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La otra playa


7.14.2017

ENTERRAR A LOS HIJOS

Me llamo María Rosa, nací y vivo en Ciudad Oculta. Tengo cuatro hijos, una mamá, un hermano. Y una especie de cartel que me cuelga del cuello. Me llaman “la madre del paco”. Aunque no estoy de acuerdo. Al paco no lo parí: yo parí un hijo que está en problemas por fumar basura.
La droga llegó al barrio en el 2001. De ahí en adelante nuestra vida fue un desastre. La memoria es como un pelotero en el que todo se mezcla. Trato de recordar. Mi hijo se enganchó y llegó a pesar 46 kilos, con un metro setenta y cinco de altura. No comía, no tomaba líquido. Caminaba doblado como un anciano. Tenía los pies llenos de ampollas. Otros chicos se parecían a él: todos se parecían con todos. Nosotras, las madres, también nos parecíamos. Y empezamos a luchar. A golpear puertas para internarlos. A ver cómo nadie respondía. A sacarlos del barrio bajo cualquier pretexto –yo mandaba a mi nene a La Pampa, con la abuela- y a ver cómo al regresar volvían a reventarse en pocos días.
Nos desesperamos. Ese miedo nos ayudó a expandirnos y formamos una red de madres de todas las provincias de la Argentina. Marchamos en Buenos Aires, Goya,  Salta y Córdoba. Nos golpeamos contra el poder político y contra la misma ley: hoy no se puede internar a un pibe de nueve años sin su consentimiento. Si el pibe no acepta quedar internado, la ley manda “privación ilegítima de la libertad” y nos trata, a las que intentábamos ayudarlo, como si lo hubiéramos secuestrado.
Acá estamos solas de todo.
Acá, si no cortás una avenida, estás muerta. O enterrás a tus hijos

Suena la cumbia, de fondo. La cumbia, en la villa, es el fondo de todas las cosas. En la marcha también. La señora es triste, tiene cara de triste. Tiene puesta una remera roja muy gastada, y jeans bastante nuevos. Huele a ajo y a transpiración. Le pasan un mate que viene cebado de hace rato, por lo lavado que está. Lo mira: los palitos flotan en la superficie del agua. También ve que no se ha cambiado las ojotas, que salió así nomás. Le agrega  al mate una cucharada de azúcar y en el camino desde la azucarera hasta la calabaza se le cae la mitad. El brazo le tiembla. Los pocos hombres que hay en la ruta tienen olor a tabaco o a alcohol. Hace calor. La cumbia parece que lo acrecentara. Hay unas treinta personas, pero van a venir más con los carteles y dos neumáticos para quemar, le dice un hombre a la mujer. Es su hermano. Ella le pide el trapito negro para atarse a la cabeza. “El pañuelo”, corrige él. Se lo pasa.

Jeremías nació en el año 86. Cuando cumplió seis meses, nos mudamos a San Justo. Me habían ofrecido cuidar una fábrica como casera, y vivíamos y trabajábamos ahí. El papá, los chicos y yo.  Los dueños de la fábrica eran tíos, por eso el ambiente era familiar. Jeremías se crió en medio del personal. Fue a jardín privado, porque lo pagaban ellos. Hizo hasta tercer grado en San Justo.
Cuando la fábrica quebró, nos mudamos a la villa de Isidro Casanova, donde no nos conocían y nos hicieron pagar el derecho de piso. Un 23 de diciembre nos robaron todo y casi lo matan al papá. No me olvido nunca. Tras que la vida es difícil, te pasa eso.
Soy una mujer golpeada. El padre de Jeremías me pegaba por cualquier cosa. De repente estaba lo más bien, y le salía la violencia. Me acuerdo que una vez me dio en la cara. La nariz me sangraba. Jeremías vio todo y se le colgó de la pierna para que no siguiera. Pero él siguió, hasta que me cansé. Le dije que me iba a comprar cigarrillos y me fui para siempre, con los chicos. Tomé un taxi en la ruta y me volví a Ciudad Oculta, descalza como estaba.

 Ella se mira los pies. Quizás sienta que las ojotas le quitan seriedad o bravura. “Mayra”, le dice a su hija,”andáte a casa y traeme las chatitas. Hay que estar presentable porque va a venir el periodismo”.
 Algunos traen sillas. Otros acercan neumáticos y unos papeles. Una señora de batón empieza a hacer bollos con los diarios y a ponerlos adentro de las ruedas. Lo hace apresuradamente, con miedo. Llegan dos vecinas. Tienen el aplomo de los cuarenta años, aunque deben ser mucho más jóvenes. De treinta, o hasta de veinte. Los pañuelos negros revelan el duelo. La policía motorizada aparece antes que los periodistas.

Tengo una historia llena de amenazas de muerte. Antes de la primera internación, cuando mi hijo estaba tan mal, fui a hablar con uno que vendía paco en Ciudad Oculta. Le dije: “te pido un favor, no le vendás más a mi hijo que se está muriendo”. Sacó un arma y me la puso en la frente. “Te voy a meter un tiro en la cabeza”. Yo estaba jugada. A veces acá tenés que hablar como hablan ellos. “Si te da la sangre, tiráme”, le dije. Y bajó el arma.
Mucho después me lo crucé y me pidió disculpas. “Ya no vendo más, cambié”. Puras mentiras. Siguen vendiendo.  Habiendo tantas denuncias, y atrás de las denuncias, amenazas -hasta al Padre Pepe amenazaron -, ellos nunca se van. Siempre te aprietan. Se la agarran con vos o con tus hijos.
Acá denunciamos a los que vendían y nos jugamos la vida. No corresponde que las madres hagamos las denuncias con nombre y apellido. Para eso están los servicios de seguridad. El ministro nos dio un canal específico con la Policía Federal, pero comprobamos que era inútil. No sirve. Un punto muerto.

La mujer hace gestos con la boca, como si fuera a hablar, pero en silencio. Practicando lo que tiene para decir. Sin chances de atravesar el corte, varios conductores giran con sus autos y se vuelven fastidiados por donde vinieron. En la maniobra reciben la ayuda de los policías que llegaron en las motos. Uno es petiso y el otro lleva un bigote con forma de anchoa. Son parcos con los conductores, y evitan la mirada de los manifestantes. “Cómplices”, les grita una señora de pañuelo. “Canallas”, un hombre de mameluco marrón. No hay jóvenes en la marcha. Hay cada vez menos jóvenes en Ciudad Oculta.

Al día siguiente del corte en la avenida Eva Perón me llamaron del Sedronar diciendo que había un lugar para internar a Jeremías. Lo tuvimos que llevar con la fuerza pública, porque no quería ir. Siempre lo digo: fue muy chocante verlo subir a ese patrullero, entregárselo en las manos a la policía. Pero en ese momento era la única opción. 
Mi hijo fue internado en una comunidad bastante cara, “Mensajeros de la vida”, donde lo pasaron de medicación. Le estaban dando 27 pastillas diarias. Vi que mi hijo tenía síntomas que no eran normales. Hasta ahí pensábamos que estaba gordo porque comía más. Un día que me lo dieron para pasear lo llevé al Hospital Piñeyro. El médico que lo vio me dijo: “Señora, su hijo está hinchado. Hable con el pediatra que lo está medicando para que corrijan las dosis”.
En la comunidad no logré que el siquiatra me atendiera. Nunca supe qué le estaban dando a Jeremías. Ni los nombres de la medicación, ni las dosis. Mi hijo tenía temblores; ya no sujetaba la cuchara y había que darle de comer en la boca. Yo ponía en la balanza su situación en consumo y la de su falsa recuperación. Las cuentas no me cerraban.
Jueves y viernes Santo me lo traje a casa. Las medicaciones estaban en sobres cerrados. Todos los desayunos, almuerzos, meriendas y cenas. Me guardé la mitad de las pastillas para dárselas, y llevé la otra mitad al Sedronar. Me acompañaron el cura del barrio -el Padre Sebastián- y un asistente social. Cuando en la institución abrieron los sobres se quedaron mudos.
Se supone que en el Sedronar están enterados de todo. Mi hijo había sido internado por Juzgado, pero nadie se había tomado la molestia de ir a la comunidad y ver en qué situación estaba. No hubo seguimiento y así quedó Jeremías: con taquicardia y babeando. Cuando se dignaron a constatar su estado, lo mudaron a la Clínica Dharma.

Un Volkswagen gris trata de hacerse paso por un costado. Ya hay casi cincuenta personas cortando la avenida. Llega una periodista que tiene dos trenzas, con un camarógrafo de camisa planchada. El hombre que conduce el Volkswagen está indignado. A su lado va una mujer vieja, de anteojos. El hombre toca bocina, amenaza con atropellar a esos que le impiden seguir. Hace gestos con la mano. El policía de bigote se acerca a la ventanilla. No puede ser que diez tarados corten una ruta. Cosa de todos los días. “¿Y hoy por qué es?”, pregunta la señora. “Porque no hay luz en Ciudad Oculta”, miente el policía. El Volkswagen arranca con una maniobra brusca; da marcha atrás, gira y se vuelve. La señora de los anteojos alcanza a bajar su ventanilla para putear a los manifestantes.

Dharma es un siquiátrico. Si la comunidad era cara, esto era imposible de pagar, para nosotros. Queda en Parque Patricios. Ahí estuvieron Celeste Cid, Charly García, Maradona, el hijo de Silvio Soldán. Trasladaron a Jeremías ahí. Por diez días no me dejaron verlo. Me pasé ese tiempo pensando, rezando…  No sabía con lo que iba a encontrarme al volver. Recuerdo que me temblaron las piernas en el ascensor. La siquiatra me tranquilizó:
- Mire que su hijo está bien…
No le creí.
Cuando el ascensor abrió sus puertas, lo vi venir por el pasillo. Era otra persona. Mejor dicho: ¡era Jeremías! Hablaba bien, me abrazó. Lloramos juntos. Le habían sacado la medicación anterior, y se la habían reemplazado por otra de acuerdo a su patología. Jeremías se fue recuperando de a poquito.
Me dijeron que los primeros días había tenido que ser contenido. Yo me imaginé que le hablaban, pero para ellos contenerlo era atarlo. Tenía crisis por la reducción de la medicación. Se podía lastimar, podía lastimar a los otros internos. Romper un vidrio, cualquier cosa. Por eso lo tenían encerrado y atado. Pero bueno, pensé: es de nuevo él. Jeremías.

Los hombres la señalan. La periodista y el camarógrafo se dirigen hacia ella. El policía petiso también. La mujer los ve acercarse y se olvida del cansancio: es ahora o nunca. Hay que hablar. Las pancartas empiezan a llegar. Están hechas en cartulinas, en cajas de corrugado, sobre sábanas viejas. Han pintado las letras con marcadores, con témpera. Dicen: “PACO = GENOCIDIO”. Dicen: “Saquen la droga de la calle”. El camarógrafo enciende la cámara. “NO MATEN A LOS NIÑOS”. El policía petiso se mete entre el micrófono y la señora del pañuelo negro. Únicamente dice: “Nada de notas. Circulen”.

A Jeremías le gusta mucho el trabajo social. Un día me preguntó:
- Mamá, ¿qué te parece si vamos al Borda a dar una mano?
En ese momento yo conseguía mucha ropa por donaciones. Me traían muestras de champú; compramos una máquina para cortar el pelo. Íbamos los domingos, era infaltable. Jeremías los afeitaba, les cortaba el pelo. Algunos nos pedían gel; se lo conseguíamos y se lo llevábamos. ¡Con tan poco hacíamos tanto! El cambio en las personas abandonadas es tremendo, en cuanto sienten que les prestás atención. Vos los veías con los pantalones abajo, el culo al aire… Yo me iba hasta Liniers a conseguir medias y calzoncillos en oferta, que son baratos y se compran por docena. Jeremías acompañaba a esos hombres para que se limpiaran, les daba toallones que también conseguíamos por donación. 
Ese trabajo le sirvió. Yo no sé si él se sentía identificado con los locos por los momentos malos que vivió. Jeremías durmió en la calle. Con cuatro días de consumo no te acordás de volver a tu cama. Creo que por eso le gustaba tanto el trabajo comunitario: porque veía el cambio en las personas, que quedaban aseadas. Nuevas.

El policía ha separado a las mujeres. A la del pañuelo, de la de las trenzas. Las avenidas son para cruzar, no para quedarse. Las avenidas son para los autos. La gente debería cruzarlas corriendo. Al menos eso pasa en las rutas pobres. En la de los ricos hay puentes, túneles. Acá la gente corre, porque los autos van a toda velocidad. Alguien aleja a la mujer del pañuelo del policía, para que no lo haga enojar y que él no la lleve presa por desacato. Le prestan un saquito y unos anteojos de sol que le quedan grandes en su cara esmirriada. La sientan sobre un tronco. El hermano va hasta la otra punta de la manifestación a acomodar las llantas viejas. Alguien le alcanza el encendedor. Llega un patrullero del que se bajan otros cuatro efectivos. Alguien le sube el volumen a la cumbia hasta que los parlantes tiemblan.

Después de ayudar en el Borda, Jeremías fue al Sedronar. Le pidió trabajo al doctor Granero. Empezó haciendo mantenimiento; limpiaba. Y siempre que podíamos, dábamos charlas en el interior. A él le permitían viajar, en su trabajo. Tenía 21 años y estaba saludable. Conoció una chica, se puso en pareja. Se compró el somier, la tele. Pero a ella le molestaba un poco esto de las charlas. Era muy de gritar. No nos quería acompañar. Empezaron a tener problemas. De un día para otro él se volvió a mi casa. Yo lo vi y adiviné qué le pasaba. Le dije:
- Estás consumiendo de nuevo. Si las cosas con ella no van, vos igual tenés que salir adelante.
Cuando se separaron, él volvió a la droga. Lo persiguió la policía. Trató de salirse, pero lo tiraron de un coche en marcha. Ese día yo estaba en lo de mi mamá: tenía turno en lo de la neuróloga y me iba a quedar a dormir para viajar menos. Eran las once y media de la noche. Yo le había dicho que no se fuera a Pompeya, donde estábamos viviendo en una casa transitoria a la que nos habían mandado por seguridad. Una seguridad que nunca existió. Nosotros salíamos en los documentales con los curas villeros, dábamos reportajes por televisión: éramos peligrosos. Nosotros tocábamos el tema de raíz: el paco no puede venderse si no hay alguien “arriba” que lo permite. No es un caramelo. Y ahí me llamaron y me dijeron que Jeremías había tenido un accidente.
En el hospital me informaron que iba en un vehículo con otras siete personas que se dieron a la fuga. Jeremías se tiró  en Castañares y Perito Moreno. Cayó seis metros desde arriba de la autopista. Llegué al Piñeyro y me fui directo al fondo, a la guardia, donde operan de urgencia. Lo buscaba en las camillas y lo encontré en el suelo. Estaba tirado sobre la chapa de la morguera. La cara toda hinchada, perdía sangre por todos lados. Pegué el grito: “¡se muere!”.


La empatía entre la mujer y la periodista es algo secreto, que solamente comparten los manifestantes. Mayra llega con los zapatos. La mujer se los calza. Le dice: “vaya y cébele un matecito a la chica de las trenzas”. La periodista se pasa el micrófono de mano para sostener el mate que le traen. Ya suenan unos bombos improvisados con tachos de basura. La periodista no le agradece el mate a Mayra, sino a la mujer que la está esperando a cinco metros de distancia, sentada, con el pañuelo negro en la cabeza y chatitas en los pies. Lo hace con un movimiento de mentón. El humo de la columna de neumáticos comienza a aflorar por encima de los manifestantes.

A Jeremías no lo asistía ningún médico. Estaba abandonado en el suelo. Dos doctores venían por el pasillo. “Mi hijo respira, está vivo,” les dije, “hagan algo”.
- No se puede hacer nada -me contestó el más viejo.
- Lo tienen que salvar, ustedes hicieron un juramento -les recriminé. Y les pedí el nombre, porque no llevaban la identificación en el guardapolvo.
- Tanto quilombo por un delincuente… -dijo el otro.
Me quedé atónita.
- ¿Qué dijo?
- Lo que escuchó.
- Su obligación es atender a mi hijo. El Juez y el fiscal van a decidir si él es un delincuente, o no.
Otros vinieron a asistir a Jeremías. Lo levantaron, lo ataron y con mucho cuidado lo llevaron a tomografía. Estaba destruido. Tenía rota la cara y el lado izquierdo del cuerpo. No podía hablar, ni tomar agua. Tenía los dientes salidos. Una cosa es contarlo y otra verlo. Lo primero que operaron fue la parte facial.
Al otro día de la operación le pregunté, indicándole que me contestara solamente moviendo su cabeza:
- ¿Te tiró la policía?
Hizo que sí. Yo sabía. Mi hijo no estaba ni borracho, ni empastillado. Tampoco me cerraba que fueran ocho personas en un vehículo y él se quisiera tirar porque vio un patrullero. Él iba en un patrullero, lo llevaban ahí. Lo tiraron durante la marcha. Mucho después -cuando pudo hablar- me contó que se quiso levantar. Y dos policías que se bajaron, lo agarraron a patadas y le pegaron con un palo. En un momento se estaba quedando dormido y escuchó a uno que dijo “dejalo que se fue”. Como si Jeremías estuviera muerto. En el hospital, cuando yo llegué, todavía estaba inconsciente.

Los uniformados corren hacia la confusión. El ruido se exacerba sobre el sector del humo. Hay empujones, agite de banderas, algunos palazos. A la línea de gente que conforma la manifestación se le ha roto un extremo. En el otro, en la punta más lejana al disturbio, la mujer se levanta y camina. Cámara y micrófono la reciben, la amparan. Una barrera de otras mujeres disimula este encuentro. “¿Sos Madre, no?”, pregunta la periodista. “Sí”.

A Jeremías le hicieron la segunda operación de la cadera y le pusieron una plaqueta en el fémur. Y clavos en el brazo y la mano, que es lo que peor le quedó. Tenía fracturas expuestas. De la boca lo van a volver a operar porque le quedó un hueco en el paladar por el que se le sube la comida a la nariz.
Estuvo cuatro meses internado, con un guardia permanente, por si se escapaba. El policía miraba la tele y comía con nosotros. Jeremías quedó en silla de ruedas. Yo lo sacaba a pasear por el jardín. Le ponía un pañal, porque se orinaba encima.
Al final llegó la orden judicial. Jeremías estaba detenido y tenía que ser trasladado a un penal. Se había abierto una causa. No sabíamos por qué asunto. El Juez al que le dieron la causa -acá en Capital, porque esto pasó acá- se declaró incompetente, y el caso pasó a Provincia. No entendíamos nada. En Provincia, la defensora de Jeremías le pidió al Juez que vieran en la situación que estaba el detenido. Ni siquiera le habían sacado los puntos de la última operación.
Empezó a hacer rehabilitación. No volvió a recuperar el movimiento del brazo. Me llamaron de Nación para darle una pensión por discapacidad. Enseguida me trajeron los formularios para que llenara. Les dije: “No quiero una pensión. ¿Vieron el daño que le hicieron? Devuélvanme a mi hijo”.

La periodista se tapa el sol con la mano, para preguntar. “¿Por qué es el corte?”. La entrevistada se acomoda el pañuelo en la cabeza y se quita los anteojos. “Por la venta de paco”, dice. “Queremos que el presidente acabe con esto de una vez.”
- ¿Y usted cómo lo sabe? - pregunta la periodista.
La mujer se toca la mejilla con el índice, como modo de remarcar lo que va a contestar. Tal vez sienta que tiene poco tiempo; mira nerviosa hacia el disturbio que los policías están acallando. El petiso ya camina hacia ellas. ¿Quiénes son esos impertinentes que además de cortar la Eva Perón pretenden dar un discurso por televisión?
- Porque yo corté la avenida. Mi hijo se está muriendo -dice la entrevistada.
En minutos se habrá terminado toda la confusión, toda la toma. Ella agrega:

- No voy a ser yo la que lo entierre.

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Gustavo Nielsen nació en Buenos Aires, en 1962. Es arquitecto y escritor. Como arquitecto ha realizado obras en Capital, Buenos Aires, Córdoba, San Luis y Montevideo. Desde 2008 comparte el Galpón Estudio en el barrio de Chacarita junto a los arquitectos Ramiro Gallardo y Max Zolkwer. Ha ganado el Tercer Premio para el Parque Lineal del Sur (asociado a Max Zolkwer), el Primer Premio para el Oasis Urbano Magaldi Unamuno, Tercer Premio Cenotafio Las Heras y Mención en el Oasis Boedo (asociado a Max Zolkwer y Ramiro Gallardo), Mención en el MPAC (asociado a Sebastián Marsiglia), Mención en el Pabellón Frankfurt 2010 (asociado a Max Zolkwer y a Sebastián Marsiglia) y Primer Premio en el concurso internacional para el Monumento a las Víctimas del Holocausto Judío (también asociado a Sebastián Marsiglia). Escribe notas sobre ciudad y diseño en el suplemento Radar, de Página 12. Ha publicado “Playa quemada” (cuentos, Alfaguara), “ La flor azteca” (novela, Planeta), “El amor enfermo” (novela, Alfaguara), “Marvin”, (cuentos, Alfaguara, "Auschwitz" (novela, Alfaguara)y “Adiós, Bob” (cuentos, Klizkowsky Publisher) , “Playa quemada” (cuentos, Interzona), “La fe ciega” (cuentos, Páginas de Espuma, Madrid), “El corazón de Doli” (novela, El Ateneo) y “La otra playa” (novela, Premio Clarín Alfaguara 2010).

gesnil@gmail.com

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