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8.13.2010

EL CORAZÓN DE DOLI / CAPÍTULO 6

Sergio miraba “Los hermanos Karamazov”, la serie del canal nueve que promocionaba Coto. Le preguntó cómo estaba Dolores, y si había vuelto a trabajar. Víctor se puso a llorar. Le contó. En la serie, si a uno de los hermanos le pegaban, el golpe también le dolía al otro. No era así en la vida real.
- A esa chica le falta atención –dijo Sergio.
Fue hasta la cocina y regresó con un vaso de Coca Cola para Víctor.
- A esa chica le falta una alegría.
Víctor se tomó la Coca de un tirón.
- ¿Querés más?
- Ahora voy a buscarme.
- Quedate acá, que estás hecho goma. Mirá la serie; mirá: ése es Coto. Genio.
Sergio fue a traerle otro vaso. En los avisos aparecía el señor Octavio Coto, un hombre de baja estatura, entrado en carnes, llamando al nacionalismo universal a través de spots que realizaba junto con el hijo del director de publicidad de la empresa Benetton, un italiano marketinero de treinta y tres años.
En la pantalla aparecía un negro desnudo, con el pelo muy crecido, en una jungla llena de jirafas. En la mano tenía un envase abierto de papel metalizado. Sacó una salchichita oscura, que se llevó a la boca. La salchichita era crocante. El negro hizo una sonrisa, mientras masticaba entre crujidos. Coto apareció por detrás.
- En África, los chizitos son negros - dijo.
Después se vio el logo del supermercado y el lema: "Nosotros, los argentinos, lo hicimos primero".
Sergio le pasó el segundo vaso. A Víctor le había dado un poco de sueño.
- ¿Por qué no la llevás a pasear?
Víctor dijo que la había invitado, pero Dolores estaba muy deprimida.
- ¿Hoy trabaja?
- Sí. Tiene que quedarse hasta las siete.
Víctor no tenía plata para pagarle a Dolores una buena cena, para hacer un paseo completo. Habían visto todas las películas; el cine era lo único que los reanimaba porque no tenían que hablar, y además era barato. Tampoco tenía fuerzas para ir a buscarla caminando.
- ¡Levantá ese ánimo, che! ¿Querés que te preste plata? Llevala al pub…
Víctor se tocó el parche y bostezó.
- Te tenés que mostrar más alegre, pichón. ¿Cómo vas a alegrarla con esa cara de opio? – Sergio agregó: - ¿Querés llevarte el coche?

A las siete en punto, Dolores lo vio llegar arriba del coche de Sergio. Traía puesto un saco; lucía feliz con su parche derecho. Ella le preguntó:
- ¿Desde cuándo manejás?
- Desde siempre. Le hago de chofer a Chiqui, para las compras. Lo que ellos necesitan, se preocupan porque lo aprenda bien.
- ¿Y cómo conseguiste que Sergio te prestara el coche?
- Dijo: “a esa chica le falta una alegría”. Esa chica sos vos.
- ¿Y desde cuándo es bueno?
- Me habrá visto tristón. Le dije que vos andabas down.
- ¿Y?
- Subite, dale.
Dolores dudó un instante. Tocó la puerta, como si no pudiera creerlo. Sus dedos delgados resbalaban sobre el lustre.
- También tengo plata para ir a cenar.
- ¿Y adónde me pensás llevar?
- Al Richmond’s.
- Bueno –dijo ella, y subió-. Aunque tampoco es para gastar tanto.
El auto arrancó. Al pasar la esquina, dos muchachos levantaron las manos. Cuando lo vieron de cerca las volvieron a bajar.
- Creen que soy Sergio.
- Pero se dan cuenta por el parche –dijo Dolores.
- ¿Cómo sigue tu hermana?
- Mal. Tengo que tomar la decisión en dos días.
- ¿La operan acá o en Bahía Blanca?
- En la Capital. Encima, hay que viajar.
- ¿En qué clínica?
- La Favaloro.
- Uau.
La noche estaba iluminada por la luz de la luna.
- ¿Adónde vamos? –dijo ella.
- A pasear. Adonde vos quieras.
- ¿Adónde siempre?
- ¿Querés volver al Mc Fritten?
- A la playa, tonto. A nuestro lugar.
- Bueno –dijo él, y agregó:- Pero mirá que podemos ir más lejos, ¿eh?
- Igual tenemos que parar para comprar un vino.
- Pero más allá. Hoy tenemos coche. Todo será más allá.
Ella hizo la mueca que, en su cara, reemplazaba una sonrisa. Él tocó dos bocinazos. Estacionó delante de un negocio de loterías.
- Esperame un minuto –dijo.
Bajó corriendo. El negocio también era kiosco, por lo que compró un paquete de vasos de plástico y una botella de Luigi Bosca. El vendedor se la había destapado. Regresó al auto, le dio las cosas a Dolores y dejó una pila de boletas sobre el asiento.
- Tomá –le dijo.
- Sos loco.
- Cincuenta pesos de vino, cincuenta de azar. Una buena mezcla para empezar la noche, claro que sí.
Aplaudió sobre el volante. Ella miró las apuestas.
- No le jugaste a los números de costumbre.
- No. Comienza una nueva vida, para Víctor el rey.
- ¿No eras príncipe?
- Me ascendieron –dijo, mirando por la ventanilla.
Pasaron el colegio y el Club de Tiro.
- ¿Y de qué se trata esa nueva vida? –preguntó Dolores.
- Cambios... Futuro.
- ¿Y yo estoy ahí?
Él la miró con el ojo destapado.
- Obvio –dijo-. Víctor va a ser mendigo o millonario.
- ¿Sin término medio?
- Nada.
- ¿Y cuando seas millonario, qué?
- Cuando sea millonario… Víctor va a abandonar a su hermanito imposible, y se va a ir muy lejos.
- Con su chica –dijo ella.
- Exactamente.
Estaban saliendo del pueblo. A Dolores le pareció que Víctor manejaba demasiado rápido.
- Hoy no estuvo tan malo.
- ¿Quién? ¿Sergio?
- Sí. Te dio el coche. Nunca antes lo había hecho. Y lo hizo por mí.
- Lo hizo porque lo convencí. Porque sobreactué un papel. Porque empecé a cambiar.
- ¿Qué papel?
- Pucherié.
El auto enfiló para la ruta.
- ¿Adónde me llevás?
- Por ahí.
- ¿Y si bajamos a la playa?
- A la vuelta.
Dolores miró hacia atrás.
- Bien –dijo. Tenía la voz triste, otra vez.
- ¿Querés que pare?
- No –dijo ella-. Quería preguntarte algo… Estoy con muchas dudas… Me sentí tan mal este último tiempo…
- Decime.
- Bajá, eso sí, la velocidad.
- Ponete el cinturón.
Estiró el suyo para mostrarle que lo llevaba puesto. Dolores buscó el otro en el asiento y se lo cruzó por delante del pecho.
- ¿Vos siempre supiste que eras un donante, verdad?
Lo abrochó.
- Sí.
- ¿Desde qué edad?
- Seis.
Ella carraspeó.
- Y tu papá, que fue el que los hizo, está al tanto de tu genoma, ¿no? Y el de tu hermano.
- Claro.
- Y el genoma viene a ser el manualcito, ¿no?
- Papá le dice así. Son las instrucciones. La info de lo que te va a pasar en la vida.
- ¿Y si mamá sabía la info de Sofi, por qué no la corrigió?
Por la ventanilla entraba un viento frío.
- Sofi tal vez no sea un clon.
- Sí, clon de mamá.
- ¿Y vos también?
- Claro. Sabías eso. Me lo contó Sofi antes de internarnos. Las dos somos clones de mamá. Ya te lo había dicho…
- Te estaba probando.
- Pero no un clon de los tuyos, de repuesto. Clon hermano, nomás. Con tres años de diferencia entre los nacimientos.
Él subió los hombros.
- La diferencia de edad no prueba nada –dijo-. Puede ser un repuesto y ser un bebé, y el que necesite el repuesto tener cuatro o cinco años. Depende lo que haya que reponer. Si Sergio pierde un brazo, acá tiene uno de Vitito. Si yo fuera un bebé, podría donarle sangre, algún tejido. Dudo que un órgano entero: tendría otro tamaño.
- Con Sofi somos las dos grandes.
- Los clones de repuesto tenemos una letra erre en cada una de las páginas del DNI. Fijate –dijo.
Dejó su billetera sobre el asiento. Estaba la polaroid con el teléfono tachado; había un billete de cincuenta pesos, uno de veinte dólares, tres de cien y un DNI. Dolores lo abrió para mirar.
- Es horrible –dijo.
- ¿Vos lo tenés así?
- No.
- Entonces, no te preocupes.
A Dolores algo no le cerraba.
- ¿Y si me hubieran mentido?
Él frunció la boca, desestimando su pregunta. Dolores siguió pensando en voz alta.
- Mamá me mintió cuando me dijo que ella no era compatible con Sofi, que no podía donarle órganos. Dijo que si fuera compatible, lo haría con mucho gusto, pero que no era.
- Imposible, si Sofi salió de una célula suya.
- Ese es mi razonamiento. ¿Por qué mentiría?
- No sé. Decime…
- Por lo siguiente: hay en la familia alguien destinado a donarle órganos a Sofi.
- ¿Vos?
- Sí. Mamá también me mintió en eso: soy erre, como vos.
- ¿Y para qué te iba a mentir?
- Para que no sufriera –contestó ella.
- ¡A quién le importa un erre! Papá los hace por cientos. ¡Son células!
Un camión que venía en dirección contraria les hizo luces.
- En realidad, todos lo somos –se corrigió-. Aunque a nadie le interesan los erres. Nadie quiere serlo, salvo que el erre sea millonario.
Dolores también necesitaba cambiar de tema.
- ¿Y cómo cobrarías el premio? –le preguntó.
La pregunta lo hizo toser.
- No sé –dijo-. Con la perspectiva de tener una montaña de dinero, no debe ser difícil. Todo tiene su precio, como dice el tío Patrick.
- ¿Y qué harías con la plata?
- Saber. Invertiría en saber.
- ¿Saber qué?
- Más de mí. Quiero ir por el mundo sabiendo de antemano qué me puede pasar, y que todo sea genial. No la mierda de ahora.
- ¿Eso no te marcaría una predisposición?
- Es lo que quiero. Predisponerme. No quiero tener un destino designado por haber nacido segundo. Quiero predisponerme a tener el mejor de los destinos posibles. Para eso sirven los genomas.
- ¿No sirven para curar las enfermedades?
- Para detectarlas. Si yo sé que tendré cáncer de colon a los cincuenta años, puedo hacer dos cosas: ignorar el dato y cruzar los dedos, o tomar una dieta rica en fibras para modificar el destino y huir de la zona de riesgo.
- ¿Y para eso necesitás ser millonario?
- Más bien. Mi zona de riesgo son mi hermano y mi madre. Huiría de ellos.
- ¿Y el DNI?
- Al extranjero, bichita. A comprar documentación, para empezar una nueva vida. Ya vas a ver. Ser un repuesto es una mierda.
Dolores quedó mirándose las piernas.
- No –dijo-. No lo es. Lo único malo de saber, es que uno se queda sin sorpresas.
- ¿Hace cuánto creés que sos erre de Sofi?
- Una semana.
- ¿Por lo de la leucemia?
- Así es. Un transplante de mielitis solo puede ser hecho por un donante que manifieste una gran compatibilidad de tejidos, y la probabilidad de una buena compatibilidad entre individuos no parientes es de 1 en 20.000.
- ¿Y parientes?
- 1 en 50.
- ¿Y clones?
- 1 en 1.
- Entonces te lo tuvieron que decir.
- Mamá insiste en lo de su incompatibilidad, aunque es un argumento sin sentido.
- ¿Y te dijo o no te dijo que eras erre?
- Lo negó, pero sé que es mentira.
- Eso te pone triste.
- Ajá.
Dolores miró hacia fuera. Tenía ganas de llorar.
- ¿Y ahora te sentís mal?
Dolores trató de explicarlo primero con sus manos; luego dejó pasar un instante y habló:
- Saber cómo seré me perjudica. No quiero ser una donante eterna, ni tampoco quiero ser como mamá. Ahora la entiendo a Sofi cuando me regaló su cámara de fotos.
- ¿Por qué?
- Porque las fotos ya no le interesaban. Mamá las había sacado todas. Sofía tenía, en esos álbumes, la colección de fotos de su futuro. Es algo horrible. Yo tampoco quiero eso.
Dolores largó el llanto.
- ¡Si hasta me pusieron nombre de oveja!
- Bueno, bueno… -dijo él. Alargó una mano para tocarle la cara, y la rozó. Ella advirtió algo.- Cuando ganemos la lotería, ya verás –agregó.
- Volvamos –dijo Dolores.
- ¿Qué?
- Está muy oscuro.
El auto dobló hacia un camino de tierra serpenteado por álamos.
- ¿No querías ir a la playa?
- Pará.
La radio estaba encendida en un programa de rocanrol.
- ¿Qué te pasa?
- No me estoy divirtiendo –dijo ella, antes de manotear el volante.
Él frenó. Apagó las luces. Puso las trabas de seguridad. Dolores ya no pudo abrir la puerta.
- Dejame bajar.
Las manos de él soltaron el volante.
- ¿Qué le pasa a esta chica? –dijo-. ¿Se entera de que está hecha de pollo y dejan de gustarle las hamburguesas?
- Volvamos ahora mismo, por favor.
- Está bien que tengas el destino de la vida de un erre. ¿Qué esperabas? ¿Disneylandia? Todo está dicho en este pueblo. Mirale las caras a la gente.
- El futuro no se predice.
- Pero se puede hacer una lista de cosas que se quieren comprar en el futuro. Las que hacen falta para poder ser príncipe.
- Me das miedo. Yo no estoy en tus planes.
- ¡Sí que estás! –gritó.
- No, porque no los acepté.
- Los vas a aceptar, porque son mis planes. Porque a mí se me antojan.
Dolores forcejeó con la puerta y él la agarró. Sus manos eran duras, de gimnasio.
- Ay, ay… los poetas. Son como los místicos: siempre combatiendo el futuro –suspiró.
Ella empezó a golpear el vidrio con los puños, y a gritar. Le pegó en el pecho, que era tan duro como un lapacho. Le arrancó el parche. Debajo estaba el ojo de Víctor. Pero en la cara de Sergio, que volcó el asiento de Dolores hacia atrás y le puso una mano entre las piernas, mientras se le subía encima por la fuerza.

La dejó a la entrada del pueblo. Dolores estuvo un rato largo sentada en la banquina, con el cuerpo escondido para que no la vieran llorar. Los autos pasaban como flechas. Después se arregló la ropa y volvió caminando hasta la playa. Se sentó otra vez, sobre la arena. Se quitó los zapatos. El agua de una ola le mojó los pies. Sintió que le hacía bien. El mar la purificaba. Se metió hasta la cintura. Dio vueltas; la pollera de Mc Fritten flotaba, roja y planchada como un plato. Había perdido un botón y se le había roto un bretel del corpiño. No tenía más ganas de llorar. Ahí estaba el bote de las salidas con Víctor. Se le ocurrió un poema, pero enseguida se le olvidó. Los pies le estaban doliendo de frío. Ya lo había decidido. Sofía tenía que vivir. Después, ella vería qué hacer. No se sacaría más fotos. O viajaría a sitios distintos al derrotero de la madre, para encontrar paisajes distintos y completar el álbum del mundo. Las fotos estaban para coleccionarlas. Y, si viajaban con Sofi, ya podrían repetir sitios, porque saldrían de a dos y solo eso haría distinta la foto. Y si después volvían a visitar esos sitios con Pepa, serían como trillizas, y solo eso convertiría el paisaje. Pero sin hombres, se dijo, y se reconoció pensando como su madre. Borró la última de las decisiones y pensó: “cuando me levante del post operatorio, me casaré con Víctor; tendremos una nena, dos”. Sexo y caricias no le iban a faltar nunca. “Vagina, pene, óvulo, espermatozoide, útero, panza y un bebé que sale por aquí abajo, solito, después de nueve lunas. Al estilo de la abuela Josefina”.
Ahora la Barbie estaba quieta, por eso se acordaba de su abuela. Y el mar tan calmo, amor. Para meterse, para no salir nunca. ¿Y Sofi? Caminó hasta la costa de puntillas, haciendo reaccionar la sangre de sus pies. Los piecitos que amaba su hombre. Tal vez Pepa guardara un secreto como el que ella había acabado de compartir con ese mar, que había tomado la esperma ajena para desmenuzarla en sales. No importaba. Ya sabía todo el futuro que tenía que saber.

Pepa había acordado que la ambulancia saliera al mediodía siguiente. Le esperaba un largo viaje hasta la Capital. Sofía ya estaba internada. Habló con ella por teléfono, pero la habían dopado, por lo que a Dolores le sonó idiota. La madre, Pepa, no se le salía de encima. La abrazaba y le decía que era una mujer muy valiente. Dolores, amor. ¿Tan difícil iba a ser la operación? El siquiatra llegó a la hora de la cena. Dolores llamó a Víctor por teléfono, pero Chiqui le dijo que hacía horas que dormía, y que nadie había podido despertarlo. Dolores le pidió a la madre que postergara la partida de la ambulancia. Le pidió que insistiera por ella para comunicarse con Víctor. Que, si era necesario, no parara de llamar en toda la noche.
- ¿Querés que te lleve de una escapada?
- No –empezó a llorar. Quería que él fuera por su cuenta. Le aterraba irse sin haberse despedido.
Ni el siquiatra, ni Pepa, ni el fletero, la podían ayudar. Se encerró en su habitación. Forró la cajita en papel celofán y escribió hasta que se hizo de madrugada. Tiró una pila de hojas. Cerró un sobre. Permaneció despierta hasta que llamaron a su puerta. Eran las once de la mañana. La ambulancia había llegado.
- ¿Y por qué no me voy en micro?
- No sé –dijo Pepa. Tenía los ojos hinchados de llorar.
- ¿Y por qué no vino Víctor?
- Llamé mil veces. Sigue dormido.
Cuando la ambulancia estuvo a punto de salir, Dolores se despidió. La madre no podía parar de llorar, y el siquiatra intentaba, en vano, calmarla. A Dolores le dieron una inyección y dos pastillas.
- Es para que llegues descansada –dijo la enfermera.
El chofer le sonrió. Dolores se tomó las pastillas. La ambulancia había arrancado cuando apareció Víctor, transpirado y agitando las manos. Había venido corriendo. El chofer paró. Lo dejaron subir para despedirse. Se abrazaron como si Dolores fuera a la guerra.
- El hijo de puta de Sergio me puso un somnífero en la Coca –dijo-. Quería que no nos despidiéramos.
Ella lo miró orgullosa.
- Ya ves, no lo logró.
- Me dijeron que llamaste como veinte veces.
- Sí. Necesitaba contarte una historia. Algo que me pasó cuando era chica.
- Decime.
La enfermera abrió la puerta.
- ¿Van a tener para mucho? –preguntó.
- ¿Los puedo acompañar? –dijo Víctor.
- No. Órdenes del doctor.
- No –repitió Pepa, desde más atrás.
- Un minuto –pidió Víctor.
La enfermera cerró la puerta. A Dolores se le caían los párpados.
- Cuando éramos chicas –empezó-, Sofi me enseñó un juego, el juego del reflejo. “¿Ves?”, me dijo, “cuando te mirás al espejo hay un doble, pero no es nadie”.
Hizo una interrupción para bostezar.
- ¿Te drogaron?
- Sí. Es corto. Sofi sacó un marco sin vidrio y me dijo: “hagamos el juego del espejo”. Trabó el marco entre unas sillas. Ella hacía la que se peinaba y yo le tenía que imitar los movimientos.
Por la ventana, la enfermera le hizo una seña a Víctor para que se fuera despidiendo.
- Siempre ella era la que actuaba y yo la que imitaba. Cuando quise cambiar los papeles, Sofi lloró. Y lloró tan fuerte que mamá creyó que le había pegado, y como yo no sabía qué decir, también me puse a llorar como loca, tanto que nos tuvo que comprar un helado a cada una.
Dolores cabeceó. Se recostó sobre la camilla. Víctor la tapó con una manta.
- ¿Y?
- Un día, mamá entró y vio que Sofía me estaba gritando para que me peinara igual que ella, porque era su reflejo, y los reflejos repiten todo lo que hacen los originales…
Víctor acercó su cara a la camilla. Dolores ya hablaba demasiado bajito. Cerró los ojos.
- Entonces le pegó –dijo.
Cerró los labios.
- Te amo –dijo él. La besó encima de la última palabra. Espió por la ventana de la ambulancia: nadie lo estaba mirando. Con delicadeza, le quitó los aros. Se los guardó en un bolsillo.
La ambulancia partió. Pepa quiso decirle algo a Víctor, pero se descompuso y se fue para adentro. Al siquiatra le pareció mejor así.

Conocemos todos los genes de cuerpo, pero ignoramos cómo funciona el cerebro. Es casi imposible saber dónde está la conexión que hace que los seres humanos se enamoren. Sobre la conciencia y el amor, la ciencia todavía está en veremos. De eso solamente saben los hombres y las mujeres que fueron capaces de amar, esos privilegiados entre los que no me cuento. Víctor fue masticando la anécdota de Dolores hasta casa. Pensó, pensó. No habló con nadie, hasta que se me acercó en la soledad de la noche. Yo tenía insomnio, y estaba releyendo en los libros de Sacks los capítulos sobre pintores autistas.
- Papá…
- ¿Mnnn?
- ¿Me responderías la verdad, si te hago una pregunta importante?
Afirmé con la cabeza. Sabía lo que iba a decir.
- ¿Puede ser que alguien sea erre y no lo sepa?
Afirmé.
- ¿Por qué sería eso?
Subí los hombros.
- Porque no se lo dijeron.
- ¿Y por qué?
- Para que viva de otra forma. Los casos de trasplantes de órganos son muy improbables. La mayoría de la gente vive sin hacerse trasplantes. En ese caso, el clon habría llevado una vida normal.
- ¿Mejor?
- Distinta. Podría sacar un crédito, o tener una cuenta hasta que se supiera la verdad.
- ¿Entonces?
- Ya no podría tenerla más.
- ¿Sería una ilusión?
- Estaría viviendo en un mundo irreal.
Víctor tenía el piyama puesto. Pasé las páginas del libro hasta que se cerró.
- Y en el caso de necesitar sus órganos, un órgano vital, digamos el corazón… ¿tendrían que informárselo?
- ¿Al clon?
- Sí.
-No siempre. Depende del núcleo. De sus padres.
La luz del velador le pintaba los pies de color amarillo. Empezó a llorar, pero hizo como que no se daba cuenta. Ya no pude mirarlo más.
- Dolores es un clon erre, ¿verdad?
Apagué la luz.
- Vos tenés que saberlo, salió de tu clínica -insistió.
Esperé un instante.
- Sí –dije.
- Le mintieron sobre el transplante de médula, ¿verdad? Decímelo, decímelo… La de Favaloro es una clínica cardiovascular… ¿verdad? -rompió a llorar. Escuché cómo se desplomaba sobre el sillón de tres cuerpos. El llanto le salía en quejas desde la garganta; quejas secas, asmáticas. Alargué la mano para buscarle la cabeza, pero Chiqui encendió la luz.
- ¿Qué está pasando aquí? –dijo.

Lo acompañé hasta la Capital. Fuimos en mi auto. Sentí que era la primera vez que estaba haciendo el papel de padre. Tenía argumentos preparados para oponerme a cualquier cuestionamiento ético de cualquier discurso científico, pero no al llanto de Víctor. El slogan de mi propia clínica lo decía: “¿Por qué está bien que la gente elija la mejor casa, los mejores autos, el mejor médico, pero no trate de tener el mejor hijo posible?”. Lo había sacado de una revista; era el comentario de un padre acerca de su propio bebé nacido como resultado de una inseminación artificial. El esperma obtenido era de un donante de alta inteligencia.
Chiqui y Sergio se opusieron a nuestro viaje improvisado. No me importó.
En el auto intercambiamos muy pocas palabras. Víctor estuvo despierto hasta llegar. Hablé con el doctor Ariel Socas, jefe de guardia de la clínica, que había sido alumno mío en la Facultad. Me comentó que aquel lugar no era el mismo desde el suicidio de Favaloro, que todo se había convertido en un negocio. Le pregunté por Dolores Kedayán. No sabía de quién le estaba hablando.
- ¿Cómo se llama la original?
- Sofía –dijo Víctor.
- Ah, Sofía. Muy bien. La operamos anoche.
- ¿Salió?
- Está en terapia.
El jefe de guardia no sabía el nombre de la donante. Una amargura me bajó hasta el estómago, como un veneno. “No deberíamos haber venido”, me dije, mientras acariciaba la cabeza de Víctor.
Cuando nos íbamos, apareció Pepa. La abracé igual que cuando le dije que estaba encinta de Sofía. Y era casi el mismo punto de partida: había nacido otra vez. Así de rara era la vida. El fletero sacó de adentro de su bolso la Barbie mesera, una cajita envuelta en celofán y un sobre. Le dio los objetos a Víctor, antes de que la pudiera detener. Víctor me dio a sostener la muñeca y se retiró a un costado, calladamente. Adentro del sobre había un papel. La letra era de Dolores.

“Voy a volver,
para volverte a ver.

La salvaré a Sofía.
Será un corte final a esta baraja.
Vos andá a abrir la caja,
y empezá a completar tu simetría.

Que te preciso entero,
como sos,
cuando para el amor a estilo abuelo,
tengamos que ser dos”.

Quitó el celofán. Abrió la caja. Era un ojo de vidrio.

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Gustavo Nielsen nació en Buenos Aires, en 1962. Es arquitecto y escritor. Como arquitecto ha realizado obras en Capital, Buenos Aires, Córdoba, San Luis y Montevideo. Desde 2008 comparte el Galpón Estudio en el barrio de Chacarita junto a los arquitectos Ramiro Gallardo y Max Zolkwer. Ha ganado el Tercer Premio para el Parque Lineal del Sur (asociado a Max Zolkwer), el Primer Premio para el Oasis Urbano Magaldi Unamuno, Tercer Premio Cenotafio Las Heras y Mención en el Oasis Boedo (asociado a Max Zolkwer y Ramiro Gallardo), Mención en el MPAC (asociado a Sebastián Marsiglia), Mención en el Pabellón Frankfurt 2010 (asociado a Max Zolkwer y a Sebastián Marsiglia) y Primer Premio en el concurso internacional para el Monumento a las Víctimas del Holocausto Judío (también asociado a Sebastián Marsiglia). Escribe notas sobre ciudad y diseño en el suplemento Radar, de Página 12. Ha publicado “Playa quemada” (cuentos, Alfaguara), “ La flor azteca” (novela, Planeta), “El amor enfermo” (novela, Alfaguara), “Marvin”, (cuentos, Alfaguara, "Auschwitz" (novela, Alfaguara)y “Adiós, Bob” (cuentos, Klizkowsky Publisher) , “Playa quemada” (cuentos, Interzona), “La fe ciega” (cuentos, Páginas de Espuma, Madrid), “El corazón de Doli” (novela, El Ateneo) y “La otra playa” (novela, Premio Clarín Alfaguara 2010).

gesnil@gmail.com

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