EL CORAZÓN DE DOLI / CAPÍTULO 1
para reproducir el ADN”.
Richard Dawkins, El gen egoísta.
Víctor le quitó el pan a su hamburguesa.
Había visto escupir en ellas a los empleados sonrientes de Mc Pollen Fritten; los había visto dejar caer cenizas de cigarrillos, agregar cacas de rata en los huecos de una rodaja de tomate, pegarles mocos debajo del jamón cocido y hasta meter un ticket entre el queso fundido y la carne. De un primer vistazo contempló los pepinos, las tiras de pimiento. Levantó el jamón. La superficie de la carne era como la intriga de los últimos meses, caliente y engrasada. Amasada en el aceite de los días, todos iguales, del trabajo esclavo en el criadero de Mc Fritten.
La banderita lo había inquietado. Estaba clavada entre las semillas de kummel y amapola de la tapa del sándwich y alguien le había anotado la leyenda “CHARLY’S CHICKEN SPECIAL”, con marcador azul. Reaccionó antes de morder. Dio vuelta la hamburguesa y le quitó el pan de abajo. El shock sicológico fue el primero de los golpes. Después vinieron los culatazos.
El investigador Fernández cargó su pistola Beretta nueve milímetros. La hamburguesa había quedado desarmada cerca de los ojos de Víctor, que alargó la mano hasta cubrirla. Su madre apareció en lo alto de las escaleras.
—Deje todo así como está —le dijo a Fernández, extendiéndole un cheque—. Y váyase, que ahora amo a mi hijo.
Víctor se sorprendió.
—Es cierto, te amo —agregó ella.
Él retiró la mano del sándwich. En el centro de la carne, como para reafirmar la circularidad de la hamburguesa, había algo quieto, húmedo, esférico y chiquito; negro como el agujero que dejan los compases en las hojas. Con pupila, iris, cristalino, tal vez retinas. Un ojo.
El ojo de Carlitos.
1
Diecisiete años antes de este episodio, Víctor tuvo un año.
La madre, al hablar de Víctor, utilizaba términos como “el vago” o “el que no piensa”. A ella le decíamos Chiqui, porque era fanática de los almuerzos de Mirtha Legrand. Hasta se había comprado El Libro de Oro de Mirtha Legrand, donde enseñaban a vivir con elegancia y a recibir con distinción. Lo tenía firmado y dedicado por la Anfitriona Perfecta: “A la otra Chiqui, con un beso merengado”. Nadie supo nunca por qué la señora Legrand le había puesto esa dedicatoria; el tío Patrick opinaba que tal vez fuera una dedicatoria fraguada. Aunque la firma de la actriz parecía verdadera, con la “d” final de su apellido y la “d” de “merengado” dobladas por el mismo gancho. Para que le creyeran, la madre de Víctor había amenazado con contratar un perito calígrafo. Sergio, el hermano de Víctor, lo creía al pie de la letra. La madre, siempre que hablaba de Sergio, decía "el hermoso”, “el inteligente” o “el que emana amor”.
Este último era un apodo casi bíblico, pero Chiqui no lo consideraba exagerado. Durante una cena en la que había invitado a varios personajes de la farándula, a los vecinos de la cuadra y al tío Patrick con su familia, había intentado demostrar por qué era Sergio —y no Víctor— el que emanaba amor. Una vez más, los personajes de la farándula habían faltado. Yo no podía imaginarme cuál sería la reacción de esta gente al recibir las invitaciones a cenar de una extraña que vivía en La Magdalena, a quinientos kilómetros de la Capital. ¿Las tirarían directamente a la basura? ¿Se preguntarían quién era la anfitriona? Lo cierto era que esas invitaciones hacían venir a los vecinos, ansiosos por entablar conversación con las celebridades, y una vez en casa no tenían otro remedio que quedarse hasta los postres.
Chiqui vestía a Sergio con trajecitos de Giesso y lo sentaba a la mesa con los invitados, mientras Víctor tenía puesto el pulóver de siempre y comía con la criada, una paraguaya de exquisito bigote llamada Zulma. Sergio le decía Zulmeti y le tocaba el culo todas las veces que podía; la madre escuchaba las quejas de la paraguaya con fastidio.
—¿No te estarás confundiendo con Vitito?
—Víctor es un caballero —contestaba Zulma, antes de entrar con el coq-au-vin. Chiqui decía “cocován”, como si se tratara del nombre de un superhéroe. Esa noche estaba radiante, con su peinado nuevo de peluquería, sus aros redondos y su bronceado de cama solar. Parecía dorada. Los peluqueros amaban tocar aquel pelo fino, como de Barbie madura, y ella se dejaba tocar. Mandó a que trajeran a Víctor. Él se paró al lado de Sergio. Sabían de memoria lo que tenían que hacer, porque lo habían hecho antes. Sonrieron.
—¿Cuál es cuál?
Los niños eran idénticos, pero todos señalaron a Sergio, que estaba de traje. A veces se da que hay un defecto, un lunar que los diferencia, un borde mal recortado en el pabellón de las orejas. En ellos, la duplicación había sido implacable. Víctor era una copia exacta de Sergio, y viceversa. Desnudos, ni yo (que soy el padre) lo hubiera notado.
—El mundo es una mesa tendida dispuesta para recibirlo…
Ser padre es como ser un narrador en primera persona que lo sabe todo. Algo absurdo, que está mal, condenado a seguir existiendo con su errata a cuestas como un caracol con su coraza.
Cuando cumplieron los cuatro años, Chiqui llamó a la clínica de Daniel Goleman para que vinieran a hacerle a Sergio el test del bombón. Goleman es un periodista científico del New York Times, y por entonces tenía un programa de televisión en la Argentina. Chiqui le mandó un pasaje a las oficinas de la Capital. El programa se llamaba La inteligencia emocional, y decía cosas como el cociente intelectual es solo una parte del neocórtex y este puede crearlo sin los centros emocionales, o: la amígdala es responsable de la rápida reacción que tienen las personas ante situaciones difíciles —luchar o huir—, lo cual produce un cortocircuito emocional que se adueña de todo el cerebro. El secreto de aquel programa era poner la palabra emocional como adjetivo de todos los sustantivos importantes. El test del bombón era una prueba emocional que medía la inteligencia emocional y su impacto en nuestra vida emocional.
Había que abandonar al niño en una habitación en la que hubiera solamente una mesa, una silla y un bombón, y dejarlo quince minutos frente a la golosina. Se le explicaba que era el dueño del bombón y que podía comérselo cuando quisiera. Pero, si hacía el esfuerzo de no comerlo durante el tiempo en que lo dejaran solo, se lo recompensaría con otro bombón. Goleman había hecho el experimento en 1961. Cuando localizó a los adolescentes, años más tarde, comprobó que los que habían podido posponer su gratificación a los cuatro años eran más competentes desde el punto de vista social, menos propensos a derrumbarse si se les presionaba y más firmes al defender sus ideas que los que habían caído en la tentación. Mandaron a un siquiatra pelirrojo que llegó con una caja de Bonobón. Sentaron a Sergio. El siquiatra le dijo:
—Si te lo comés mientras nosotros no estamos, te perdés el premio. El premio es que te doy otro. ¿Te gusta el Bonobón?
—Sí —dijo Sergio.
El siquiatra salió de la habitación y cerró la puerta. Miró el reloj en su muñeca.
—Un cuarto de hora —dijo, mientras Chiqui se demoraba en halagos hacia el programa del que no se perdía ni un segundo, ¿no?, y cuánto que la intrigaba, como argentina y como mujer, el papel de la atención en la actividad mental, más otros papeles como el autoengaño en la meditación, que podía ser una patología, ¿no?
—¿Cómo dice Daniel?
—Patologías emocionales.
Mientras tanto, Sergio le quitaba el papel al Bonobón, lo mordía, lo masticaba un poco, lo escupía, tiraba el papel al suelo, untaba la mesa con chocolate, se limpiaba las manos en la ropa. Y protestaba porque no era Cadbury. A él que no le fueran con Arcor o Georgalos. Chiqui le estaba contando al doctor lo inteligente que era Sergio, cuando escucharon sus golpecitos en la puerta. La madre abrió.
—Ya me aburrí —dijo él.
Lo dijo con la boca llena. Después se paró delante del siquiatra, lo llamó como para contarle un secreto al oído y, cuando logró que se inclinara, le escupió en la cara un pedazo de chocolate baboseado. Salió corriendo. El siquiatra jamás había visto algo igual. Chiqui se tapó la boca con las manos.
Llamó a Zulma para que limpiara el enchastre. Víctor venía detrás. Entró a la habitación y recogió el envoltorio que su hermano había arrugado.
—¿Le hacemos el test? —preguntó el siquiatra.
—No vale la pena…
Lo sentaron. El siquiatra apoyó un bombón en la mesa.
—Si te lo comés mientras nos vamos, te perdés el premio. Si no te lo comés, te lo duplico.
—¿Qué es duplico?
—Duplico, duplicación: que te pongo otros tantos bombones como haya sobre la mesa. El doble. Otro más.
—¿Y me voy a poder comer ese también?
—Sí.
—¿Seguro?
—Sí.
Salieron. La madre protestó porque a Sergio no le había explicado tan bien, pero estaba segura de lo que iba a pasar, dadas las características de Víctor. Las características eran vagancia, desatención y cuántas más. Pasaron los quince minutos. Abrieron la puerta. Víctor estaba sentado en el lugar donde lo habían dejado al salir. Sobre la mesa había dos Bonobones. El siquiatra se acercó asombrado.
—¿Qué pasó? ¡Hay dos!
—Sí.
—¿Por qué?
—Por la duplicación —dijo Víctor.
El siquiatra miró a Chiqui sin entender. Se puso la campera. Víctor dijo:
—Un momento, señor. Esta fue mi duplicación. Falta la suya.
—No seas impertinente con el doctor —dijo Chiqui.
El siquiatra intentó calmar a la señora.
—Pero él tiene razón, Chiqui… —dijo. Un rato antes ella le había dicho “Llámeme Chiqui, como la Legrand”, mientras esperaban a que pasaran los quince minutos —. No sé cómo lo hizo, pero yo no cumplí con mi parte.
Sacó dos bombones de la caja y los puso sobre la mesa. Víctor agarró tres de los bombones y se los guardó en los bolsillos. Se bajó de la banqueta. Corrió hacia la puerta.
—Te dejás uno.
—¡Se lo regalo!
—Increíble... —reflexionó el siquiatra—. Resolvió por sí mismo la duplicación, aumentó su capital en un trescientos por ciento e hizo entrega de una parte en acto de reconocimiento…
Señaló el bombón con admiración. Cuando intentó agarrarlo, sus dedos se hundieron en el papel vacío: era el envoltorio que Víctor había recogido del suelo, planchado y vuelto a armar con la forma del bombón.
—¡Ese malaprendido! —dijo Chiqui.
—Dejeló, señora —dijo el siquiatra—. Los niños de hoy pasan mucho tiempo solos. Independientemente de lo que vean por televisión, el hecho es que no están jugando con otros niños, y nuestras habilidades emocionales siempre se han transmitido en forma vital: a través de los padres, familiares, vecinos y amigos.
—Sergio es el que mira todo el día televisión. Víctor lee libros.
—Es lo mismo —dijo el siquiatra—. Por eso hay escuelas de emoción, para proporcionarle a la sociedad un vehículo que garantice que cada generación está aprendiendo las herramientas fundamentales: a controlar impulsos, a manejar la cólera, la ansiedad o la motivación.
—No creo que mandemos a Víctor a ningún colegio —afirmó ella.
Y le suspendió el postre hasta los cinco años, mientras a Sergio le daban doble postre. Igualmente, Zulma se las arreglaba para pasarle tortas y dulces, sobre todo los caramelos Media Hora, que a Víctor le gustaban tanto. Por lo que los cuerpos de los hermanos siguieron creciendo, ajustados a la simetría exacta que la vida les había impuesto desde la repartija de genes. Y de esto sé, porque yo mismo hice la partición en una placa de Petri que nunca volví a usar, en una habitación caldeada a la temperatura del útero de Chiqui.
De lo que nada sé es de comportamientos humanos, de sicología y de autoayuda, esas cosas que dan por la televisión y que Chiqui seguía con la fidelidad de una recién casada. Más adelante, cuando los hijos fueron adolescentes, le daría por la mística new age. Llegaría a hacer orinoterapia, actividad que consiste, literalmente, en tomarse un vaso de orina en ayunas, para regenerar tejidos cancerosos. Un clon del doctor Cormillot lo enseñaba en su programa “Mejor vida”. Chiqui estaba muy asustada por lo que le había pasado a una vecina de veintisiete años, a la que el cáncer la había consumido en apenas un mes. Nunca llegó a la coprofagia, porque le dije que provocaba úlcera estomacal, aunque en el programa recetaran la coprofagia para curar la úlcera estomacal. No cualquier caca, claro, sino la proveniente de un joven, amasada sobre la base de una alimentación abundante en granos y vegetales cocidos. Ella le había dado la dieta a Víctor para que la siguiera; por la televisión el doctor mostraba la consistencia y el color de esa caca desmenuzándola sin pudor entre sus dedos de pianista. Los soretes de Víctor eran más oscuros y más duros. El doctor hablaba de un leve olor a tabaco, como el que se desprende si quebramos un cigarrillo apagado. Los soretes de Víctor tenían solamente olor a mierda. Chiqui estaba desorientada; nunca se le ocurrió que Zulma pudiera asarle churrascos a escondidas. Su desprecio por Víctor era tan básico, tan celular, que no podía suponer que alguien en el mundo fuera capaz de un gesto de cariño hacia él.
A los seis años, tres semanas antes de que le contáramos nuestro secreto, Víctor inventó un truco de magia para hacer con su hermano. Lo repitieron con éxito a la salida del colegio de Sergio, una escuela inglesa de escolaridad simple porque el niño se hartaba a media tarde. Víctor iba a buscarlo a la salida, de la mano de Zulma, para cargar con la mochila. Al final, Chiqui había decidido mandar a Víctor a una escuela del Estado, para que pudiera hacerle los deberes al hermano. Zulma siempre iba con minifaldas y escotes pronunciados.
El truco se llamaba “Los niños telépatas”. Alguien le entregaba una palabra escrita en un papel a uno de los dos. El emisor, de espaldas a su hermano, empezaba a decir una serie de palabras, a las que el otro contestaba no, no, no. Cuando la palabra era la que les habían dado, el hermano contestaba “esa”. Por ejemplo: “lápiz”. Sergio hacía de receptor.
—¿Sánguche? —preguntaba Víctor.
—No —contestaba Sergio.
—¿Ojo?
—No.
—¿Lengua?
—No.
—¿Lápiz?
—Esa.
No había chasqueo de dedos, ni guiños; no era algo físico. Era algo que estaba en las palabras. Le decían “pescado”.
—¿Ratón?
—No.
—¿Uña?
—No.
—¿Enano?
—No.
—¿Dado?
—No.
—¿Árbol?
—No.
—¿Pescado?
—Esa.
Tampoco había diferencias en el tono de voz. Los compañeros más perspicaces contaban la posición de las afirmaciones en la lista de las respuestas. Nunca coincidían. De vez en cuando Sergio llamaba a Zulma; ella se tenía que agachar y los compañeros le espiaban el corpiño por adelante o la bombacha por atrás.
La trampa era sencilla. Se trataba de formar un acróstico con las primeras letras; después de que el acróstico revelara una palabra conocida, venía la adivinación. En el primero de los ejemplos, el acróstico formaba “sol”; en el segundo, “rueda”. Para Sergio había sido bastante difícil de aprender, pero en cuanto vio que el éxito era inmediato, trató de concentrarse. Para disimular más, a las dos semanas decidieron cambiar los roles. La cosa se complicó. Por ejemplo: “nube”. Sergio comenzaba a emitir.
—Porro.
—No.
—Argolla.
—No.
—Sangre.
—No.
—Nube.
—No.
Todos se reían. Víctor esperaba “pasto”, “pascua”. Sergio había dicho “pas”.
—¿Qué es “pas”?
—La paloma de la “pas”, boludo…
Otras veces tenían interferencias por el tipo de palabra que iba en el acróstico. Víctor tenía el cuidado de elegir claves que no tuvieran un significado adicional en las primeras letras. Sergio había codificado “amor”. Para Víctor, que estaba recibiendo, la clave se cortaba en “amo”. Sergio la siguió una letra más.
—No entendés nada. Le voy a contar a Chiqui.
—No, a mamá no.
—Sí.
Zulma trató de hacerle cambiar de opinión. Víctor llegó a prometerle que haría para siempre de emisor, para que Sergio pudiera lucirse. Pero Sergio estaba emperrado en culparlo. Lo primero que hizo fue revelarles la trampa a sus compañeros, con lo que se aseguraba que jamás volverían a realizar el truco. Así hacía las cosas Sergio. Tenía un temperamento suicida, ya de niño: la lógica de un suicida. Era de los que se rapan cuando comienza a caérseles el pelo. Había heredado esa lógica de la madre. La lógica de Víctor, en cambio, era la del todo o nada. Con quince años apostaría fuerte a cualquier juego: él iba a ser millonario o linyera. Para ninguno de los tres existía el término medio; en Sergio y su madre la alternativa siempre era pesimista.
Después, Sergio fue a contarle a Chiqui. Le explicó todo con indignación, y le mintió que su hermano le hacía traer la mochila a Zulma porque a él le parecía muy pesada. Era suficiente para hacer que Chiqui sopapeara a Víctor. Sin embargo, cuando ella lo hizo llamar, no estaba enojada. Había hablado por teléfono con la maestra de Víctor, que se mostraba orgullosísima, y con el siquiatra, que opinaba que había que descubrir el secreto cuanto antes. Chiqui decidió que ella iba a ser quien se lo dijera, porque había leído los libros de Dale Carnegie. Fue a la manicura, a la zapatería y a los peluqueros, que le plancharon el cabello. El zapatero le había dicho: “Usted es una gacela”, y ella lo había tomado como una buena señal. Estaba preparada. Le dijo a Zulma que lo trajera. Víctor pensó que era para pegarle. Chiqui le dijo:
—Vitito, amor, aquí con tu padre queremos contarte algo.
Víctor sonrió. Era la primera vez que su madre le decía “amor”.
—Sos un clon R, querido —agregó ella—. Tu propio padre dispuso las células en el laboratorio.
El pechito de primer grado B le subía y le bajaba entrecortadamente, todavía impulsado por la fuerza de aquella palabra.
—Tu misión en la vida es apoyar en todo a tu hermano Sergio, que es el original, y ser un repuesto vivo de órganos para él —completó ella.
Víctor no dijo nada. Parecía saberlo desde hacía mucho tiempo.
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