10.27.2005
10.18.2005
AUSCHWITZ
Odio las conversaciones sobre bebés, odio el olor a ricota de los bebés, odio los escarpines, las batitas, los pañales. Odio a los recién nacidos, sus chupetes; a las madres de los recién nacidos dándoles las tetas sin pudor en las plazas, sus corpiños reforzados.
- ¿Un mate?
Odio la yerba mojada adentro de la calabaza, odio las bombillas que se pasan de boca en boca, la saliva mezclada con el agua caliente.
- ¿Un cigarrillo? ¿Unos esconcitos, antes de la comida?
Odio los encendedores, el humo, las colillas. Odio los escones, odio esas migas como granos sobre el mantel. También odio esos otros granos que le veo a ella en la piel y no sé qué son, pero parecen lunares regordetes de carne; odio la carne que sobra, la celulitis, los rollos, los colgajos de los brazos; odio las pelusas en los ombligos, el pelo demasiado largo o demasiado corto, las uñas mal cuidadas. Odio tu pañuelito atado al cuello, enroscado sobre sí mismo como una víbora que se muerde la cola. Me parece sucio; feo. Me da asco.
Odio tu voz demasiado alta y demasiado aguda para decirme “¿Un mate?”; odio la sequedad de tus brazos, tu cara blanca, tus ojos sin brillo, que seas rubia.
Odio el desorden de tu casa, los libros tirados, el polvo sobre el teléfono, los vestidos amarillos en general, el color amarillo y el horrible vestido amarillo que llevás, en particular. Me repugna la bijou dorada, roja y verde -navideña-. Aborrezco tu perfume dulce y agrio, dulce y penetrante, dulce para untar con los scones. No tolero tu colección de anillos en las manos; no aguanto tu apellido: Auschwitz. Ni tu nombre: Rosana.
Auschwitz es el apellido de una resfriada.
- ¡Au... chíst! - hizo Berto, riéndose.
- Ese feto no tiene ninguna célula normal, dice que dijo el médico -ella se quedó mirando hacia la nada, mientras él le contaba los lunares-. A mi amiga.
Eran unos lunares del tipo cancerosos, o así le parecieron a Berto. Morados algunos, rosados otros. La palabra rosado es fea, pero no más fea que aquel pañuelo víbora, con resabio a jipismo barato e inocente. Rosada Rosana; Rosa y Ana, Rosa más Ana. Nombres en cópula. Rosanita. Y ella diciéndole "de qué te reís, es cierto, se lo dijo un doctor".
- ¿Y tu amiga?
- Muerta de miedo.
También era feo que estuviera descalza, sobre el piso mugriento. En el club ella había estado bailando descalza, y él igual la había besado. Pero besar era la obsesión de Berto. Besar a todas las mujeres, hasta las odiables, hasta las que le mostraban una foto de cuando eran bebés, con batita y escarpines, a tan solo dos horas de haberlas conocido. Le gustaba besar a todas y cogerse a algunas, más que nada a judías, porque las judías tenían el clítoris con olor a perro mojado y las nalgas siempre a punto de derrumbarse en celulitis. Por eso iba a bailar al Club Israelita, para robarse una perra mojada.
Adentro de la casa de Rosana, los pies desnudos de ella eran una indecencia más asquerosa que el hecho de que se hubiera dejado seducir tan fácilmente. Las cervezas eran gratis, por eso la había invitado. "Tengo dolor de garganta", dijo ella, cuando él le tiró del pañuelo para quitárselo, rompérselo, quemarlo. No es una correa de perro, no es una correa de clítoris mojado. “Mejor vamos a tu casa que quiero darme un baño”, dijo él, y ella, "bueno". La irresistible tentación de los ojos celestes y la piel blanca en un club de pieles cobrizas y ojos negros; él empujándola por el culo, amasándola con la lengua y los dedos en el asiento del auto para que ella, al llegar a su casa, le dijera "soy Rosanita, Rosana Auschwitz; vivo en este desorden". Berto se lo había imaginado así, o tal vez un poco menos sucio y revuelto, mientras pensaba en cómo le iba a meter su soldado tieso en el aro de cuero y ojalá le doliera, y gritara, y sangrara. Deseaba ver esa sangre de Auschwitz en las sábanas de ella; quería verla cocinarle knishes, esas cositas de papa y cebolla tan sabrosas y tan pesadas, y le dijo "haceme". Le dio la orden: “haceme knishes”.
En la cocina los platos se apilaban desbordando restos de comidas y cucarachas; Berto dijo "odio la mugre, quiero ir al baño" (a cagar, mear, bañarme, despegarme de toda esta impresión, para después violarte sobre tu cama de soltera). Y ella, Rosanita, hablándole de la amiga, "ninguna célula normal, dijo el doctor"; del pánico de su amiga. Berto ya estaba desnudo adentro de la bañadera, con el soldado en la mano preparado para ducharse; preparado para comenzar a lavarse por ahí, porque esa noche era por ahí; mear largo en la ducha toda la cerveza gratis del Club Israelita, mezclar el pis con agua como si fuera vino con soda, enjabonarse los huevos, la cabeza afuera tirando de la capucha que él llevaba como una medalla y que ningún judío tenía, siguiendo por atrás, por su propio túnel, parecido al que tantas veces había inspeccionado en otros cuerpos de mujeres gordas o flacas, lampiñas o hirsutas, negras o blancas. Ese ojo en el que ahora Berto se metía la punta del dedo enjabonado hasta hacerlo arder.
- ¿Sabés que soy judía, no?
Qué mujer que no fuera judía iba a saber hacer knishes, ¿serás tonta, amor?, mi flaquita nueva, mi Auschwitz de club: ¿serás tonta además de jipi, además del pañuelo celeste en el cuello, además de tus nalgas chorreadas, de tu nombre autocopulado, de tu desorden, de tu mugre en el piso, de tus canillas goteantes sobre platos con comida de otras cenas judías, que ahora devoraban cucarachas hambrientas de gefilte fish, cucarachas también de la colectividad, iddishe cucarachas?
Berto sabía que en él -esto lo tenía observado de antes, desde siempre, porque se observaba mucho- no era indistinto comenzar a ducharse por adelante o por atrás; todo se debía a un orden previo, aunque el comienzo del lavado pareciera intuitivo. Él había descubierto que empezaba por atrás si había cagado antes de bañarse, y lo hacía por su soldado si había cogido. Y aunque ahora no había hecho ni lo uno ni lo otro, le pareció que estaba sucio por anticipado, sucio por la transpiración de suponer que iría a hacer algo con Rosana-la-del-pañuelo-celeste, que se la iba a coger sin ningún preámbulo amoroso descontando el manoseo de adentro del auto en los semáforos, o el chupón en la barra del club; porque le había dicho "vamos a tu casa que quiero darme un baño" y ella lo había aceptado sin más; porque le había preguntado "¿tenés forros?" y ella había afirmado sucintamente con la cabeza; porque estaba por secarse y ella le dijo que usara la toalla que quisiera, a sólo dos horas y media de haberla conocido.
Adentro del auto le había agarrado una teta. Ella lo dejó hacer mientras le tanteaba el pantalón. Sabrosona la empanada de carne. Quien no chupa, remeda el chocho. Berto había carraspeado, tosido, bajado la ventanilla. El gargajo había quedado en Scalabrini Ortiz y Santa Fe, a media calle y a medianoche. "Seguro que viene el Intendente a poner una placa", dijo, y ella sonrió. Berto había vuelto a subir la ventanilla. Lo del gargajo era un número que espantaba a las chicas. Rosana parecía no reaccionar por nada. ¡Con ese apellido! ¿A vos te encerraban en los placares de los colegios, no? ¿Los profesores te pegaban en las yemas de los dedos con el puntero? ¿La directora te metía la tiza más gorda en la conchita? Ella, pura sonrisa. Vas feliz en un auto con un desconocido que te odia a primera vista. “¿Hay para comer en tu casa?”. No sé. “Tiene que haber: es una orden”. Puedo hacer unos bocaditos de papa. “¿Papa y qué?”. Papa y cebolla frita. “¿Knishes?”. Ella se sonrojó y él apretó el acelerador. El Torino cupé 380, verde esperanza militar, mordió la calle negra en la dirección que ella le apuntaba. La casa de Rosana quedaba a veinte cuadras del bunker de soltero de Berto.
- ¿Cuántos años me dijiste que tenés?
- Cuarentaidós.
- ¿Y sos soltera, o qué?
- Separada, bobito.
No me digas bobito, no quiero oírte insultándome; yo sí puedo insultarte porque te lo merecés y porque mi soldado me lo permite, porque soy un hombre soldado, un hombre pija, en tu concha, en tu culo y en tu boca. En ese orden. Con un baño antes para prepararme y otro después, para limpiarme. Berto cerró la canilla de la ducha con toda la fuerza de sus manos.
- ¿No hay modo de parar este goteo?
- No.
- ¿Dónde están mis zapatos?
- Comamos descalzos.
Él se sentó entre una pila de libros y una pila de discos. Ella había encendido una vela, sin apagar las luces de la casa. Él se había quedado en camisa y slip. Ella no se había sacado el pañuelo del cuello.
- ¿Así de chiquitos los hiciste?
Rosana levantó la fuente e hizo como que se la llevaba de vuelta a la cocina. ¿Sabés que soy judía, no? Él levantó un knishe; lo mordió.
- Está seco. Le falta sal.
Salame seco sin sal, se seca solo sin sol. Ella podía tolerarlo todo, tal vez, menos que alguien, en su propia casa, sentado entre una pila de sus libros preferidos y otra de sus discos olvidados, dijera le falta sal a uno de sus knishes. Berto lo supo por la cara que puso. Menos un goy, menos aun uno que había conocido en un baile del Club Israelita, hacía apenas tres horas, mientras escuchaban a los Bee Gees y bebían cerveza regalada. ¿Sabés qué soy, no? Rosana apuntaba con la bandeja hacia la cocina goteante y cucaracheada, sin dejar de sonreír, como si lo que estuviera haciendo, ese amague de llevarse los knishes, fuera un buen chiste. Rosana levantaba el talón del pie derecho a punto de dar un paso hacia adelante para tirar a la basura la papa unida a la cebolla, y lo volvía a bajar como si regresara. Ponía cara de duda, cara de ¿voy; no voy?, cara de ¿querés comer o no querés comer?, cara de ¿sabés qué?: soy la que te vas a coger por la concha y por el culo, soy la que te va a hacer acabar un litro de leche adentro de un preservativo, soy la que después, a lo mejor, te va a querer chupar, porque “quien no chupa remeda al chocho”, y el chocho es alguien que está satisfecho, y una buena judía no está nunca chocha, menos si tiene un nombre con perritos abotonados, menos si se apellida Auschwitz; y el chocho es también alguien que chochea y es medio lelo y acá el único lelo sos vos, desconocido, con tu soldado firrr-me en posición de cumplidito; y el chocho es también una vulva, guarangamente, y una buena vulva nunca remeda el chupe.
- Los hice especialmente para vos, ¿sabés?, y no voy a soportar, ¿sabés?, ninguna crítica.
Habrá que ver cómo se humedece lo que está seco, pensó Berto, por qué bendito mecanismo una recién entalcada de venus se transformará en el perrito mojado de los machos. Habrá que ver si sabe hacerlo, si sala el salame sin sol para que no remede nada y, simplemente, sea.
- Mi amiga tiene casi cincuenta. Los resultados de la punción también dijeron eso.
- Qué cosa.
- Que todas las células eran deformes.
La cara que habría puesto el médico para decir eso tal vez fuera la misma que ponía Berto al mirarle las plantas de los pies apenas levantadas, los talones sucios.
- ¡Cincuenta años y quiere tener un hijo! ¿Por qué no se deja de joder?
- Ahora se puede. Se reemplazan los núcleos de los óvulos por núcleos de células no sexuales. De la misma mujer, o de otra.
Una punción, un knishe. Hágale una punción a un knishe, doctora. Sacate la pollera, la bombacha. ¿No usás corpiño? Más vale que te compres uno, porque si no, algún día, con las tetas vas a atarte los cordones. Ju, ju. Lo que le voy a hacer, señora, es una punción con jeringa de carne. ¿A ver el knishe? Baratita la pussy. ¿Si me pussi el forro? Ni en curda entro en esa caverna sin un 0,04 lubricado al Cloruro de Benzalconio. ¿Que te la chupe un poco? Andá a saber desde cuánto hace que no le pegás un bidetazo.
- ¿Te dije que soy nazi?
Silencio.
¿No te vas a sacar ese pañuelo del cuello? ¿No te lo vas a sacar? Porque tiene mal olor, porque es feo. No se puede estar desnuda y tener ese trapo atado. Lo odio más que a tu foto de cuando eras bebé. No me importa tu dolor de garganta. Acá hace mucho calor. Esa estufa tira demasiado para una habitación tan pequeña.
- ¿Querés que apague la luz, así no lo ves?
Quiero que te lo saques, que lo tires a la basura, que lo quemes y jamás de los jamases te vuelvas a poner nada parecido.
- Sin el pañuelito me siento demasiado desnuda.
Con el pañuelito me siento demasiado pelviano, me siento chocándote con mi soldado, el golpeador del sexo. Meta y ponga; así. Asíiii... La funda de la almohada olía a vinagre. Con vinagre se aderezaban comidas rápidas, como la que ellos acababan de condimentar. ¿Hace cuánto que no cambiaba aquellas sábanas? Las manos de Berto hicieron fuerza sobre el colchón para salirse, y el cadete de guardia, antes guerrero, se corrió de lugar. No debía dejar que se le desprendiera el uniforme de látex; eso era lo más importante: había que comprobar que siguiera puesto, sacarlo con cuidado, extenderlo. Berto no miraba nunca si había sangre; tampoco miraba la cara de la compañera por si, como esta vez, a ella no le había pasado nada. ¿Eso era todo? Rosana lo abrazó. Berto hizo los dos nudos de rutina, contiguos y apretados, en el preservativo. A veces lo inflaba, en polvos más festivos. A veces se quedaba mirando sus pescaditos nadar en la crema blanquecina, al trasluz. ¿Una estufa sola era la responsable de tanto calor? ¡Por eso había acabado rápido! Rosana lo abrazó más fuerte. Él sintió sus anillos contra la espalda. "No importa, no importa", le susurraba. ¿No importa qué? "Nada, que te duermas, mi nazi de juguete". Berto no atinó a contestarle. ¿Cómo se contestaba ese agravio? ¿Debía gritarle, pegarle u olvidarse? Rosa-sana, colita de rana. ¿Tenía que volver a intentarlo? La culpa era de ella, por cocinar knishes horribles, por no arreglar los cueritos de las canillas, por usar muchos anillos, por no lavarse los pies antes de acostarse, ni quitarse el pañuelo del cuello. Podía haber sido peor, pero a cuerpos que no se conocen, bienvenidas como adioses.
Ella le apretó el conscripto dormido, mientras se inclinaba para apagar la luz. "Igualmente, no esperaba nada", agregó. Él revoleó el preservativo usado, que fue a parar a la repisa, o a la pantalla del velador. La jipi judía y el nazi de juguete. ¡Que agradezca que no tiene en el ano lo que ahora tiene en la mano! Berto prefirió quedarse callado, por las dudas de que ella quisiera tenerlo en el ano, en lugar de estar manoseándolo. Esas caricias eran un buen estímulo para dormirse, tal vez el único, pensó: la oscuridad del cuarto dejaba mucho que desear, la luz de la luna entraba por una ventana sin postigos ni cortinas. A la mañana la claridad va a resultar intolerable, pensó. También estaba el calor de la estufa.
- ¿No se puede poner al mínimo?
- Soy muy friolenta.
También el gotear permanente de las canillas. Las de la cocina hacían un tipo de ruido, rebotando sobre la superficie de agua; otro las del baño, percutiendo sobre la loza descascarada de la pileta; otro más, como un aplauso, las de la ducha, amplificadas en el espacio de la bañadera.
A las gotas se le agregaron los tictacs del pulso de un reloj. Berto estaba con el dos de oros dibujado en los ojos, con los faros encendidos de su Torino cupé 380, verde esperanza militar; cada ojo un faro, alternativamente encendidos, tic y tac, como si fuera a girar el cuerpo hacia un lado, hacia el otro, en esa cama incómoda, y se viera obligado a realizar los guiños.
Había logrado dormir un momento, tal vez unos doce o quince minutos: estaba empapado en sudor, tenía sed y los ojos secos. Se sentó y encendió la luz del velador. A su lado se despatarraba, imperturbable, la dueña de casa. Llena de anillos y pañuelito; con el cuerpo alargado como el de una lagartija y las nalgas derretidas. Se dio vuelta; sus pezones eran dos insectos. Las paredes de la habitación estaban cubiertas de bibliotecas; los libros exhalaban un olor más agrio que el de las sábanas; más humano, quizás, que el de la misma chica. El cuerpo de ella se quejó y su mano surgió desde debajo de la almohada, como un animal dispuesto para la fuga. Sus dedos tocaron el interruptor. El velador tembló antes de apagarse. Berto miró por la ventana sin persianas. El patio de afuera era pequeño y la hierba había crecido sin control. La luna llena alumbraba todos los rincones. Eran las cinco y cuarto de la madrugada. Hacía meses que nadie cortaba el pasto.
Se pasó la lengua por los labios. Parecían lijas. Como los labios de Rosana; ella se lo había dicho en el Club Israelita, mientras él se la llevaba para afuera. Después la vio pintárselos de color y preguntarle si tenían mal gusto. Ya estaban en el Torino cupé 380, verde esperanza militar, sentados, besándose meticulosamente.
- ¿Mal gusto a qué?
- Es una medicina.
Ella dijo que tenía una enfermedad que se llamaba queilitis (sacó una birome con la punta mordida y escribió la palabra sobre un atado de Marlboro, para que sonara más real). Por eso no podía besar a nadie sin ponerse pomada. Si besaba sin pomada se le rompían los labios. Berto pensó que nunca la había visto sin pomada, ahora dormida o antes de subir al auto, y le buscó la cara bajo la luz de la luna. Los labios de Rosana estaban tan cuarteados como los suyos. Él pensó si no se habría contagiado la enfermedad en el contacto. Jamás debía de haber apoyado sus labios sobre aquellos. Salió de la habitación; caminó como un sonámbulo; entró al baño.
Las canillas iban a toda marcha. La de la pileta, por ejemplo, tenía la cruz falseada, por lo que estaba siempre a punto de suspender la tercera gota, antes de soltar el chorro. Tal vez Rosana encendía tan fuerte la estufa con la esperanza de poder evaporar esas gotas antes de que chocaran contra las piletas. Berto cerró la canilla lo mejor que pudo, después de lavarse la cara. En el espejo se vio las ojeras iracundas. Cuando un judío lo contradecía, él siempre quedaba más antisemita. Si era una mujer, peor. Si tenía las canillas sin cueritos, peor.
El calor de la estufa llegaba hasta la cocina. La luz no funcionaba. Berto se sentó en una banqueta. Abrió la heladera. La lamparita del interior emitía un brillo intenso, que lo hizo parpadear. Los knishes seguían en la bandeja; había también un pote de mayonesa con la etiqueta arrancada, la mitad de un postre de dulce de leche en descomposición, una manteca con dos cucharas clavadas, una jarra de jugo de pomelo casi vacía. Se llevó un knishe a la boca: estaba frío, asqueroso. Escupió el pedazo, lo apretó contra el que sostenían sus dedos y volvió el conjunto pegado a la bandeja, disimulado entre los otros. Tomó un trago de la jarra y no era, como él había pensado, jugo de pomelo, sino ananá diet, de sobre. Escupió el buche. El cajón de las verduras estaba repleto de naranjas.
La heladera abierta no lograba bajar la temperatura del ambiente. Berto también abrió la puerta del congelador. El frío seco se posó en su cara como una máscara refrescante. Entornó los ojos. Adentro del congelador había dos cubeteras, invertidas una sobre otra, como los panes de un sandwich helado. Entre ellas había algo delgado e irregular que no permitía a la cubetera de arriba posarse perfectamente sobre la de abajo. A Berto le gustaban las cosas ordenadas; si había algo que dificultaba el encastre, debía ser eliminado. Quitó la cubetera superior. Tomó la piel de ese jamón intermedio con aprensión y curiosidad. La boca se le redondeó del asombro. El jamón era de fino látex importado; 0,04, como la piel de un globo sin inflar. Con sus espermatozoides refrigerándose. Los nudos eran los que él había hecho –dos, contiguos y apretados-. Cobijó el preservativo entre las manos. Cerró las puertas.
¿Qué hacía eso ahí? ¿Ella se había levantado para guardarlo? ¿Cuándo? ¿Para qué lo congelaba? ¿Con permiso de quién? Al preservativo le costaba más que a Berto recuperar el calor perdido. Le dio aliento con la boca. Tenía que salir de allí de inmediato. Lavarse la cara y escapar. Un escalofrío le recorrió la espalda. Era lo único frío que podía sentir, con la puerta de la heladera cerrada. Manoteó la canilla y, en la oscuridad, movió la pila de platos. El movimiento de la pila crujió como una ventana en una película de horror. Berto alcanzó a abarajar algunos platos en el aire. Dos fueron a parar al suelo; una bandeja circular de latón golpeó contra la mesada y quedó rotando como un trompo. Al romperse, los platos hicieron un estruendo que lo obligó a saltar. Los trozos de loza no lo habían alcanzado, pero sí los restos de comida. Pisó algo que podía ser un pedazo de carne o una laucha muerta.
Rosana encendió la luz del velador. Berto salió de la cocina arrastrando las plantas de los pies, para limpiarse. Tenía las piernas salpicadas por una gelatina verde. "Qué pasa", dijo ella, incorporándose entre sueños. ¿Había estado tapada con ese cobertor de invierno, con el calor que hacía? Berto levantó su camisa y el pantalón del suelo y se limpió la pierna derecha con la punta del cobertor.
- Me voy -dijo.
- ¿Por qué?
- Porque estoy enojado.
Entonces Rosana abrió bien los ojos, deslegañándose para poder entender lo que estaba pasando. ¿Qué derecho tenía a despertarla antes de que sonara el reloj? ¿Acaso ella no le había dado todo, sus knishes, su baño, su cama, hasta su propio cuerpo? ¿Qué le daba él a cambio? ¿Su desprecio, su desagrado, su impotencia? Rosana dijo impotencia con ímpetu, como si dijera “progreso”, o “futuro”, o alguna otra palabra importante. Como si dijera “fracaso”.
- ¿Qué me decís impotente? ¡Bien cogida que estás!
- Si no sentí nada, tarado.
- En todo caso es eyaculación precoz... Impotencia es otra cosa-. Y agregó, sin vacilar: - Si no sentiste nada es porque sos una frígida...
Se puso las medias, el pantalón.
- ¡Lo que hay que oír! –gritó Rosana-. Si acabaste en un segundo… ¡qué querés que sienta en un segundo!
Berto se arrodilló en la cama. Sin mirarla, dijo:
- ¿Y eso te da derecho, acaso, a robarte mi semen?
Ella se quedó callada un instante.
- ¿Qué semen, ni ocho cuartos?
- ¿Dónde están mis zapatos?
- ¡Qué semen, ni ocho cuartos! –repitió ella.
Él se volvió a parar.
- Hacete la boluda, ahora. ¿Para qué mierda querías mi preservativo, a ver?
- ¡Qué tuyo, si es mío! Si lo compré yo...
- Pero lo que hay adentro es mío, ¿entendés?, y no me explico por qué lo metiste en el congelador...
Rosana puso cara de no saber qué le estaba diciendo.
- ¿En el congelador?
- Entre dos cubeteras.
- ¿El forro usado?
- Éste -dijo él, poniéndoselo delante de sus ojos-. Hacete la boluda, a ver.
Ella recogió la sábana caída con su pierna flaca.
- ¿Y qué sabés si es tuyo? -preguntó.
- Tiene mis dos nudos.
- Casi todos los tipos le hacen nudos.
- Pero no dos, ni éste tipo de nudo. Lo aprendí en la Marina.
Ella se rió. Él agregó:
- Además, si no es éste, ¿adonde está, me querés decir?
Los dos miraron hacia la pantalla del velador.
- Lo sacaste –dijo Rosana, señalándole las manos-. Ahí: lo tenés vos.
- Lo saqué, pero del congelador –dijo Berto-. Está frío.
Ella se mordió el labio.
- Mirá lo que hay que oír... El marinero no sabe coger, pero ata el forro de una manera única, y le controla la temperatura... –dijo-. Sos increíble. Vení, acostate...
- No sabe coger las pelotas, si no fuera por tu pañuelito, tu estufa, tus goteras...
Rosana tiró del cobertor para volver a taparse.
- Bueno, de alguna manera tenías que ser inolvidable... -dijo.
- ¿Me estás cargando? -reaccionó Berto.
- Un poquito. Vos tenés el tipo de los que si no se les para la pija, se les para el corazón.
- ¿Estás buscando que te cague a trompadas?
Rosana se calló. Él comenzó a pasearse por la habitación, como un tigre enjaulado. Se golpeaba la palma con el puño cerrado.
- Vos no sabés quién soy; no sabés nada de mí...
Tenía la cabeza roja.
- ¿Qué pensabas hacer, a ver? ¡Contestame! ¿Qué querías?
- Lo mismo que quiero ahora: dormir -dijo ella, nuevamente estirada sobre el colchón.
- Parece que no toda la noche quisiste dormir. En algún momento habrás querido jugar a los experimentos...
- Qué decís, qué experimentos... -Rosana golpeó sobre la almohada vacía con su mano llena de anillos, para completar la invitación-. Vení, dale… ¿De qué experimentos hablás?
Berto se quedó callado.
- No sé -dijo-. Explicame vos.
- ¿Qué tengo que explicarte?
- Qué ibas a hacer con mi preservativo lleno. Con mi esperma recién ordeñada.
Rosana parpadeó y se pasó la mano por la cara. Trató de erguirse. "No entiendo de qué esperma me hablás...", contestó, antes de bostezar. El bostezo fue tan largo que él tuvo tiempo para guardar el preservativo en su pantalón, y salir al pasillo.
- ¿Adónde me escondiste los zapatos?
En el comedor entraba la luminosidad del amanecer con mayor intensidad que en la habitación. Un viento incipiente agitaba los pastizales de afuera. Ella se levantó y siguió a Berto por la espalda, hasta abrazarlo.
- No estoy loco, ¿entendés?: sos la única persona que hay conmigo en esta casa. Yo no lo puse ahí. Tenés que haber sido vos.
Los brazos de Rosana le apretaron el pecho.
- ¿Y si hablamos cuando suene el despertador? -le sugirió.
- No. Deberías explicarme qué pasa.
- ¿Ahora?
- Ya.
Ella lo soltó. Dio la vuelta hasta quedar de frente. Tenía cara de enojada. Lo señaló con su dedo índice extendido y acusador. Solamente en ese dedo llevaba tres anillos.
- ¿Te creés que sos el único que usa forros, acá en mi casa? ¿Te creés que fuí así de fácil porque sos especial?
Berto bajó la cabeza.
- Todas las noches me cojo un tipo, si no andá a ver la basura. Ni me molesto en tirar las bolsas para que el próximo no vea las gomitas...
A Berto le pareció que las goteras espaciaban el ritmo, que el calor dilataba cada vez más el silencio entre esas pequeñas explosiones. Ella sonrió, repentinamente.
- Me encantó estar con vos -dijo-. Mañana; mejor dicho dentro de un rato, tenemos que levantarnos. Por favor, seamos sensatos y volvamos a la cama, que ya está amaneciendo.
Berto se quedó donde estaba.
- Por favor -repitió ella-. Después será otro día.
- ¿Y ahí sí me vas a explicar?
Rosana subió los hombros, como diciendo que no había nada para explicar; pero dijo:
- Bueno.
Berto llegó a la cama con los ojos semicerrados. Se desvistió rápido; las gotas espaciaron tanto el ruido, que le pareció que desaparecían. Lo último que vio fue su pantalón sobre la mesa de luz y a Rosana, desnuda y con el pañuelo al cuello, colgando una frazada de dos ganchos sobre la ventana sin persianas. El cuarto se oscureció. Él oyó que ella entornaba la puerta y sintió el cuerpo que se acomodaba a su lado en la cama. Entonces se entrelazó con los brazos y las piernas flacas de la mujer, para asegurarse de inmovilizarla mientras dormían. El soldado se le puso en actitud belicosa debido a la proximidad, y aunque ella hizo "mnnn", Berto no quiso oírla. Sólo iba a despertarse si la veía revisar los pantalones sobre la mesa de luz, al otro lado de la cama. Y para eso ella tendría que desenredarse, incorporarse, dar la vuelta, tomar los pantalones, sacudirlos, volver a rodear la cama, volver a introducirse, hacerse la dormida. Fue tanta la tranquilidad que logró Berto, que hasta tuvo un sueño. Un sueño feo, como todo lo que había en esa casa.
Se encontraba fumando en el balcón de su departamento, tranquilamente, cuando escuchó ruido a llaves en la puerta de entrada. Nadie más que él tenía esas llaves. Ladrones. Soltó el cigarrillo encendido sobre la baranda. La puerta se abrió. Un hombre idéntico a Berto hizo su aparición. Tenía el mismo llavero con pelota de tachas, vestía la misma ropa, arrugaba las facciones con igual desagrado. Cerró la puerta con un golpe y fue directo al balcón para arrojar la coliilla que le estaba abrasando los dedos, al vacío del patio de aire y luz. La colilla pasó rozando la oreja de Berto.
Se despertó sobresaltado. Alguien estaba parado junto a la cama, en la oscuridad. Podía percibir el movimiento. Pensó en el doble del sueño, que acababa de ver cara a cara, como al reflejo en los espejos. Palpó el cuerpo de ella, que seguía acostado, enredado, dormido. Sintió que el aire se movía apuradamente a sus espaldas, como impulsado por un ventilador de aspas humanas. Extendió la mano hacia la frazada que hacía de cortina y algo -¿una planta? ¿un animal? ¿un hombre?- le rozó los dedos en la oscuridad. Esa cosa estaba viva y emitía más calor que la misma estufa, era algo que estaba más sudado que la propia masa muscular de Berto. Un gato enorme, pensó, sin pelos y con la piel de gallina. ¿Todo eso había sentido en ese mínimo contacto de segundos? Su ropa cayó al suelo y el grito surgió, por fin, de la garganta de Berto, que se paró y arrancó la frazada de un tirón.
La luz caló todos los rincones de la habitación, como un detective buscando al asesino. Rosana se despertó. Berto no paraba de decir "había alguien"; se vestía otra vez y gritaba, afiebrado: "alguien, alguien". El calor le volaba la cabeza. "Lo toqué". Ella se levantó. Cubierta por la sábana, fue hasta el comedor, miró hacia el patio, revisó el baño y la cocina y regresó al dormitorio con las ojeras puestas.
- No hay nadie -dijo.
- Pero lo toqué... -Los ojos de Berto estaban rojos de sueño y confusión, de agotamiento y sueño.
- ¿A quién?
- No sé... -balbuceó-. Estaba acá...
- Vivo sola.
- Pero había alguien...
- ¿Adónde?
Su cara se desencajó en un gesto desesperado. Ya estaba vestido. Tenía puestos hasta los zapatos.
- ¿Se fue? -preguntó.
Rosana suspiró largamente. No había dormido casi nada.
- Está bien, me voy -dijo él.
Ella lo siguió hasta la puerta. Le abrió con su mano repleta de anillos. Berto se detuvo un momento, para pensar si podría manejar el auto, o no. En su estado. Desde la puerta entreabierta se veía parte del capot del Torino cupé 380, verde esperanza militar.
- Chau -dijo Rosana.
Berto ni le contestó. Salió a un jardincito abundante de dalias y hortensias, pasó una verja entre dos pilares que terminaban en enanos de cemento. Los enanos estaban pintados de blanco. Tanteó las llaves en su bolsillo, tanteó la billetera. Estaban en sus sitios. Abrió la puerta del auto, se subió, arrancó. El primer semáforo, a tres cuadras, lo tomó por sorpresa. Frenó sobre la senda peatonal. Metió las manos adentro de cada uno de los bolsillos, hasta el fondo. Tiró de los géneros hacia afuera; uno por vez. No todo estaba en su lugar.
Le faltaba el preservativo.
10.03.2005
LAS PRIMERAS CINCUENTA MASCOTAS DE LA TIERRA
Hablo de las máquinas que sacan las papas de la tierra y las escupen hacia atrás. Los caballos arrastran esas máquinas por los surcos. Las mascotas recogen las papas. Cincuenta mascotas cada año, a dos por surco: sólo con eso levanté cien cosechas.
Yo les digo mascotas, cariñosamente, pero son hombres. Llevan las maletas entre las piernas separadas; el que carga está todo el tiempo abierto y flexionando, con el cuerpo inclinado hacia adelante como el de un arquero. Ése ataja las papas al voleo. El otro, mientras tanto, se prepara para entrar al surco. La maleta es una bolsa de arpillera con forma de tubo. La tirada depende del rinde de la papa. La carga depende de la destreza del papero.
Una vez Belisán me preguntó por qué los llamaba mascotas. Belisán era rápido; de esos que cargan la maleta en veinticinco metros. Tenía una Spika a pilas, granos en la cara, fumaba Saratoga y se hacía lavar la muda con la mujer del puestero. Había sido croto, deambulador, pero hacía cinco años que trabajaba levantando cosechas. Siempre conseguía dormir en el galpón, en los catres más cercanos a la matera. Manejaba el hacha. Tocaba "Pájaro Campana" con el peine y un papel de chocolate.
–Porque sí, porque son así, nomás. Como mascotas.
Belisán iba vestido con un overol gris y cubierto por una costra de tierra. A los hombres les pasa como a la papa sucia, que cuando no se la recoge hace mezcla de barro y almidón, y queda con una cáscara que parece corteza vieja. Esa papa es la de segunda, la que se levanta con el rastrojo. A la piel, la tierra se pega con la transpiración. Los hombres así, negros como sombras andantes, con los ojos vidriosos o la voz como único atisbo humano, también eran hombres de segunda: los más pobres, los brutos, los que no habrían encontrado trabajo de ninguna otra cosa que no fuera pelearse con la huella.
El cocinero se llamaba Perico Albarengo. Tenía la mano recogida por una puñalada que le había cortado el tendón. Usaba gorra vasca. Agarraba el cuchillo con tres dedos arrepollados.
La carne me la entregaban en la estancia, día por medio, dos quilos por mascota. Perico seleccionaba los cortes para el primer almuerzo, y mandaba izar el resto del trozo a la punta del árbol más alto, para que oreara.
La comida preferida de Perico era el guiso. Nunca dejaba que nadie le trajera las verduras; él mismo iba hasta el potrero para revolver entre los rastrojos. También iba a otros cuadros, a juntar choclos o sandías. Algunas veces lo acompañé a deschalar. Pelaba las barbas a golpe de cuchillo, brutalmente, como si el campo le hubiera hecho algún mal y al mismo tiempo le diera, en el maizal, la oportunidad de desquitarse.
Cada quince días asábamos carne sobre una reja de arar. Perico le hacía cavar un pozo a su ayudante de turno o a Leguisamón –Legui, para los que lo conocíamos de otras cosechas, y sabíamos que era un alcahuete–. En el pozo enterraba los costillares. Los envolvía en arpillera y los metía un metro y medio abajo, tapados por la tierra, durante cinco o seis horas. Después los sacaba, los sazonaba, los asaba del lado de los huesos. La carne así cocida se tierniza. Los ayudantes de Perico siempre cambiaban: eran a los que les dolía demasiado la cintura, de tanto flexionar en el surco.
Por lo demás, todo el mundo hacía pozos. Legui, que era rápido con la pala, también hacía la cachimba. Se untaba las manos con grasa de chancho, para cuidarse la piel. Cavaba hasta el agua surgente; fácil, seis metros. Esa agua era la que se tomaba, y la que se usaba para enfriar. Cada mascota bajaba hasta ahí sus jarros y sus botellas atadas con cuerdas. Cada mascota identificaba el extremo libre con algo: una lata, una horqueta atada, un cencerro de esos que a veces se encuentran en el campo, y delatan una oveja desaparecida. El cencerro tenía sus ventajas: si alguien se levantaba de noche, a robar, sonaba la campana.
Los demás pozos estaban en el bosque.
Cada mascota tenía su árbol; cada árbol era un tocador; al pie de cada árbol hacían los pozos. El jabón, el espejo, la radio, el peine, la hojita o el vidrio de afeitar se colgaban de clavos. En los pozos enterraban las demás cosas. Los más pudientes tenían un cofre, algunos lo cerraban con candado. La mayoría guardaba sus propiedades en bolsas de arpillera. Todo iba enterrado. Desde la muda hasta la petaca, la tabaquera con el carusita y el yesquero. A las armas se las tenía prohibidas, como el vino, pero todos portaban y tomaban. Si las armas pasaban de puntas me venían a avisar, y yo hacía que las enterraran más lejos. Para eso era el capataz, y hasta el mal año en que pasó lo que voy a contarles, jamás había tenido problemas.
Ese verano hizo más calor que nunca.
El campo se llenó de unas moscas gordas y verdes que hacían un ruido pesado, como a molino. Volaban en círculo alrededor de nuestras cabezas. Escucharlas daba sueño o violencia; hasta Belisán parecía molesto. Entonces llegó Estriche. Era gringo, de Yugoslavia; tenía un malhumor permanente y una cicatriz en el cuello, como si alguna vez lo hubieran degollado y hubiera seguido, inexplicablemente, con vida. El tractorista del Hanneman, Simón Baldaracena, lo había visto matar un ternero de un puñetazo en la cabeza. Estriche comía solo, nunca hablaba con nadie y se quedaba los domingos.
Las mascotas ansiaban el domingo, porque era franco e iban al pueblo. Se lavaban la ropa con azul y agua de lluvia, con la que también se lavaban el pelo. Cuando se bañaban, los hombres imitaban a los pájaros: sacudían las cabezas mojadas, silbaban. Se vestían; los que podían se engominaban con brillantina Lord Cheseline. Cada uno frente al espejito de su árbol. Cada uno con su peine, con su pañuelo de color. Los que tenían, se ponían el Far West y las alpargatas con suela de goma. Los que no, refregaban bien las bombachas en la laguna, y el sábado le dormían arriba, para que el peso del cuerpo se las planchara. Y se ataban las alpargatas prolijamente, con hilo sisal, para que no se les salieran de los pies.
Viéndolos un domingo sobre el acoplado del tractor, cambiados y felices, uno se daba cuenta de quién mascaba tabaco y quién no. Los que mascaban tenían los sobacos marrones, del sudor que nunca salía, por más que los frotaran con jabón Federal. Los sobacos de los otros eran blancos, aunque las camisas fueran de color. A veces, Simón Baldaracena hacía bajar a alguien: a un sucio; casi siempre a un alcahuete, a Legui. A los demás los llevaba y los traía de vuelta a la madrugada. Casi siempre llegaban borrachos o golpeados. Legui se quedaba llorando.
Los que no iban al pueblo, por algo era. Estaba Belisán, por ejemplo, que juntaba para mandarle plata a la madre, e ir al pueblo era un gastadero inútil. Estaban los enfermos, y Legui. Perico no iba, porque lo buscaba la policía.
Estriche, ya lo dije, también se quedaba los domingos, aunque nadie sabía por qué. Hasta que le vimos el revólver. Legui vino con el cuento: que lo llevaba en la cintura, que por eso usaba la Lavilisto celeste fuera del pantalón. Ese mediodía, Perico le sirvió a Estriche entre los primeros, como a los que trabajaban mejor y hacían camarilla. Comer primero es comer carne, porque la carne flota. En todas las jaurías pasa lo mismo: los débiles comen al final. Como capataz, me le acerqué. Me miró como quien mira un alacrán. Me enseñó la culata de hueso ceñida a su cincha y me hizo "no" con la cabeza.
Yo soy un tipo de pocas ideas, pero fijas. Me dije que si Estriche no entregaba su arma, se tenía que ir. Me dije que no quería un tipo así entre mis mascotas. Me dije la palabra "carajo", porque el tipo pegó media vuelta y, así como así, lo dejé alejarse.
La voz se corrió, y nadie quiso hacerle de pareja en la recolección. ¿Por qué todos debían enterrar sus facas, sus sevillanas, sus punzones, y el gringo no? Los que le mandaba de compañero simulaban dolores de cintura. Al final de las tardes se los reconocía por el olor a Untisal, y porque estaban hinchados del pan que les pasaba el cocinero.
Estriche, entonces, exigió un catre.
Hasta ahí había dormido en el suelo, sobre su propia maleta, como cualquier recién llegado. Lo que tenía que ser. Estriche argumentaba que lo habían dejado solo en el surco, y eso había que pagarlo. Belisán le salió al frente: nadie tenía por qué pagarle nada. Estriche lo miró de refilón. Mariñaca, para que el asunto no se complicara, le cedió su colchón.
La carne de arriba de los árboles se reseca en la superficie, aunque quede fresca por dentro. Tanto se seca que parece una cáscara, como la piel de Belisán el día que me habló. Fue en el bosque. Las mascotas se confundían con las sombras, cuando se acercaban a los árboles. A veces se veía la brasa de un cigarro. O unos dientes, si se limpiaban la boca con el revés de la mano, para tomar café. Mariñaca, que tenía los ojos celestes, era el único fácil de distinguir. Reconocí a Belisán porque me dijo que era él. También dijo:
-Déjenlo que trabaje. Cuando se le humedezca la pólvora por la transpiración, lo parto a hachazos.
Me extrañó en Belisán, un hombre tan pacífico. Le creí, pero no dije nada. Los que se ocuparon de decirlo fueron los alcahuetes. Para colmo Legui, en esa época, había empezado a lavarle la ropa a Estriche, como si fuera su criada.
El hombre aislado toma mucho; ginebra, vino, caña. A la caña de azúcar le agregan unos duraznitos para comer de postre, o para regalarles a las mujeres, cuando se van al pueblo. Son jornaleros, y la mayoría vienen engañados: tienen que cobrar por día, pero les abren una cuenta en el boliche para el fiado, y al final terminan no cobrando nada. Levantan la papa, el trigo. Se quedan sin aire en los maizales, y el verano pasa y las únicas mujeres que tienen son las del recuerdo.
Un domingo a la noche nos habíamos quedado los cinco de siempre. Perico cocinó liebre a la criolla, en un disco de arar. Había cazado las liebres con la trampera. Belisán le hizo de ayudante para cortar verduras. En la radio sonaba, latoso, un chámame. Estriche y Legui habían desaparecido. Me extrañó. Los busqué en las letrinas y en el campamento. Cargué el sol de noche; bajé hasta el bosque. Ahí.
A la mañana siguiente le pregunté a Legui si no le daba vergüenza. Él se quejó de que le habían mordido el jabón, que era la segunda vez, y que no iba a soportarlo más. También dijo que muchos estaban esperando que a Estriche se le mojaran las balas. Por eso lo habían dejado trabajar solo, para que transpirara más. Pero no iba a pasar otra cosa que esa mojadura.
–Puto de mierda –dijo Belisán.
Estriche lo escuchó, pero no agregó nada. Al otro día se llevó a Legui para que le hiciera de compañero de surco. Le gritó todo el tiempo; lo sopapeó. Cuando lo vio bien agotado, lo mandó a buscar a Belisán. Legui dijo que Estriche lo esperaba en el claro, y que no iba a disparar su treinta y ocho. Promesa. Que iba ser a fuerza de golpes, nomás. Sin hacha.
Las trompadas eran cosa del pueblo; cuando la pelea pasaba al claro, uno de los dos se quedaba para siempre. Me sentí culpable. Yo no había sabido pararle el carro a tiempo al yugoslavo; Belisán no tenía nada que ver. Mariñaca le dio su punzón, para que lo llevara escondido entre las ropas, pero él dijo que no. Cerró los puños y salió caminando para el claro. Las moscas verdes habían empezado a volar recto, como si fueran balas.
Al tipo que se iba, o que caía en cana, se le incautaba todo. Las cosas personales de los muertos se repartían entre los otros. El catre pasaba a ser del más guapo de los que dormía en el piso. La maleta se quemaba.
Sin embargo, cuando Belisán no volvió, nadie se animó a tocar nada. Como si sus cositas fueran sagradas. Simón, Perico y Mariñaca decían haber oído un tiro. Según Estriche, Belisán había salido corriendo, “cagado en las patas”. Nadie le creyó, pero tampoco nadie encontró su cadáver.
Completé el bagayo de Belisán con la Spika, los Saratoga sin fumar. Cerré la maleta ante el silencio de las mascotas. También había una birome, una yilé a medio oxidar, una caja de fósforos Fragata, unas Boyero negras con suela de goma, dos camisetas nuevas, el jabón blanco, un cepillo de dientes, la foto de su madre y una petaca de ginebra Llave. Las cosas en la vida de un hombre derecho.
Al final de las cosechas, en la calma, viene la especulación. Una estiba enorme de papa significa más trabajo, pero menos dinero. Legui terminó desmoronándose en la huella. El resto de las mascotas acabó sacándolo a patadas del cuadro, cuando Estriche se hizo a un lado. La bendición de la cosecha es la propia condena. Perico quemó las pertenencias del alcahuete sin revisarlas.
Así fue como me quedé con dos mascotas menos, a una semana de terminar de levantar el campo. Un problema. Parecía imposible que alguien viniera a ofrecerse estando la cosecha tan avanzada. Pero apareció solo. Era alto, macizo; ya estaba sucio de antes, como si lo hubieran echado de otro potrero. Le pregunté el nombre y me dio un papel escrito. Tenía los ojos hundidos en la costra de la cara, como escondidos detrás de una máscara gruesa. Estriche había encontrado, por fin, su compañero.
Las apuestas comenzaron a correr. Una damajuana de tinto Crotta contra unas bombachas Ombú que todavía brillaban. Medio litro de moscato contra un atado de mentolados Dr. Pinn. Quién le lavaba la muda al otro. O moneditas. La competencia entre Estriche y el nuevo estaba sellada.
Verlos trabajar cansaba. Solos, se disputaban la huella; sacaban las maletas hasta el borde y bajaban la línea a veinte metros, veintiuno. Nunca vi nada igual. El nuevo azuzaba al caballo para apurarlo, y no se tomaba descanso. Estriche no se podía quedar atrás, pero flojeaba. No estaban haciendo trabajo de humanos.
A la hora de comer, el nuevo casi no probaba bocado. Perico le daba carne, más que a Estriche o a mí. Pero él apenas si comía. Tampoco habló. Se pasaba el rato sentado, mirando el horizonte. Después apoyaba el plato en el suelo y los perros se le agolpaban alrededor.
Mariñaca opinaba que traía mala suerte. Los demás solamente apostaban, sin comentar. El nuevo dormía directamente sobre el rastrojo, a descubierto.
–A que tampoco se baña para el domingo.
–Si él se queda, me quedo.
Yo también vislumbré que iba a haber un problema. Llegó el franco. Las mascotas se habían convertido en espectadores; el Hanneman de Baldaracena se fue con el acoplado casi vacío. Tuve que conseguir una Mundial para escuchar el turismo carretera. Perico me ayudó a conectarla a la batería. El sonido salía cascado, pero igual armó la reunión. Perico hizo bifes a las brasas. Se le sacan los pellejos, nervios, grasa; se los lava bien con agua fría; se los golpea en el almirez; se los sazona y se los extiende sobre una cama de brasas vivas, bien soplada. Manjar. Invitaba Mariñaca, que había derribado un novillo perdido. Las mascotas estaban contentas. Jugaron al fico, al truco, al mus. Con poco ruido. Ni Estriche, ni el nuevo, habían comido. Todos estábamos esperando el desenlace, inevitable como la lluvia.
La matada de un animal se hace con el revés del hacha. Un novillo degollado deja rastro; hay que voltearlo antes con un mazazo. La sangre y la marca son la evidencia del delito. Lo depostaban ahí mismo. Le sacaban el cuero, y en el lugar de la marca se lo quemaba bien. El animal quedaba blanco. Después hacían un pozo y enterraban el cuero, la sangre, los huesos.
Los perros se juntaban. Eran perros gordos, de cuando el campo era territorio de matanza.
Nadie supo cómo se inició la pelea. Lo cierto es que Mariñaca le revoleó al nuevo una faca afilada, que fue a caer a un metro de sus pies. Estriche había sacado una punta de hierro que tenía canaleta. El nuevo levantó lo que le habían ofrecido. Salieron para el claro.
Perico fue atrás. Atrás de Perico fuimos los demás. La carrera siguió cascoteando sola en la radio: nadie supo quién había llegado antes a la raya. Pero todos vimos el duelo. Le dije a Estriche, una vez más, que dejara el revólver. Al nuevo no parecía importarle: tenía las rodillas flexionadas como para atajar la papa. No podíamos verle los gestos porque estaba con la costra de siempre. El gesto de Estriche sí se vio: frunció la nariz e hizo que no con la cabeza. Agregó:
–No la voy a usar, no la voy a entregar.
Se enrolló la maleta en el brazo izquierdo, como protección. Le tiré otra al nuevo, pero la apartó con el pie. El sol se estaba metiendo en el horizonte; a Estriche se le reflejó en la mirada.
Fue cuestión de minutos. Los duelistas se midieron: la faca del nuevo estaba firme, mientras que a Estriche le temblaban las manos. ¿Sabría que iba a perder? Algunos se habían traído sus botellas. Vi pasar un billete y un manojo de vales para comprar. Los filos trazaron un dibujo inestable. Tuve un mal presentimiento, pero lo dejé ir. Hasta que el nuevo le asestó a Estriche una púa en el brazo derecho, y todos pensamos que ya no iba a poder recuperarse.
En las riñas de gallos, hasta los más punzados pueden renacer. Como a veces también pasa en las peleas a puñetazos, cuando los contendientes son pesados. Pero nunca pasa en las peleas a cuchillo. Herida en el brazo diestro es herida mortal.
Así lo vimos. Y así lo debió haber visto, también, Estriche, cuando el nuevo le asestó la segunda puñalada en el hombro derecho, por encima de la clavícula. Puso rodilla en tierra y puteó. El nuevo dio un paso atrás, esperando a que Estriche se levantara. Cuando se levantó, ya empuñaba la treinta y ocho. Un rumor corrió entre los que estábamos mirando. Estriche soltó la punta, por cuya canaleta jamás volvió a correr la sangre. Apuntó al pecho del nuevo y le vació el cargador.
Lo puedo jurar: los seis tiros dieron en el blanco, a quemarropa.
Seis tiros de treinta y ocho. Le tendría que haber hecho un revoltijo.
El nuevo apenas si se inmutó. Los tiros lo sacudieron, pero no lo amilanaron. Juntando fuerza quién sabe de dónde, dio un paso al frente y asestó cuatro golpes. Atónito, Estriche, y quieto, se dejó perforar. La cuarta puñalada le había dado sobre la cicatriz del cuello. Ahí quedó la faca, clavada. El nuevo la soltó, y con ella soltó el cuerpo inerte de Estriche.
Vimos al nuevo apartarse hasta un peñón. Lo vimos sentarse de espaldas a nosotros, sin marcas de bala, ni agujeros de salida. Lo imaginé sangrando en silencio. Inclinó hacia abajo la cabeza y se quedó quieto.
Mariñaca fue a recobrar su faca, pero en vez de sacarla para arriba, la empujó y la giró sobre la cicatriz. Perico se acercó con el hacha para saltar las vértebras. Simón hizo los pozos. Enterraron la cabeza separada del cuerpo, y al cuerpo con las rodillas para abajo, para que no volviera. Los efectos personales de Estriche casi no hicieron humo. Al revólver me lo dieron, y lo guardé.
El nuevo estuvo quieto por horas. La luz de la luna le blanqueaba el cuerpo, que parecía dormido. Todos lo mirábamos hipnotizados.
Perico hizo un sancocho con lo que había sobrado y unas papas. Hizo salsa de tomate. Sirvió el primer plato y fue a dárselo; con vino, con un pan. Llevaba la cuchilla abrazada entre sus dedos mochos. Se acercó despacio, para no asustarlo, en el caso de que estuviera vivo. Dijo "aquí tiene", y apoyó el plato en el suelo. El nuevo no lo oyó. Perico extendió la punta de su cuchilla hasta el hombro de barro. Apenas lo tocó, cayó un terroncito, y la cáscara del hombre se deshizo en cenizas. Adentro no había nada.
Si todo el tiempo había sido hueco, si había sido solamente una costra, un espesor de tierra con forma de hombre, eso es algo que nunca sabremos. “No se le veían los ojos”, diría alguien, después. “Ni tenía dientes, ni nombre. Ni ganas de comer”.
El lunes a la mañana regresó Belisán. Vivito y coleando, como un perro.
Nos abrazamos; todos lo querían tocar y contarle. Traía una carta entre las manos. La carta, dijo, estaba firmada por mí. Me agradecía que se la hubiera escrito. Le devolví la maleta con sus cosas. Le pagué lo que le debía.
Se la leyó a los otros. Yo lo escuché con atención. En la carta le pedía que volviera, aunque más no fuera a visitarnos. Que era bienvenido, en la próxima cosecha y en todas las que hubiera. Que le habíamos cuidado la Spika, y se la habíamos apagado, para que no se le gastaran las pilas. Y que Estriche ya no existía. Firmado: el capataz.
Las mascotas estaban felices. Mariñaca dijo que había sido un buen gesto escribir esa carta; que hablaba muy bien de mí. Porque no supe qué contestarle, le agradecí. Cuando Perico me sirvió doble carne, me sentí avergonzado. Pero... ¿qué iba a hacer? No había aceptado la situación por mandarme la parte; lo hice para que terminara todo de una vez. ¿Qué tipo de demonio ajusticiaba a un patotero y después mandaba una carta a nombre de otro? Lo hice para ponerle un final a las cosas.
No sé escribir.