EL CORAZÓN DE DOLI / CAPÍTULO 2
Hasta el día en que recibió el llamado telefónico de Estados Unidos, Patrick Mc Pollen Fritten se llamaba Patricio Maidana y vivía en Once. Patricio era hermano de Chiqui, por consiguiente tío de Sergio y Víctor. Despeinado, tenía un fuerte parecido con Robin Williams. Cuando lo conocí trabajaba dibujando “Las siete diferencias” para el diario Crónica, bajo el seudónimo de Chatrán, y formaba parte del equipo en el que inventaban noticias policiales para llenar los espacios en blanco en los días con pocos homicidios. Los dos sueldos apenas le alcanzaban para vivir.
“Las siete diferencias” es un juego formado por una viñeta que se repite con siete errores. El juego consiste en descubrirlos. Los errores suelen ser un surco más en una valla de madera, un rulo de menos, una tercera trenza, un zapato blanco en lugar de uno negro. Patricio hacía una viñeta con tinta china, que después fotocopiaba y retocaba, agregándole o quitándole detalles. Entregaba los originales con la solución todos los días a las cinco de la tarde; el jefe tardaba un minuto en resolverlo.
Patricio sabía de esas diferencias porque había nacido naturalmente —siempre lo remarcaba utilizando esta palabra— con un hermano gemelo, Emilio, con el que se había llevado mal en la adolescencia. La madre de ellos compraba la ropa por duplicado y los vestía igual: eso reforzaba la simetría.
Cada uno de los detalles que en el dibujo significa un retoque de pincel, en la realidad puede ser una diferencia importante. Un hombre que sale a la calle con un zapato blanco y uno negro es loco o es excéntrico, muy diferente del que lleva los dos zapatos haciendo juego. De un loco se puede esperar un asesinato, un incendio, un atentado. De un excéntrico puede esperarse una obra de arte o una revolución. Y del hombre que va con su maletín y los dos zapatos del mismo color, ¿qué otra cosa podríamos esperar que la llegada puntual al trabajo, el relleno de los expedientes de rutina, una menguada felicitación de su jefe de personal? Un hombre con un zapato blanco y otro negro puede ser un distraído que se lleve por delante con su auto a una señora embarazada de trillizos, o un Einstein.
No era el caso de Patricio. En ese tiempo, Patricio era una persona observadora de todos los detalles, hasta los más irrelevantes, con la única misión de ponerlos en la viñeta de Crónica. Por ejemplo: veía en el edificio del diario que los escalones tenían los cantos gastados hasta el tercer piso, y el jefe de mantenimiento los había arreglado con perfiles de hierro. Desde el tercer piso hacia arriba, los cantos eran los originales de cemento armado. Patricio pensaba: “Debe ser porque los periodistas que suben más allá del tercer piso toman el ascensor”. También pensaba: “Debe ser porque arriba están las oficinas de los gerentes, adonde los periodistas solo van una vez, a quejarse, antes de ser echados a la calle”. Hasta ahí, los razonamientos eran correctos. Patricio —yo lo traté de joven, mientras noviábamos con Chiqui— redondeaba todo en un tercer pensamiento que no siempre era acertado, pero sí era una generalización banal. En el caso de los escalones había llegado a esta conclusión: “El cemento armado, desde un tercer piso hacia arriba, es menos erosionable”.
La lógica del comportamiento y la personalidad de Patricio era la del agua. Hay mucha gente que es así. La lógica del agua es la lógica de lo que debe ser contenido para sostener una forma, y lo que debe ser congelado para mantenerla. Congelar una cosa viva es fácil; reanimarla tras el descongelamiento, un tema complicado y ambiguo, porque nunca sabemos bien qué efectos pudo haber causado la criogenia.
Patricio encontró una contención en su esposa, una rubia parecida a la mujer de Beckham. Él guardaba una colección de fotos de las revistas Vanity Fair y Vogue, donde la mujer del jugador de fútbol mostraba sus piernas desnudas con periodicidad. La esposa de Patricio, Calda Camina, también tenía veleidades de diosa. Solo que Calda tenía las piernas un poco chuecas, aunque bien torneadas, y el ojo derecho le bizqueaba de vez en vez, producto de un estrabismo mal operado cuando niña. La mujer era como una botella que contenía a Patricio; él había tenido que cambiar de trabajo para poder ser un contenido posible.
Durante un tiempo lo tuvo enloquecido con eso de que tenía que cambiar de vida. Calda había quedado embarazada del primer hijo, Mauro, y ellos aún no habían salido de Once. Tanto chino y judío ortodoxo molestaba a Calda, que era muy rubia. Chiqui apoyaba sus ínfulas: cuando se mudaran a un barrio como la gente, ella iría a visitarlos. Once era mersa. A Patricio no se le ocurría cómo salir de ahí.
Vinieron varias veces a La Magdalena, con la esperanza de que yo les diera una mano. La Magdalena es una ciudad veraniega que está cuarenta y ocho kilómetros antes de Arenas Verdes, viajando desde la Capital. Se entra por la ruta hasta una avenida hacia la que dan los comercios. La avenida desemboca en el paseo costero; más abajo está la playa, el mar. Hablábamos de cualquier cosa; tomábamos mate. Calda se reía sin parar y a Chiqui le molestaba.
Patricio tuvo el principio de un golpe de suerte cuando el actor Robin Williams llegó al país a grabar una saga para Subiela, sobre un pobre cómico con una metástasis múltiple agonizando en una cama de hospital. El cómico tenía el espíritu tan alto que hacía reír a los internos, a los practicantes, a los de seguridad. El personaje parecía que se iba a morir al final de cada episodio, pero como era una serie, seguía vivo para la siguiente. Era un proyecto de tres años en el que Patricio iba a poder utilizar su parecido físico con el actor americano, haciéndole de doble.
Chiqui había leído el anuncio en el diario La Nación, y lo había empujado a ir. ¡Patricio actor! Ah… ahora sí iban a salir del anonimato. Él se despeinó antes de entrar al set. Salió segundo de treinta. El sosías número uno era más joven, por eso Robin lo había elegido. Patricio repitió las palabras de Robin:
—Is gud, ol rait, naistumichiu.
Vio cómo se daban la mano, y cómo le brillaron los ojos al sosías. Las aspiraciones económicas de aquel joven se triplicaron con el acto de confianza del actor, en una proporción inversa al presupuesto de producción. Después vino Patricio, con un pago que intuyó modesto para el cine, pero que duplicaba su sueldo en el diario. Calda le reprochó que no hubiera pedido más, y le aconsejó que fuera a Crónica a insultar al jefe por los años pasados de cobrar miseria: por usurero, por ladrón. Patricio juntó coraje y fue. Subió al quinto piso por las escaleras, para poder pisar en los escalones de narices originales. Le cantó al jefe una fresca y media sobre “Las siete diferencias”, porque no se animó a cantarle las cuatro que llevaba aprendidas de memoria. Bastó para que lo echaran. Bajó por el ascensor.
A los dos días de filmación, Robin se había emborrachado con ginebra y le había cantado sus cuatro frescas a Subiela. No quería ver más ángeles, ni gnomos, ¿cómo se lo tenía que decir? “¿Duiuanderstandmi?”. “Yes”, contestaba Subiela. Igual se fue. Y Patricio se quedó con su contrato inútil, sin saber a quién reclamarle. En la productora se lo podían cambiar por un doble de indio en una película de superacción.
Estaba muy deprimido, y Calda le repetía: sos un inútil, nunca vas a triunfar, yo quiero que me mantengan como a la de Beckham. Mientras tanto, continuaba ocupada con sus bonsáis criollos, que lograba a base de complicados injertos y bulbos, como enseñaban por televisión. Le quedaban dos meses de embarazo: era el tiempo que le daba para conseguir un empleo digno con el que mantener a la familia. Para colmo de males, el tío Emilio también estaba desocupado.
Si Patricio era difícil de emplear, Emilio era el colmo de la inutilidad. Directamente, no servía para nada. Se pasaba el día inventando aforismos absurdos. Decía de mí que era un tipo lo suficientemente introvertido para ser ginecólogo. Y no soy ginecólogo. Por esa época sufrió el accidente. Cuando lo examiné, vi el hematoma en el cuero cabelludo. Lo internaron un viernes 7, aunque Chiqui decía “un viernes 7 es como un martes, ni te cases, ni te embarques”. Pero esto era una operación, así que Calda lo convenció a Patricio para hacerla cuanto antes. Chiqui, aunque también era hermana de Emilio, nunca se había metido en los asuntos de los varones. La operación salió mal. El tío Emilio, soltero, había quedado en vida vegetativa. Tuvimos que internarlo; aportamos la mitad de los gastos. La otra mitad fue un peso importante en la deuda del pobre Patricio.
Entonces apareció aquel abogado. El tío Emilio poseía varias propiedades y títulos. Había sabido invertir; no se le notaba porque era amarrete. Pero ahora estaba muerto en vida y Patricio y Chiqui eran su única familia: si conseguían hacerlo pasar por totalmente muerto, él les podría preparar el legado. Conocía un juez tranquilo, más fácil de adornar que un árbol de Navidad. Patricio vino a verme por el certificado de defunción; me negué. Tuve que aguantar los gritos de Chiqui durante un mes. Era la primera vez que la veía interesada en su hermano Emilio. El ojo de Patricio, que estaba acostumbrado a “Las siete diferencias”, no tardó en apuntar un par de rúbricas exquisitas que eran la propia caligrafía del aforista. Antes de fin de año habían heredado, aunque Patricio dijera que el dinero le había venido por la venta de los derechos de un libro del tío. Sé que el abogado se quedó con un departamento en Floresta, y el juez con uno en Palermo Viejo. A Chiqui no le tocó ni una moneda. Patricio nunca en su vida había visto tanto dinero.
Les alcanzó para mudarse a San Isidro y pasar al tío Emilio a una clínica peor que, paradójicamente, quedaba en Once. La casa tenía fondo y pileta. Chiqui estaba enojada con Patricio y con Calda, pero más aún con Emilio. Prometió que jamás iría a visitarlo.
Patricio compró dos perros en el Tigre. Los perros eran galgos producto de una clonación múltiple realizada en la Facultad de Veterinaria de la Universidad de Buenos Aires. Nunca entendí eso de que en la Facultad clonaran perros. La vaca es el animal que siempre ha estado en la mira de los científicos que quieren hacer dinero rápido con el tema de la clonación. Se le retoca el genoma para lograr que la leche sea un remedio, convirtiendo a la vaca en una farmacia viviente. Si se clona un animal campeón se continúa una cadena económica con un vasto mercado. Lo mismo ocurre con los caballos de carrera. Pero… ¿perros?
Patricio llevó los galgos a su casa. Eran igualitos, salvo en el temperamento: uno era bueno y el otro era malo. El bueno lamía la mano del amo; el malo tiraba el tarascón. Todos se equivocaban todo el tiempo, y el perro malo sacaba partido del error haciéndose el bueno para morder. Mauro había empezado a gatear. Patricio pensó:
1) el parecido físico de estos animales nos confunde y
2) pone en peligro a Mauro, por lo tanto:
3) los perros no sirven.
Y compró un revólver Colt calibre treinta y ocho.
Esa noche recibió el llamado desde los Estados Unidos. Era el abogado, que tenía un negocio para ofrecerle. Unos alemanes habían descubierto una manera de clonar pollos que resultaba baratísima para la hamburguesería. No tenían huesos sino cartílagos; no tenían plumas, ni patas, ni picos, ni ojos; los tenía que ver, eran un negoción. Durante un tiempo los habían trabajado con la cadena KFC en el territorio estadounidense, pero ahora habían puesto su propia cadena, los Mc Pollen Fritten. Era una mezcla de McDonald’s y KFC, pero mucho mejor.
—Es una franquicia —explicó—. Hay un tipo en la Argentina que pone la tercera parte, con un testaferro. Te llamo por si te interesa.
Patricio tomó aire.
—¿Y qué tendría que hacer?
—Gerenciarlo.
—¿Acá?
—En La Magdalena, el pueblo de tu hermana.
—¿Con qué sueldo?
—Veinte lucas al mes.
Aunque no era tan así, porque de veinte mil pesos le tenía que pagar como mínimo cuatro mil a una secretaria; entre viáticos y un cadete se le irían otros dos. Además, el abogado se quedaba con seis mil durante los primeros tres años.
—No da puntada sin nudo —dijo Patricio, cortando el teléfono después de afirmar que lo pensaría. —¿Quién era?
—El de la sucesión.
—¿Qué quería?
—Ofrecerme una pyme.
A Calda, la palabra pyme la sedujo por completo, tanto que ni le importó tener que mudarse a la playa. Iba a ser mejor para criar al niño; en San Isidro había crecido la violencia y la calle estaba muy insegura. E iba a poder hacer de secretaria en los tiempos que le dejara libre la crianza, así esos cuatro mil pesos podían quedar en la familia. También podían darle trabajo de peón al clon de Chiqui… ¿cómo se llamaba? Hasta que creciera Maurito.
—¿No será muy chico?
A Calda no le parecía. Con… ¿cinco, siete años?, en países más del tercer mundo, digamos cuarto mundo, los niños iban a la guerra. ¡Mirá si ese renacuajo no iba a poder levantar paquetes y fregar pisos! Patricio pensó que esos seis mil pesos que el abogado se quedaba de comisión los iba a poder recuperar en los sueldos de las cajeras y de los menores de edad que trabajaran como meseros: les quitaría trescientos pesos por sueldo, y los obligaría a firmar por el total. Bastaría con tener veinte empleados. Si tenía más, ampliaba el negocio. Hasta que el teléfono sonó, el tiempo se le hizo eterno.
—¿Sería Gerente General? —le preguntó al abogado.
—Gerente General, de Personal, de Ventas. Hasta tendrías que hacer de payasito.
—¡Jamás!
—Vestirte de payasito, digo. Los padres que comen en McDonald’s tienen la ilusión de que cada vez que mastican un Big Mac están haciendo beneficencia. Y todo por el payasito. Los alemanes creen que es el punto por el cual McDonald’s vende más que KFC, aunque nunca se sepa bien adónde va a parar la plata de las donaciones. Te paso el contrato por fax, así lo ves, y cuando llegue a San Isidro te doy las instrucciones.
—Bueno...
—Otra cosa: desde ahora no te llamás Patricio, que es tan under… ¿no? Tan chileno…
—...
—Patrick. Un nombre que brilla para un hombre que brilla. Patrick Mc Pollen Fritten.
En el noticiero de las ocho, Pepe Bayly, hermano no reconocido del periodista de televisión, estaba anunciando que un portavoz de Rael, dios extraterrestre, afirmaba que los terráqueos éramos una copia clonada del planeta Shancar. Los invasores habían ocupado la tierra hacía milenios con una sociedad parecida a la que ellos tenían, pero que acá había mutado. El portavoz venía a advertir lo que nos pasaría si no regresábamos a los orígenes. Eran cosas horribles. El portavoz parecía el propio Pepe Bayly con peluca.
—Bueno —dijo Patrick, y cortó.
No sabía cuán infeliz lo iba a hacer aquel trabajo, cuántos favores iban a hacerme en la clínica y cómo iba a cambiar la vida de Sergio y Víctor, mis hijos, sus sobrinos, los hermanos de esta historia.
La franquicia tardó un año en llegar, debido a la oposición que puso Coto, dueño del único supermercado de la ciudad y de la cadena de supermercados más grande de la Argentina. El supermercado del que estoy hablando es el que está sobre la entrada a La Magdalena. El propio Coto en persona vive aquí, porque ama la tranquilidad. La propaganda en contra de Mc Pollen Fritten fue sagaz y destructiva, aunque breve. Los papeles de los alemanes mezclaban los idiomas y eso era fatal para las leyes locales. Hubo sueldos de gestoría y de administración. También había que resolver el tema de un viejo litigio con KFC, del que se ocupaba el abogado en persona. A Patrick no le importó: concertó entrevistas personales con quinceañeras a las que les tuvo que enseñar a sonreír, se probó varios modelos de trajes de payasito y dejó embarazada, por segunda vez, a su esposa. Cobraba igual.
Se mudaron a un chalet que queda a media cuadra del nuestro, en dirección a la clínica. Un bosque rodea la zona residencial, en un claro de pinos. La clínica parece que estuviera escondida. Así tuvo que ser durante el tiempo en el que la clonación humana para el reemplazo de órganos era vista como una obra de monstruos. Ahora la gente ha comprendido que es mejor que pagar una obra social. Conseguir un donante es difícil y caro. En el sistema de clonación R, por ejemplo, si uno no usó los órganos porque nunca se accidentó, al menos tuvo un hermano que trabajó y aportó lo que pudo. Ahora se puede clonar libremente, y nadie se atrevería a juzgarnos. Para llegar a casa yo tenía que pasar por enfrente de la casa de mi cuñado.
Mauro nació en el hospital municipal. Le habían puesto el mismo nombre del hermano porque el matrimonio era doblemente fanático del viejo conductor televisivo Mauro Viale. Individualmente fanáticos, por decirlo de alguna manera. Al primero lo había bautizado Calda; al segundo, Patrick. Salvo por el perro malo, eran una familia feliz.
Patrick cargó su treinta y ocho y lo fue a buscar, dispuesto a resolver la cuestión. Cuando lo vieron desencajado, los dos perros se pusieron a llorar por igual. Pero a él no lo engañaban, sabía bien cuál era el malo. Lo sabía porque el plato de comida estaba mordisqueado, porque el galgo no cuidaba lo que ellos le daban, no hacía esfuerzos por preservar, como todos, el amor familiar. Patrick hizo lo siguiente:
Agarró al perro por la piel del cuello. Lo llevó a la rastra por el pasto. El animal movía el cuerpo en una convulsión, previendo el horrible final que le esperaba. El fogonazo levantó las manos de Patrick. El perro abrió el hocico; le salió una lengua de sangre y un aullido. Caminó un metro. Las pupilas le daban vueltas. Sacudió la cabeza, esparciendo sangre sobre el pasto y el joggin Adidas de su dueño. El segundo tiro le quebró una pata de adelante, el tercero lo acostó, el cuarto dio contra un enano de cemento, el quinto se hundió en la tierra. Un vecino se había asomado sobre la medianera. Patrick esperó con la última bala en el cargador.
Después entró a la casa. El otro perro estaba pegado al vidrio. Patrick se acercó para acariciarlo.
—Bueno, buenito —dijo.
El galgo le tiró un tarascón, antes de inclinarse sobre la taza mordida. Patrick se frotó la mano. ¿Podía ser que hubiera matado al bueno? Agarró la otra taza, puso el treinta y ocho adentro, y se la acercó para que oliera. El animal empezó a llorar inmediatamente. Patrick decidió que iba a darle una última oportunidad de regenerarse. Le acercó la mano lastimada. El perro lamió la herida con humildad.
De ahí en más, fue un perro cariñoso.
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