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La fe ciega

Auschwitz

El Corazón de Doli

La otra playa


6.24.2012

EL AMOR ENFERMO / CAPÍTULO UNO

PRIMERA PARTE: LA ENFERMEDAD


1
Saravia supo que ella estaba llorando por el sonido de sus tacos sobre el piso del subte. El taconeo también podía deberse a una espera nerviosa, aunque Saravia oyó la lágrima salir del ojo, deslizarse por un pómulo suave y detenerse en una zona muda, antes de caer al piso. La lágrima rodando por la mejilla hacía el ruido de una bolita de vidrio deslizándose sobre una fina lija.
"Oír adentro del subte da calor", pensó Saravia, mientras volteaba hacia ambos lados la cabeza, disimuladamente, para mirar. A la lágrima se sumaba la bocina perdida de un tren que cruzó; aplastada, taladrada, gastada, cortada en pedacitos y absorbida por el piso. La vibración le trepó desde los pies, le abrazó las piernas y los pantalones de vestir, subió como un enrejado de arañas por su cuerpo hasta la mano que se aferraba a la anilla de cuero.
En el vagón había varios adolescentes, un hombre con aspecto de chofer de lancha colectiva, un harapiento con la frente oxidada por el sol y una señora grande y gorda. Saravia era el único que viajaba parado. La señora llevaba puestos anteojos negros y tronaba los dedos de su mano derecha como si mantuviera el ritmo de alguna canción. Saravia fijó la vista en su cara hinchada y llena de pecas grises. La lágrima podía haber  tocado el marco de los anteojos y  haberse corrido hasta casi llegar a la mitad; para después quedarse un instante quieta y al final clinc, contra el piso de chapa. Aunque la señora estaba contenta, miraba pasar las estaciones desde su ventanilla, traía un paraguas rojo, olía de un perfumero que constantemente iba de la cartera abierta a su nariz y llevaba un flamante peinado de peluquería. Con olor a spray, con olor a bautismo. Tenía los ojos vidriosos pero secos, detrás de los anteojos. Esto lo advirtió Saravia al acercarse; trató de cubrir con el periódico su mirada demasiado atenta, pero ella le sonrió. Dos cables negros salían del peinado hacia el interior de su cartera. Saravia inclinó un poco la cabeza, en una especie de saludo cortés. Esa mañana iba vestido con su saco nuevo y su corbata roja a lunares blancos, lo que le hizo suponer que a la mujer le habría gustado su elegancia. Ella tendría, como él, unos cuarenta y tantos años. En las manos, al igual que Saravia, no llevaba anillo de casada.
Clinc, volvió a sonar la gota, más fuerte que los plic plic de los dedos de la señora. Ella no era la que lloraba, y no cabían dudas de que el sonido, amplificado al máximo, era el de una lágrima estrellada. La señora se acomodaba los pequeños auriculares más adentro de sus orejas perdidas en el pelo, cuando Saravia oyó un sollozo y una frase: "No está bien que siga con él; no quiere hijos míos, y a mí los chicos me encantan". El vagón se movía hacia ambos lados como si estuviera a punto de desarmarse. "No sé cómo no le pueden gustar. Dice que son seres malignos, dañinos...". Las maderas golpeaban unas contra otras al paso de la curva. El silbido de un freno se sumó al sonido general, y Saravia distinguió una segunda voz de mujer. Era una voz más joven.
-  También odio a los niños -dijo.
La voz del llanto se sonó la nariz en un soplido corto que Saravia oyó con precisión, como si hubiera sucedido al lado de sus orejas.
- Mis relaciones amorosas empiezan y terminan con las relaciones laborales de los tipos con los que trabajo -decía ahora la joven-. Todos estamos entrando o saliendo de un amor, siempre, en todo momento. Por eso, nada de familia. Yo creo que los únicos niños buenos son los que están internados y enfermos, muriéndose en el hospital. A esos no les queda otra cosa que ser buenos.
 - Son tan chiquititos... -la otra mujer se sorbió las lágrimas.
 - Son demonios. Últimamente están peor que nunca. Deberías presentarme a tu ex. ¿De qué trabaja?         
Saravia miró por la ventana que separaba su vagón del que venía después. Las mujeres estaban al final, apoyadas contra la pared. Una era morocha y alta, y llevaba anteojos negros. La otra era petisa, muy redondeada, con grandes pechos asomando por un escote en V y zuecos altísimos. La petisa se movía como una directora de orquesta; hizo un gesto terminante, un golpe sobre la palma izquierda y Saravia escuchó "que los parta un rayo". La bocina de llegada al andén absorbió el comentario final. En su vagón se bajaba el harapiento de la frente oxidada y los adolescentes.
Saravia avanzó con dificultad hasta las puertas abiertas. Bajó y corrió hacia el otro vagón. "No puede ser que haya oído esa conversación, el sonido de una lágrima". Subió antes de que las puertas se cerraran con un soplido de sifones. Caminó despacio por el pasillo. El subte, sin arrancar, hizo un temblor liviano. La morocha se acomodó los anteojos, que le quedaron enganchados en el pelo. Saravia vio los ojos rojos, frotados. La petisa abría y cerraba la boca, pero él no pudo distinguir sus palabras, a pesar de que ahora estaba más cerca. Las dos llevaban el pelo húmedo. Las puertas del subte se volvieron a abrir. La petisa agarró la mano de su amiga y dijo "mejor bajamos", en un silencio que le permitió la máquina, y encaró con sus tetas y sus zuecos hacia el andén. Si Saravia hubiera alargado su brazo con el periódico extendido habría podido detenerlas, pero se quedó congelado en el lugar: era la misma voz que había oído desde el otro vagón. Se  rascó la cabeza, pasándose la mano hacia atrás por la frente amplia, golpeó el pilotín mojado de una estrábica con su hombro derecho y se lanzó detrás de las mujeres hacia las puertas que se cerraban, que lo dejaban adentro mirándolas pasar los molinetes, perderse por las escaleras mecánicas. Una manija de la puerta era más alta que la otra. El vidrio decía: "apertura manual". Por detrás del cartel apareció, otra vez, el telón negro del túnel.
El vagón ahora estaba más lleno. Inclusive más que el anterior, al que no había subido casi nadie, apenas una pareja, y en el que la señora gorda seguía sentada, mirando hacia el costado. "Pensar en el subte es pegajoso", supuso Saravia. "Hace transpirar". La gorda se llevó una mano al peinado, buscándose la oreja derecha. Saravia la estaba mirando a través de la ventana que separaba los vagones. Ella despegó de adentro de su oreja el pequeño parlante sudado. Saravia alcanzó a oír la canción emitida desde la intimidad de ese walkman lejano; un viejo himno de los sesenta. Conocía esas estrofas de memoria; y ahora las distinguía nítidamente, a pesar de la distancia.
Cuando el tren se detuvo en la terminal, Saravia se bajó con toda la gente. Desde el agujero del túnel, la noche llegaba en el sonido de la lluvia tapando frenadas sobre el agua, pasos de gente subiendo escaleras, suelas de transeúntes a punto de  cruzar las avenidas, arriba. Una gota, proveniente del techo, alcanzó la cara de Saravia cuando giró la cabeza y no el molinete para ver cómo se cerraban las puertas del tren; cuando volvió a mirar hacia  la gorda que se sacaba definitivamente los auriculares para abrir su paraguas, casi a diez metros de distancia de donde él estaba. Entonces oyó otra vez la musiquita corta que ahora hablaba sobre las cosas del querer, hasta que ella puso el stop; oyó decirse a dos viejas que también estaban alcanzando la calle: "ella lo ama, por eso nunca se va a casar"; oyó una tos masculina que era el anticipo de una gripe; oyó cómo dos yuppies de celulares se quejaban del maldito tiempo. Después ellos salieron y se alejaron mucho más, y Saravia ya no pudo oírlos. Quedaron todas las gotas repiqueteando sobre las veredas, y las caras de los que esperaban viajar en el próximo tren.
Saravia, frente a los molinetes de salida, sintió esa lluvia como una  infinita sucesión de pedidos de silencio. Como si los nuevos pasajeros se estuvieran diciendo unos a otros "shhh, shhh, shhh". Desde la boca abierta de la escalera llegaba la orden de callarse más grande, más húmeda y fría. Hacia allí se dirigió, sabiendo que se iba a mojar.

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Gustavo Nielsen nació en Buenos Aires, en 1962. Es arquitecto y escritor. Como arquitecto ha realizado obras en Capital, Buenos Aires, Córdoba, San Luis y Montevideo. Desde 2008 comparte el Galpón Estudio en el barrio de Chacarita junto a los arquitectos Ramiro Gallardo y Max Zolkwer. Ha ganado el Tercer Premio para el Parque Lineal del Sur (asociado a Max Zolkwer), el Primer Premio para el Oasis Urbano Magaldi Unamuno, Tercer Premio Cenotafio Las Heras y Mención en el Oasis Boedo (asociado a Max Zolkwer y Ramiro Gallardo), Mención en el MPAC (asociado a Sebastián Marsiglia), Mención en el Pabellón Frankfurt 2010 (asociado a Max Zolkwer y a Sebastián Marsiglia) y Primer Premio en el concurso internacional para el Monumento a las Víctimas del Holocausto Judío (también asociado a Sebastián Marsiglia). Escribe notas sobre ciudad y diseño en el suplemento Radar, de Página 12. Ha publicado “Playa quemada” (cuentos, Alfaguara), “ La flor azteca” (novela, Planeta), “El amor enfermo” (novela, Alfaguara), “Marvin”, (cuentos, Alfaguara, "Auschwitz" (novela, Alfaguara)y “Adiós, Bob” (cuentos, Klizkowsky Publisher) , “Playa quemada” (cuentos, Interzona), “La fe ciega” (cuentos, Páginas de Espuma, Madrid), “El corazón de Doli” (novela, El Ateneo) y “La otra playa” (novela, Premio Clarín Alfaguara 2010).

gesnil@gmail.com

TATUAJE DE CARTÓN
EL PERRO QUE TUVIMOS
Марвин
LA VIDA CANTADA
LA FE CIEGA
LA OTRA PLAYA / CAPÍTULO 1
FOTOS
EL CORAZÓN DE DOLI / CAPÍTULO 6
EL CORAZÓN DE DOLI / CAPÍTULO 5
EL CORAZÓN DE DOLI / CAPÍTULO 4

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