punción. La jaula vibró en la mesada, acercándose al borde. La mosca peleaba contra los barrotes de alambre. El ingeniero pensó que había que detenerla, pero estaba paralizado por la impresión.

- ¿Y ese chillido?

- Grita -dijo Enrique.

Buscó una varilla de madera. En el aire había quedado flotando un olor a mezcla de transpiración y pus. Con la punta de la varilla hurgueteó sobre el costado del insecto hasta hacerlo exhibir una perforación roja.

- En el modelo original no llega a la décima de micrón. Acá podrías meter la punta de tu birome.

Explicó que se trataba de una garganta primitiva.

-Bajo un microscopio la veríamos, también, en detalle. Pero nunca podríamos escuchar el grito. Con este método, la ampliación es integral.

El ingeniero apoyó el cuerpo contra la pared. El olor de la mosca le llenaba la cabeza. 

- El sujeto es expuesto a un rayo que inventé -siguió Enrique-. Si lo vuelvo a exponer dentro de las veinticuatro horas, puedo hacerlo recuperar su tamaño original. O llevarlo a otros tamaños diferentes. La luz es biomutátil; pasado el día, las mutaciones se vuelven definitivas.

- No estoy familiarizado con el término -dijo el ingeniero.

- Lo vas a entender cuando leas el informe.

Volvió la jaula sobre la platina de la ampliadora. Ató una etiqueta a una de las patas de la mosca, que zumbó.  Apretó la tecla de encendido. La mosca, bajo el rayo invisible, se achicó hasta alcanzar su estatura original. Salió volando entre los barrotes. La etiqueta se había achicado con ella.

 

A la hora del almuerzo fueron hasta la quinta y juntaron tomates. Se sentaron a comer debajo de una sombrilla, rodeados por helechos y calas. Enrique dijo: “acá almorzábamos con Dani, en primavera”. El color verde rabioso de las plantas hacía pensar que se sentían a gusto ahí, que por alguna extraña razón estaban destinadas a crecer con más fuerza que otras del jardín. Eso le pareció al ingeniero, mientras cubeteaba un tomate más rojo que la más roja de sus corbatas. Lo saló, le puso aceite. En el cielo, las nubes empezaron a animarse. El ingeniero pensó que no habían pronosticado lluvia. Cuando se decidió a comer, su amigo cruzó los cubiertos en su plato porque ya había terminado. Se reclinó en la silla.

- Puede que los resultados no sean muy agradables, pero gracias a este experimento amplié varias moscas. Y reduje ratones al tamaño de cucarachas.

Se levantó para traer la caja de cartón del cuarto del ingeniero. La apoyó sobre el mantel. La tapa de la caja estaba perforada. Los agujeros habían sido hechos con una tijera. ¿Pensaría abrirla ahí, en plena sobremesa? Algo rascaba desde adentro. El ruido sobresaltó al ingeniero.

- Necesito ponerte al tanto –siguió diciendo Enrique-. Hay cierta urgencia. Quiero que te informes a fondo sobre el experimento, porque yo no sé si voy a poder continuarlo.

- ¿Entonces?

- Pensaba que a lo mejor podías hacerte cargo.

Habló acerca de una enfermedad que tenía, de dos operaciones que se había hecho y de un vecino militar que lo había ayudado. El ingeniero no tenía ganas de escucharlo, ni de comer. ¿Quién le habría dicho a su amigo que él tenía interés en participar del proyecto? Ya no era su asesor en el laboratorio. Eso había terminado hacía mucho tiempo. Se llevó a la boca un pedazo de tomate increíblemente grande. No era el cubito que había cortado hacía un instante. El pedazo había crecido en el tenedor. Lo tuvo que volver a trocear en cuatro partes.

Enrique también mencionó algo acerca de un legado. El ingeniero supuso que se estaría refiriendo a la casa, o a alguna otra propiedad. Pero su amigo estaba hablando nuevamente del manuscrito en la carpeta y de la caja de cartón. Era obvio que aquel proyecto se le había vuelto una idea fija. El ingeniero no iba a aceptar. Por alguna razón que no pudo explicarse ya no alcanzaba a ver la cara de su amigo, que ahora aparecía tapada por las botellas y los vasos. En su plato, los demás pedazos de tomate también eran enormes. Los tanteó con la mano. La desproporción le quitó el apetito.

La lluvia llegó como una bendición. Enrique juntó las cosas y se las llevó para dentro. El ingeniero no se movió. Se sentía mareado, aunque no había tomado alcohol. Bostezó largamente. Tiró el cigarrillo al piso, pero no llegó a aplastarlo con el pie, que quedó balanceándose en el aire, lejos del suelo.

 

Sentado en la cama, apenas hundía el colchón con el peso de su cuerpo. El acolchado celeste parecía una laguna quieta. Era de una extensión considerable, y el ingeniero ocupaba una pequeña zona lateral. Su amigo había dejado la caja de cartón apoyada sobre la mesa de luz. Los agujeros de la tapa querían ser círculos, pero de tan desprolijos parecían amebas. Intentó ver por el agujero mayor; estaba oscuro. El cuarto también, negrísimo. La lámpara no alcanzaba a alumbrar ni un tercio del volumen. Por ejemplo: desde donde estaba sentado se distinguía muy mal el contorno de la puerta.

Levantó un centímetro uno de los vértices de la tapa, pero enseguida lo soltó. Los ratones no eran su fuerte. “Uno solo que se escape y me tengo que cambiar de pieza”. Hasta se sintió mal por el olor que salía de los agujeros. Le había prometido a su amigo que empezaría a leer el informe a la hora de la siesta. Pero ahora que el momento había llegado, se sentía con indigestión. ¡Y apenas había comido un cuarto de tomate! También le estaba costando terminar los cigarrillos. El viaje de vuelta a la Capital iba a ser una dificultad más.

Acercó nuevamente su oreja a la tapa porque le pareció que habían dejado de rasguñar. Oyó unos chillidos lejanos, casi imperceptibles, que le erizaron la piel. Después separó el acolchado y se metió entre las cobijas. Con los pies, ni siquiera llegaba a la mitad del colchón. “Qué cama enorme”, pensó. Desde ahí arriba vigiló la caja durante el resto de la siesta con los dos ojos, con uno, con el interior de los párpados…

 

Soñó que se paseaba por una gran plataforma de cartón con agujeros grandes, como cráteres negros. “El ingeniero pisa la luna”, se dijo. Una luna como un gruyere de papel maché. Caminó por el borde hasta llegar a un vértice (un hondo precipicio cortado a pique); iluminándolo comprobó que formaba un ángulo perfecto, y corrigió la observación inicial: “No es una luna, ni un queso, porque tiene esquinas adonde se intersecan planos en las tres direcciones del espacio, en ángulos que aparentan ser de noventa grados. Debo estar parado sobre un paralelepípedo de dimensiones monumentales”.

Se asomó al precipicio, alumbrando la profundidad con el círculo de luz. Le dio vértigo; la cabeza se le encendió en el mareo. Fue dejándose caer despacio sobre la plataforma; la linterna rodó hasta desaparecer por el borde.

Percibió el chillido de las ratas justo cuando empezaba a desmayarse. Le saltaron al cuerpo desde la inmediatez de los cráteres. Sintió las patas (¿de lagartija, de roedor?) que rasgaban sus ropas y las dentelladas feroces devorándole la carne.

 

A medianoche tomó el ómnibus de vuelta a la Capital, como lo había previsto. Se despidió de su amigo con un abrazo formal, sin hablar una palabra acerca del informe o de la caja. Agradeció secretamente que él tampoco insistiera. Pensó en pedirle la carpeta para leerla “más detenidamente” en el camino, pero le pareció demasiado complicado.

A él le importaban las investigaciones de Enrique, claro que sí, pero todo el tiempo había estado con sueño. “Fue el fin de semana del sueño y de las cosas enormes”, pensó. Contra todo lo que había vivido, los asientos del micro volvieron a parecerle ergonométricamente normales.

Los correos empezaron a llegarle pasadas dos semanas. Sabía que Enrique era incapaz de escribir en otro estado que no fuera la desesperación; se alarmó con el último mail en el que le comunicaba estar muy mal de salud y le rogaba que volviera. La improvisación de un viaje le llevaría cuatro o cinco días de trabajo intenso. Le escribió una respuesta llena de disculpas y recomendaciones, que quedó guardada como borrador.

Esperó durante otras dos semanas; no tuvo noticias. Un día recibió un fax redactado por el vecino militar, que le contaba acerca de la salud del enfermo. Leyó, con pavor, que gritaba de noche y los nombraba, a su hijo y al ingeniero, pidiéndole que cuidara de Daniel cuando él ya no estuviera. El militar hablaba de desvaríos, pérdida total del conocimiento, fiebre. El ingeniero se preocupó. El fax estaba fechado un día cinco. Sacó pasaje para el nueve.

 

Esta vez tomó un tranquilizante. Soñó con Daniel sentado en el patio de damero, entre macetas, delante de la caja. Trataba de agujerear el cartón con un destornillador. Pero casi no tenía fuerzas, porque era apenas un niño. “Para que los ratones respiren”, repetía, “¡para que respiren!”. Al mismo tiempo empezaba a crecer. Le salía barba, se volvía alto, la espalda se le vencía sobre la caja como se le habría vencido contra la mesada del laboratorio. Al ingeniero le pareció que Daniel miraba a alguien pasar, tal vez una mujer. La siguió con el rabillo del ojo. Después también miró hacia atrás, como estudiando el paisaje que iba a dejar. Y ahí fue cuando el destornillador hizo su primer y único agujero. Con un ruido seco: tac. De adentro de la caja salió una mosca gorda y verde, zumbona.

El ingeniero se despertó pensando que el aspecto de Daniel en el sueño era un estereotipo. La palidez del investigador, las mejillas chupadas, la espalda gibosa. El guardapolvo manchado. “De película”, se dijo. Le pareció también, y por primera vez, que era imposible que aquella persona que había invertido su adolescencia al lado de su padre y del laboratorio, se fuera porque sí, detrás de una pollera.

Se bajó en el cruce. Eran las dos y veinte de la madrugada; las calles de tierra se fundían oscuras contra los frentes blancos.

 

La casa estaba iluminada, lo percibió una cuadra antes de llegar. La luz brotaba temblando desde las ventanas del comedor. El ingeniero supuso que habría velas encendidas. A diez pasos de la puerta adivinó qué estaba ocurriendo. Cerró los ojos y entró como si no quedara otro remedio. Algunas llamas y muy pocas caras velaban a su amigo muerto.

Se arrimó directamente al cajón, y de inmediato se levantaron de sus asientos el médico (llevaba un guardapolvo) y una persona que se dio a conocer como el vecino que le mandara el fax. Estaba vestido con un buzo del Ejército; le apretó la mano con fuerza. Había una mujer gordita y callada que alzó la mirada para observar al ingeniero. Él supuso que sería la mujer del médico o del militar.

El médico le preguntó por qué no había venido con Daniel. El ingeniero dijo que sabía poco y nada de su vida. Suponía que estaba de viaje. El militar dijo que estaba seguro de que vendrían juntos, a juzgar por los delirios de Enrique, que hasta último momento le pedía al ingeniero que cuidara del muchacho. 

El militar contó que tiempo atrás (“como un año”), padre e hijo habían tenido serios problemas con una mujer extranjera. “Asiática”, aclaró. El finado le echaba todas las culpas del distanciamiento de Daniel a esa bruja, que lo tenía “hechizado”. Recordó que, para la ocasión, él había salido en defensa del muchacho, diciéndole que hacía bien en enamorarse; “un chico de veintipico no puede pasársela encerrado como un viejo”. Pero no había caso: el padre seguía pensando que Daniel estaba confundido.

- Usted debe saber cómo era de sobreprotector -agregó el militar, acariciando el borde del ataúd. Para ellos era nueva la noticia del viaje.

El ingeniero bostezó. El militar dijo: “El entierro es mañana a mediodía. Puede dormir hasta esa hora, si quiere, en lugar de quedarse velándolo”. Agregó que ellos se ocuparían.

El ingeniero asintió con la cabeza. Pidió fósforos para encender sus cigarrillos y el vecino le dio la caja con la que habían prendido las velas. Antes de retirarse (“puedo ir solo, gracias, sé dónde quedan las habitaciones”) tomó un café con leche en una taza que tenía casi el tamaño de una ensaladera.

 

No encontró luz en el pasillo; tampoco interruptores. “Debería regresar a la sala por una vela”, pensó, pero siguió adelante tanteando la pared. Caminó unos cuarenta pasos. Ese corredor se hacía larguísimo; encendió un fósforo con el que no alcanzó a divisar el final. Las puertas no aparecían. Cuando había recorrido el doble de distancia, encendió otro fósforo. No era el lugar de la casa al que quería llegar. La luz no tocaba el techo de la habitación, pero alumbró un vano abierto sobre una de las paredes laterales. Se llevó un cigarrillo a la boca. Con el siguiente fósforo examinó las mochetas irregulares, como recortadas por un mal serrucho. Traspasó el umbral a oscuras.

Estaba tocando la pared, que era de una rugosidad notable, cuando sintió un ruido de pisadas. Abrió la caja de fósforos torpemente, dejando caer el contenido. Al agacharse notó que el piso presentaba el mismo revocado de la pared, áspero e irregular. Los pasos se habían detenido muy cerca; podía percibir la presencia de una persona respirando a menos de dos metros. Se secó la transpiración de la frente con la manga.

Encendió un fósforo. El hombre estaba vestido con andrajos. El temblor de la llama lo volvía siniestro. Una barba de meses le cubría el rostro enjuto, de mejillas chupadas. El declive de su espalda evidenciaba la temprana inclinación sobre la mesada del laboratorio.

Le oyó preguntar: “¿Cómo está mi padre?”, y sintió esas palabras como un veneno adentro de su cabeza. Tuvo un ligero estremecimiento que lo hizo pensar en un desmayo. Las piernas le temblaban. Cerró los ojos y prendió su cigarrillo.

El fósforo le quemaba los dedos. Lo tiró al suelo convertido en una brasa. “¿Por qué no hay luz?”, protestó, sin recibir respuesta. Encendió el siguiente fósforo con la punta del cigarrillo. Con el último instante de llama, dijo: “Murió”. Daniel se llevó las manos a la cara; alguien que llegaba desde la oscuridad (una mujer de pelo negro, flaca, con la ropa igualmente gastada) lo ayudó a sentarse en el piso y se acomodó a su lado.

El ingeniero no volvió a encender fósforos. Oía el llanto, no había necesidad de verlos. Se sentó, como ellos, y terminó de juntar los palitos que quedaban. Los fue poniendo adentro de la caja.

Estuvieron un rato así, hasta que el techo se iluminó. El ingeniero miró hacia arriba. La luz, procedente del exterior, se difundía a través de unas troneras irracionalmente distribuidas en el cielo raso. Le dio la misma impresión que con el vano de entrada: los cortes eran desprolijos. Contó doce agujeros. Los supuso un sistema de iluminación indirecta del tipo “garganta de luz”. Después miró el cuarto. Había una cama deshecha, armada adentro de lo que parecía ser un estuche plástico de marcadores fuera de escala, con las dimensiones de una cama humana. Había también, en un rincón, una pila enorme de semillas y varios toneles rojos. Uno estaba volcado. Antes de que la luz se fuera, el ingeniero alcanzó a identificar el logotipo de Coca Cola y la leyenda “VENC 10 JUN 1976”, sellada sobre el fondo.

Eran solamente tres las personas contenidas por ese cuarto, contándose a sí mismo y a la desconocida amiga del hijo. En un momento cruzó una mirada con ella: tenía ojos achinados. El ingeniero pensó: “Todo es tan raro…” Entonces se interrumpió la luz, sin que nadie hiciera movimiento alguno. El ingeniero dio una larga pitada a su cigarrillo, antes de aplastarlo contra el suelo. Tosió, sonrió nerviosamente y dijo:

- Qué fantasía, parece de cartón. Nunca antes había estado en este lugar.

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Gustavo Nielsen nació en Buenos Aires, en 1962. Es arquitecto y escritor. Como arquitecto ha realizado obras en Capital, Buenos Aires, Córdoba, San Luis y Montevideo. Desde 2008 comparte el Galpón Estudio en el barrio de Chacarita junto a los arquitectos Ramiro Gallardo y Max Zolkwer. Ha ganado el Tercer Premio para el Parque Lineal del Sur (asociado a Max Zolkwer), el Primer Premio para el Oasis Urbano Magaldi Unamuno, Tercer Premio Cenotafio Las Heras y Mención en el Oasis Boedo (asociado a Max Zolkwer y Ramiro Gallardo), Mención en el MPAC (asociado a Sebastián Marsiglia), Mención en el Pabellón Frankfurt 2010 (asociado a Max Zolkwer y a Sebastián Marsiglia) y Primer Premio en el concurso internacional para el Monumento a las Víctimas del Holocausto Judío (también asociado a Sebastián Marsiglia). Escribe notas sobre ciudad y diseño en el suplemento Radar, de Página 12. Ha publicado “Playa quemada” (cuentos, Alfaguara), “ La flor azteca” (novela, Planeta), “El amor enfermo” (novela, Alfaguara), “Marvin”, (cuentos, Alfaguara, "Auschwitz" (novela, Alfaguara)y “Adiós, Bob” (cuentos, Klizkowsky Publisher) , “Playa quemada” (cuentos, Interzona), “La fe ciega” (cuentos, Páginas de Espuma, Madrid), “El corazón de Doli” (novela, El Ateneo) y “La otra playa” (novela, Premio Clarín Alfaguara 2010).

gesnil@gmail.com

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