ADENTRO Y AFUERA
La arranqué de un tirón. Detrás de los barrotes, sorpresivamente, vi pájaros muertos. Secos, marchitos. Fue algo muy desagradable para mí, porque entendí que las jaulas se guardaron con los pájaros piando y que ellos, después, murieron de hambre y oscuridad y se descompusieron sobre la bandeja de hojalata. Adentro. Pensé en la locura de esos pájaros. Se lo dije a Gómez, pero no me escuchó.
Bañar el primero de los bobis también fue una experiencia desagradable. Yo me había presentado a ese trabajo sin saber, pero al borde del hambre y sin un centavo. El sueldo era excelente y el trabajo parecía sencillo. Qué iba a sospechar lo de los sueños. Cuando terminé de bañar al primero, creí que nunca más iba a poder hacerlo. Y así fue cada vez. "No hay que pensar", decía Gómez. Él era el dueño de la Empresa, y venía siempre de saco y corbata negra, con la pelada brillante, brillante. Como si se la untara con aceite.
- No hay que pensar. Antes fueron seres humanos, pero ahora son sólo objetos. Yo empecé como usted, y aquí me ve. Alguien lo tiene que hacer.
Pasó una camilla con un cuerpo desnudo cubierto por un sobre de plástico. Era una anciana. Alcancé a ver que tenía sangre seca debajo de la nariz. El hombre que empujaba la camilla era un negro. Me miró y se rió (quizás la impresión reflejada en mi cara le causara risa). Gómez pegó unas palmaditas en el vientre fláccido de la vieja. El cuerpo tembló.
- Aníbal -le dijo al muchacho-, dejamelá como a una novia.
Y palmeó también el hombro de Aníbal.
Descubrí que Aníbal siempre se reía. A primera vista parecía ser un muchacho grosero y descuidado, pero resultó un buen compañero. Me indicó unas cuantas cosas. Es curioso, pero yo suelo ser muy reservado y desconfío de la gente como del propio diablo; sin embargo entablé una relación inmediata con él. Su risa me parecía horrible, enferma, pero quizás fuera lo menos malo entre todos aquellos males.
El sueño comenzó a repetirse (ya era la tercera vez que lo veía) y se lo conté a Aníbal. Él se rió y me dijo que no le prestara atención.
- A veces se ven cosas -aclaró-, pero no hay que creer en eso. Siempre todo parece ser mucho peor de lo que en realidad es.
Entramos al baño que me había tocado y las piernas comenzaron a temblarme de la excitación.
Me quedé solo. En esa habitación había varias cosas: una mesa chica revestida en fórmica imitando madera, un lavatorio, una bañera grande de hierro fundido, cinco frascos, una botella con desinfectante y un cadáver de hombre desnudo. Los frascos estaban apilados sobre el borde de la bañera; el bobi, adentro. Abrí las canillas. El agua le golpeó en el estómago y me pareció que había sufrido una ligera contracción en la piel. El chorro, duro y perforador, cavó un pozo a centímetros de su ombligo, lo que hacía parecer que tenía dos.
Éste era un detalle extraño. La piel se le arrugaba en pliegues, como las ondas que se forman en la superficie del agua al tirar una piedra. Era un muerto petiso y gordo, del tipo de Gómez. Tenía una cicatriz en el bajo vientre, de alguna operación, y muy poco pelo. Estuve largo rato mirándolo, sentado al borde de la bañera. Me lo imaginaba contador, pero en la planilla sólo figuraba el motivo de su muerte, en manuscrito. No me esforcé en leerlo. No me interesaba la muerte en lo más mínimo; sencillamente estaba allí porque no podía encontrar trabajo de otra cosa. Era imposible conseguir algo digno. Y ahora te limpio los sobacos, gordito. Aníbal me había contado de cuando le tocó lavar al portero de su edificio. Hacía nada más que una semana se habían trenzado por no sé qué pavada de los ascensores; el portero gritó hasta que se le cansó la garganta.
- Y ahora ya ves -dijo. Sonreía mientras hablaba.- Tarde o temprano, siempre pasan por el cepillo de Aníbal.
Como si él fuera eterno, un poco Dios. Apreté mi propio cepillo con furia, para no morir nunca.
- Un bobi es piel, huesos y tiempo. Un bobi es poco tiempo. Es descascaramiento, pudrición.
Gómez frotaba el tenedor con el cuchillo al decírmelo. Ese momento era como ir a misa, y era necesario que todos los que limpiaban pasaran por él. Había trozado el bife en pedazos pequeños y se llevaba esos pedazos a la boca, acompañados con alguna papa o una rodaja de tomate que pescaba directamente de la fuente.
- Un bobi es como una bolsa plástica de basura. La piel es la bolsa. Lo que hacemos nosotros es mostrarles al resto que la bolsa es blanca como la nieve. Que el contenido no afecta las apariencias. Todos saben que adentro hay basura. Pero eso es asunto de gusanos. Los gusanos devorarán esa basura. Yo sentía su masticación, y Gómez parecía el rey de los gusanos, devorando la carne podrida.
"Me acerco a las jaulas tapadas. La luz del desván pestañea, indecisa por enseñarme lo que va a pasar, lo que voy a ver. Yo no presiento nada. Las jaulas que se guardan, siempre se cubren con una manta. A su vez, con el tiempo, el polvo cubrirá a la manta. A ésta, por ejemplo (¿era blanca, gris, marrón?). Los dedos se me crispan al contacto del género. Descorro el telón. Los pájaros, en el suelo de chapa de la jaula, duermen su sueño eterno, con los picos abiertos."
Abro los ojos. Tengo las manos sumergidas adentro de la bañera llena de agua sucia. Saco el tapón. Nadie me está mirando. Si sé que me miran no puedo soñar una sola imagen.
¿Cómo flotan los muertos? Qué pregunta. Empujando con mis manos en el medio de la cabeza de este fraile (le digo fraile porque tiene un círculo sin pelo y bastante crecido a los costados), lo sumerjo hasta que desaparece. Los pelos que cubren sus orejas y la nuca expresan tímidamente el movimiento. Flotan con más tranquilidad que el resto del cuerpo, como diciendo "si nosotros todavía tenemos cuerda para rato". Cuando aflojo, el cuerpo vuelve a la posición inicial.
Aunque me prohibieron esto de sumergir las cabezas, lo sigo haciendo. En la soledad, uno hace todo lo posible para zafar de lo permitido.
Lo más difícil es darlos vuelta. Aníbal me dijo: llamame que te ayudo. Me habían dado un viejo choto con una metástasis múltiple. Me daba repulsión, y eso que ya había lavado. Creo que lo que más asco me daba era saber que tenía cáncer adentro. Como si el cáncer fuera un bicho que en cualquier momento pudiera salir por la boca y morderme un brazo, y contagiarme su rabia.
Cuando lo fui a buscar a Aníbal a su baño, él estaba lavando a una pendeja. Me enojé, porque ahí me di cuenta que me habían soltado los peores. Le dije si no le daba vergüenza. El agua jabonosa dejaba ver parte de los pechos erguidos de la mocosa. Tendría veinticinco años.
- ¿Ah, sí? -dijo él- Andá a ver qué lindas piernas tiene.
Sumergí mis manos en el agua hasta tocar el fondo de la bañera.
- Accidente de tren -completó Aníbal-. Se desangró sobre las vías.
Le habían trabado los muñones con un tirante cruzado sobre el vientre, para que la cabeza le quedara afuera.
Yo estaba temblando cuando entramos a mi cuarto. Aníbal me ayudó a dar vuelta al viejo. Seguía cagándose encima. Él dijo: - Mande bala, nomás, compañero -y me pasó el cepillo. Se refería a que le limpiara la mierda raspándole la piel. No pude.
"Es una viejita muy dulce y aparece reclinada como una buena abuela, adentro de la bañera. El agua está tibia. La expresión me trae recuerdos de mi propia abuela, o tal vez de una vecina de mi abuela. Sus labios están pegados. El mentón roza la superficie quieta del agua. Le echo colonia de uno de los frascos; una lavanda. Así parece que estuviera más alegre, pero no. Está muerta. La muy conchuda. ¿Espero palabras de su boca de mujer? ¿Que me cuente de su vida, de sus hijos y sus amores? Todo eso está quieto, balanceándose sobre el agua como el cepillo; casi quieto. Que me diga de aquel macho que le chupó por primera vez estas tetas colgantes, estos dos nidos deshabitados. Pero su boca enmudeció y sus oídos no responden al pedido mío muy cerca de su rostro; yo mojándome la pera en su agua final. En el agua que su tacto no alcanza. En el agua que fue."
Lo vi a Aníbal hablando con el marido de la chica, que parecía desconsolado. Se agarraba la cabeza con las manos y Aníbal intentaba tranquilizarlo. Fue justo al irme; marcaba mi tarjeta y oí que le decía palabras de aliento a la vida. El hombre tendría unos treinta años y nervios de alterado mental. En un momento se dio vuelta y salió corriendo. Yo aproveché para saludar a mi compañero, que sonreía.
- Siempre sonriente -le dije.
- Sí -dijo él.
- ¿Y ése? ¿Lo asustaste?
- ¿Qué?
- El que se fue corriendo.
- Era el marido de la del tren.
- Me di cuenta.
Guardé mis manos en los bolsillos y él alzó los hombros, sacando pecho. Con un orgullo inexplicable, dijo:
- No sabe que yo también la vi en bolas.
Había uno en el grupo que afirmaba haberse cogido dos o tres bobis, sin ningún tipo de reparos. A mí me parecía un tema siniestro. A Gómez no le importaba. Él miraba pasar la vida desde su corbatita y, mientras entrara plata, la sexualidad de su personal lo tenía sin cuidado. Aunque para mí no era un problema estrictamente moral, sino más que eso. Era la náusea en toda su amplitud.
- Inclusive -agregó otro de nuestros compañeros, uno tan delgado que parecía no tener carne sobre los huesos-, una vez se cogió a un pibe de catorce. El pibe tenía leucemia.
Lo miré espantado. El tipo afirmaba cada disparate que decían el flaco o Aníbal. Hacía que sí con la cabeza. Dije:
- Debe ser feo.
El tipo puso cara de no importarle, para agregar:
- Si te ven.
Aníbal, al principio, me había dicho que rezara para que no llegara uno con enfermedades en la piel, porque me lo iban a dejar "sí o sí". Lo dijo con la seguridad de aquel al que le ha tocado ya, a su pesar, lavar un leproso.
- Me acuerdo de ése que vino lleno de estrías y granos. Yo era recién llegado, así que me lo soltaron adentro de la bañera. Los granos se reventaban al paso del cepillo. Y vos sabés: el pus es como el óxido; jamás descansa.
Seguí soñando con aquellos pájaros. Todas las tardes cerraba la puerta con llave y me tiraba al costado de la bañera, en paralelo con el bobi, pero con la cabeza para el otro lado. Me acostumbré así; Aníbal me dijo que todos lo hacían. Era la siesta. Hasta Gómez se acostaba a dormir.
- Nadie jode a nadie. Hay una hora, en este lugar, en la que todos somos como muertos.
Cruzaba las manos sobre el tórax, aparentando la postura de un bobi en el cajón.
- ¿Por qué creés que los ponen de esa manera?
- No sé. Para que duerman más en paz.
Aunque crucé los dedos sobre el pecho, los sueños se me hicieron más reales y desesperados. "¡No puedo aguantarlo!", le grité a Aníbal, con la cara desencajada por la tensión. Él sonreía con tranquilidad.
- A esta hora de la tarde -dijo-, tus pájaros te salvan de ser igual a ellos.
Gómez contó que a la mañana habían llevado uno con tres tiros: dos en el pecho y en el hombro derecho y el tercero en la cara, debajo del pómulo también derecho. Y que las instrucciones eran "velarlo a cajón abierto".
- ¿Y?
- Le dije a Aníbal, que se da maña para todo, que le arreglara la cara.
Aníbal levantó los hombros.
- ¿Y qué hiciste?
- Un relleno con pastina marrón. El tipo era un groncho de la mafia del Once. Medio chino. Después le agregamos maquillaje y lo dejamos secar. Antes lo habíamos lavado, se entiende. Cuando secó el maquillaje, lo unté con parafina. La cara le brillaba como un bronce. Era otra persona; la madre lo vio y se puso a llorar de la emoción. Te juro; un maniquí. Lindo como un maniquí en una vidriera.
En la mañana del martes entró una contracturada. Los demás no me avisaron. Aníbal, en un momento, parecía que iba a decirme algo, pero se arrepintió y me dejó sólo con la dura adentro de la bañera. Los otros le habían prohibido que me avisara. Abrí las canillas. La señora tendría unos setenta años. Yo estaba distraído porque trataba de pensar en otras cosas. Fundamentalmente en mis sueños. Entonces apoyé mis manos sobre su abdomen de piedra y las piernas se le encogieron de un tirón. El susto me arrancó del agua, martillándome la cabeza contra el lavatorio. Quedé tendido en el piso, sangrando. Ellos, que se habían escondido detrás de la puerta, entraron al baño dando carcajadas. Yo los veía como a seres extraños, salvajes. Me pregunté qué estaba haciendo ahí.
- No hay que distraerse con los tiesos -sentenció Gómez. Aníbal me ayudó a ponerme de pie, para agregar:
- Así se mueven los muertos.
Cuando pude tranquilizarme, me di cuenta que había pagado el derecho de piso otra vez. El baño estaba empapado y la bobita seguía ahí, lo más sentada, con la cabeza erguida como la de un tótem.
(En el instante en que me quedé solo, le metí un dedo entre las piernas. Sus labios también estaban duros. El acto me excitó. El agua tibia nos ponía la piel de gallina, a la vieja y a mí. Me dio un poco de miedo y saqué la mano. Su pequeño monte de venus cabía en el centro de mi palma. Tomé el cepillo. Se lo pasé, pero el ruido que hizo me retiró las manos del agua. Su piel era de pergamino; ¡pedía caricias y no el desgaste bruto de mi cepillo! Cerré los ojos sin alcanzar a ver las jaulas.)
Cuando me lo trajeron a Rubén Fernández, yo supe que iba a pasar algo. Tenía la frente descubierta y, fue una premonición, me pareció que iba a complicarse. No quise lavarlo, y Gómez me gritó que desde cuándo elegía cuerpos. Había algo en él que no estaba bien. Entré al baño enceguecido por la impotencia. Leí sus datos buscando una respuesta: CINCUENTA Y SEIS AÑOS; ATAQUE CARDIACO PROVOCADO POR ASFIXIA. Tenía los ojos sin cerrar, con los párpados bloqueados como dos cables adheridos a los arcos superiores. La expresión me alteró más. Parecía no comprender el tema de la muerte. Como yo, o como tampoco lo comprendía Gómez. Lo toqué con desconfianza. Con desconfianza volqué el desinfectante de la botella, hasta vaciarla. Su miembro estaba de pie, duro como un mástil. Se lo bajaba y le volvía a subir. Ahí fue cuando escuché la queja. Como si fuera un ronquido venido desde otro baño. Volví la cabeza y el agua se agitó, huracanada, y una trompada enérgica e instantánea brotó de la bañera, pegándome debajo del mentón; mi cara dio un cuarto de vuelta hacia el frentazo del bobi que partió mis labios y me hundió medio cuerpo adentro del agua. Creo que perdí el conocimiento y lo recuperé, todo en un segundo. Fue tan vertiginoso que salí de ahí de un salto, sin comprender. El tipo se movía en una compulsión continua de brazos y torso, de cabeza y manos. ¿El grito fue mío, o de él? Apreté la botella.
Los otros me encontraron con los ojos abiertos, diciendo cualquier cosa y pegándole más y más botellazos en la cara hasta verlo quieto y sangrante, quieto y mudo, quieto y muerto otra vez. Aníbal me agarró de los brazos. No sé cómo salí de allí.
Amanecí en una cama de hospital. Aníbal estaba sentado a mi derecha, y los tubos de plástico salían y entraban por los agujeros de mi cara. Había soñado.
- ¿Dónde estoy? -pregunté, y él hizo un gesto para que me callara. El cuerpo me dolía como si me hubieran pegado una paliza. Aníbal dijo algo así como que me quedara tranquilo. Traté de recordar qué había sucedido. Vi a los muchachos a mi alrededor, en ronda, sosteniéndome; vuelto un loco. Vi pájaros pegados contra el fondo de una gran jaula. "¿Qué tengo que ver?", me esforcé en preguntarle; él vovió a llevar su índice a los labios para que mantuviera la calma. Una enfermera entró y me inyectó algo en el brazo. Aníbal se borroneó junto a las líneas del cuarto.
Le pregunté por los muchachos. Ya me habían sacado los tubos de la cara y podía reconocer a las enfermeras. Aníbal era el único que venía a verme. Eso me parecía mal. Él dijo:
- No te vienen a ver porque les das miedo.
- ¿Y el tipo?
- Qué tipo.
Un nombre y un apellido que tenía grabados en la memoria, pero del que no sabía nada más.
- Rubén -dije.
- ¿Qué Rubén?
- Rubén Fernández. Decime qué le pasó a ese tipo.
Aníbal me sostuvo por los hombros como si fuera a caerme.
- ¿No te acordás?
- No.
Justo entraba el médico y le pidió que se retirara de la sala. Dio un par de recomendaciones y me dejó solo otra vez. Aníbal abrió la puerta y se acercó a mi cama.
- Dormí. Fue un caso único de catalepsia, que viene a ser algo así como una hipnosis de los sentidos. Nos dijo el tordo. Nunca había ocurrido, y Gómez prometió que nunca volverá a ocurrir. Es casi imposible. Dice que te tomes vacaciones. Que lo que pasó no existe. Que te olvides.
- ¿Por qué?
- Dormí, no te digo.
- ¿Cuánto tiempo estuve inconsciente?
- Tres días.
Esa noche soñé con un tipo con la cabeza vendada. Estábamos en un cruce de dos calles de tierra. Yo me había detenido justo debajo de la luz, porque sentí que me seguía alguien desde la oscuridad. Me di vuelta. El cielo estaba negrísimo de espanto; de la nada salió el vendado. Llevaba una jaula vacía en una mano y enseguida se presentó.
- Fernández -dijo, ofreciéndome su derecha. La apreté sin dudar. Algo explotó adentro de su mano; un algo blando, como una fruta podrida. Me enseñó la palma abierta. Sangre y plumas.
Al otro día volvió a visitarme Aníbal. Yo ya había hilado casi toda la historia mediante preguntas a las enfermeras y retazos de recuerdos que iban apareciendo. Me trajo flores y la novedad de que me darían el alta en cualquier momento. No me sentía del todo bien. Se lo dije y él explicó que necesitaban esa cama. Agregó también que con los muchachos me estaban preparando unas "vacaciones" por la obra social, que iban a ser totalmente necesarias. Gómez y todos opinaban igual. Le dije que no quería irme de vacaciones. Él subió los hombros y siguió hablando de cualquier otra cosa. Le conté que había tenido un sueño con el tipo aquel, y le pregunté cómo estaba. Me contestó que bien, que no sabía mucho, pero creía que bien.
- Resucitado por segunda vez -agregó.
- No entiendo.
- Casi lo matás. La botella chorreaba sangre. Le partiste la cabeza con saña. En dos partes. Todavía está jodido.
- ¿Quién lo vio?
- Nosotros. Gómez. El tipo podría haberle hecho un quilombo de puta madre, y sin embargo prefirió bancarselá.
- ¿Y?
- Y nada, que se salvó por segunda vez. Yo te entiendo. ¿Quién soporta que alguien quiera volver? Nadie. Yo también lo hubiera reventado a botellazos. Había que matarlo.
- Los nervios, che. Del miedo.
Él dudó.
- No sé -dijo-, había más que eso. Te pasaste de la raya; le dabas y le dabas masa. Vos tenías los ojos llenos de furia, no de miedo.
Me habían avisado que me darían el alta a la mañana siguiente. Aníbal estaba ahí conmigo. Se ofreció a ayudarme a juntar las cosas. Yo había reflexionado mucho sobre la conversación mantenida el día anterior, y quise sacarle el tema de nuevo. Él estaba preocupado por la valija y por si me darían o no el último desayuno. Se lo dijo al médico, que le prometió que sí.
- ¡Quiero saber más del bobi!- le grité.
- Caramba -dijo- qué energía. Tiene razón el doctor en darte el alta.
Me senté sobre el colchón, esperando oír.
- ¿Y qué querés saber? -preguntó.
- Algo. Cómo está, dónde vive, de qué trabaja.
- ¿Para qué?
- Me interesa.
- Es casado. Tiene una tienda de pájaros en Flores.
La piel se me erizó.
- ¿Qué te pasa?
- Nada -dije-. ¿Una tienda?
- Sí.
Esa noche volví a soñar con Fernández, parado en el centro del cruce de tierra. La luz de la lámpara le hacía brillar la pelada. El círculo de luz del piso estaba rodeado de jaulas, lo que formaba un cilindro de una altura que oscilaba entre los treinta y los setenta centímetros. Todas ellas tapadas con trapos blancos (yo igual me daba cuenta de qué se trataba). Entré al círculo saltando sobre una cualquiera. El tipo dijo:
- Llevesé la que le guste, pero no pegue.
Me hizo gracia. Entre los dos quitamos los trapos. Era un tipo simpático, bonachón. Las puertas de las jaulas estaban abiertas. Adentro, todos pájaros muertos. Lo miré como diciéndole "qué pasó". Puso cara de no saber.
- Esta jaula, por ejemplo, con este petirrojo...
- Qué -dijo.
- Que está muerto.
- ¿Y? Todos estamos un poco muertos.
- Pero este está muerto del todo.
- No sé. Toqueló, a ver.
Metí la mano adentro de la jaula. El pájaro se despertó, abriendo las alas como si naciera, como un gran batifondo, como un susto con alas.
A las once de la mañana dejé el hospital. Gómez me había suspendido del trabajo, por boca de Aníbal, hasta quién sabe cuándo. Estaba encubiertamente expulsado de un lugar al que no pensaba volver. El sobre lleno de dinero me hizo bien. Gómez, al fin y al cabo, era una buena persona. Aníbal asintió. Me dio también un pasaje a la costa y un papelito anotado. Pensé que sería la dirección de Fernández. Él me miró sin entender.
- Es la reserva en un hotel de la obra social que tiene ventanas a la playa. Un regalo mío y de los muchachos, para que descanses de lo que te pasó.
Le agradecí. Me vestí tan ansioso como si tuviera quince años y fuera al primer baile. Estaba totalmente repuesto.
Aníbal dijo: - Ahora andá a tu casa.
Él sabía lo que yo estaba por hacer.
- Andate a tu casa, y después te me vas de vacaciones. Ni se te ocurra pisar Flores.
Yo ya lo había decidido. Nos dimos la mano en el momento en que pensé: "hasta nunca, Aníbal". Daba la mano con tanta flaccidez que parecía un pescado.
Averigüé la dirección telefoneando a Gómez. Lo hice caer con una mentira infantil. La pajarería quedaba en la calle Rioja; el colectivo 41 me dejó a dos cuadras. Observé la vidriera desde la vereda de enfrente. Crucé la calle. Las jaulas se amontonaban por decenas, formando columnas de alambre. Esqueletos. Entré.
Se acercó una señora. "Buenas tardes, qué va a llevar". Tenía la cara redonda y los cachetes inflados.
- Quiero dos mirlos en una jaulita.
La señora metió la mano adentro de una jaula y los pájaros se alborotaron. Sacó uno pequeño, negro.
- No, no quiero dos iguales. Ponga ese mirlo y aquel amarillo.
- Es un canario.
- Está bien.
La señora se quedó mirándome, como si algo no funcionara.
- Necesitará jaulas separadas -dijo.
- No. Póngalos adentro de aquella -le ordené.
- Es muy chica.
- No importa.
- No podrán convivir. Los pájaros precisan espacio.
- Yo soy el que compro y los quiero en la jaula chica.
La mujer no entendía.
- Espere un segundito -dijo, y se fue hacia la trastienda. Los pájaros hacían un ruido ensordecedor. Volvió a aparecer, seguida por el marido. Nos quedamos tiesos, unidos por los ojos.
- Mejor andate -le dijo. Ella juntó las manos nerviosas sobre su boca. El ruido se detuvo por completo. Él volteó la cabeza para mirarla gravemente y el cuerpo de la señora pasó el umbral de la puerta, como si la hubiera empujado con las ganas.
Fernández volvió a mirarme. La cicatriz era un surco ancho que le dividía la frente en dos, desde el puente de la nariz hasta la entrada de pelo en la sien derecha. Dijo:
- Yo estaba encerrado en mi cuerpo como en una celda. Vi cómo me cepillabas. El jabón me entró en los ojos y en la boca, y mis agujeros absorbían esos jugos de desinfectantes y alcanfores. Toda esa limpieza tuya. Me pregunté qué pasaría cuando moviera el primer dedo, cuando soltara nuevamente la voz.
Yo jugaba con una moneda sobre el mostrador de madera. No sabía qué decir.
- Que nunca te toque eso de querer moverte y que el cuerpo no te responda.
- Comprendamé -lo interrumpí. Mi voz era una súplica-. Los nervios. El asunto de los nervios. No es joda.
Él se tocó la herida.
- ¿Y por qué el odio?
- No sé.
- ¿A qué viniste?
- A comprar unos pájaros.
- No van a poder vivir juntos. Se van a querer matar.
- En casa tengo otra jaula más grande -mentí-. Ni bien llegue, paso el mirlo.
Dudó más que la mujer. Ella apareció por detrás y se escudó en sus espaldas. Él le dijo:
- Marisa, hacé lo que te diga el señor.
Y, dirigiéndose a mí: "buenas tardes".
Salí de allí con la jaula en la mano. Llegué a mi casa. Un olor a desierto llenaba todos los lugares. Era una colección de humedades olvidadas; un musgo. Apoyé la jaula sobre la mesa. Los pájaros piaban alborotados. Pensé: "debería mostrarles el mar, antes, para que sepan". Para que vean y después sueñen. Y no se olviden nunca. Y se lleven ese recuerdo infinito, extendido hasta límites a los que jamás llegarán entre barrotes. Levanté las puntas del mantel hasta cubrir la jaula. Parecía un paquete de regalo, porque el mantel tenía estampadas unas guardas con flores muy alegres, como un papel para envolver objetos felices. El pasaje estaba en mi bolsillo; el sobre adentro de la valija. Desde la puerta, al verlos por última vez, supuse que pedirían clemencia, adentro de su caja forrada en tela. Que pedirían luz, agua, comida. Que pedirían que me quedara. Cerré la puerta.