6.01.2016EL FANTASMA INVISIBLE
- Sesenta años.
- Parece más.
- No le hablo de la construcción, bo. Sesenta años tenía el viejo cuando
se murió.
- Esa cifra también está errada. La
construcción tiene más de cien años, se ve, y el viejo tenía más de noventa,
según dijo René. Edad para morirse en paz.
- Sesenta años de postrado, digo. Sesenta de
enfermedad. Y quién le dijo que se murió en paz.
La casa me había costado la mitad de lo que
valía una casa así. La contingencia económica había desviado la pregunta acerca
de por qué sería. Por qué un PH ubicado a mitad de cuadra, al fondo de un
pasillo y en bastante buen estado podía ser tan barato. Llegué a suponer que la
rebaja era por el olor a gato.
- Para cien años, la construcción está bien de bien.
Washington, mi vecino de medianera de ochenta
y dos años, viajante y uruguayo, fue el primero que me previno. Después
vinieron René y los demás. Washington se
escondió el día que lo vi. Yo subía la escalera hacia mi nueva terraza. Desde
allí alcanzaba a contemplar su patio. Lo saludé y se metió en la cocina, apurado
y con la cara alborotada por el pánico.
Más tarde salió a disculparse. Como toda
presentación, dijo: “antes era de Montevideo, ahora vivo acá”. Me preguntó si
le había alquilado a la gorda, y si ella me había hablado alguito acerca de la historia de la casa. Le dije que no sabía
nada. Y que compré. Entonces me preguntó si no tenía miedo.
- ¿Miedo a qué?
- Al polaco viejo.
Le dije que la ex dueña mandaba solamente
parcos mensajes de texto en letra mayúscula. La había visto una vez, para
escriturar. En efecto, era una gorda enorme. El resto de la transacción y
entrega de la llave la manejó una inmobiliaria que, extrañamente, no quiso
cobrar comisión. Debía ser la primera vez en la historia mundial de los
inmuebles.
- No es para menos -dijo Washington,
enigmático. - Como mínimo le tendrían que haber avisado de los ruidos -agregó.
René, el vecino de enfrente, opinaba igual.
Le faltaban dos dientes de adelante y llevaba puesto un mono engrasado, aunque
no trabajara en un taller mecánico. Era tan jubilado como Washington. Manejaba
un Chevrolet Corvette del 54.
- El que hace los ruidos es el padre de la
que te vendió la casa. Durante años le avisamos a la gente para que no
comprara. Con vos se nos pasó. Los ruidos son lamentos de dolor. Parece que
mientras estaba vivo había tenido una enfermedad que le dolía. Gritaba. Y ella,
Norita, no lo quería escuchar. Un día la gorda se fue y cuando volvió, después
de un mes, encontró a su padre medio podrido sobre la pinotea.
Me preguntó si todavía se sentía el olor.
- Solamente hay olor a pis de gato -dije.
- Washington lo olió. Algo tipo pollo
podrido, dulzón. Llamó a los bomberos, pero no le creyeron porque es uruguayo.
Afirmó seriamente con la cabeza. Yo había
visto una mancha en el piso de la habitación, una especie de sombra grande.
- El polaco era enorme -constató René. Parece
que se peleaba mucho con la hija, una tarada. Washington no sólo había
escuchado los lamentos: también lo vio. Subiendo la escalera que va a la terraza.
Yo pensé que tal vez por eso se había
asustado tanto la primera mañana en que me vio subir.
-Como una luz -especificó René.- Un cuerpo de
luz anieblinado. Como la neblina que
el uruguayo veía miles de veces en la ruta, cuando viajaba al amanecer. Pobre
hombre, no le renovaron el registro. Para un viajante es como matarlo.
- ¿Y encontró al polaco subiendo la escalera?
- Yendo a colgar la ropa a la terraza. Pero
de noche, dos años después de que el polaco hubiera muerto.
Todo esto había pasado hacía una década, aunque
los gritos se seguían escuchando. Tal vez ahora un poco más bajito. Como si se
hubieran gastado.
- ¿Usted los escuchó?
- Creo que sí -dijo René.
Aclaró lo buenísima persona que había sido ese
polaco. Pero estaba postrado. Y la gorda quería la casa para vender. Por eso se
lo olvidó ahí adentro, sin darle de comer, ni los remedios. Por eso se hizo la
que se iba.
- ¿No habrá tenido que viajar?
- Adónde va a viajar esa gorda tacaña.
“Abandono de persona”- agregó.- Claramente un delito.
Afirmé con la cabeza.
- Abandono de padre -remarcó René:- peor.
Lo único que yo había sabido de Nora era que
hacía rato que la casa estaba desocupada. Me lo informó de esta manera, en un
mensajito: DESOCUPA DDE HACE AÑOS. “¿y
no tiene olor a nada?”, le había preguntado, alérgico como soy. GATO, contestó.
MEO.
La tarde había empezado a caer y yo estaba
decidido a quedarme a dormir. Tenía mi sillón azul desvencijado y algunas
velas, porque todavía no estaba conectada la electricidad. Lo invité a René a
que cruzara a tomarse un vino conmigo, pero dijo “ni en pedo pongo un pie en esa casa
endemoniada. Al menos no tan tarde en la tarde”.
- Y a los gatos se los aleja tirando pimienta
al piso -agregó.
Armé la cama. Por más endemoniada que fuera,
era mi casa. Podía comprar pimienta al otro día, pensé. En un placar encontré
un bol al que alguien le había escrito “Tini” en letra cursiva con un marcador.
No era que no me asustara, pero la idea de
estar acompañado de manera paranormal me gustaba un poco. Nunca en la vida
había visto un fantasma. Encendí las velas con una cajita de fósforos que me
pasó René. Me recosté. La habitación temblequeante era el escenario ideal para la
aparición. Había un silencio espeso, como de cementerio de provincia. Cerré uno
de los ojos. Casi podía oler al muerto que hubo en esa habitación. Se cayó de
la cama o se tiró, desesperado de angustia y soledad. No se pudo poner de pie
otra vez. El hambre lo fue devorando como un buitre. Cerré el segundo ojo para recibirlo.
Podía sentir el calor de las velas en la habitación sin ventilar.
Cuando abrí los ojos ya era de mañana. Las
velas eran cinco montañas de cera derretida. Ningún lamento había podido con el
cansancio de la mudanza de mis pocas cosas. Washington me estaba esperando con
el mate, sentado en su patio. Lo vi por arriba de la medianera, cuando subí a
la terraza. Habló sin que le preguntara nada. El sol le daba de lleno en la
cabeza, pero a él no parecía importarle. Dijo dos o tres cosas sin sentido: que
tenía un Ford Taunus azul, que había conseguido unas pamplonas de pollo en la feria del domingo. Y algo más sobre la
yerba paraguaya que estaba tomando, porque no conseguía La Selva, tesoro verde. Y de inmediato y sin correlación pasó a
decir lo mal padre y persona que había sido ese polaco de mierda, y que su hija
le había puesto enfermeras, pero él se las sacaba de encima como a moscas. Nora
también era una mierda como su padre, pero con él había sabido ser una buena
chica.
- René me dijo que usted lo vio una vez
subiendo esta escalera. De finado,
digo.
- ¿Una? -exageró Washington- Decenas...
- ¿Y qué sintió?
Washington subió los hombros. Se cebó otro
amargo.
- Al principio me cagué en las patas. Después
me acostumbré. -Chupó de la bombilla con ruido.
En la calle me lo volví a encontrar a René,
que se mostró muy interesado. Le gustaba que yo no tuviera miedo, lo hacía
reír. Se había figurado, en sueños, que la mancha del piso podía pararse como
una sombra. Y se paraba para defender la casa, según su opinión. Una vecina de
la vuelta, Celeste, aseguraba que el difunto se había hecho atar con cadenas a
la terraza, desde el más allá. Ella
había escuchado ese ruido claro y patente de los eslabones arrastrándose por
los cerámicos. Pero él no le creía, como tampoco creía que fuera blanco, una
luz blanca. Para René era un fantasma opaco. Negro de toda negritud.
- ¿Y echó la pimienta que hablamos?
- Todavía no. Voy ahora a lo de Aldo, el de
la veterinaria de acá a dos cuadras. Él va a saber decirme.
- Qué va a saber, ése no sabe nada.
Aldo era
un tipo flaco como una horquilla. Los líquidos que vendía reposaban en bidones
de colores. El local tenía olor a marisco. Según él, el polaco había sido un buenazo
que alimentó a sus gatos de la terraza hasta el último día de su vida. No había
habido ninguna enfermedad. Puras macanas de la gente. Qué era eso de que no tenía movilidad: era un viejo potente.
Sordo, pero potente. Siempre venía a comprarle comida y piedritas. Si no venía
él, venía la hija. Aldo, decía, se la había cogido. La gorda gritaba al acabar,
en la pieza de al lado, pero el viejo no podía escucharla. No escuchaba nada de
nada.
- Y ella,
entonces… ¿por qué se fue?
- No sé. Enterró a su padre y se marchó del
barrio.
- ¿Hace cuánto de esto?
- Unos quince años. Durante ese tiempo la
casa fue de los gatos. Y parece que el viejo no los abandonó: siguió subiendo a
alimentarlos, ya como aparecido.
Le conté que debía haber una gata preferida,
por la taza de “Tiny”. Aldo pensó antes de contestar.
- No había ninguna preferida. El viejo le
decía Tiny a todas las gatas. A veces
-agregó-, también la llamaba de ese modo a Nora, de guacho, para hacerla
enojar.
Después me vendió un producto que había que
rociar llamado “NO VA”. El nombre parecía puesto por la gorda en un mensaje de
texto.
Lo rocié antes de que oscureciera. El líquido
tenía un olor casi tan feo como el del pis. Para la invocación de esa noche
puse comida para gatos en la taza, entre nuevas velas encendidas. Whiskas de atún. Dije algo así como
“polaco, dejate ver”. Dije también “viejo de mierda”, como para hacerlo
engranar. De eso me arrepentí un poco a las tres de la mañana, cuando escuché
los pasos arriba del techo de chapa del patio. Presté atención. Quedaba
encendida una sola llama. Me senté sobre la cama. “Soy un tipo valiente”, me
dije. Puse un pie en el piso. Escuché otros ruidos más chicos sobre la terraza.
No, no cadenas. Ruidos livianos. Fantasmales. Me puse las ojotas y subí
silenciosamente todos los escalones.
- ¡Juera,
carajo, michos inmundos! - Media
terraza meada. Aldo había dicho que sacar a los gatos iba a ser más difícil que
librarme del fantasma. “Y encima para fantasmas no tengo ningún repelente”.
A la mañana fui a hablar con Celeste, después
de saludar a Washington. Él había conseguido la yerba que quería, tesoro verde, en el chino de la vuelta.
Estaba feliz. Preguntó al pasar algo así como “¿y…?”, pero
fue en medio de una chupada, entonces no le entendí.
Celeste, aunque también era bastante gorda,
se refirió a Nora como “la gorda mentirosa”. Le molestaba que se hubiera dado
corte con el idiota de Aldo, que aunque vendiera comida para animales “no podía
diferenciar un chancho de un caballo”. Le comenté que me había vendido un
líquido inservible para espantar gatos.
- ¿No le digo? Es un infeliz. Cualquiera sabe
que hay que tirar pimienta al suelo. El felino huele antes de mear, entonces
estornuda y se raja.
- También lo hice, pero no sirvió.
- ¿Blanca o negra?
- Blanca. Me dijo René.
- Tiene que ser negra -afirmó Celeste.
El batón le tapaba las rodillas. Se apoyaba
en la escoba para hablar. Dijo que jamás había escuchado ninguna cadena. Qué
estupidez era esa.
- Los gritos sí -dijo-. De evidente dolor.
El “abuelo” había estado enfermo y la “enferma”
de Nora lo había torturado hasta matarlo. Siempre había gritado. De hecho,
seguía gritando después de ser derretido por la licuefacción. La palabra “licuefacción”
sonaba muy extraña en los labios de Celeste. Más que “felino”.
- Ya lo va
oír -dijo.
- Hace dos noches que estoy. No escuché nada.
- Hay
que aprender a escuchar. Y no es que Aldo sea una mala persona. Pero odia a los
gatos. Si fuera por él, les daba de comer almóndigas
con vidrio molido. Cuando ellos las comen se mueren desangrados, con los estómagos
rayados. Cuando un gato se muere así, no se va al cielo, se convierte en
fantasma. A lo mejor el “abuelo” se comió una de las almóndigas que Nora tenía en el freezer, para matar los gatos.
Capaz que ella misma se la cocinó. Nora es capaz de todo.
Esa noche la luna pintó la terraza de un
blanco espectral. Supe que el enigma no iba a llegar a la mañana. Me dio un
escalofrío. Tuve que tomarme un par de whiskys para darme ánimo. Washington me
dio los hielos. La aparición era inminente. La podía sentir, mejor dicho
intuir, sobre mi piel de gallina. El clima era, esta vez, imposible de mejorar.
Si había un fantasma, iba a aparecer.
El barrio todo estaba como deshabitado. Ni gatos, había. Ni un mínimo
maullidito. Igual eché pimienta negra. Supuse que la noche perfecta había
llegado con toda la fuerza de la maldición polaca. Pero volvió a no pasar nada.
Le dije a Washington, al otro día: “O son
todas macanas, o el polaco me está esquivando”. Washington estaba arreglando su
lavarropas. Ni me miró. Llamé a Nora varias veces al celular. Quería conocer la historia de primera palabra.
Ella tampoco me atendió.
René fue el que volvió a desembuchar sin
miramientos. Ya no parecía tan simpático. A él, como vecino, le molestaba mi
falta de fe. Estaba sufriendo en carne propia, dijo, la decepción.
- ¿Y yo qué culpa tengo? -le dije.
- La decepción de que el viejo ya no se deje
ver. Estamos quedando todos como unos mentirosos.
Todos era el barrio completo, menos yo.
“Pobre polaco”, agregó. Le dije que estaba haciendo lo imposible por verlo, por
sentir su presencia.
- Esa valentía suya no ayuda. Es pura
apariencia. A los fantasmas hay que tenerles respeto.
Me di cuenta de que hablaba en serio. Un poco
por piedad ante mi vecino tan mayor, le dije que estaba preocupado y que iba a
seguir intentándolo. Él se metió en su Chevrolet Corvette 54 y arrancó sin
saludar.
“Abuelo,
esta es su casa. No deje que yo se la ocupe. Su hija la vendió con mala espina.
No deje que los vecinos opinen feo de usted. El que murió mal no puede ser
recordado como el mismo mal. Haga algo. Reaccione.”
Un oficial conectó la luz eléctrica por la
mañana. Por la tarde vinieron a poner el teléfono. Uno de la cuadrilla que
habló con Washington dijo que mi vecino de medianera me odiaba. Sus palabras
contra mí habían sido: “con su terquedad,
está estropeándolo todo”. El oficial estaba seguro de que hablaba de mí.
- No creo en fantasmas -le contesté.
“Levántese en la sombra antes de que las
velas dejen de arder. Camine, venga. Se lo pido por favor, polaco viejo.”
- Su actitud me hace acordar al “NO VA” -dijo
Aldo, cuando fui a quejarme por el producto defectuoso. René opinaba que yo ya
me había vuelto como la gorda de mierda: alguien que se olvidó de escuchar al buen
vecino. Celeste, simplemente, me llamó “hombre sin esperanza” en la verdulería.
Fue como un sopapo. Yo ya ni dormía. Lo único que me quedaba por hacer era
mandarle mensajes de texto a la gorda, como una compulsión. Escribí en mi teléfono:
“me
vendiste una casa con un fantasma que no existe - quiero que se me devuelva el
dinero que puse”
Escribí:
“siento que la presencia de tu padre me sigue
a dos pasos de distancia, detrás de mí, pero me doy vuelta y no hay nadie -
percibo su olor nauseabundo, aunque no haya ningún olor - la nariz me pica en
una alergia inaguantable, de primavera fétida - cadenas inaudibles se arrastran
a mi espalda - ya no puedo vivir en este estado”
Escribí:
“sus apestosos gritos sin volumen me
corrompen el alma; algo imposible de explicar, sostener, menos aún de
comprender o poner en palabras - estoy viviendo un trauma, el que usted me
vendió con la casa”
Escribí, en el último arranque de
desesperación:
“no doy más, Nora - esperar al polaco viejo
me desgasta los nervios - exijo una clara respuesta de su parte”
Entonces contestó:
JÓDASE
USTÉ TIENE LA KULPA
Me enojé inmediatamente. ¿Culpa por dialogar
con mis vecinos? ¿Por escucharlos? ¿Por intentar razonar dentro de un mundo de
chismes y pavadas? Se lo escribí indignado. Yo había tratado, como mínimo, de
entender el enigma de su padre muerto.
Ella solo contesto:
POR ESPANTARLO.
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Gustavo Nielsen nació en Buenos Aires, en 1962. Es arquitecto y escritor. Como arquitecto ha realizado obras en Capital, Buenos Aires, Córdoba, San Luis y Montevideo. Desde 2008 comparte el Galpón Estudio en el barrio de Chacarita junto a los arquitectos Ramiro Gallardo y Max Zolkwer. Ha ganado el Tercer Premio para el Parque Lineal del Sur (asociado a Max Zolkwer), el Primer Premio para el Oasis Urbano Magaldi Unamuno, Tercer Premio Cenotafio Las Heras y Mención en el Oasis Boedo (asociado a Max Zolkwer y Ramiro Gallardo), Mención en el MPAC (asociado a Sebastián Marsiglia), Mención en el Pabellón Frankfurt 2010 (asociado a Max Zolkwer y a Sebastián Marsiglia) y Primer Premio en el concurso internacional para el Monumento a las Víctimas del Holocausto Judío (también asociado a Sebastián Marsiglia). Escribe notas sobre ciudad y diseño en el suplemento Radar, de Página 12. Ha publicado “Playa quemada” (cuentos, Alfaguara), “ La flor azteca” (novela, Planeta), “El amor enfermo” (novela, Alfaguara), “Marvin”, (cuentos, Alfaguara, "Auschwitz" (novela, Alfaguara)y “Adiós, Bob” (cuentos, Klizkowsky Publisher) , “Playa quemada” (cuentos, Interzona), “La fe ciega” (cuentos, Páginas de Espuma, Madrid), “El corazón de Doli” (novela, El Ateneo) y “La otra playa” (novela, Premio Clarín Alfaguara 2010). Mensajes a gesnil@gmail.com
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