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"URUGUAYOS A VOMITAR", leyó Saravia, en el afiche rojo pegado sobre
una cartelera de la calle. Parpadeó. Las letras estaban caladas en blanco sobre
el papel rojo fulminante, y el sol de las nueve de la mañana hacía que todo se
viera más claro. Había bajado a esa hora porque no podía dormir. Se encontró
con Celeste en el pasillo. Ella le pidió que por favor le pagara pronto, ya que
le debía bastante dinero. "Hágame la cuenta", dijo él. "Espere
un minuto", dijo ella, y se metió en su departamento. Había dejado la
puerta abierta, pero Saravia no la esperó. Salió del edificio; caminó hasta la
esquina y dobló. Se sentía cansado por la mala noche; en realidad por todo ese
maldito último tiempo; le dolían los huesos además de la molestia del zumbido
que, otra vez, lo había despertado antes de las siete. Se había limpiado con
los cotonetes y el alcohol; se había hecho el cono de papel que le recomendó
Celeste. Para la prueba del cono había agarrado un papel de diario y lo había
enrollado en forma de corneta. La punta
más chica iba sobre el agujero del oído doliente; sobre la otra (según
Celeste:"la amplificadora"), alguien tenía que susurrar. O hacer un
leve tronar de dedos, o algún sonido de campanitas. Saravia tenía un diapasón.
Ella le había preguntado para qué era. El golpeó las varillas contra el borde
de la mesa y se las acercó al costado de su cara. Ella abrió grandes los ojos,
hasta que el sonido se extinguió.
- Es un la; la nota la.
- ¿Y para qué sirve?
- Para afinar un instrumento.
Volvió a hacerlo vibrar delante de la oreja de Celeste.
- Parece un mosquito -dijo ella.
Saravia se puso el cono e hizo sonar, en la bocina, el diapasón.
Esperaba percibir el vuelo de una abeja, como mínimo. Oía menos que sin el
cono. "No sirve", le había dicho a Celeste, "no amplifica".
Ella se ubicó al lado de la bocina y gritó "¡eh, Saravia!", tan
fuerte que lo hizo saltar. "Qué hace", le reprochó. Ella estaba
colorada de vergüenza. "No lo hice tan fuerte", mintió.
- Fue la bocina, que sí funciona -agregó ella, terca,
para después recordarle que debía varias facturas, además del alquiler. Saravia
pensó que si ella no fuese gorda, tal vez hubiera intentado una aproximación.
El día en que él había llegado al edificio, ella le había dicho: "Me
encantan las personas de cuarenta y pico que pudieron mantenerse solteras como
una, y que se ven tan bien así delgados como usted, de traje y corbata y zapatos
y bien afeitado como usted". Había dicho todo esto apresuradamente, sin
respirar. Entonces Saravia comenzó a salir del departamento sin ponerse la
corbata, la roja a lunares blancos, para no provocarla. Inclusive, con el
objeto de parecer más desarreglado aún, se abría hasta tres botones de la
camisa, y a veces hacía que una de las alas del cuello blanco se superpusiera
con la solapa del saco. Hasta llegaba a despeinarse. Una vez afuera se
recomponía contra cualquier vidriera, para visitar a Silvia en condiciones.
Silvia llamaba a Celeste "la obesa pelotuda". Saravia le había
explicado que era una buena mujer, pero para ella era una tarada, y no se
cansaba de decirlo. Celeste había demostrado que podía cuidar a alguien con la
dedicación de una madre, porque lo había cuidado a él durante todo el tiempo de
su depresión. Era tan dulce y comprensiva que seguramente también iba a saber
esperarlo en los pagos, porque intuiría que Saravia necesitaba el dinero para
otros fines más urgentes. "Bastará con evitarla en los pasillos",
pensó.
Llegó hasta delante del afiche rojo con letras blancas y
leyó: "URUGUAYOS A VOTAR". Se maldijo en voz alta, pensando que no
podía ser que al castigo del oído enfermo tuviera que agregarle ahora problemas
en la vista. Entró al supermercado. La claridad del día era la molestia. El
zumbido se había transformado en chicharra. Se metió el dedo meñique y escarbó.
No había cerumen, pus, sangre, nada. Pero le dolía, aunque no más que la
cabeza, harta de recibir aquella punzada constante. Se golpeó el pabellón con
la palma abierta de la mano, y la señora de la caja le preguntó si le ocurría
algo. Era una mujer más alta que Silvia, rubia. Saravia prefería las morochas.
Tendría cincuenta años o un poco menos; olía a laverrap pasado. Masticaba chicles y
hacía globitos que reventaban en modestos plops continuados. El olor a jabón
viejo salía de los globitos.
- Quiero un cartón de leche -dijo él.
- Atrás, en el refri.
La mujer señaló hacia el fondo del pasillo. Saravia fue
por un cartón y regresó hasta la caja. Ella se lo puso adentro de una bolsa de
papel craft. Saludó a Saravia con un guiño y un plop. El pagó con una moneda.
Iba a llamar al médico. Tenía un número que le había dado
Celeste cuando comenzaron los zumbidos, pero nunca se había animado. El doctor
se llamaba Lépez, eso lo recordaba. Había enganchado el papel en uno de los
imanes de la heladera.
Al llegar a su edificio, la leche había mojado el fondo
de la bolsa. Esperó a que Celeste dejara de baldear. Ella entró. Entonces
Saravia se apuró a abrir la puerta del hall. Subió hasta su piso por las
escaleras. Llegó cansado. El contestador no había grabado ningún mensaje.
Se sirvió un vaso de leche; puso el cartón parado en la
tapa de la heladera y llevó el papelito hasta la cama. La letra de Celeste era
infantil, hecha en base a círculos y óvalos blandos. Marcó el número que
comenzaba con ocho. Era la primera vez en meses que marcaba un número diferente
al de Silvia. Miró la hora: las nueve y treinta y tres. Apartó el auricular
unos centímetros y se volvió a rascar la oreja con el meñique, mirándoselo
luego para no ver ni rastros de cerumen. Una voz femenina lo atendió del otro
lado de la línea.
- Consultorio del Doctor Lépez, buenos días.
- Buen día, señorita -dijo Saravia.
La voz de la chica era agradable, aunque a Saravia le
pareció un poco sufrida. Con un tono mínimo de pena cuando dijo "Doctor
Lépez", como si la sola mención del apellido de su patrón le hiciera dudar
de seguir trabajando en ese sitio.
- Diga.
- ¿El Doctor López es otorrinolaringólogo, verdad?
- Lépez -corrigió ella.- Sí, entre otras cosas...
El sintió que, con todo, no era una voz triste.
- También es cirujano -completó ella.
- Ah, bueno. Lo mío no será para tanto...
- Sí.
- Es una molestia, nomás, como un chirrido...
- ¿Algo permanente?
- Sí, diría que sí... Casi permanente.
- ¿Casi?
- Bueno... Permanente, claro.
- Entiendo... -ella carraspeó y Saravia escuchó ruido de
papeles.- ¿Usted considera que es una emergencia?
El estuvo a punto de decirle que ya no daba más, que al
menos le indicaran un calmante. Dijo:
- No creo que sea para tanto.
Ella hizo un par de ruidos más con biromes y carpetas
mientras mascullaba "a ver... a ver..." Hizo también un clac-clac que
Saravia no supo reconocer.
- ¿Llama por alguna obra social?
- No -dijo él-. El teléfono me lo dio una amiga.
"A ver, a ver...", seguía repitiendo ella, para
sí, como en una cantinela. Mientras pasaba páginas seguramente con planillas y
horarios, pensó él.
- No es una amiga, en realidad... -se vio obligado a
explicar- sino mi encargada, la señora Celeste.
- ¿Estará bien el lunes a las once de la mañana?
Saravia contuvo la respiración.
- ¿Y para hoy a la tarde no tendrá algún turno? -dijo.
- El doctor juega al bowling los sábados por la tarde.
- Ah.
- ¿Lo anoto para el lunes?
- Bueno -dijo Saravia-. Adiós.
La mujer cortó. ¿Qué iba a hacer para distraerse del
dolor en todo el fin de semana? Dormir era imposible, con el zumbido como un
despertador continuo. Quedarse encerrado en el departamento, menos que menos;
cualquier equivocado en el teléfono le provocaba una ansiedad descabellada.
Además estaba el peligro del imán siempre latente de la cama y la presencia
amenazante de Celeste, que en cualquier momento se asomaría a pedirle cuentas.
Estar parado, sentado o acostado era igual de malo para el dolor; la misma
cosa. De la única forma en que lograba dismunuirlo un poco era masticando.
Saravia abrió y cerró su boca llenándola de aire y saliva, y sus mandíbulas
hicieron un ruido a tijeras que sólo él pudo oír, desde la oscuridad de su
paladar. El dolor se atenuaba otro poco cuando caminaba. Abrió la heladera.
Comió pedazos de los últimos sánguches duros que le quedaban. A los más duros
les sacó el pan y engulló los fiambres mordisqueados, apretándolos entre las
muelas sin hambre pero con la esperanza de que ese movimiento expulsara la
angustia. Dio dos vueltas por la pieza, sorbiendo la leche del vaso como si se
tratara de un remedio. Agarró el grabador. Abrió la puerta y se dirigió a las escaleras.
Bajó con precaución, para que no lo oyera Celeste. Salió
a la calle y caminó varias cuadras, en dirección a una plaza. El vaivén de sus
pasos contribuía a la masticación de las últimas cortezas. El movimiento
apagaba la intensidad del zumbido. ¿O sería que otra vez la molestia iba a
complicarse, y su oído alcanzaría conversaciones y ruidos a distancia? Tenía el
grabador en el bolsillo y estaba dispuesto a documentar las alteraciones de su
audición, paso a paso. Iba a ser lo mejor: algo así como un ayuda memoria del
instante exacto del cambio, en el caso de que para el lunes el problema hubiera
dismunuido. Igualmente iba a tener que ir al médico, porque había pedido turno
para las once. Se tendría que levantar a las nueve y media, como máximo. Tendría
que esperar a que esa señorita de voz amable pero apenada le dijera "pase,
Saravia". "Gracias", diría él, simpático, vestido con su camisa
blanca, el traje azul marino y la corbata roja a lunares blancos. Iba a tener
que hacerle un nudo perfecto, y lustrarse los zapatos. Tal vez la chica fuera morocha como Silvia.
"Ojalá tenga los ojos grandes", deseó. Igual a los de Silvia. Suspiró
al entrar en la plaza. Entonces escuchó la guillotina.
Fue así: el bocinazo feroz de un colectivo le dio vuelta
la cabeza como una cachetada y Saravia se quedó escuchando nada, apenas el
viento. Entonces el sonido de una filosa guillotina de acero segó rápidamente
algo sobre la tierra del paseo. Saravia dio dos pasos. Las hojas de los árboles
caían desde las ramas en un planeo lleno de cortes en el aire. Pisar hojas
secas era una fritura amplificada. Saravia encendió el grabador. Dos chicos
pasaron corriendo a su lado; uno gritó y se rió. Saravia los oyó lejanamente,
porque otra guillotina, zas, arrancó otra cabeza. No la suya, su cabeza todavía
llena de Silvia; (necesitaba una
guillotina para decapitarse, para decapitar todo lo malo en él, todos los
recuerdos tristes, pensaba mientras ponía stop, rewind, play). En el caset
habían quedado grabadas sólo las risas de los chicos. Lo otro, lo raro, no
podía ser captado por el micrófono. "Ni por nadie", supo, "por
ningún ser humano normal".
Una hoja de nogal aterrizó al lado de sus pies. Saravia
se agachó a recogerla. La agarró por el tallo corto, la deslizó sobre el piso
de arenilla y grabó bien de cerca el sonido que producía la frotación. Escuchó
la grabación. Esa hoja era lo que producía el efecto de la guillotina. "No
ésta", se dijo, "sino las que aterrizan más lejos, a diez o quince
metros de distancia".
Era como jugar a las adivinanzas: Saravia oía un ruido y
tenía que encontrarlo; una voz y tenía que descubrir quién abría la boca. Qué
suelas perdidas hacían crujir el colchón de hojas secas; qué troncos, qué ramas
se golpeaban unas con otras, y Saravia caminaba para verlas aparecer con sus
martillazos secos. Saber que ése era el arrullo del agua en cascada, buscar una
fuente y no encontrarla; después ver al chico de la risa trepado a una pila
bautismal y al otro que lo empujaba desde atrás y comprobar que no era una pila
sino un bebedero de piedra. Saravia se acercó. El sonido del agua de cerca era
imperceptible, pero oyó una cremallera y un roce, una mano introduciéndose en
una bragueta abierta, lejana, de una pareja con una china que ahora se tocaba
la nariz como un garbanzo o como un mal repulgo; el hombre también era chino,
estaba vestido de azul y tenía los ojos cerrados.
"Una lluvia fuerte sobre álamos"; adivinó
Saravia. Después buscó hasta cansarse o hasta encontrar una canilla abierta
sobre el césped; le acercó el micrófono de su grabador, apretó rec, detuvo el
movimiento de la cinta, retrocedió para escuchar. Y ya no pudo pensar en otra
cosa que en una canilla regando el césped; a pesar de que la imagen anterior
era mucho más importante, era una tormenta y no un hilo de agua, eran árboles
añosos y no débiles pastos.
Saravia oyó una procesión de soldados marchando por una
avenida y tal vez no fuera más que un
camino de hormigas. Saravia oyó un coro de masticadores de caramelos ácidos y
eran los pasos de un viejo lijando el pedregullo. Saravia oyó una jauría de
cerditos chirriantes y eran tres niños jugando con arena; demonios arrastrando
cadenas y grilletes era el balanceo ingenuo de una hamaca; pesadas planchadas
navegando mares, vainas flotando sobre la superficie de los charcos. Saravia
oyó alaridos agudos y sostenidos surgiendo de pequeños picos muy en lo alto de
un ciprés. Oyó el silencio húmedo que habitaba en los túneles más profundos de
las lombrices, y la fricción sobre las paredes que éstas hacían al atravesarlos.
Y la turbina de un avión encendida quizás no fuera más que el soplido de aquel
niño sobre su molinillo. Y el deslizar de un simple yo-yo, ¿no le hacía
recordar a Saravia el arrullo de los frascos llenos de granos de pimienta que
manipulaba Celeste en su cocina? ¿O tal vez el movimiento del agua en la orilla
de un río?
Si grababa, lo que estaba grabando era confuso para su
oído, y si podía oírlo con claridad era porque estaba en otra parte, porque
había que seguir caminando para encontrarlo. La mujer dijo: "Decime quién
es". Usaba un tono enérgico. Estaba enojada.
- ¿Quién es quién? -dijo el hombre.
- La otra.
Escuchó la risita sardónica. Los vio desde donde estaba
parado, a más de media plaza de distancia. En toda la manzana había solamente
dos parejas sentadas: la de los chinos, a su espalda y ésta, delante de
Saravia. Ese punto parecía un mirador panorámico de sonidos, porque eran
evidentes los suspiros del chino, los labios de ella besándole la cara, las
caricias por adentro del vaquero y también
el asiento de madera que crujía; ya no
el asiento de los chinos sino el de los otros, el de los que estaban más lejos
y se engañaban; de ella enojadísima, haciendo crujir las maderas; de él,
cruzando los dedos de las manos y tal vez cerrando los ojos o rodeando un
cigarrillo con la boca. ¿Ese chistido sería la chispa de un encendedor, esa
crispación el tabaco quemándose en la punta de su cigarrillo, ese huracán el
humo liberado? Se acercó hasta que lo vio claramente, estaría a nueve u ocho
metros y parecía ser la distancia ideal; las voces de la pareja aún podían
escucharse y, además, Saravia les distinguía los gestos.
- Por algo no levantaste el teléfono -dijo ella.
- Dudé... ¿No puedo dudar? Yo también estoy hecho
polvo... ¿Qué te creés, que sos la única jodida en esto?
- Sí -dijo ella. Tendría apenas veinte años, pensó
Saravia. El tipo la duplicaba en edad. Estaba vestido con un traje de tres
piezas muy antiguo, y movía un gran bigote debajo de su nariz como si fuera un
pescado vivo, y su nariz un anzuelo que acababa de extraerlo del agua
enganchado de la aleta dorsal y no de la boca, debido al azar y no a su
habilidad de pescador. Saravia pasó al costado del banco y se quedó parado muy
cerca, mirando. Lo que oía ahora, a pesar de hacer un esfuerzo, era difícil de
distinguir. Colgó el grabador de una ramita. Lo puso en el punto de máxima
sensibilidad y apretó rec. Las voces llegaban altas, pero al mismo tiempo que
Saravia intentaba distinguirlas, otros sonidos interferían en su audición. Por
ejemplo: un sapo croaba. El supuso que ese animal estaría muy cerca de la zona
en la que antes estaba parado. Tal vez lo tendría entre las piernas en aquel
momento, sin haberlo percibido. También había una paloma debatiéndose entre
ramas. Levantó la vista y la vio como a veinticinco metros, encerrada en un
laberinto de varillas de plátano. Disimuladamente, volvió a tomar distancia del
banco. En todo ese tiempo, lo poco que había comprendido del diálogo eran
frases ridículas como:
- ...vuelvo pesto.... odio la bambula espantada... -voz
de ella.
- ...lo cien que pela en los negocios... lo fogosa que te
taza siendo... -voz de él.
- ...aro sí, ora logiame... mi fobia tiene un karting...
-ella.
Al alejarse retomó el hilo de la discusión. La distancia
era tal que podía ver al tipo arrugar su cara, ladear el pescado, y a ella,
histérica, exhibir su boca llena de dientes enormes y blancos, arqueada sobre
el respaldo del asiento.
- No me querés, porque si no hubieras atendido ese
teléfono, o sos tan egoísta que dijiste "ya está, llamó otra vez la
boluda". O estabas con ella. Con la otra.
- ¿Qué otra? ¿Qué pavada es ésa? Me quedé congelado,
oyendo tu voz en el contestador, y no alcancé a reaccionar...
- ¿Y por qué no llamaste cuando corté? Si mi voz era
terrible, estuve redeprimida, ¿sabés?, mientras vos te la pasabas bomba...
- ¿Bomba? ¡Qué sabrás vos de la vida...!
- Contestá: ¿por qué no me llamaste ahí mismo, a ver?
¿Cuánto necesitabas para saber que estabas repuesto; cuánto necesitabas para
darte cuenta de lo mal que yo estaba?
- Te llamé...
- Mentiroso... ¿Con quién hablaste, me querés decir?
- No me pude comunicar...
- Claro... ¡Salí, dejame, sos el mismo de siempre! ¡Salí,
te digo!
- Te quería acariciar el pelo, nomás...
- ¡Acariciate las pelotas! No te quiero ver nunca más,
¿entendiste?, no me llames más porque no voy a estar, porque voy a desconectar
ese aparato, porque no vas a hablar más conmigo...
Saravia vio cómo la chica se levantaba -era muy alta- y
salía corriendo. El hombre bigoteó. El árbol de atrás ahora había quedado
desequilibrado, pensó Saravia, porque hasta ese instante ocupaba el espacio que
dejaba libre la tensión entre ambos, sus movimientos de enfrentarse sentados
sobre el asiento verde. Ahora el hombre miraba hacia Saravia, y el árbol quedaba
a la derecha de su cuerpo. Saravia sintió que el asiento se inclinaba hacia el
lado del bigotudo. El hombre dijo, para sí:
- Estoy harto de salir con histéricas, pero cuando me
levanto una que no lo es, siento que falta algo...
La reflexión lo dejó cabeceando. Saravia fue hacia él. El
tipo no le sacaba la vista de encima. No tenía cara de enojado o deprimido,
sino de "qué se le va a hacer". Subió los hombros cuando Saravia pasó
a su lado. El grabador continuaba ahí, encendido. Saravia disimuló al recogerlo;
lo apagó y se lo metió en el bolsillo. Volvió las cuadras caminando con pasos
largos y rápidos.
En su departamento rebobinó la cinta.
- Te devuelvo esto -decía la chica-: deberías saber que
odio la bambula estampada.
- Era un regalo -decía él-, por lo bien que te va en los
negocios, por lo famosa que te estás haciendo...
- Claro, sí, ahora elogiame. "Mi novia tiene un
raiting"...
- Te quiero, che...
- No me querés, porque si no...
Saravia
terminó de pasar el caset, lo sacó y le puso una etiqueta con la palabra PLAZA,
la fecha, y lo guardó con el que decía SILVIA. Después se quedó toda la tarde
pensando en los chinos de la bragueta hasta que se hizo de noche, y se dio cuenta de que no lo habían molestado
más ni el zumbido ni las conversaciones a distancia. Todo se había calmado. Se
tiró en la cama en un raro estado de felicidad y angustia juntas. Estaba feliz
porque iba a poder dormir, después de varias noches de insomnio. Levemente
angustiado porque, si no regresaba el zumbido antes del lunes, iba a hacer un
papelón en el consultorio del doctor Lépez.Etiquetas: EL AMOR ENFERMO