EL AMOR ENFERMO / CAPÍTULO NUEVE
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2.04.2013EL AMOR ENFERMO / CAPÍTULO NUEVE
A las dos cuadras estaba empapado. La lluvia había
crecido y Saravia había intentado guarecerse primero bajo un toldo, después
bajo una marquesina. El agua lo había calado, de todas maneras. Las solapas de
su saco estaban levantadas; Saravia se deshizo el nudo de la corbata roja a
lunares blancos, la enrolló y se la guardó en el bolsillo del pantalón, para no
estropearla. El sonido de la lluvia le barría las voces de la cabeza, o al
menos las atenuaba. Su mano izquierda estaba cerrada y adentro del bolsillo,
para protegerla del agua. Tenía el teléfono de Cristina. Lo habría conseguido
aunque hubiera tenido que jugar, rengo, otro partido. "Qué horrible
deporte", pensó. ¿Qué nuevos ecos le traía la ciudad? "Se largó, te
dije", oyó, y un cerrar de ventanas. "Mala leche, me dejé el paraguas
en lo de Mónica; ahora qué le digo a Marta", reflexionaba una voz
masculina suave, ¿a qué distancia de Saravia? "Chap chap", bailaba un
perro en el charco del cordón de alguna vereda perdida. Ese pitido corto y leve
podía ser un pájaro entonando a decenas de metros de allí. ¿Adónde estaba?
"Malditos taxis", pensó.
La lluvia removía las hojas de un fresno que no estaba
plantado en esa calle. Chicas nerviosas, perseguidas por sombras, hacían
tintinear sus llaves en cerraduras de departamentos vacíos, varios pisos más
arriba de esa marquesina. El agua venía
desde todos los costados, se arremolinaba en el viento, inflaba un toldo para
arrancarlo y volar. Saravia apuró el paso. Una luz de neón, a media cuadra, apagaba
con un chistido su anuncio de "empanadas y vino". ¿Qué hora era? ¿Qué
calles eran ésas? Buscó, en vano, un cartel. El silbato de un policía, tal vez
al doblar la esquina, tal vez en otro barrio, detenía un coche. Saravia comenzó
a correr. El zapato mojado le ablandaba el dolor, aunque no tanto. Si
continuaba así, mañana iba a estar el día entero adentro de la cama.
Recuperándose del pie, del resfrío, del cansancio. "Me encanta que llueva
al lado tuyo", dijo una mujer que Saravia no pudo ver. La voz de un niño
le contestó "a mí no". Un joven orinaba contra una pared. Todo
chorreaba por la lluvia, todo seguía mojándose, pero el pis sonaba diferente al
resto de las gotas. Tal vez no fuera joven, sino viejo. Saravia podía oír aún
la presión de sus manos mojadas enganchando los botones de la bragueta. ¿O se
estaría sacando tierra de las uñas? Alguien bostezó al aire húmedo, quizás un
croto durmiendo delante de una puerta. Saravia oyó la sirena del tren; el
chirrido de las maderas de un puente y la bocina sobre el agua de un taxi que
le señalaba que iba libre, acompañada de un guiño de luces. Lo paró. Abrió la
puerta. El chofer tenía la cara llena de marcas, como un pescador viejo.
- ¿Adónde? -preguntó.
- No sé -dijo Saravia.
El chofer no arrancó. Bajó la bandera.
- Tiene que indicarme un lugar -dijo. Encendió la luz de
la cabina. Entre las marcas de su cara había heridas mal cicatrizadas y
arrugas.
- Apague esa luz -ordenó Saravia-, y tome por la
autopista en dirección al centro.
Saravia abrió la ventanilla. El viento y el agua pegaron
en su cara. El hombre de las cicatrices lo miraba desde el espejo. No podía
imaginarse lo que le pasaba a Saravia, lo que estaba destinado a oír, los
retazos y retazos de conversaciones lejanas, de frases incompletas cosechadas
de otros autos, de ventanas de dormitorios abiertos, de camas desconocidas, de
cogidas feroces, de palabras felices, de frases hechas, de pensamientos dichos
en voz alta. Las felicitaciones se entrelazaban al vuelo con una puteada
adolescente, que a su vez se unía al reto de una madre preocupada, que a su vez
estaba encadenado a un "te quiero" dicho por un mentiroso o por un
enamorado, que a su vez se sumaba a otra voz que exigía la entrega del dinero,
del reloj de oro, o pedía "mozo, otra cerveza light para mi tía", o
"entremé los canarios, Maricarmen", o "está fría; se te
enfrió", o "Miauuuuuu", o "José, miráme cuando te
hablo", o "tuuuuuuuuuuu - tut", o "malandras, son".
"Perdonemé don Mario lo que dejastes ir lo dejastes ir de nuevo no hay
plata si desobedecés a tu madre te quedás sin postre que rico culo es el de la
vecina de abajo no usa ropa interior UAAAAAA me bajó me bajó qué alegrón la
reglamentación del consorcio hay más noticias para este boletín Buenos
Aires".
Saravia se reía a carcajadas, y el hombre de la cara de
mapa lo miró preguntándose si no sería un enfermo mental y para qué lo habría
subido, preguntándose si tendría dinero para pagar el viaje, si no debería
bajarlo en cualquier parador y llamar a la policía o a la ambulancia o a los bomberos
o a nadie, simplemente dejarlo abandonado. Saravia veía las luces de la
autopista pasar más rápido y "tomá mate Doña Rosa tal astilla los
desodorantes ¿llegamos a la feria? a mí no me vas a contate algo que se me
termina la ficha -pit-pit- linda cosita cómo te voy El Mundo del Espectáculo
proyectaremos hoy complicándose la vida con ese armatoste en el fondo hay lugar
marchen dos oportos ya no se puede más en este país ¿o querés que te
cuente? diario sexta Razón diario
diario". Todo empapado por la lluvia y por la risa de Saravia, que se
sentía armando un absurdo rompecabezas de voces: mujeres, hombres, niños,
animales, máquinas, insectos. A la pelirroja que fumaba en ese Taunus gris
metalizado la oyó dos cuadras más adelante, decirle a su compañero "no los
tendríamos que haber atado, son chicos". Y a aquella familia en aquel
edificio, frente al televisor, la escuchó tres segundos después de verla y de
perderla, como se escucha un trueno
después del relámpago. El padre dijo "Boby no puede estar más con
nosotros"; los niños gritaron "¿por qué, papá?", al borde del
llanto; "la casa es chica"; "Paty te quiero"; "ensucia demasiado"; "nadie lo
saca"; "Polyana sabe". Otra ruidosa carcajada le salió de la
garganta, asustando al chofer que lo seguía mirando por el espejo retrovisor.
Saravia reconoció la plaza. "Estoy a tres o cuatro
cuadras de casa; ya está parando de llover; déjeme acá". El chofer frenó
el taxi. Saravia pagó lo que marcaba el reloj.
- Buenas noches -dijo. Se bajó.
Aún llovía, pero era una cortina de agua lenta, casi
amable. Se sentó en un banco iluminado
por la luz de un farol. El banco estaba inundado de agua. Seguía con la mano
izquierda guardada en el bolsillo. Un Fiat lila frenó casi sobre esa esquina.
Llevaba las ventanillas bajas. En su interior iban dos mujeres de
aproximadamente cincuenta años. La que manejaba miró a Saravia y contestó algo
que le había preguntado la otra. Dijo: "Lo del hospital en el Tigre, lo que escuchó la señora. Un horror".
El semáforo dio luz verde; el Fiat arrancó. Saravia lo vio alejarse despacio;
giró la cabeza en esa dirección y continuó prestando atención al diálogo. Notó, con disgusto, que algo
había cambiado. Los parlamentos deberían haber ido creciendo a medida que el
Fiat se convertía en un punto lila, pero no. Oyó todo en el mismo tono. No
sabía si aquello era peor, o mejor para la salud de su oído. El pie le dio un
tirón de dolor. El punto lila giró en una esquina, seis cuadras arriba, y
desapareció. Las mujeres habían dicho:
- Un horror... Me
da piel de gallina.
- Ay, no me
cuentes... no me cuentes... ¿Qué pasó?
- De
repente, la señora no podía parar de sufrir.
- ¿Ella
estaba adentro?
- Claro,
pava. Si no, cómo iba a ser. Ella era la enfermera.
- ¿Y?
- De
repente, dice que hubo un silencio total... y de repente... percibió todo el dolor junto. ¿Te das cuenta,
Coca? ¡Todo el dolor junto!
- ¡Dios
mío, no quiero saber! ¿Y?
- Se me
pone la piel de gallina... tocá.
- Ay, no.
La piel de gallina me da asco.
- ¡Qué
boluda que sos!
- ¿Era
inevitable que sintiera todo eso, no?
- ¿Quién?
- La vieja.
- ¿La
enfermera, decís? No era una vieja. De la edad nuestra; más cascoteada, bueno.
Más pobre. De repente... más cutis Avon que vos.
- ¡Qué
boluda que sos! Cambiando de tema, contame de Roberto...
- ¿Del
Roby? No te imaginás lo que es en la cama.
- ¿Once
años, decís que tiene? ¿Dónde habrá aprendido?
- No sé,
pero tengo una lista de mogólicos de treinta y de cuarenta para mandar a ese
colegio...
Silencio. Saravia se levantó y comenzó a caminar. Ir por
calles conocidas le daba seguridad. Los pasos le costaban. Esa mujer lo había
mirado sin verlo, con los ojos vacíos. Mojado estaría horrible. "Ideal
para encontrarme con Celeste", pensó. Ahora tendría que darle los saludos
del doctor. Miró la hora en la torre de la iglesia: diez y cuarto. No iba a
encontrársela, porque era la hora de "Susana dieta" por la
televisión. Todas las mujeres de más de noventa de cintura la estarían viendo,
pegadas a la pantalla.
Abrió la puerta, subió las escaleras, entró a su
departamento. Celeste le había pasado un papelito con la copia de la cuenta y
un aviso de cuarenta y ocho horas para pagar. Un aviso raro, por cierto, en la
letra gorda de la gorda. No era lo que habían arreglado verbalmente. Cuarenta y
ocho horas era una intimación. Marcó el número de teléfono de Silvia. Miró la
palma de su mano. El timbre sonó. El se imaginó la habitación de Silvia, con su
cama hecha y su cuadro de Ana Eckell azul con los dibujos rojos. En el cuadro
también había un cono azul, recordó. El timbre volvió a sonar. El contestador
levantó la llamada. Una voz de hombre atendió antes de que Saravia pudiera dejar el mensaje.
"Hola", dijo. Saravia se quedó helado. Automáticamente, preguntó:
- ¿Quién es?
- Marcelo -dijo el hombre.
Saravia estuvo por decir algo más. "Qué
Marcelo", por ejemplo. Le temblaban las piernas. El charco de abajo de sus
zapatos era redondo, y Saravia vio que el agua dibujaba en el piso las
ondulaciones de su temblor, como un osciloscopio, como el aparato que había registrado
sus ondas auditivas.
- ¿Quién habla? -dijo la voz.
Su debilidad se estaba registrando en el agua. ¿Para qué
había llamado?
- Dame -dijo la voz de Silvia-. ¿Hola? ¿Quién es? ¡Hable!
Saravia cortó con la mano. El tono del teléfono, otra
vez, se le metió en la oreja izquierda. Escribió "Marcelo (?)" en un
papel, y el teléfono de Silvia debajo. Ya sabía el nombre. Fue hasta la
ventana; la abrió. Asomó la cabeza hacia arriba. El piso de las nenitas estaba
apagado. Pensó en el beso de Cristina. El zumbido más suave, el del oído
derecho, también renació. Eran dos agujas de tejer, una izquierda y una
derecha, dolorosas, intensas, creciéndole hacia adentro de la cabeza. Otro
taladro le subía desde el pie hacia el centro de sus nervios, que quedaba ahí donde
las puntas de las agujas se tocaban.
Buscó un Geniol. Llenó un vaso con agua. La cama. A
Saravia lo estaba buscando la cama. Lo llamaba. "Vení, Saravia,
metete". "Tapáte". Se llevó el papel a la cama.
"¿Marcelo?". "Marcelo (?)".
Se acomodó una almohada. La voz era la de un tipo joven, de menos de
veinte. "Un pendejo", diría Lépez. ¿Qué hacía otra vez acostado, Saravia? Se levantó.
¿Menor de edad? Caminó hasta la ventana. Miró el papel por última vez, lo
abolló y lo tiró a la calle. Hacía frío para tener la ventana abierta. Con la
vista siguió el curso del papel. Que lo hubiera tirado no significaba que fuera
a olvidarse. "¿Y si cerrás la ventana, Saravia?". "Que el papel
quede afuera, se humedezca con la lluvia, se haga pulpa y desaparezca". El
bollito pegó contra el parabrisas de un auto último modelo, justo con alguien
para subirse, que levantó bruscamente la cabeza hacia arriba. Saravia lo vio
sacudir una mano. ¿Lo saludaba o lo retaba? ¿Le estaba mandando saludos a
Marcelo, como el doctor le había mandado los suyos a Celeste?
La ventana de Saravia era la única encendida del
edificio. Hacía mucho frío. Cerró el vidrio, bajó la persiana. Se sentó delante
de la ventana cerrada. Los zumbidos eran una trepanación. Se apretó las orejas
con las manos y sintió el vacío, un vacío terrible seguido de unas terribles
ganas de llorar. "Por todo", pensó Saravia. Por el hueco que tenía su
alma sin Silvia, y por saber que jamás iba a recuperarla. Si volvieran a estar
juntos, siempre habría entre los dos algún resentimiento. De parte de él, al
menos. Y eso, en el hipotético caso de que alguna vez la vida los volviera a
cruzar. Volverían a discutir por bobadas; los dos sufriendo enormidades; al
menos él, Saravia. Una mano invisible le apretaba el aire del cuello, y ese
aire no podía pasar a los oídos, entonces los tímpanos se le desequilibraban
por la diferencia de presión y se le congestionaban las orejas. Un proceso
científico. Ese era el vacío que sentía, pensaba Saravia, un vacío físico que
acompañaba al vacío existencial.
Pensaba en esto mientras alisaba su corbata roja a
lunares blancos sobre la mesa. Estaba seca. Era lo único seco que traía. La
metió adentro de un sobre de celofán para corbatas y la colgó con prolijidad de
su corbatero. Saravia tenía seis corbatas, cinco tristes y ésa, la roja, la de
los lunares blancos sobre fondo rojo. De las cinco restantes, una era negra
para los funerales, otra era azul, que le había quedado del colegio secundario,
otra también era azul y tenía unos aeroplanos bordados en verde (se la había
traído Silvia de Holanda), la otra era gris con una flecha que él siempre había
juzgado femenina, aunque una corbata nunca lo fuera, y la última era plateada
con rayas finas marrones, verdes y negras.
Mojado como estaba, volvió a tirarse en la cama. Si
sonaba el teléfono, no atendería. La pintura del cielorraso estaba
descascarada. Debería decírselo a Celeste, o conseguir una escalera y un
cepillo de acero y ponerse él mismo a rasquetearlo. Entonces podría descontar
su trabajo de la deuda. Aunque no se imaginaba haciendo semejante esfuerzo.
Mejor era que ella contratara a los pintores; él no tenía por qué meterse.
¿Cuarenta y ocho horas de plazo? ¿Desde cuándo Celeste le imponía un
vencimiento? No era momento para exigirle nada, deprimido y enfermo como
estaba. Ahí estaban los análisis que lo aclaraban todo. El doctor era conocido
de Celeste. Que ella hablara con él, si quería explicaciones. ¿Cómo iba a
conseguir el dinero en su estado? Los pocos billetes que le quedaban tenían que
servir para sanarlo, en todos los sentidos de la palabra. No podía darse el
lujo de cerrar la cuenta de la gorda, que por otra parte era una buena mujer,
un pan de Dios, y comprendería perfectamente esto que pasaba por el corazón de
Saravia y por la cabeza de Saravia. Estaba seguro de eso.
Por lo tanto, cuando ella golpeó en su departamento tan
enérgicamente, él pensó que alguien se habría equivocado de puerta. Ella gritó:
"Sé que está ahí, Saravia, no se haga el sordo", porque tardó en
levantarse. Saravia se miró al espejo antes de abrir. Se rascó las orejas. El
vacío no se destapaba por nada del mundo. Tomó la perita de irrigación y se la
guardó en el bolsillo. La mujer volvió a golpear. Saravia abrió. Ella tenía los
ruleros a la vista y cara de pocos amigos. Entró al departamento como un
rinoceronte enojado.
- Hablé con el doctor Lépez -gritó. Golpeaba en el piso
con una de sus alpargatas.
- ¿Sí? -preguntó Saravia, sorprendido.
- ¡Que no me gustó lo que oí! -gritó.
Fue hasta la silla y se sentó.
- Déme algo de tomar -dijo.
- Son casi las doce de la noche, Celeste...
- No importa. Quiero algo fuerte para tomar.
- No tengo nada. ¿Por qué no hablamos mañana? Me duele
tanto la cabeza...
Ella se paró.
- Lo estuve esperando toda la noche, hasta recién. Me va
a oír, sí o sí.
- Está bien, calmesé...
- Calmesé, calmesé. Parece que no entendiera a una mujer,
usté.
Saravia no entendió por qué se lo decía.
- Una que le consigue médico, para que después se ande
burlando...
- ¿Quién se burló? -dijo él, aturdido.
Ella continuó hablando como para sí.
- Una le paga las cuentas, lo cuida, le consigue una
visita gratis al doctor... ¿Sabe lo que
sale ese doctor?
- Yo no le pedí nada.
- ¿Sabe lo que sale para cualquiera como usted, sin obra
social ni un pepino?
Celeste sacó su pañuelo del bolsillo del batón y se sonó
la nariz en un estruendo. Saravia pensó que estaba más fea que de costumbre, y
que si seguía afeándose así, ningún hombre iba a fijarse en ella jamás. Había
engordado demasiado, estaba encorvada, arrugada, mal vestida, con aquellos
rulerazos a la vista y llorando. Como si su máxima ambición, aquella para la
que hubiera puesto todo su empeño, fuera convertirse en monstruo. Saravia
sintió que a su malestar auditivo se sumaba la náusea provocada por la presencia
desagradable de Celeste.
- Con lo poco que una pide...
Saravia se sentó.
- Está bien. Dígame a qué vino, Celeste.
- Vine a exigirle la totalidad del pago en un plazo
perentorio de cuarenta y ocho horas, sí o sí. O se manda a mudar con todo su
trapiche.
Saravia pensó que las palabras "plazo
perentorio" no iban con Celeste y supo, por ese detalle, que ella había
consultado a alguien.
- ¿Qué tiene que ver esto con Lépez? -preguntó él.
Ella rompió a llorar. Hacía todos los ruidos posibles.
Era un muestrario del arte de llorar en público.
- Tiene que ver, porque usted no tiene modales, Saravia.
Porque le dijo al doctor que no éramos compinches en nada, y porque se burló de
mí cuando lo decía...
Hundió aún más la cara en el pañuelo. ¿El doctor era
estúpido, o qué? ¿Para qué le había contado semejante cosa? ¿El se había
burlado de Celeste? Ni siquiera se acordaba. ¿Se habría reído? ¿Habría llegado
a aclararle al doctor que ellos no eran "compinches"? "Qué
tarado este Lépez; qué lengua larga", pensó. Se acercó hasta el cuerpo de
la gorda y le tocó la cabeza con la mano. Ella apartó la cabeza.
- No fue así... -atinó a decir Saravia.
- Sí fue así -aseguró ella-. El doctor nunca miente...
¿Por qué razón Lépez había hecho eso? ¿Lo habría hecho
antes o después del bowling? ¿Lo habría hecho a sus espaldas, cuando simuló ir
al baño y él se quedó solo en la recepción? Cristina había dicho que él
"estaba celoso". Saravia sintió que por ahí venía el asunto.
Reaccionó. Era el momento de un buen golpe bajo.
- Usted también, Celeste, robarme una foto...
- ¡Ya ni de eso se acuerda! -gritó ella.
Le contó que él se la había regalado una noche en que
ella le trajo doble sandwich. Ella se la había pedido; la foto estaba en el
estante de arriba del Wincofón, que a su vez estaba adentro de una caja de
cartón. Y él le dijo que se la daba porque eran "compinches". El lo
había dicho y después lo había desmentido, delante de su amigo el cirujano.
Dijo que estaba destruida por tanto desprecio. Que era la peor cosa que nadie
le había hecho en su vida de mujer soltera. Además, ahora, la llamaba ladrona. Así, sin pelos en la lengua.
- Lo aborrezco, Saravia -dijo, como si leyera el libreto
de una telenovela.
Saravia, para colmo, no se acordaba de nada. ¿Cómo le iba
a dar una foto a esa gorda? "Ni soñando", pensó. ¿Lépez estaría tan celoso como para levantar el
teléfono, llamar a Celeste y soplarle esa pavada? ¿Estaría tan celoso de su almuerzo con Cristina? Si era así, ¿por qué le
había dado el teléfono, entonces? A menos que ese teléfono no fuera el número
de la casa de los enanitos de Blancanieves, sino de cualquier casa. El de la
casa de Bambi, en el bosque de arrayanes, por ejemplo. Las tres agujas, la
aguja del pie y las dos de tejer, lo punzaron simultáneamente, chocando las
puntas a la altura del puente de su nariz. Saravia arrugó la cara y tambaleó.
Torpemente tentempió hasta la silla y se despatarró como una bolsa de basura.
Ella se dio cuenta de que le pasaba algo grave. Dejó de llorar. Se acercó y le
colocó una mano sobre la frente, para tomarle la temperatura.
- ¿Qué le pasa? -preguntó.
Saravia explicó, con la voz entrecortada, que los
zumbidos eran cada vez peores, había tomado todos los calmantes y tenía una
enfermedad que era una incógnita, que se llamaba hiperacusia algo.
- "Hiperacusia selectiva" -dijo ella-. Lépez me
tiene al tanto. Dijo que no era un asunto de vida o muerte.
Saravia enarcó las cejas. Estaba tiritando.
- Lo que usted va
a tener es una gripe, por la mojadura, si no se cambia la ropa. Pongasé algo
seco. Venga, yo le busco...
- Deje, deje.
- Cambiesé la camisa. Le va a dar pulmonía, y después lo
voy a tener que cuidar otra vez.
El trató de pararse. Ella lo agarró de un brazo.
- Está hecho sopa, hombre. Venga, Celeste lo va a ayudar.
Venga, recuestesé.
Apoyado en Celeste, Saravia se tiró sobre el acolchado.
Ella le desabotonó la camisa, se la sacó, volvió del baño con una toalla seca y
se la pasó por el torso. Lo tapó con una manta que sacó del placar. Saravia la
vio moverse con eficiencia. Ella le sacó los zapatos y las medias. Saravia no
sintió el pie.
- El pantalón usted solito -dijo.
Cruzó las manos por sobre sus pechos enormes.
- Esta noche me descansa bien, mañana se hace unas
gárgaras con agua y bicarbonato, y a la
tarde vengo y arreglamos el asunto de la deuda. Ya no lo puedo esperar más,
vio.
- Sí -dijo Saravia.
La mujer agregó que no creía en la medicina, que para
ella los médicos eran sádicos con patente y lo único que pretendían era cortar
a la gente, escarbarla. Sí, era lo que ella pensaba. Aunque tuviera un amigo
doctor. Tenía guardados un libro de yuyos
y otro de Flores de Bach. El de los yuyos lo había heredado de una tía
mayor que ya estaba "finada". "Noventa y siete años", dijo.
Le aconsejó, además, una herboristería que quedaba a seis cuadras y media de
allí, doblando a la derecha, sobre la cortada, para conseguir yerba blanca y
zarzaparrilla para el dolor de oídos. ¿O
era "cola de león"? Se fijaba y le decía bien. Ella, hoy por hoy, no
podía hacer más; en otra ocasión lo hubiera acompañado toda la noche, pero
ahora no porque estaba ofendida. "Porque una qué es, a fin de
cuentas". En esa herboristería iba a conseguir, eran gente seria,
cordobeses legítimos. Celeste se sabía de memoria casi todo el libro de su tía
mayor, que jamás había ido al doctor. "Y mire que también era amiga de
Lépez. Pero no le tenía confianza. Los dolores de oído y los de muelas son los
peores. Para ella, un tecito era una medicina.
Ante cualquier dolencia consultaba el libro. Y lo que duró, Dios la
tenga en su santa gloria con salú".
Saravia abrió la
boca en un bostezo. Esa mujer, en cierto modo, era un sedante. La vio bajar su
cabeza para decir, antes de salir tan apurada como había entrado:
- Recuerde que tiene dos días, desde esta mañana a las
diez. Prácticamente le queda un solo día. Vencido el plazo deberá retirar sus
pertenencias de mi departamento. Buenas noches.
Saravia pensó que tenía que postergar ese plazo.
Necesitaba olvidarse de la deuda para salir del pozo depresivo. Ya había
comprendido todo lo de Silvia; ya sabía que nunca más iba a verla. Aunque no
era feliz por eso, ahora comenzaba una espera verdadera: la de la recuperación.
Saravia se sintió corriendo la empinada recta final de sus problemas. Ya no
quedaba tanto por sufrir; con no atender el teléfono o no mirar sus fotos
durante las próximas semanas, calculó que bastaría. ¿Cuántas semanas? Era
difícil de saber. Por lo pronto, tenía que descolgar esos recuerdos hirientes
clavados con chinches a la pared. Resucitar, eso era lo que necesitaba. ¿Tenía
algún mensaje en el contestador, acaso? Nada. Nadie querría comunicarse con él
en el estado en que aún estaba. El tampoco hubiera querido hacerlo con alguien
que estuviera así.
Cerró los ojos intentando concentrarse en algo positivo.
Tenía que convertir aquel zumbido atroz en una visión tolerable en sus sueños.
Pensó en un arquero zen tensando ciegamente sus flechas. Las flechas salían
disparadas al aire y, al volar, producían el zumbido. Recorrían un trayecto. Se
clavaban a un costado del blanco redondo, sin dar en el centro. Así fue con las
dos primeras flechas. El arquero llevaba una máscara y tenía pechos
voluminosos, por lo que Saravia se dio cuenta de que era una mujer. El arquero
tensó la tercer flecha, voló con zumbido, dio en el costado del blanco, que
había abandonado la forma circular. El blanco, ahora, tenía aspecto de riñón
gigante. Las tres flechas estaban clavadas en los márgenes. El arquero zen no
había apuntado convenientemente. Por cuarta vez vio las manos seguras del
arquero tensando el arco, y reconoció los dedos delgados y largos. Bajó con la
mirada por sus brazos hasta la cinturita y después al culo, que adivinó a punto
de derrumbarse en celulitis, detrás de los pantalones de arquero. Supo, sin más
trámite, que se trataba de Silvia. Era ella. Soltando la flecha. Produciendo
aquel corte en el aire. Sil. La cuerda del arco le quedó temblando entre las
manos. Hacia allá fue el zumbido y hacia allá fue Saravia. Corrió Saravia a
ponerse adelante del riñón, que otra vez había cambiado y ya no era riñón, sino
una oreja rosada con rayas concéntricas rojas y un punto en el medio, donde
Saravia apoyó la cabeza, miró de reojo, recibió la flecha. Y la flecha se le
metió por el orificio del costado izquierdo de su cara, abrió camino a través
de la bocina izquierda, destruyó el tímpano, los huesecillos, el caracol, los
nervios, la masa encefálica, otra vez nervios, caracol, huesecillos,
cartílagos, aire. Para clavarse, al fin, en el centro. Sin sangre.
Saravia se despertó con los índices metidos en las
orejas, a modo de los extremos de la flecha. Lanzó un grito corto y el zumbido
menguó, no así el dolor, para dejar lugar a ese lamento, a la expresión de
otros dolores. Se sentó en la cama. Parpadeó con atención. Oyó una partícula de
sonido, el fantasma de una nota extraña, que le apretaba el corazón. Era una
congoja asfixiante que venía simplemente del silencio que habitaba en el aire
de su departamento. No del recuerdo de Silvia. Era, sencillamente, el llanto de
un bebé. Intentó relacionarlo con Silvia, para comprender que lo que sentía
formaba parte de su herida de amor, pero no. El sonido era pequeñísimo, como
una musiquita, o una hebra corta, o una pelusa. Tuvo el presentimiento de que
era lo que le faltaba para producir el estallido final en su cabeza. Para dar
con el por qué de su enfermedad. Otra voz diminuta se aplicó sobre la anterior,
como una nana para dormir. Semejante a un instrumento musical, "un
instrumento triste", pensó Saravia, "un laúd de tortura". Eran
bebés. Saravia los oyó. Estaban ahí.
Entonces se levantó, buscó un caset, desesperado, Stan
Getz, y lo puso a todo volumen. No le importaba que fueran las dos y cinco de
la madrugada, porque ahora el dolor en sus oídos comenzaba a ser no sólo
físico. Saravia pensó que lo que estaba escuchando era angustia pura. Y esa
angustia no provenía de su interior. Era la primera vez en años que sentía algo
que movía la amargura de sus entrañas sin pertenecerle. Algo absolutamente de
afuera. Saravia estaba asustado. Eran almas infantiles. El quejido de un niño
muriéndose, unido a los puñetazos en las paredes y a los "baje esa música,
no ve la hora, es sordo, o qué".
Saravia abrió la ventana. Bajó el volumen de Stan Getz.
Escuchó. El sufrimiento venía de alguna parte de la ciudad. Se puso una camisa
seca, el saco empapado con las solapas levantadas, los zapatos sin medias, la
corbata enrollada en el bolsillo. "Una nenita, ahí". Saravia sintió
que esa chica tenía diarrea, por el tipo de grito deshidratado y las lágrimas
bajitas. "Y ése tiene menos de diez años", supo, "y le acaban de
extirpar una pierna". Saravia lo oyó despertarse, oyó las sábanas que la otra pierna apartaba
buscando a su compañera. Saravia oyó su grito. Era un llamado de la
desesperación hacia esa pierna que se había ido para siempre. Que ya no podría
jugar al fútbol, ni caminar por un parque, ni correr por las calles de la
ciudad como haría Saravia, esa noche, tironeando de las quejas como de una soga
que marcaba el camino. Saravia bajó, salió, corrió detrás de esos sonidos cada
vez más perceptibles. Otro bebé, otro, una nena flaquita con Sida, "debe
ser Sida un grito tan flaquito". Ese otro grito era pulmonar, aquel
intestinal, ése diabético. Cólera; leucemia; parálisis; cáncer. "Tac tac",
hizo el corazón abierto de un down recién nacido que sus padres insistieron en
operar; estaba vivo, latía. Cada vez gritaban más y más de angustia.
Respiradores y carpas de oxígeno.
Saravia corrió por la avenida desierta. "¿Estaré más
lejos porque oigo más fuerte, o ya no importará la distancia, como me pasó con
las mujeres del Fiat lila?" El pie le dolía sin alarma; la puntada lo
ayudaba a mantenerse en movimiento."Al final de la calle", pensó.
Estaba sudado, frío. Se tropezó, se levantó, rodó de nuevo. Saravia sintió que estaba
perdiendo el equilibrio de a poco, que esos aullidos de horror lo superaban, le
cruzaban las piernas. ¿Qué importaba el dolor de su pie hinchado, de sus oídos
desmesurados, de su fiebre acuciante? ¿Qué era al lado del sufrimiento de todos
esos chicos? De esos cuerpitos solos,
solos como el de él, pero con diez, cinco, tres años; días de vida. Los dolores
provenían de bocas con dientes de leche, de lenguas diminutas y rosadas. ¿Qué
hicieron, Saravia, para sufrir así? ¿Salen de ahí adentro, de ese edificio?
Saravia se tapó las orejas con las palmas. El edificio era una mole blanca con
una puerta verde. Los pies de Saravia eran dos animales blandos a punto de
sucumbir bajo el peso de su cuerpo. El cartel sobre la puerta decía
"Hospital de Pediatría". Los gritos lo penetraban por los poros, por
los ojos, por los pelos, por debajo de las uñas. Como un virus. El, Saravia,
era el único en la ciudad que podía oírlos en esa noche húmeda, el único que
iba a caer de espaldas al piso, sobrexcedido por el esfuerzo; para dejar de
escuchar, de tolerarlo, por fin, desmayado sobre la vereda.
El cuerpo de Saravia se desplomó sin resistencia. La
cabeza golpeó contra el cordón con el ruido a corte en el bowling, palo dos y
palo ocho limpitos. Bochazo. "Qué tonto tener ese último
recuerdo", pensó Saravia, cuando
todos los gritos, incluyendo la primera nota lavada que oyó en su departamento,
antes de abrir la ventana a la calle; cuando todos los sonidos se le borraron al unísono. El rostro de
Saravia se desanudó; las manos se le abrieron. No había sonrisa. Los ojos
estaban cerrados. La manga del saco de Saravia comenzó a absorber el agua de un
pequeño charco en el que estaba
sumergida. Su cabeza era el mismo vacío. Adentro del bolsillo, el Ratón
Mickey de cera se había partido en dos. Y la pera de irrigación acababa de
caer, rodando, a la calle; el agua del cordón la llevó hasta la boca de
tormenta y la hizo desaparecer.
Etiquetas: EL AMOR ENFERMO |
Gustavo Nielsen nació en Buenos Aires, en 1962. Es arquitecto y escritor. Como arquitecto ha realizado obras en Capital, Buenos Aires, Córdoba, San Luis y Montevideo. Desde 2008 comparte el Galpón Estudio en el barrio de Chacarita junto a los arquitectos Ramiro Gallardo y Max Zolkwer. Ha ganado el Tercer Premio para el Parque Lineal del Sur (asociado a Max Zolkwer), el Primer Premio para el Oasis Urbano Magaldi Unamuno, Tercer Premio Cenotafio Las Heras y Mención en el Oasis Boedo (asociado a Max Zolkwer y Ramiro Gallardo), Mención en el MPAC (asociado a Sebastián Marsiglia), Mención en el Pabellón Frankfurt 2010 (asociado a Max Zolkwer y a Sebastián Marsiglia) y Primer Premio en el concurso internacional para el Monumento a las Víctimas del Holocausto Judío (también asociado a Sebastián Marsiglia). Escribe notas sobre ciudad y diseño en el suplemento Radar, de Página 12. Ha publicado “Playa quemada” (cuentos, Alfaguara), “ La flor azteca” (novela, Planeta), “El amor enfermo” (novela, Alfaguara), “Marvin”, (cuentos, Alfaguara, "Auschwitz" (novela, Alfaguara)y “Adiós, Bob” (cuentos, Klizkowsky Publisher) , “Playa quemada” (cuentos, Interzona), “La fe ciega” (cuentos, Páginas de Espuma, Madrid), “El corazón de Doli” (novela, El Ateneo) y “La otra playa” (novela, Premio Clarín Alfaguara 2010). Mensajes a gesnil@gmail.com
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