EL FIN DEL PARAÍSO
“El paraíso llega cuando ya no lo necesitamos”. Mi abuelo decía esta frase
enigmática. Siempre queremos que el paraíso llegue; sentí que estaba cerca
cuando empecé a trabajar en el Ariston. O en lo que quedaba de él. Soy
arquitecta, hago patología muraria y recuperación edilicia. Me llamo Silvia. Mi
abuelo Vicente, este que ven en la foto, fue metre del Parador, desde
agosto de 1949 hasta julio de 1952. Es el que posa feliz delante de los mozos
que sostienen bandejas. Lo sé porque me lo contó mi abuela Sara. Tenían una
carta de doce platos. Una sopa de tomate con camarones que era una delicia,
según ella, picantita y espesa. Rabo de res y tortilla flambeada de postre. Ya
no se come rabo en ningún lugar de Mar del Plata.
El Parador
Ariston fue diseñado por el húngaro Marcel Breuer mientras dictaba un seminario
en la Universidad de Buenos Aires. Enseñaba en la Bauhaus, la escuela de diseño
más importante de la historia: dibujó un trébol de cuatro hojas sobre una
servilleta de papel como todo plano. En una de las hojas circulares ubicó la
barra, en otra la pista de baile y en todo el resto se comía. Garabateó también
un pequeño corte. Había que subir un piso por escalera. Carlos Coire, jefe de
la cátedra que lo había invitado, se ocupó de la documentación y el arquitecto
Catalano de la dirección. La Universidad puso el dinero para construir esta
joya, hace cien años en mi ciudad. Sin embargo, nadie en el tiempo la cuidó,
como pasa con la mayoría de las obras del Movimiento Moderno, y poco a poco se
fue viniendo abajo. Hasta ayer por la noche yo opinaba que todavía se podía
salvar, o como me gusta decir a veces: curar. Mi jefe Johann, berlinés, que
sabe poco de hormigones pero mucho de negocios, juraba que no. Pero me contrató
para hacer los primeros exámenes, porque a los paraísos conviene tenerlos de
amigos. Traen mala suerte cuando se les vuelve la cara, aunque sean tréboles de
cuatro hojas.
Digo curar
porque las obras a las que yo llego suelen estar enfermas. Todo tiene que
hacerse con un máximo cuidado: retirar los sobrantes, el material suelto y lo
que no pertenezca a la esencia morfológica. Buscamos el origen como si fuéramos
arqueólogos. Yo sigo un método intuitivo y empírico, en el que voy trabajando
de acuerdo a lo que el edificio me va diciendo. Los edificios hablan a través
de su integridad y de sus pérdidas, de lo que conservan y muestran. Y si no
hablan tanto, hay que saber leer en sus intrigas. Tengo un trabajo de
detective: obtengo muestras, etiqueto, clasifico, mando a catear. Un cateo es
lo mismo que una biopsia para la medicina. Rasco las paredes con esta espátula
de acero inoxidable que se parece tanto a un bisturí. O con una cucharita.
Obtuve el
trabajo a través de Linkedin. Querían alguien que fuera experta, sin
pagarle demasiado. Al vivir a ocho cuadras del Parador, ya no tendrían que gastar
en viáticos. Y a mi currículum le sobra brillo: solamente en Mar del Plata
trabajé en el Alfar y en la fachada del Asilo Unzué. A Johann le oculté que mi
abuelo, el de los bigotes terminados en punta hacia arriba, había sido uno de
los gerentes, tal vez el más importante en la historia del Ariston. Si se lo
hubiera dicho habría contabilizado mis emociones para pagarme la mitad. Lo que
aprendí en la profesión vale mucho para andar regalándolo por las oficinas de
patrimonio. Tanto es así que ya sabía cómo iban a volver calificados los
cateos, cuando el material cayó como talco de las losas. Lo mandamos al INTI
para precipitar y el laboratorio nos devolvió su visión pesimista. Le hice una
lista a Johann con los aparatos que debía alquilarme para poder seguir.
- ¿Para qué
querés un esclerómetro? –dijo.
- Para hacer
una lectura de compacidad de vigas y columnas.
- Sale un
montón de dinero. ¿Y el georadar?
- Para las
oquedades.
- ¿Y el
profómetro? Alquilarlo cuesta un disparate.
Johann hacía
números con su calculadora. En sus ojos de especulador se veía que el edificio
no le interesaba.
- Necesito
hacer un mapeo de la armadura, para averiguar qué tan corroída está adentro del
hormigón. Qué espesores de sección son los que quedan.
- No puedo
pagar eso.
- Necesito
los gráficos. Y preciso más andamios de los livianos, no esos que me pusiste. Y
un ayudante, o dos.
- ¿Se va a
poder recuperar?
- Sí
–arriesgué, sin dudar.
Johann negó
con la cabeza y agregó:
- Puedo
mantenerte el sueldo pero nunca contratar todo ese equipamiento. Quiero un
informe objetivo sobre el estado del edificio.
“Los paraísos
están para cuidarlos”, estuve por decirle. Pero me callé. No iba a conseguir de
mí un cómplice para un informe negativo. Los edificios se salvan con
experiencia, con técnica, pero también con fe. Mi abuelo estaba ahí, detrás de
Johann, con su carta de delicias en la mano. Lo pude ver en ese momento.
- No te pago
para que evalúes mis ideas –dijo Johann, leyéndome la mente. Y salió. A la
tarde me llamó al celular y me pidió disculpas con reservas. No iba a contratar
equipos y especialistas por un edificio “insignificante” –así lo llamó,
refiriéndose a los contados metros cuadrados-; su presupuesto era limitado. Sonreí
amargamente, pero él no me vio, claro. Donde Johann vislumbraba insignificancia
yo veía una alhaja. Nunca entendí el tema del linaje. Johann será más
importante por su ONG europea, pero la que sabe de hormigones soy yo. La
absurda pirámide de mandos no se verifica en la expertise. Así como no
me meto en sus operaciones inmobiliarias y de prensa, exijo que no se meta con
lo que sé, que lo sé bien.
Estuve cinco
días seguidos en el Ariston, en cuclillas o trepada a escaleras. Hice tutores
de yeso sobre las grietas. Conozco la dimensión del daño, puedo intuirla en
esas fisuras activas. Hasta ahora no había gastado casi nada de plata,
solamente chupé frío y me ensucié entre las losas con forma de trébol. Las
persianas de madera que le pusieron contra los intrusos están llenas de
agujeros y ranuras. No me permitieron quitarlas: el dueño del predio, un
latifundista, quería tirar el Ariston abajo y tenía miedo. Todo al mismo
tiempo. Suele pasar cuando a un edificio, o a lo que queda de él, el Congreso
le da protección histórica. Verlo a Johann rendido me llevó a pensar que ya era
hora de irme. Las clivias de mi abuela habían florecido en los cumpleaños de
Vicente hasta el último año, en el que se marchó del Ariston. Y ya no
florecieron nunca más.
En Página 12
leí una noticia que me gustó. Daban por sentadas las obras de recuperación.
Hablaban del nombre de la playa, La Serena, aunque se equivocaban en el dato de
Breuer como diseñador de la silla Wassily. La nota tenía un dato de color del
que yo no estaba al tanto. En los inviernos en los que no abrían las
carpinterías, porque el viento era el mismo que el de ahora, marino y feroz,
repartían talco para que la gente que bailaba descalza no se resbalara en la
pista. Me imaginé la condensación de la humedad sobre los vidrios y el piso de
madera. Me imaginé a mi abuelo revisando el calzado de su pequeño ejército de
mozos: suelas adherentes, de caucho, para que sus manjares no acabaran por el
suelo. Sí, soy una empecinada de los materiales y sus comportamientos. Amo mi
trabajo; ninguna corrosión podrá devaluarlo. Vicente, el dueño del paraíso,
siempre me está mirando desde la foto.
Así que pensé
“chau Ariston, chau Johann”. A veces
ganan los malos. “Chau Silvia; aunque te garanticen el trabajo hasta fin
de año, como se arregló, ya no tiene sentido”.
A los
edificios que valen hay que salvarlos porque son como seres. El que salva a un
humano salva a la Humanidad. Estaba tomando una copa de vino cuando entendí que
debía renunciar. Una cena frugal, de mujer sola. Vicente me hubiera retado por
ese sanguchito. Tenía ganas de llorar y de dormir. Puse la tele pero no aguanté
ningún noticiero de aire: el dinero y la derecha estaban ganándole también al
mundo. Poderosos caballeros. Una mierda.
A las tres me
despertó el celular. Johann. ¿Qué hacía en vela? No lo voy a atender. Cortó y
volvió a insistir. Un hombre jamás atendería un llamado de su trabajo a la
madrugada. Escuché el bip del wasáp. “Dejaste la luz encendida en el Parador,
nena”. El teléfono volvió a sonar.
- ¿Qué luz?
- Los
reflectores.
Mi trabajo se
hace con reflectores. Ningún detective entraría a una escena del crimen a
oscuras. Tres de quinientos watts, muy poderosos, con luminarias tipo lupa. Uno
para la planta baja, dos para arriba. Los apago desde el tablero. Siempre lo
hago cuando me voy.
- Acabo de
pasar por la ruta con el auto. El Parador es un velador en la noche.
- ¿Y por qué
no te bajaste a apagarlo?
Johann dudó
un instante en el teléfono.
- No es mi
trabajo –dijo. Cortó la comunicación.
Si algo
faltaba para completar mi descontento era una respuesta así. Miré por la
ventana: el viento arreciaba árboles y arbustos. Estaba por explotar una de
esas tormentas que solo se dan en Mar del Plata. Vi un rayo, a lo lejos, caer
sobre la playa.
¿Qué podía
pasar si no iba? Un corto. O gastar demasiada electricidad, y había que
ahorrar. Para el profómetro y el
georadar. Le escribí un wasáp que borré inmediatamente: “andá vos que tenés auto”. Mejor era
salir antes de que la tormenta comenzara. Me puse un pulóver y los pantalones
sobre el piyama, me calcé con botas que hubiera aprobado mi abuelo. Me puse el
impermeable con capucha azul, guantes verdes, una bufanda roja. Miss elegancia,
la arquitecta. Guardé el casco blanco en la mochila.
El viento que
me daba en la cara traía hojitas y gotas puntiagudas, de tan heladas. No iba a
poder volver por la arena si se armaba la tormenta. La playa era un imán para
los rayos. ¿Cómo habría sido mi abuelo como jefe? A los mozos se los veía
felices en la foto, sosteniendo sus platinas y bandejas circulares. Bueno, era
una foto, nomás. Aunque yo nunca me sacaría una foto sonriente detrás de Johann
y de autoridades que negocian según el viento de los tiempos. ¿Quién iba a
tomar la decisión de derribar una obra de arte de Marcel Breuer? Que el Parador
estuviera descuidado y varado no era excusa. ¿Quién iba a ser capaz de pegar el
primero de los martillazos? Un diamante olvidado sigue siendo un diamante.
El velador Ariston. Al menos en
las descripciones, Johann era preciso. La luz salía por todas las rendijas de
esas maderas podridas que habían clavado para alejar a los intrusos. Un
resplandor potente y blanco, de observación. La luz que permitía trabajar de
día o de noche por igual, para cuando los salvatajes dependían de urgencias
políticas. Me había quedado sin dormir decenas de veces en situaciones así. Se
armaba un grupo de profesionales y te mudabas. Comíamos en la obra, en
ocasiones hasta dormíamos ahí. Todo para que no la demolieran, en el país de la
demolición permanente. Me apuré por la lluvia y por la luz. Ojalá que la tormenta no se desate así
vuelvo tranquila por la orilla. Saqué las llaves de los candados de la
mochila y me puse el casco. Tranquila,
Silvia. Abrí.
El brillo
bañaba la escalera desde el primer piso. La tapa del tablero de la electricidad
estaba semiabierta. Vi el cable suelto, desenchufado. La luz ya no era blanca,
sino cálida. En el tablero todas las térmicas estaban apagadas. Me agaché para
recoger el cable y me vi las puntas de los zapatos: afinadas, de charol negro.
Los tacos se afirmaban correctamente sobre el suelo. Aunque ya no era de
cemento: había mármol. Veteado. Pulido. Por eso mis tacos pisaban bien: el
revestimiento era el indicado por la historia, por Breuer; el que había pagado
la Universidad de Buenos Aires hacía cien años.
Tampoco
recordaba haberme puesto esas medias negras. Me toqué el ruedo del vestidito, y
me lo palpé sobre las caderas y el pecho. Tiras finas sobre los hombros. Lo único
que sobraba era aquel casco, al que dejé escondido en un cantero con clivias
antes de subir por la escalera curva.
Arriba me
esperaba un mayordomo. No me miró a los ojos cuando tomó de mis manos un saco
que yo no había advertido que llevaba, con cuello de piel, y una estola blanca.
Quiso quitarme la cartera, que hacía juego con mis zapatos, pero no lo dejé. Me
acompañó hasta mi asiento. Separó la silla de la única mesa armada en todo el
salón. Me senté como lo hubiera hecho frente a un abismo. Nadie de los
presentes me miró. Empecé a sentir el murmullo y las risas cuando la
respiración me volvió al cuerpo. Sobre la mesa había un arreglo floral y una
copa de champán.
Algunos
fumaban. La mayoría de los hombres estaban de pie; las chicas repantigadas en sillones
o atentas desde taburetes o apoyabrazos. Todas llevaban vestidos parecidos al
mío. Mucha puntilla. Algunas guillerminas en los pies. Una que llevaba botitas
tenía cara de mala. El maquillaje acentuaba la claridad de las mejillas: mucho
polvo base. Deben ser arquitectas, jaja.
Un señor me miró. Era joven, pero parecía viejo por el corte de pelo y el
bigotito horizontal. Llevaba un traje a rayas verticales y camisa blanca.
Zapatos excesivamente lustrados. Busqué un espejo en mi cartera; había uno redondo
y gris. Lo abrí. Mi cara también estaba pálida por los polvos, y los ojos
tenían un marco negro demasiado duro, que los volvía ojerosos. Me dieron ganas
de limpiarme con la servilleta. En la cartera había una espátula afilada y un
pañuelito. Mi espátula de obra.
Cuando el
mozo me trajo la carta no me di cuenta de quién era, porque estaba observando
otra cosa. Pasaban un jazz tenue, apenas un piano, y casi toda la gente se
apiñaba en la zona de los sillones. En otro de los lugares estaba la barra de
donde salían los tragos. El último pétalo del trébol estaba vacío, a la espera
de los bailarines. En el ambiente lleno de humo los presentes fumaban con
boquillas. Aunque mi mozo miraba hacia el suelo como el mayordomo de la
entrada, los bigotes le seguían apuntando hacia arriba. Llevaba una levita imposible
de abrochar, por la panza. Un repasador le colgaba del brazo en el que traía la
bandeja.
Busqué, entre
los doce platos de la carta, el rabo de res y la sopa de tomates. Estoy con Vicente, abuela Sara. Decidió bajar de su podio de metre para
venir a atenderme. Hay un hombre, además, muy elegante, que me acaba de guiñar
un ojo. Debe ser joven pero parece viejo, porque yo misma parezco de otra edad.
El champán está fresco pero no es muy cristalino. La copa, sí. Parece de
Murano. Tallada. Se acerca el hombre con un encendedor. Deberé decirle que no
fumo. Ah, era para prender la vela.
- Es un
animal –dijo, despectivamente, y me pidió permiso con un gesto para sentarse.
- ¿Quién?
- El
camarero. Ni en el Ariston logramos que el servicio sirva.
Separó la
silla y se sentó. Traía su propia copa. Me di vuelta para ver cómo Vicente se
metía en la cocina.
- Soy Marcel
–se presentó.
- ¿Breuer?
–no pude contenerme.
- Peña Braun
–dijo él, sin siquiera pestañear. Sorbió un poco de su copa y cruzó las
piernas. Dejó su cigarrillo sobre el cenicero.
Algunas
parejas comenzaban a pararse para ir a la pista. Desdoblé la servilleta de
tela.
- Debería
avergonzarse por lo que dijo –lo increpé-. Vicente ha sido sumamente cordial.
Es el gerente de cocina y está atendiéndome como si yo fuera su propia nieta.
¿No le parece correcto?
Marcel se
rio.
- ¿Metre
Vicente? ¿Ese tonto? ¿De dónde ha sacado semejante información?
Abrí la boca.
No iba a dejar que un presumido le dijera tonto a mi abuelo. Vicente apareció
con la bandeja con un plato de sopa humeante y la botella de champán adentro de
un balde con hielo. Nos sirvió, a mí y a Marcel doble apellido. Dejó también el
balde, porque él se lo pidió. Tomó la bandeja plateada entre sus manitos regordetas
y se quedó esperando, por si queríamos algo más. Agarré la cuchara. Era de
plata.
- Vicente
–dijo Marcel, como una orden. Le indicó la bandeja.
Vicente la
puso horizontal y se la acercó. Marcel levantó la boquilla desde cenicero hasta
la mitad de ese círculo plateado y volcó la larga y frágil ceniza que se había
acumulado en la punta de su cigarrillo. Me pareció el gesto más cretino del
mundo.
- Ya –lo
despidió.
Lo vi irse
como si no le importara. Estaba acostumbrado a la humillación. Marcel se rio
otra vez. No voy a bailar con un tipo de
mierda como usted, porque no me dejaría mi abuela Sara, estuve a punto de
decir.
- Somos los
dueños del palacio –continuo él, con un orgullo absurdo. Hizo un gesto con la
mano que abarcaba todo el salón. -Vinimos a bailar y bailaremos.
- No conmigo
–le dije. Soplé sobre la cuchara y me la metí en la boca. Había pescado un
camarón picante. -Y no es un palacio, es apenas un parador.
Subió los
hombros y se fue a buscar otra mujer. Al rato lo vi moverse con el charlestón.
Todos bailaban muy enérgicamente, sin quitarse los sacos ni los moños. Terminé
la sopa y dejé la cuchara apoyada. Las mujeres eran más enérgicas que los
señores. Hacían mover sus rodillas con desenfreno, como invitándolos a una
contienda sexual y rechazándolos al mismo tiempo. Alguien subió el volumen de
la música justo cuando Vicente volvió a aparecer para cambiarme el plato. No me
preguntó nada y yo intenté disculparme por ese hombre horrendo, pero las
palabras no me salieron o me salieron en voz muy baja, por lo que no me
escuchó. Estuve a punto de decirle que ya no quería el rabo de res, que estaba
llena. Pero él se fue a buscarlo y yo me quedé tomando champán. Ya estaba un
poquito mareada.
Los hombres
se descalzaron después que las mujeres. Ponían las medias adentro de los
zapatos, que quedaron haciendo una especie de cordón frente a la pista
circular. Los vidrios empezaron a gotear. Una chica se resbaló y su partenaire
la atajó antes de que cayera. La pista estaba mojada; mi propio mantel estaba
así. Una gota espesa se soltó del cielo raso y apagó la vela de la mesa. La
segunda cayó sobre las flores del arreglo. Me descalcé. Los zapatos de taco
siempre me resultaron más incómodos que los de seguridad.
- ¿Cuándo
reparten el talco? –le pregunté a Vicente, cuando vino con la platina con el
rabo. El plato parecía un trencito marchando en un paisaje de salsa de tomate.
Sacó su cuchillo de trozar. El moño de su camisa estaba torcido, tuve
inmediatas ganas de enderezárselo.
- ¿Para qué
sería el talco, señorita?
Le señalé el
resbalón que se acababa de pegar mi festejante Marcel. Dos amigos lo ayudaban a
levantarse.
- ¿Por qué no
abren las ventanas para que se ventile? Hay demasiada condensación – agregué.
- Están
abiertas las del lado de atrás, las que no dan al mar, señorita. Si abrimos
estas se vuela su mantel.
- ¿Y no
reparten talco?
Vicente me
miró por primera vez. Tenía los ojos buenos. Me dieron ganas de abrazarlo.
- Aquí no
existe esa costumbre –dijo.
Los amigos de
Marcel se reían, las chicas se reían. La música subió un poco más; ya era
atronadora. Vi cómo mi abuelo movía los labios y volvía a bajar la vista. El
perfume de la carne era lo único apetecible. Abrí la cartera sin dudarlo un
segundo y saqué mi instrumento. Talco, polvo. Tomé el platito de la vela. Me
paré arriba de la silla. Todos dejaron de bailar. Polvo, talco. No sé por qué
lo hice. Ellos me estaban mirando y desde la altura yo alcanzaba a ver el mar,
afuera y lejos. No iba a comer el rabo, no iba a perdonarles las
impertinencias, pero iba a enseñarles cómo bailar descalzos en una pista
resbalosa. Raspé el cielo raso adecuadamente, en puntas de pie. El polvillo
cayó sobre el platito. Me bajé de la silla. La música cesó. Me pasé el talco
por una planta, por la otra. Fui hasta la pista y me abrí paso entre la
muchedumbre. Improvisé un charlestón en el silencio de la noche. Normalmente
bailo horrible, pero me salió bien. Una chica que tenía un rodete intentó
seguirme con una patinada. Yo no me resbalé.
Entonces
apareció Vicente con una tortilla colocada sobre un quemador encendido. Le
volcó Rhum Negrita de una botella. Se ayudaba con un cucharón. Marcel no me
quitaba los ojos de encima; los demás miraban, como yo, a Vicente. Marcel sacó
un encendedor y se acercó hasta el lugar donde el más pedestre de los mozos del
Ariston alistaba el único postre de la carta. Lo apartó de un empujón. Los malos modos de la oligarquía se acentúan
con las borracheras. No hay que mirar, Sara. Se van a ir, van a dejar de
existir. El trabajo de Vicente lo hace noble de verdad por más humilde que sea,
porque el trabajo es lo único que ennoblece. No los títulos, ni los premios.
Hay que hacer bien lo que uno sabe, únicamente eso. Y Vicente siempre lo hizo
bien, aunque en esa foto quisiera aparentar lo que no era.
Marcel
intentó hacer funcionar su encendedor dorado. Lo agitó en el aire. Vicente
traía en las manos una pequeña caja de fósforos. Marcel trató por segunda y
tercera vez, infructuosamente. Eructó y se guardó el encendedor en el bolsillo
del pantalón. Le quitó los fósforos a Vicente, de mala manera. Abrió la caja al
revés y se le desparramaron por el suelo. Puteó. Levantó varios, algunos ya no
servían porque estaban mojados. Pero uno sirvió. Puso la llama hacia abajo para
que aumentara. Lo acercó al rhum caliente y aparecieron las llamaradas. Tiró el
fósforo sobre mi mesa y la servilleta comenzó a encenderse. Los presentes
estaban aplaudiendo a Marcel y al flambé.
Me largué a
apagar el fuego cuando lo vi también en los demás. No se estaban quemando solamente
la servilleta y la tortilla. Uno de los presentes abrió su billetera, tal vez
para dejarle una propina al camarero, y los billetes estaban encendidos. Las
llamas le alcanzaron el cuello de la camisa. A una mujer le salía fuego del
escote, otra se inclinó a apagárselo y se le incendió el pelo. Las cortinas
empezaron a arder. Marcel tenía los ojos en combustión. El fuego salía por las
bocas y las orejas de la gente, por los orillos de las polleras, desde adentro
de las copas. Las botellas comenzaron a estallar, vi mi tenedor y mi cuchillo
retorcerse en la mesa. Las plantas de los pies se me empezaron a cocinar en el
agüita hirviendo. El piso burbujeaba. Agarré a mi abuelo por la bandeja y bajé
corriendo las escaleras. El mayordomo se doblaba de dolor en la planta baja,
achicharrado.
El pasto
estaba fresco. Yo tenía el impermeable abierto y el pulóver desarreglado. En la
corrida había perdido la bufanda y las botas. Tenía un solo guante cuando le
devolví la bandeja a Vicente, que llegaba agitado. Ya no tiene edad para correr. Toda la noche parado, a un mozo le duelen
los juanetes. Y encima esta carrera. Perdón, abuelo.
Las persianas
fueron lo primero que se derrumbó. Vicente tomó la bandeja con sus dos manitos
recatadas. Me miró tristemente. Escuché el silbido de su respiración. Cada vez que nos sacamos esa foto, un mozo
hace de metre y los otros posan con las bandejas. Hice una vez de metre y cinco
de mozo. Hay una foto real, con el metre real, pero nadie se ríe allí.
No abrió la
boca para comunicarme su verdad.
- Estoy
orgullosa de vos -dije.
No le cuentes a Sara.
- Secreto.
Mi ademán fue
para arreglarle el moño torcido, no para destruirlo. Toqué una de las puntas de
los triángulos y vi la llamita. Pequeña, más azul que amarilla. La soplé para
que se apagara, pero creció. Se hizo flaca y exacta, y le invadió el hombro de
la camisa. Después el cuello, la oreja, el pelo. Vi cómo se quemaba el bigote
de Vicente sin poder hacer nada. Traté, digamos, pero la rabia me invadió. Todo
lo que hacía para apagarlo lo encendía más. Vi su cabeza vuelta una antorcha.
Un trueno rajó la playa y el chaparrón nos envolvió. Pensé que podía ser una
bendición. Que por fin la lluvia iba a salvarlo todo. Y lo apagó, sí, pero lo
que pasó después fue mucho peor.
Vi a mi
abuelo negro, mojado, humeante. Yo misma estaba empapada hasta los huesos.
Estornudé y le volé parte del pabellón de la oreja. Fui yo, mis ojos me lo
dijeron. Lo sostuve con la palma de mi mano derecha un poco más arriba de su
mejilla, pero mis dedos se hundieron irremediablemente en el cráneo. El bigote
se deformó junto al rostro caliente. Cuando aflojé la presión, media cabeza de
mi abuelo se derrumbó como la torre de un castillo de arena. Lo último que vi
fue una parte de su sonrisa. Corrí.
Desde casa
llamé a los bomberos y a la policía. Me tomé un Ibupirac, llorando de
desesperación. Me cambié de ropa. Conté cinco ampollas en mis pies, tres en el
izquierdo, dos en el derecho. Me froté una crema refrescante, mientras
esperaba. A las seis apareció un mensaje de Johann para que fuera. Yo todavía
estaba temblando. Le pregunté si el edificio aún existía. “El fuego decidió por
nosotros”, respondió él.
Amanecía. El
bombero que me tomó declaración me preguntó qué hacía ahí adentro en el momento
en que el incendio comenzó. “¿Cree que fui yo?”, le dije. En el lugar del
Parador había una montaña de escombros y cenizas. El resto de la dotación
enrollaba las mangueras. “Detectamos una falla eléctrica. Por el momento nadie
le está echando la culpa a nadie. Pero nos llamó la atención que no se
comunicara inmediatamente por el celular”. Había tres patrulleros. Había una
cinta de peligro delimitando la zona. El sol estaba empezando a secar el
resabio de la tormenta. Me dolían las ampollas.
- La Serena
es una playa sin seguridad. Dejé el celular en casa para que no me lo roben. La
policía aparece siempre después. Nadie anticipa nada.
- Hay poco
personal –se disculpó el bombero-. Vuelva a su vida y tómese un tecito,
arquitecta.
A desconfiada
no me gana nadie.
- ¿Y cómo
está tan seguro de que no fue un incendio intencional?
- No veo a
nadie por aquí acusando a ningún privado –señaló hacia los patrulleros. Dos
policías tomaban mate y un tercero les acercaba un paquete con facturas.
- Cualquier
cosa le preguntan a aquel hombre de allá. Es el dueño de una ONG muy
misteriosa… -dije.
Johann
escondió la cara cuando se vio señalado. El bombero se dio cuenta, pero no
reaccionó.
- Hágame
caso, arquitecta. El Awiston ya fue.
Johann me
siguió con la vista. Yo tenía ganas de bajar a la playa pero adiviné que él
también iba a hacerlo, por lo que me preparé para volver a campo traviesa. No hay tecito que devuelva la memoria,
bombero. Y si hubo un atentado no fui yo, ni mi abuela Sara, ni mi abuelo
Vicente, que fue metre ejecutivo del edificio. La luz del amanecer
convertía los charcos en espejos. Uno me llamó la atención por lo perfecto de
su óvalo. “Ariston”, bombero, como mínimo
tienen que aprenderse el nombre. Y Breuer no diseñó la silla Wassily
personalmente, Página 12, sino que dirigió el grupo de alumnos y profesionales
de su taller de ebanistería, que la hicieron realidad con oficio.
A medida que
me fui acercando, el óvalo se convirtió en círculo. La memoria es cruel, pero
es el único material que corta la voracidad del mundo. El círculo estaba
apoyado entre pastos. El rayo de sol rebotaba sobre lo que le quedaba de espejo
a la oxidada bandeja de un mozo.
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