EL AMOR ENFERMO / CAPÍTULO SEIS
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10.23.2012EL AMOR ENFERMO / CAPÍTULO SEIS
- Horizontal y desnuda -dijo Saravia, observando su mano
derecha recostada sobre la almohada, horizontal y desnuda. Salvo por los
calzoncillos, Saravia también estaba horizontal y desnudo, y lo único que
quedaba al descubierto, al aire, libre de las mantas y las sábanas de su cama,
eran su mano y parte de su cabeza. El nunca dormía desnudo; ni siquiera antes,
las veces en que estaba acompañado por su novia, por Silvia. Dormía totalmente
tapado en invierno y en verano, porque tenía la teoría de que dormir bien
abrigado expulsa las toxinas que se ingirieron
durante la vigilia; entonces se vestía para dormir, y se obligaba a transpirar.
Era su modo de estar sano. Su mano estaba horizontal, como él, con la
diferencia de que él se sentía
horizontal, y a la mano podía verla de
ese manera. "Y desnuda", pensó.
Eran casi las doce del mediodía. Había pasado una noche
horrible: el zumbido de siempre le había durado hasta las tres y diez de la
madrugada; después cesó y comenzó a oírse el ruido nuevo, el que le había
dejado Cristina como un regalo en la oreja derecha. Lo había notado en seguida:
ella tenía el vestido mojado, la pollera mojada, lo miraba con la polera izada
hasta el labio inferior, pero igual se había acercado hasta su mejilla derecha,
la mejilla derecha de la cara de Saravia, para, tiernamente, estamparle un beso
corto. Muy cerca de la oreja. O tal vez el beso no fue tan corto, y comenzó en
la parte de más atrás del pómulo y se deslizó hasta casi llegar al lóbulo.
Saravia sintió la cosquilla y se ruborizó. Después ella le había dicho:
"igual estuvo lindo"; o lo hizo antes, no importaba, el caso era que
lo dijo, como disculpándolo por su atención tan desprolija, por tener un Winco
y escondérselo debajo de almohadones y toallas. "Sí importa", pensó.
"Todo importa".
Ahora tenía dos zumbidos: uno malo en la oreja izquierda,
la extensión agresiva del ulular del último tono de Silvia -un tono perverso y
cruel-, y uno bueno en la oreja derecha, promovido por aquel beso. El zumbido
en la oreja izquierda tenía a Saravia completamente enfermo. El de la oreja
derecha era simpático, aunque tampoco lo había dejado dormir. Ese beso de
Cristina antes de irse era un recuerdo delicado, que le había quedado dando
vueltas como el aletear de un picaflor. "Hay que dormir con un picaflor en
la oreja...", se dijo Saravia. Con ese nuevo sonido había pasado la noche
mirando el cielorraso. ¿Era un picaflor o un campo de pétalos rozados por el
viento? Ella le había dibujado, sin querer, una rosa en su oreja. A pesar de
que él se había comportado mal. ¿Desde
cuándo era tan poco caballero? "Así no se trata a una chica, escuche la
música que escuche". ¡Tendría que haberla acompañado hasta su casa, como
mínimo! ¿Desde cuándo una mujer salía sola del departamento de un hombre?
Tendría que haberle pagado el taxi, pedirle más disculpas, cuatro o cinco veces
más, haberle prestado el Wincofón, haberle dejado escuchar mil veces, todas las
veces, su caset preferido "La chica de la boutique".
"¡Saravia!", se retó, "¡no estás haciendo
las cosas bien!". "¿Te interesa Cristina?". "Tiene una
piernas hermosas... y viste correctamente, sí". Como él, con elegancia.
"¿Y el corazón, Saravia? ¿Se puede esperar algo del corazón de un recién
separado?" ¡Recién separado! ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Más de siete
meses? ¿Eso era, para él, estar recién separado? ¿Cuánto había que esperar?
¿Cuánto tardaba en cerrar una herida de amor como la de aquella chica, Silvia?
Ya una vez la había pensado como ex, y ahora podía sentir cómo comenzaba a
alejarla. ¡Cristina era tan graciosa! Y no le pedía nada, no tenía exigencias
con él. ¡Qué importaban esos discos! Se los grabaría en casets, para que ella
pudiera escucharlos en un walkman, y santo remedio. Para qué perder tiempo en
detalles... ¿No tiene walkman, Cristinita, primor? Saravia le regala uno para
su cumpleaños. ¿Que cumple el trece de diciembre y faltan seis meses? No
importa, Saravia le adelanta el regalo. ¿A usted le gusta abrir los regalos de
su cumpleaños solamente el día de su cumpleaños? Entonces no será un regalo de
cumpleaños, sino un regalo, a secas. "Un premio por haberle devuelto los
colores al mundo, por obsequiarle a Saravia el colibrí de la oreja".
"Por hacerme sentir bien, sabiendo que existe una Cristina y que tiene la
sonrisa más maravillosa de la tierra". "Por algo de eso y por todo
eso", pensó.
¿El sonido nuevo, el de la oreja derecha, no sería,
además, el de un mar calmo, con sus pequeñas olas gastándose contra la
superficie lisa de la arena? ¿No era el deslizarse de la espuma que el mar
apoyaba en la orilla; no eran esos copos como nubes siseantes? ¿No era también
el canto de los caracoles minúsculos, sonando unos contra otros, fríos,
arrastrados por un torbellino de agua? A Saravia le parecía un ruido de verano,
fueran caracoles o picaflor, algo dulce que, en el único momento en que pudo
concentrarse en un sueño, lo envió a una playa de su infancia. Habrían sido
cinco minutos, después de las cuatro de la madrugada. Soñó con un barco rojo
pasando a lo lejos, pero no tan lejos, por debajo del horizonte. Soñó un
castillo sobre la arena dura, que después el mar deshizo en terrones y migas
para otra vez volver a ser orilla, arena de esa orilla. Bajo sus ojos tristes
de nene Saravia. Bajo las nubes que vigilaban desde lo alto sus ocho años y le
daban sombra y protección. Cristina, definitivamente, provocaba sueños de
protección en su cabeza, lo que jamás le había pasado con otra mujer, ni
siquiera con la última, con Silvia.
"Horizontal y desnuda", pensó. Así la quería.
"¿Y el corazón, Saravia?". Cristina tenía un almita, se la había
mostrado. Era pura. Lo había salvado de la muerte audiométrica, o de secuelas
aún mayores a su problema de audición extraña. Saravia se removió en la cama
estremecido por aquellos horribles pensamientos. Había vuelto a cerrar los
ojos, a las cinco y veinticinco de la madrugada, para imaginarse una Cristina
también de ocho años, una gordita dulce con bombacha rosa, y la vio jugando con
su pala de plástico mientras él juntaba arena con las manos para construir una
torre enorme; mientras él cavaba fosos con reptiles, levantaba puentes y abría
ventanas en la torre. El detalle disparatado del sueño era que los dos tenían
la misma edad. El le llevaba veinte años. ¿No era demasiado? ¿Y el ruido ese
que le brillaba ahora en el oído derecho, no podía ser, además, el de los granos
de arena acomodándose en la torre para permitir que Saravia dibujara la
sillería, los herrajes de las puertas, la heráldica, la cabeza de la princesa
asomada al balcón? La princesa era Silvia, maldita sea, pudriéndole el sueño.
Con una pierna apartó las mantas. ¡Cómo le gustaría a
Saravia que Cristina volviera y le
dijera que lo necesitaba, que le parecía el hombre más elegante de la tierra!
"Me equivoqué, mi linda, no te acompañé a tu casa, no correspondí a tu
beso, no pensé demasiado en vos y vos, igual, me perdonás".
Saravia pensaba en todo esto sentado sobre la cama. Pasó
una pierna de su pantalón, luego la otra. Qué no daría por volver el tiempo
atrás y preguntarle qué quería comer, y satisfacerla con su plato favorito, y
no con el suyo, no con lo que él consideraba la felicidad alimentaria. Y
preguntarle cuál era su bebida predilecta; "Pepsi Diet", bien,
conseguirla y tomarla con ella. ¿Alfajores de postre? ¿Cobertura de chocolate
blanca con dulce de leche diet en el medio? ¿Café descafeinado? ¿Música del
Club del Clan? Jolly Land, Saravia se acordó de Jolly Land. Se acordó más por
un tema de Charly García que por ella misma. Qué no daría por regalarle un
juguete de aquellos que a Cristina le fascinaban, uno que le faltara en la
colección; "mire lo que le traje", "¿cómo lo supo?, no lo
tenía...", "intuición de galán..."
Idiota. "Una cita se hace con los datos de la otra
persona", pensó. Maldito fuera todo este tiempo en que no había invitado a
nadie, en el que se olvidó cómo era. Ahora estaba necesitando recordar sus viejas mañas de seductor. Podía
ir al consultorio y explicárselo, tal vez fuera bueno que ella supiera de su
relación anterior, lo de Silvia, lo del tiempo que llevaba de separado y el
largo tiempo que vivió con ella, y las cosas que tuvo que dejar de lado. Por
ejemplo: la capacidad de relacionarse con otras mujeres. Saravia pensó que
necesitaba esa capacidad de nuevo inmersa en todas sus decisiones, en sus
sueños, en su hacer cotidiano. Quería otra vez el amor adentro suyo y ese amor
podía llamarse Cristina. ¿Podía? Mejor que no dijera podía delante de ella. Ni tampoco mencionar que quería el amor adentro; daba lugar a un doble sentido
que ella podía interpretar como una grosería. Ya antes había estado tan
grosero...
Deseaba comunicarle que él era un hombre bueno, honrado,
fiel hasta las últimas consecuencias, y que quería quererla. O, más simple aún,
que la quería. ¿Cómo interpretaría ella su declaración? Saravia juzgó que
estaba yendo demasiado rápido. Su cabeza, quizás como un permiso para alejar a
la anterior, a Silvia, apresuraba los mecanismos para enamorarse de Cristina. Y
así la iba a perder definitivamente. Saravia se puso la camisa. Eran las doce y
diez. ¿Qué no daría porque ella tocara en ese momento a su puerta para que pudiera
escucharlo? Porque una cosa era decirlo en caliente y otra muy distinta era ir
repitiéndolo todas las cuadras hasta llegar a lo del doctor Lépez, abrir la
puerta y expulsar ese fárrago de amor como un vómito sobre su escritorio y sus
muñecos. Algo asqueroso. Recitar: "señorita, vengo a decirle que la
amo...", con un ramo de nomeolvides en la mano. Ni en la peor telenovela.
Ella estaría recibiendo llamados, cotejando citas, aguardando alguna orden del
médico para acercarle planillas y resultados acerca de otros oídos enfermos. Y
él parado delante del escritorio, nomeolvidado, con ganas de irse, de dejar de
transpirar. "Olvidate, Saravia". Si ella toca a la puerta ahora,
bien; si no, habrá que esperar el momento.
- Toc toc -hicieron, desde afuera, unos nudillos sobre su
puerta.
Saravia se puso los zapatos.
- Va -dijo, tendiendo rápidamente la cama.
Antes de abrir, se miró en el espejo. Se peinó; se sacó
las lagañas con las manos; se cacheteó para darse color. "Va",
repitió. Celeste dijo, del otro lado, "bueno". ¿Por qué iba a ser
Cristina, para qué iba a volver al otro día? ¿Para buscar el caset de Heleno?
Era lógico que fuera Celeste. Saravia se desordenó nuevamente el pelo, pateó un
almohadón y abrió la puerta.
Ella estaba ahí, parada en el medio del marco, vestida
con un batón verde muy ajustado que descubría su cuerpo obeso, alpargatas
negras en los pies y un pañuelo atado en la cabeza para ocultar los ruleros. Los ojos le sonreían como si hubiera
tomado algunos vasos de vino. "Para darse coraje, Dios mío", pensó
Saravia, anticipándose a los hechos. Ella entró al departamento antes de que él
le dijera "pase, Celeste".
- ¿Viene por el tema de la cuenta? -dijo él.
- Sí -respondió ella.
Corrió una silla y se sentó a la mesa. Observaba el
desorden con desgano. La mirada parecía no detenerse en ningún objeto, en
ninguno de los signos del almuerzo anterior; ni en la cama mal hecha, ni en la
ropa tirada. Había desorden, sí, pero era arreglable. Ella lo hubiera resuelto
en un santiamén. Por lo demás, había en el aire una mezcla de olor a limpieza y
a vino.
- Estuvo fregando... -dijo.
- Sí -afirmó él, mientras se metía las manos en los
bolsillos.
- ¿No me va a convidar nada?
Saravia observó que los ruleros ampliaban la cabeza de
Celeste, que el pañuelo se adaptaba a esas formas cilíndricas dispersas entre
su pelambre. Era la cabeza enorme de un motociclista con el casco abollado. Los
bigotes de Celeste acentuaban el parecido.
- ¿Qué quiere tomar? -convidó Saravia.
- ¿Hay oporto?
- No.
- Sin embargo hay olor a oporto... ¿Vino fino? ¿Champán?
- Tampoco.
- ¿Ya se tomó todo lo que compró ayer?
Saravia suspiró.
- Se me cayó una botella... un accidente. Tengo té o
café.
Ella frunció los labios con desconfianza.
- Ah, y queda este final de Carcassonne en mi vaso.
- Si lo tomo le voy a conocer todos los secretos... -dijo
ella.
Para decir eso puso la voz más dulce que pudo. Esperaba
una respuesta dentro del mismo tono. Saravia, en cambio, dijo:
- Casi no hay.
Ella agarró el vaso de sus manos y él sintió que se
demoraba en el toque mínimo producido entre esos dedos regordetes y los suyos.
Retiró la mano sobresaltado.
- También hagasé unos cafés -dijo ella-. Para bajar los
números, ¿vio?
Saravia fue a la cocina a recalentar el que había quedado
del día anterior. Le agregó un chorro de agua para aligerarlo y lo puso al
fuego.
- Pase a la cocina, si quiere -le indicó-. ¿Cortado?
- No -dijo ella-. Que no se le queme, Saravia. Vigileló y
después venga.
El supuso que ella estaría revisando el aparador en busca
de otra foto. ¿En qué momento se la habría robado? ¿Iba a decirle algo,
Saravia, por eso que ella había hecho? Si le decía algo, lo tenía que exagerar.
Que robar era algo horrible, y desde cuándo ella era una ladrona. Diría ladrona impostando la voz, para remarcar
la palabra. Ese era su as en la manga; lo utilizaría sólo en un caso de
urgencia. Siempre habría tiempo para que ella pagara esa deuda moral, si era
capaz de aguantarlo el tiempo suficiente para que él pudiese saldar su deuda
real. No se trataba de chantajear a
la pobre Celeste, ni mucho menos. El no era ese tipo de gente. Tan solo
trataría de negociar, de humillarla un poco, lo mínimo indispensable para
conseguir más de cinco cuotas. Saravia sabía que le debía aproximadamente tres
meses de alquiler, más rentas, expensas, servicios, que ella había seguido
pagando por él, para que no se los cortaran. Gracias a la piedad de Celeste aún
tenía gas, agua, electricidad. También le debía la cuenta del teléfono. La
factura triplicaba la de los bimestres anteriores. Se la debería enviar a
Silvia, para que la pagara. A fin y al cabo era culpa de ella. Se asomó por la
puerta. Celeste seguía sentada, con las manos cruzadas sobre la mesa y la
mirada en cualquier parte. Saravia sintió que estaba nerviosa. Se acercó con
los dos cafés en una bandeja.
- ¿Sacarina o azúcar?
- Sacarina.
- ¿Cuántas?
- Seis.
El supuso que era una broma, pero ella estaba de lo más
seria.
- Me gusta dulce -dijo-. Revuelvamé poquito... Eso.
Basta, ya está.
Saravia se acomodó en la silla de enfrente. Se llevó la
taza a los labios y dio un sorbo. Estaba repugnante, como si hubiese hervido
quince días.
- ¿No lo endulza?
- Me gusta amargo.
- Siempre todo así, usted... Ah, Saravia, Saravia, entre
esa música depre que escucha y el café amargo, un día me va a dar una mala
sorpresa...
- ¿Qué está diciendo? ¿Qué tipo de sorpresa?
- No sé, qué se yo... digo por decir, nomás.
- ¿Por decir qué, Celeste? No me pienso morir por
escuchar esa música, o tomar café... -
Por el café no sé, si lo sigue hirviendo... Pongalé un poco de azúcar que está
intomable, además amargo...
- Cosas mías -dijo Saravia, cortante-. Usted dirá.
- Ah, sí -dijo ella, como si acabara de acordarse para
qué había ido-. Aquí le traigo las cuentas. Son muchas, Saravia, nunca se me
había retrasado tanto... ¿Vio lo que le vino de teléfono? Este bimestre marcó
el triple del "promedio bimestre anterior", y la factura del gas la
tengo al doble...
- Es lógico, estamos en invierno -comentó Saravia.
Ella se quedó mirándolo fijamente, a través de sus
anteojos. Al final del silencio, comentó:
- ¿Adónde vamos a parar, Saravia?
El carraspeó.
- Tuve que hacer algunas llamadas...
- ¡Algunas llamadas! Y eso que no le detallaron ninguna
al exterior, ni de larga distancia... Es algo de locos, Saravia.
- Ya sé -dijo él.
- O sea... -ella se pasó un rulo que le sobraba del casco
por la patilla de sus anteojos.- Cada uno hace de su culo un mundo, como quien
dice, siempre y cuando pague lo que consume... ¿Me entiende?
- La entiendo.
- Porque no puede ser, mire lo que dan estas cuentas...
-ella le mostró un papel. El rulo se le había vuelto a soltar.- Es un
disparate... Yo no quiero importunarlo pero, como dicen en la televisión,
estamos prácticamente en rojo...
- No veo televisión -dijo Saravia.
- Pero me entiende lo que quiero decir, ¿no? ¿Me
entiende, o no me entiende?
Saravia sostenía el papel entre las manos. Los números
estaban precedidos por títulos que explicaban de qué se trataba cada cosa. Ella
sacó del bolsillo del batón una pila de facturas pinzadas con un broche de
ropa.
- ¿"Servicios varios" qué es? -preguntó él.
- Las compras de cuando estaba bajoneado. Deben ser unos
sesenta sánguches y cincuenta o cincuenta y cinco Cocas. A ver, déjeme ver...
La mujer corrió su silla hasta ponerla junto a la de
Saravia. Intentaba todo el tiempo rozarlo. Se acomodó los anteojos en la punta
de la nariz.
- Una duda que siempre tuve... -dijo él- ¿Por qué me
traía
Ella se sonrojó.
- No sé -contestó-. Lo veía tan mal... Para que no le
doliera la garganta
- Ah -dijo él, distraídamente.
Aquel número de la cuenta de Celeste era imposible de
pagar. No tenía ni la mitad del dinero, no tenía cómo conseguir el resto y
además, esa casi mitad que tenía la había destinado para comer durante los
próximos meses. Estaba recuperándose de algo terrible; podía haberse suicidado
por eso. Había estado a punto de hacerlo; Celeste lo sabía. Era un asunto
serio. Celeste había esperado, claro. Pero aún debía esperar más. Ella dijo:
- Si no me paga pronto le voy a tener que pedir que se
vaya...
- No me puede hacer eso, después de todas las que pasé...
-dijo él, y corrigió: -Las que pasamos juntos...
- Ya sé -dijo ella-. Pero necesito el dinero.
El se tocó la billetera flaca, en el bolsillo. Pobre
Celeste. Lo había visto desnudo, o casi, en calzoncillos, sucio, vomitado,
meado, borracho; lo había visto llorar, pegarse a aquel teléfono. Le había
llevado aquel sánguche y
- Aunque sea una parte -dijo.
- ¿Cuánto? -preguntó él.
- No sé; lo que pueda. Que yo vea un esfuerzo, Saravia,
entiendamé. Yo sé que se está recuperando de a poco, que le costó una
barbaridad levantarse, pero bueno... Una parece la estúpida de la película, al
final...
- No diga eso, Celeste.
- Y sí, Saravia... Yo lo ayudo, lo cuido, lo mantengo...
jamás una alegría, una palabra suave...
- No diga eso, si sabe lo mucho que la aprecio...
- Para que me sirva un café tengo que pedírselo. Me abre
la puerta con cara de "uf, llegó la hinchabolas de Celeste"...
- No es cierto.
- Porque usted a mí me debe plata, Saravia, pero no es
que no tiene para pagarme. Bien que arma la conga con vino bueno y todos los
chiches...
Saravia se quedó callado.
- Me contó la del Super. "Qué lindo muchacho, ese
inquilino suyo" -imitó la voz y los movimientos de la cajera plop. Saravia
pensó que le salía igual-. "Y qué bien come, debe ser un muchacho fino:
compró vino de cinco pesos, hasta champán. Debe
ser un muchacho de plata..."
Masticaba con la boca abierta como si tuviera el mismo
chicle de la cajera. Se sacó los anteojos.
- Para fiestas de otras -agregó, con desdén.
Saravia no se rió, aunque le dieron ganas.
- No compré shampaña,
para su tranquilidad.
- Yo no sé...
Saravia volvió a mirar aquella cuenta. Metió las manos en
los bolsillos. Le quedaban dos o tres billetes, que con suerte eran de diez, y
en el caset "Artaud", de Spinetta, había algunos de cien. Sacó los
del bolsillo, inclusive sacó las monedas, y las puso sobre la mesa.
- Lo único que tengo, por ahora -mintió-. Pero estoy
esperando un cheque...
- Siempre lo mismo, Saravia...
Ella se puso los anteojos, recogió todo el dinero, lo
contó y lo anotó debajo de "total". Escribió "paga", la
cantidad, restó los números y tituló el resultado con las palabras "resta
pagar". La cifra no difería demasiado de "total".
- Una parece la hija de la pavota -dijo, para sí.- ¿Usted
cree que no me enteré que ya está con otra? Ahhhh -para sí otra vez,
ofendida:-, estos hombres, que no aguantan la soledad...
Saravia intentó sonreír como modo de aliviar la
situación. Ella guardó la cuenta con las facturas y los anteojos.
- Si sigue así -le aseguró- usted nunca se va a hacer
fuerte...
- ¿Así cómo?
- Así, Donjuán. Encarando lo que se le presenta delante,
lo que es joven y bello... La cajera, por ejemplo...
- ¿Qué me está diciendo, Celeste? Si hace siete meses que
no veo a nadie...
- Ayer salió una, y con una pinta de chirusa...
-Mejorando el tono:- Ay, Saravia: siete meses no es nada. Usted tiene que estar
años solo, para fortalecerse... y pensar en alguien mayor, que lo sepa cuidar
bien, darle de comer, darle casa,
limpiarle la ropa, plancharle las camisas, alguien que le de consejos y lo
entienda, y sea cariñosa de su hogar...
- Pero... -pensó Saravia en voz alta- para eso ya está
usted, descontando lo de la casa gratis...
Ella guiñó los dos ojos alternadamente.
- Por eso, Saravia. Pienseló.
Saravia no agregó nada. La gorda le sacó una pelusa del
hombro - lo que él sintió como un adelanto del contrato- y se levantó
sonriendo. "Si fuera más flaca..." Los ojos eran lindos, y era una
mujer buena, claro. Pero tan descuidada... El, un gentleman; ella, una vaca de batón y alpargatas... Y esas cosas no
se aprendían. No era como aprender a escuchar música clásica; al oído se lo
educa. No era como aprender a tomar vino. Con algo de información y algo de
paladar... Pero a cuidarse a ella misma, ¿quién le iba a enseñar?
Además, Celeste lo había visto tirado en la cama, en
calzoncillos, con olor a transpiración, a humedad, a pis, y lo que ella no
alcanzaba a comprender era que ese no era él, sino la circunstancia por la que
él estaba atravesando. Era "él sin Silvia", que no era lo mismo que
"él-él", un concepto difícil de entender hasta para Saravia, pero
fácil de asimilar cuando se lo veía con la corbata roja a lunares alisada sobre
la camisa blanca con almidón, gemelos, traba sevillana en forma de clip,
botones reforzados y todos iguales, el cuello y los puños impecables, nada
gastados, níveos. Había que verlo. Ese era él cuando quería estar bien, cuando
estaba bien. No el que había visto Celeste,
tal vez el individuo más abandonado de la mano de Dios, y del que ella
se habría enamorado por similitud de desgracias, de solterías. "La
pelotuda de Celeste", como le decía alguien, Silvia, sin mala intención.
"La soledad es un líquido que salpica", pensó Saravia.
- ¿Y para cuándo dice que le llega ese cheque?
- La semana que viene, o la otra. Calcúlele diez días.
- Mire que es lo máximo que espero, ¿eh? Y pienseló,
Saravia, que ya somos grandes...
El la acompañó hasta la puerta. La despidió con un beso
en la mejilla, que ella cubrió con su mano abierta, protegiéndolo del aire del
pasillo.
"Por eso temblaba tanto", pensó Saravia. Por
eso se había robado aquella foto, en alguno de los momentos en que le acercó el
sánguche y
¡Compinches ellos!
Cualquiera que los viera por la calle supondría que eran el amo y la sirvienta,
el benefactor y la mendigo, Dr. Jekill y Miss Hide. ¡Compinches! Era el colmo.
Ah, qué espantoso momento había pasado Saravia. Decidió
que iba a escuchar su música hasta
volver a la cama; decidió que iba a leer la información de todas las cajitas de
los casets, para recuperarse de los sopapos al buen gusto de su alma. Que
echaría por la borda zumbidos malos y buenos. Ambos eran una molestia
constante. Como Celeste, que también era una molestia constante.
Acomodó los casets de jazz sobre la tapa del Winco, y en
cierto modo se felicitó por no habérselo entregado a Cristina. Se acordaba de
"Música el Libertad", claro, y de los "Ten Tops". Pero los
recordaba como una pesadilla de su juventud; aquello que lo hacía cambiar de
canal instantáneamente, que provocaba en él un asco superior al de Cristina
frente a una bañadera llena de cebollas.
Seleccionó los "18th century Italian Songs" por
Cecilia Bartoli y György Fischer al piano, que había grabado de un compacto de
Silvia. Le gustaban particularmente los temas 4, 5 y 6 del lado uno y el 10 y
12 , "Il mio ben quando verrá" y "Quella fiamma che
m'accende". La canción número 4 de Scarlatti era tan emocionante, tan
triste, que el solo tarareo del tema le ponía la piel de gallina. Era una
música muy tranquila cantada por la mezzo soprano sobre un piano; Saravia
también había grabado los "Italian songs" (Beethoven, Schubert,
Mozart, Haydn) por la misma chica y el pianista András Schiff. Un día que
estaba con plata se compró el caset "Chant D'Amour", porque se había
hecho un fan de Bartoli, pero esta selección no era tan buena. A Saravia le
gustaban las voces de dos mujeres: ella y Kiri Te Kanawa. Un poco menos María
Callas. Y después, bueno, ya fuera del clásico, varias otras:
Se tomó el Carcassonne que Celeste había dejado en el
vaso. Seleccionó también "La flauta mágica" de Mozart para escuchar
el monólogo de Papageno. Fue hasta el grabador. Solamente tendría que ubicar esos
pasajes magníficos que lo trasladarían otra vez al universo de lo bello,
después de tanto infortunio. Apretó eject y el grabador lo regresó a la
realidad. Adentro estaba el caset sin marcas de Cristina. ¿Quién quería volver
a la realidad?, se dijo. ¿Quién estaba totalmente a gusto en la realidad? ¿Por
qué no sentarse con el resto de Carcassonne a insertarse en otros tiempos, en
el 1600 de Purcell, por ejemplo, o en el 1700 de Mozart? Se acordó de la
película "Amadeus", que le había parecido maravillosa. Se imaginó en
el estreno de "La flauta mágica". Papageno, un pájaro desprolijo y
molesto. Era, sin duda, una obra popular. La gente era común, de barrio.
Cristinas. Cientos de Cristinas. O peor aún: Celestes, divirtiéndose a
carcajadas con lo que él escuchaba hoy como algo culto. ¿Y las Rapsodias
Húngaras de Liszt? Eran canciones gitanas, improvisadas por vagabundos en las
calles para cobrar unas monedas.
Llegó hasta la tercera parte -dibujaba marcas en el
plástico de los casets, para ubicar cuánto sector de cinta había que rebobinar
para llegar hasta sus temas elegidos- y se había pasado. Tuvo que adelantarlo.
Volvió a pasarse. Esto era lo peor de los casets, y por lo único que aceptaba
los compactos. Buscar un tema en un compacto, repetirlo, era algo que no
requería esfuerzo alguno. Tocar una tecla y olvidarse. Ubicar una canción en un
caset era un trabajo de relojero. Puso play. Sonó:
"Ein Mädchen oder Weibchen
wunscht Papageno sich!
O so ein sanftes Täubchen
wär' Seligkeit für
Dann schmeckte mir Trinken und
dann könnt' ich mit Fürsten
des Lebens als Weiser
und wie im Elysium sein!"
Era
"Este fue el
comienzo de un tiempo tan lindo,
recorriendo calles me
acuerdo de ti.
Este fue el comienzo de
un tiempo tan lindo,
yo nunca me olvido de
aquella boutique".
¿En 1680, el padre de "Dido y Eneas" no sonaría
como Heleno? ¿Cristina no sería una especie de vanguardista de la cultura, la
descubridora de la música del futuro? Imaginó a un pensador del año 2200,
belga, recluido en su bunker, deleitándose con una ginebra holandesa y
escuchando esa berretada como si fuera la obra cumbre de un maestro, lo más
delicado que había dado nuestra época. A Purcell, en el dibujo del compacto,
Saravia se acordaba que lo habían hecho pelado y sonriente. Heleno también era
pelado. "Dios mío", dijo. Asustado, detuvo el caset justo cuando
cantaba:
"... que chica más linda que venden
aquí."
Ese tema daba náuseas. "Me estoy dejando engañar por
el amor", pensó. Heleno era un comerciante que había pegado una letra, en
otro tiempo, y ahora el romanticismo infantil de una chica -Cristina- lo había
depositado adentro de su grabador, promoviendo todos estos pensamientos vanos.
"Un comerciante promueve ideas comerciales", pensó. Pero no puso
"La flauta mágica" de nuevo, sino que eligió "El Mesías" de
Haendel que, se dijo, habría sido tocado, aceptado y aplaudido en las cortes
alemanas. No le gustaba demasiado, pero ahora le iba a hacer bien. Guardó el
caset sin caja ni marcas en el bolsillo de su pantalón. Sacó el último Valium del plástico y se lo
tragó. Se quedó dormido antes de que fueran las diez de la noche. Tenía un poco
de los dos zumbidos en cada una de sus orejas.
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Gustavo Nielsen nació en Buenos Aires, en 1962. Es arquitecto y escritor. Como arquitecto ha realizado obras en Capital, Buenos Aires, Córdoba, San Luis y Montevideo. Desde 2008 comparte el Galpón Estudio en el barrio de Chacarita junto a los arquitectos Ramiro Gallardo y Max Zolkwer. Ha ganado el Tercer Premio para el Parque Lineal del Sur (asociado a Max Zolkwer), el Primer Premio para el Oasis Urbano Magaldi Unamuno, Tercer Premio Cenotafio Las Heras y Mención en el Oasis Boedo (asociado a Max Zolkwer y Ramiro Gallardo), Mención en el MPAC (asociado a Sebastián Marsiglia), Mención en el Pabellón Frankfurt 2010 (asociado a Max Zolkwer y a Sebastián Marsiglia) y Primer Premio en el concurso internacional para el Monumento a las Víctimas del Holocausto Judío (también asociado a Sebastián Marsiglia). Escribe notas sobre ciudad y diseño en el suplemento Radar, de Página 12. Ha publicado “Playa quemada” (cuentos, Alfaguara), “ La flor azteca” (novela, Planeta), “El amor enfermo” (novela, Alfaguara), “Marvin”, (cuentos, Alfaguara, "Auschwitz" (novela, Alfaguara)y “Adiós, Bob” (cuentos, Klizkowsky Publisher) , “Playa quemada” (cuentos, Interzona), “La fe ciega” (cuentos, Páginas de Espuma, Madrid), “El corazón de Doli” (novela, El Ateneo) y “La otra playa” (novela, Premio Clarín Alfaguara 2010). Mensajes a gesnil@gmail.com
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