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El Corazón de Doli

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1.01.2007

ALUCINANTES CARACOLES

2 REYES, I, 26.

Los siento. Están ahí; empaquetados en celofanes, sostenidos por cintas de colores, etiquetados en cajas bajo vidrio y bajo llave, entalcadísimos para regalo (como alhajas demasiado valiosas); huecos de arena y de mar, mustios, ásperos, anticipadamente sombreados por la oscuridad de los placares que vendrán; solos y separados unos de otros por parecitas de cartón, clasificadísimos según la Enciclopedia Estudiantil y el Códex.
Mi hermano me mira con ojos tristes, de playas apagadas. Le digo algo que no oigo y que él tampoco oye. Ni esos caracoles que siguen ahí tan quietos, como corazas de monstruos ausentes. Como la caja que los envuelve; como la caja que nos envuelve a nosotros y nos aleja de todo, a mi hermano y a mí, como si quisiéramos salir y afuera no estuviera la playa y las cosas, y hubiera un solo vacío, un barro total, una lluvia sin fondo, la tierra de abajo de todos los bosques.
"Así no vale", me digo.
Así dejaron de ser alucinantes.

1
Llevé el caracol hasta donde él estaba y le dije:
- Encontré uno. ¿Sirve?
Le dije también que era de la primera franja. Habíamos dividido la playa en franjas de caracoles y le pusimos "uno" a la que estaba más cerca de la casa y "tres" a la que mojaba la orilla. Pero ahora había aparecido una nueva franja, y a mi hermano le daba fiebre tanto desorden. Estiró el brazo apoyando la mirada sobre la recta de la manga de su pulóver azul, para ver si estábamos en lo correcto. Yo dije: "Hay una nueva número uno". Él dijo: "Puta madre, se nos despelotaron todas las etiquetas".
Mi prima fue la que la descubrió. Siempre complicándolo todo, no sé para qué la trajimos. Da vueltas y se le vuela la pollera, del viento que hay. Ella también junta caracoles, pero se hace la que no sabe y junta cualquier cosa. Te viene con una pavadita rota como si hubiera encontrado una sirena. Encima quiere que la consideremos.
Ayer se me acercó con una piedra extraña, opaca y siena. Yo estaba caratulando las cajas de la colección. Al mediodía habíamos encontrado un caracol del tamaño de una moneda de diez, celeste. No se ven caracoles celestes, y este es celeste como un cielo. Hasta hoy no supimos qué nombre ponerle, porque en el Códex no aparece (se lo vamos a tener que inventar). Mi prima estaba ahí, parada, con eso sobre las manos abiertas y yo pensándole el nombre. Dejé de despegar las etiquetas engomadas para observarla con más detenimiento. Lo traía apoyado en un papelito. Me pareció tan raro que le hice una sonrisa que significaba la sorpresa de ver algo que todavía no teníamos, una piedra difícil de encontrar. Fui a tocarla como si se tratara de un diamante preciado, y cuando lo alcé se me hundieron los dedos. Era una masa fofa y desagradable.
- ¿Es un sorete de perro? - le pregunté.
- De perro no. Es un sorete de tu hermano. Acaba de depositarlo detrás de aquellos matorrales, para la colección.

2
Ella lo sigue a todas partes. Estuvimos cambiándole las etiquetas a los caracoles la noche entera, por ese descubrimiento que hicimos en el cual la franja uno pasaba a ser la franja dos, la dos la tres y la tres la cuatro. Le dije a mi hermano: "Pongámosle cero a la nueva, así no tenemos que tachar tanto". Él me contestó: "Eso carece de seriedad científica. Hagámoslo todo otra vez". A ella le encantó, y por esta bobada (tan fácil de arreglar) nos pasamos la noche en vela. Lo miraba y lo miraba, la guacha. Fijamente, con los ojos vueltos dos caracolazos brillantes, blancos con el bichito húmedo adentro, despierto, escarbador.
Yo le dije: "Este todavía no lo encontramos", y le señalé en el Códex uno rarísimo, grande como un puño y lleno de puntas.
- Es una concha -dijo mi hermano-, no un caracol. Una concha marina.
Mi prima se rio y a mí me dio una rabia bárbara, porque se le sentó sobre la falda, lo abrazó y le dijo:
- Lo que te falta a vos es una buena concha.
Se lo dijo al oído, pero lo suficientemente alto como para que yo escuchara. Lo hace a propósito, de jodida que es. Mi hermano paró de tipear y me preguntó qué nombre le poníamos al celeste. Yo estaba furioso y el corazón me latía como laten los peces recién pescados; yo mismo era ese gran pez arrancado del mar a tirones. Mojado y palpitante, con el día mordiendo del anzuelo y el sol sobre los ojos irritados, sin párpados, sin movimiento. Y luego sin escamas, sin tripas, sin espinas, sin cuerpo.
- Qué nombre le ponemos.
- ¿Cómo?
- Al caracol celeste. Tiene que existir un nombre para poder catalogarlo.
- No sé. A mí qué me decís. Preguntale a tu prima.
Después me quedé pensando un largo rato y no se me ocurrió nada, y me di cuenta de que tenía la mente muda, en cero, singularmente desnuda.

3
Nos repartimos las franjas para poder alejarnos, porque en los últimos días habíamos encontrado los mismos caracoles, y porque ya me estaba cansando de verla todo el tiempo con el viento volándole la pollera. Fue lo mejor que hicimos. Acabo de levantar uno que figura en la Enciclopedia Estudiantil y no en el Códex; de la sección "Fauna abisal", tomo III, fascículo 32, página 17, abajo cerca del ganchito. Me acuerdo bien. Es un Conus fino, con franjas horizontales blancas y negras y una modulación de textura en vertical. Por adentro todo plateado y liso. Medidas aproximadas: veinte milímetros por diez. Una joya.
Mi prima grita. Yo encontré uno divino y no hago escándalo, y ella viene corriendo por la arena dura y cuando llega me grita: "¿A que no sabés qué tengo?". Yo no la miro, ya me pudrió. Después me sale con cualquier cosa y me la tengo que aguantar por mi hermano.
- Mirame, che.
- Qué querés.
- Mirá qué caracol.
Sacó del bolsillo uno enorme, gris nacarado, como si estuviera haciendo un truco de magia y eso fuera un conejo, o una paloma, o un globo. Extraordinariamente aparecido. Una "Charonia tritonis" de un tamaño anormal para la orilla; le acerqué la regla y medí: ¡750 x 48 x 350 milímetros!
- ¿Adónde lo encontraste?
- Sorpresa. Se oye el ruido del mar.
Me lo arrimó a la oreja. Enseguida sentí el zumbido claro, bien caracol. "De estos no hay", le dije temblando, y me puse colorado porque supe que ese Charonia era fundamental para la colección, y no me animaba a pedírselo, después de tanto putearla toda la tarde.
- Ni mamada se los doy -dijo-. Es mío. Olelo. Tiene el olor del mar.
Me lo puso en la nariz; yo aspiré y me hizo toser. Estaba lleno de arena finísima, que volaba de nada. Tosí bastante, me picaba la nariz y ella me lo volvió a poner como una máscara. Yo no podía respirar sino eso; las rodillas se me vencieron y nos caímos hacia atrás los dos, jugando y tosiendo. Me empecé a reír, no sé por qué, y la ví a ella tan linda. El mar estaba lejos y cerca, porque no podía fijar la imagen y no me daba cuenta. El horizonte se me borraba del mareíto; ella me sacó el caracol y yo le grité "más, dame a oler otro poco". Já. "Qué mierda te importa la colección,” dijo, “volá que te va a hacer bien". "¡A VOLAR COMO LOS BERBERECHOS!", gritó, y a mí me hizo gracia, porque justo cuando pensaba "los berberechos qué van a volar", pasó volando uno y me echó la cagadita sobre la frente. Apoyé la espalda en la arena porque me caí cuando me vinieron ganas de vomitar o de hacer pis o de hacer cualquiera. Pasaba el cielo entero y yo así, acostado sin saber, y los bivalvos allá por la orilla, y ella también oliendo su caracol, riéndose conmigo, bajandome la malla y chupando, ella pulpo calamar ventosa agua fondo sueño adiós mundo real.

4
Cuando me desperté, ya se había ido. El dolor de cabeza me filtraba el resto del cuerpo; cada movimiento, cada idea me dolía paralelamente conectada con aquel dolor principal, con el dolor madre de todos los otros. Lo primero que busqué fue el caracol; girando el cuello abrí los ojos una y otra vez y sentí el cansancio claro, y un desdoblamiento de mi ser que se volvía a recostar, pesada y lentamente, sobre la arena. "La resaca del infierno de mierda de la prima", pensé, y no me atreví a decirlo por temor a escucharme distinto, quizás con voz de pájaro, aguda y estúpida. "Ella es una voz de pájaro, me dije, ¿cómo se puede ser aguda y estúpida a la vez? Así, veanlá". Yo me hablaba callado, estremecido, en pelotas porque se había robado mi malla y la puta madre que la parió. Otra vez esta rabia que es un dardo acertando en el despertar desnudo y fisurado, arrastrando como un gasterópodo sin coraza el estómago sobre la playa. Sin caracol. De nuevo reptando sobre la franja dos, sobre la tres generosa de mejillones vacíos y medias ostras y agujeritos con burbuja para pescar almejas; de nuevo el mar proveedor único de interminables colecciones, de hondas cosmogonías sin fin, de arquitecturas enigmáticas y abismales. ¿Cuánto habría dormido? ¿Un minuto, una hora? ¿Adónde estaba ella? La intrusa.

Allá a lo lejos estaba la malla. Se dio cuenta porque a él nadie lo engañaba así nomás, porque para eso era el menor de los Nilsen; qué joder, ¿no? Tenía una vista bárbara, y a la malla le daba justo el recorte del médano contra el cielo. "Ni a mí ni a mi hermano nos importa ella, que es una cosa que da vueltas por acompañar a la pollera, ¿no? Ni siquiera es un caracol, que también es una cosa pero con importancia, digna de guardarse en una caja de cartón con una vitrina arriba, para mostrar". Él sabe de qué habla cuando sube al médano, porque la respiración se le junta en el pecho y tiene que soltarla de algún modo, y salen algunas quejas. Siempre pasa. Se pone la malla y allá abajo, como a cincuenta metros, ve la pollera. Sobre un arbusto de fijación. Eduardo Nilsen sonríe y su cara se transforma en un grito que se estira y estira cuando corre como un chico, hundiéndose en la arena que baja por la pendiente casi a pique; se ata la pollera a la cintura gritando y más allá, a veinte o treinta metros de subida por el médano, su blusa roja. Ya se ríe a carcajadas y trepa, ya se cae, ya sigue trepando. Se mete los brazos de la blusa por las piernas como si fueran pantalones; en el esfuerzo descose una de las mangas y le queda una bolsa roja colgando. Y le estalla la piel del pecho en una respiración agitada entre el ahogo de la risa y las corridas. Pero sigue, sigue corriendo hasta el corpiño que está abajo y hasta la tanguita mínima que está arriba otra vez, casi escondida, pero que él descubre con su vista formidable de buscador de caracoles. Y aquí llega, la cara y las manos prendidas a los arbustos, asmático, pidiéndole aire al aire, a la playa, a la prima que está jugando tan regalada con su hermano Cristián como una injuria, como una humillación, como una mancha en mitad de la colección. Es un molusco prendido con sus tentáculos abyectos y su lengua, en el pozo del médano que él está mirando, y por el que ya le explotan los ojos de envidia.
A su derecha estaba el caracolazo. Lo agarró sobresaltado, jadeante; se los iba a tirar pero no, mejor adentro de la pollera, porque la colección es lo más importante. Al fin y al cabo, era lo que tenían que hacer. ¡Tantas horas compartidas en el rigor de la clasificación! Sólo ellos sabían las que habían pasado y los caracoles estaban ahí, siempre ahí, quietos. Y otros en el mar que lleva y trae, y otros en las profundidades o en el Códex. Jugando a descubrir y a ser descubiertos, al conquilólogo y a la concha peluda, ¡como juega Cristián! Já. Da vuelta el caracol y lo examina ("una Charonia tritonis de locos", pensó); con la punta de la uña le rasqueteó el esmalte que salía tan fácil que parecía barniz. "Es la abombada ésta que no lo deja tranquilo. Y que me distrae a mí también, para qué mentir (¿le cuento o no le cuento que ella anduvo por entre mis cosas haciéndome cosquillitas con saliva?)". Tiene algo escrito en letra cursiva, el caracol. "El me debería haber dicho: Si la querés, usala. Así, directamente. Porque es nuestra prima pero no sé de quién es más, o mejor dicho sí, sé. Y sé también que nos saca de tema todo el tiempo, y que me volvió a pudrir. Porque el cartelito, este cartelito de acá abajo; mirá, te digo que mirés, Eduardo, ¿ves?, este cartel impreso a la orilla del caracol dice muy claro de quién; leé, volvé a leer. "Recuerdo de Miramar", dice. Y capaz que era el pie de un velador y todo; ¿que no?, ¿y para qué va a tener ese agujero ahí abajo, sino para pasar el cable?"

5
Ella paseaba por afuera dándole vueltas y más vueltas a la pollera azul; Cristián alzaba tabiques de cartón que previamente había cortado con un escarpelo, cementados formando nichos grises para quién sabe qué nuevos cadáveres de mar, pensó Eduardo, que la miraba pegado al vidrio, mordiéndose las lágrimas. La miraba fijamente, como si quisiera ver a través de ella, a través de esa pollera inquieta, el fondo del océano. Y sus infinitos peces y sus caracoles.
- Tiene que irse- dijo, y parecía que ya lo había dicho antes, porque su hermano no lo miraba y el deseo se le venía a los ojos inyectándoselos de sangre y ganas; recordándole la sentencia (tienequeirsetienequeir), sintiéndola otra vez hecha un latigazo firme de viento sobre su cara. El mismo viento que le volaba la pollera y remontaba todas las palabras viejas, detrás del movimiento de la tela. Los dos habían fracasado, habían hecho trampa y eso abría un tajo entre ellos, que se parecía mucho al tajo que la prima llevaba incrustado entre las piernas, a ese caracol secreto con la babosa adentro, extraño a todas las colecciones y al Códex.
Cristián pensó: "por favor, que no se vaya, porque estoy enamorado". Casi lo dijo. El aire era como una masa densa de agua salada, inmóvil y oscura. Podía decirse cualquier cosa, que todo daba lo mismo; apenas si se oía el repiqueteo de los marcos agitados de las ventanas y un sordo y apagado ruido a mar, lejano, bien adentro del día.
Su hermano Eduardo se maldijo a sí mismo por lo que estaba queriendo en ese instante, por lo que le pasaba por la cabeza al verla rodar con su pollera azul marino sobre la franja dos, sobre la dos y la uno; casi dijo algo pero se lo calló, porque el agua le daba en la cara y porque las lágrimas mordidas no le surgían por nada del mundo. Por nada del mundo. Entonces le arrancó el celofán a una caja de rabia; los caracoles cayeron liberados al suelo y fueron una cascada, un rumor de agua adentro del agua, una ola. "Este es mío y éste también. Yo los encontré. Son míos. Los quiero sin etiquetas, ni carteles, ni Códex. Voy a devolverlos a la playa, que es adonde deben estar". Le puso el pie arriba al celeste que todavía no tenía nombre. Su hermano dijo: "No vale la pena, Eduardo. Pucha, una vez que estábamos de acuerdo..." Le apoyó encima todo el peso del cuerpo y el caracol sonó.
- Nos olvidamos de la colección -dijo, descubriendo con el pie los pedazos rotos.
- Sí.
Ella los miraba a través del vidrio y sonreía; a Eduardo se le ocurrió que porque era parte de otra cosa, porque estaba loca y afuera de la casa, allá.
- Yo también estoy enamorado -dijo, de rabia. Y estuvieron un rato callados, calladísimos, hasta que ella entró a la casa.
- ¿Qué pasa? -preguntó.
El silencio los tenía agarrados de las manos. Cristián dijo:
- Tenés que irte.
- ¿Por qué?
- Porque sí.

6
Desde la ventana la vieron sacarse la blusa y el corpiño; la pollera solamente se la alzó. No tenía ropa debajo. Se dio vuelta para verlos con sus ojos grises, copiados del cielo que se estaba nublando. Después empezó a caminar hacia adentro, y Eduardo lo vio gritar a su hermano sin escuchar el grito. Fue en un momento bastante trágico, porque el agua le llegó a la cintura y la pollera parecía una bandera que flotaba, el símbolo de un naufragio. Ellos sintieron el frescor entre las piernas y un calor intenso en la cara y en las manos. El mar estaba plano, raro; una impresión inolvidable. Tanto tiempo viviendo en esta casa y un día, por ponerse a juntar piedras, se olvidaron del mar. Y ahora parece recién estrenado, detenido, con una prima adentro y los caracoles caídos en el parquet.
Cristián salió, aturdido; su hermano salió detrás por precaución, por si se confundía y se volvía loco de repente, ¿no? Puede pasar. Pero se cayó arrodillado sobre la arena, nomás, a dos pasos de la puerta, y sus ojos fijos se quedaron enredados en el último rastro del pelo de ella. Después se acabó todo, y lo vio largar el llanto con la cara pegada a la playa. Entonces se volvió, caminando y mirando siempre hacia abajo porque el reflejo del mar le irritaba los ojos, y hubiera parecido que él también estaba llorando. Mirando siempre hacia abajo para buscar, ¿no?, y pensando siempre hacia abajo. "Chau colección", pensando. ¿Para qué alzar la vista si en una piedra está todo escrito? Por qué llorás, Cristián, si en esa ola que se empieza a mover estamos nosotros y ella y la colección y la playa y la ola misma, alguien nos clasificó y por eso estamos. Tu propio llanto, el pozo que ahora escarbás en la arena, el objeto que ahora levantás con tanta delicadeza, tu mano semiabierta, tu mirada científica escudriñándolo milímetro a milímetro, tu ojo abierto y tu ojo cerrado, tu pestañeo, tu pestaña, la mitad de tu pestaña, la mitad de la mitad, Cristián.
Sonrieron. Él metió la punta de la lengua en una hendija que dejó entre el índice y el mayor, lamiendo el objeto encerrado con las mejillas chispeantes de lujuria. Un hilo de baba le colgaba desde el labio y se metía en el hueco interior de las dos manos, pasando por entre la hendija de los dedos. Eduardo se acercó.
- ¿Qué es? -le dijo.
La baba era el tobogán de otras gotas mínimas de saliva que se deslizaban desde la punta de la lengua, y que hacían reflejos divertidos de sol, tanto que Eduardo supuso que su hermano tendría fulgores de estrellas guardadas en la boca, que iba largando para darle de comer al objeto de adentro de las manos.
- Qué guardás, che. Dejame ver.
- Un caracol.

Dedicado al señor Borges

Gustavo Nielsen nació en Buenos Aires, en 1962. Es arquitecto y escritor. Como arquitecto ha realizado obras en Capital, Buenos Aires, Córdoba, San Luis y Montevideo. Desde 2008 comparte el Galpón Estudio en el barrio de Chacarita junto a los arquitectos Ramiro Gallardo y Max Zolkwer. Ha ganado el Tercer Premio para el Parque Lineal del Sur (asociado a Max Zolkwer), el Primer Premio para el Oasis Urbano Magaldi Unamuno, Tercer Premio Cenotafio Las Heras y Mención en el Oasis Boedo (asociado a Max Zolkwer y Ramiro Gallardo), Mención en el MPAC (asociado a Sebastián Marsiglia), Mención en el Pabellón Frankfurt 2010 (asociado a Max Zolkwer y a Sebastián Marsiglia) y Primer Premio en el concurso internacional para el Monumento a las Víctimas del Holocausto Judío (también asociado a Sebastián Marsiglia). Escribe notas sobre ciudad y diseño en el suplemento Radar, de Página 12. Ha publicado “Playa quemada” (cuentos, Alfaguara), “ La flor azteca” (novela, Planeta), “El amor enfermo” (novela, Alfaguara), “Marvin”, (cuentos, Alfaguara, "Auschwitz" (novela, Alfaguara)y “Adiós, Bob” (cuentos, Klizkowsky Publisher) , “Playa quemada” (cuentos, Interzona), “La fe ciega” (cuentos, Páginas de Espuma, Madrid), “El corazón de Doli” (novela, El Ateneo) y “La otra playa” (novela, Premio Clarín Alfaguara 2010).

gesnil@gmail.com

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