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Adiós, Bob

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La fe ciega

Auschwitz

El Corazón de Doli

La otra playa


7.04.2016

NOTA COMPLETA DE LIOTTA PARA VIVA

 ESA MÁQUINA ROJA

Llegué a Diamante, Entre Ríos, con el corazón roto por una separación. Fue este último verano, me sentía morir y decidí publicar en el Facebook un pedido de auxilio a mis amigos para tomarme un descanso. Todo el mundo me recomendó sitios lindos adónde ir. Sólo Patrick, un conocido de los veinte años, me facilitó tanto las cosas que decidí viajar al día siguiente. El residencial adonde vive tiene varios departamentos de alquiler, pileta, quincho y un pequeño museo. Lo del museo me interesó cuando escuché que allí estaba exhibido el primer corazón artificial del mundo.
- ¿El de Jarvik?
- El de Jarvik es del 82 -dijo él-. Estoy hablando de quince años antes, del que inventó mi padre.
Para escribir la novela “El corazón de Doli” yo había hecho una investigación bastante severa acerca de la clonación, pero muy superficial en relación a órganos y trasplantes. El dato que tenía sobre corazones artificiales era el nombre de ese gringo, al que asocié imaginariamente con Tupperware y un Alfredo Coto ficticio para la producción en la Argentina. En la literatura se permiten estos juegos. Lo que no puedo permitirme, a esta altura, es pasar por alto que el primer médico que inventó un corazón artificial es compatriota. Y lo hizo, como dijo Patrick, un década y pico antes del que tuvo más prensa.
El suceso ocurrió en un Hospital de Texas. La operación exitosa data del año 1969. Fue realizada por el doctor Domingo Liotta, oriundo de Entre Ríos, junto a su socio americano Denton Cooley, unos años mayor que él.
El doctor Liotta tiene hoy 91 años. Se acuerda de los nombres de todos los colaboradores que tuvo en su vida. Egresado de la Universidad Nacional de Córdoba, ha dirigido clínicas, creó el servicio cardiológico de muchos hospitales argentinos y la carrera de Medicina en la Universidad de Morón, de la que fue rector y vice. También fue el creador del Sistema Nacional de Salud durante el último mandato de Perón. Escribió un libro titulado “Las aventuras de un cirujano de corazón”. Está completando sus memorias. Me espera impecablemente vestido de traje y corbata. Me hace arrepentir de no haberme puesto un saco. Da la impresión de que la gente que trabaja con él, que entran y salen de su oficina, lo aman.

EL HOMBRE DEL CORAZÓN ARTIFICIAL
Domingo Liotta, un cirujano argentino de 44 años y ojos tristes, inventó un corazón artificial completo, luego ayudó en la implantación de su invento en un ser humano. De este modo, un hombre cuyo nombre se mantiene a la sombra de Denton Cooley y de Michael DeBakey ha cambiado el curso de la historia médica y quizás de toda la historia. (Will Mc Nutt, 1969, World Book Science Service).
- ¿Qué hay de cierto de todo eso? –le digo.
- ¡Lo hicimos! – se agita él- Fuimos los primeros que instalamos un corazón mecánico ortotópico (que va a adentro del saco pericárdico), previa remoción del corazón nativo. Con Cooley desarrollamos la investigación completa en el Baylor University College of Medicine, en Houston. El Dr Michael DeBakey era el chairman del departamento de cirugía. El receptor fue un imprentero de Illinois llamado Haskell Karp, de 47 años. La intención era que nuestro invento se utilizara hasta hallar un donante humano compatible para poder realizar el trasplante. La operación duró tres horas.
 - ¿Cómo se llega a ese momento?
- Nosotros trabajábamos en asistencia circulatoria, sin sacar el corazón, desde 1961. El primer caso clínico lo logramos el 19 de julio de 1963, con el doctor Stanley Crawford. Le implantamos a un paciente la primera bomba sanguínea, a la que nombramos “Liotta-Crawford”.  Era del tipo pulsátil; trabajaba copiando los movimientos del corazón, sístole y diástole. Las bombas actuales son de flujo continuo, en donde la sangre fluye todo el tiempo. Los pacientes, en cuanto son conectados, mejoran inmediatamente porque reciben grandes flujos.
- Más que los de la bomba Liotta-Crawford.
- Claro. El enfermo que necesita un trasplante está levantado. Camina con dificultad, sufre disnea, pero habla. Quiere decir que tiene un resto funcional válido en el miocardio. Es parte de una lista de espera para una operación. A este paciente le ponen un dispositivo que fluye sangre constantemente y se lo ve recuperado. Toda esta evolución ha resurgido con el doctor Alain Carpentier, de París. Parece -digo parece porque la información viene de Internet y no de una revista científica- que Carpentier ya mandó a la casa a su primer paciente con una bomba permanente, y está feliz. Fuera de eso, y mientras no se aclaren bien las cosas con respecto a los materiales y al mantenimiento de estas máquinas, no se ha conseguido todavía un corazón artificial permanente. Puede que ese caso que digo sea el primero.
- ¿Cómo se instalan estas bombas?
- Con una incisión chiquita que se hace del lado izquierdo del tórax del paciente, de costado, entre las costillas. Piense que en 1966, para lograr el mismo efecto, hacíamos esternotomía mediana, o sea que le abríamos el pecho como si la operación fuera una cirugía coronaria. Esta bomba de ahora se coloca en un tratamiento inocuo. La aurícula izquierda está apenas a cinco centímetros de la parrilla costal. Si la tiene dilatada, estará más cerca todavía. Se le pone un conector y se entra muy fácil a la arteria axilar izquierda. Las arterias subclavia izquierda –se señala la clavícula- y la axilar –se señala la axila- van casi superficiales.
- ¿Y el corazón que usted inventó, cómo era?
- El sistema circulatorio sigue las leyes de la hidráulica. Las válvulas cardíacas funcionan en forma mecánica y un gradiente de presión las abre y las cierra. Lo que hicimos con el “Liotta-Cooley” fue replicar las condiciones de los corazones verdaderos. No hay diseño de la acción contráctil, hay imitación. El corazón es el único órgano que salta en el organismo. La parte contráctil es una función que no tiene descanso en 80, 100 años. Día y noche trabajando sin parar. Es una maravilla de la naturaleza. Nosotros no hicimos más que imitar eso utilizando los materiales que había en ese entonces. Hacíamos las cámaras ventriculares con Silastic. Ahora evolucionó, hay plásticos muy buenos. El Biospan, por ejemplo. Es un plástico para ser implantado sin rechazos. El corazón artificial “Liotta-Cooley” tenía un aspecto transparente.

EL SEÑOR KARP
- ¿Cuánto vivió el imprentero Karp con el primer corazón artificial de la historia?
- Más de lo que le tenía previsto el destino –contesta Liotta-. El paciente llegó sin función cardíaca. No lo podíamos desfibrilar. Le dimos golpes eléctricos, el anestesista le dio todas las drogas necesarias, y nada. Le habíamos abierto el pecho y le mejoramos la “arquitectura” del ventrículo izquierdo, removiéndole parte de la pared fibrática. No lo podíamos sacar ni con una función cardíaca mínima, con lo que le hubiéramos podido dar asistencia circulatoria. Cooley salió de la sala de cirugía para avisarle a la señora Karp lo que íbamos a hacer, y a las autoridades del hospital para que fueran solicitando un donante. Ingresamos la consola de control del corazón artificial que habíamos creado. Removimos el corazón de Karp y separamos los ventrículos con una incisión transversal. Para poder sacarlo seccionamos la aorta y la arteria pulmonar. Era la primera vez, fuera de una autopsia, que se hacía algo así. Ya había periodistas observando detrás de la galería vidriada: la noticia se había esparcido rápidamente.
- ¿Y?
El tiempo para la circulación extracorpórea se estaba agotando. El resto de la pared de la aurícula izquierda de Karp fue suturado a la correspondiente pared artificial. Tuvimos un pequeño inconveniente con el conector aórtico de salida de la bomba, que no estaba correctamente alineado con la aorta del paciente, pero lo resolvimos e implantamos el ventrículo derecho a la brevedad. Y le volvimos el corazón a su sitio. En el driver vimos que funcionaba. Cooley tenía los ojos llenos de lágrimas. Yo no canté victoria hasta que visité a Karp en el posoperatorio. Él todavía estaba entubado, no podía hablar. Le dije: “abra los ojos”. Los abrió. Le dije “apriéteme la mano”; lo hizo. “¡Mas fuerte!” ¡Y lo hizo! Le sacamos los tubos al otro día.
- No me diga que murió de viejo.
- Lamentablemente no resistió el trasplante. Esta operación que le conté se realizó el 4 de abril del 69, y el trasplante el día 7. La donante fue una señora de Massachussetts.  Su corazón funcionó bien al principio, pero el paciente ya había formado una pleuresía y neumonía fúngica (con hongos). De ese lugar no lo salvaban ni los antibióticos de ahora.
Respiro un poco. Tomamos los cafés que Gisella, su asistente, nos trae.
- ¿Cuándo hizo su última operación? –le digo.
- Le parecerá mentira, como a Cooley, pero yo operé hasta los 82 años.
- Wow.
- Cooley hasta los 80. Por eso no quiere creerme. Le gané.
  
PERÓN
- ¿Qué tuvo que ver Perón con su historia?
- En el 68 mi hermano mayor, Salvador, atendía al General Perón en Madrid. El Texas Heart Institute, para ese período, había firmado con España un convenio para entrenar a sus médicos en cardiología y cirugía vascular, que estaban muy flojitos. Con Cooley empezamos a ir tres o cuatro veces al año a dar conferencias o a operar. Mi nombre empezó a salir en los diarios. El General le pidió a Salvador que hiciera de puente para encontrarnos. Salvador  me esperó en Barajas y fuimos hasta la residencia de Puerta de Hierro. Perón era cardíaco, pero la llevaba bien. Tomamos el té, que nos sirvió su señora Estela. Ella era muy cortés. Conversamos de muchas cosas. Las reuniones se repitieron en varios viajes. Hasta que en las elecciones del 73 ganó Cámpora y Perón me llamó para dirigir la Secretaría de Salud Pública. Yo cubría dos servicios de cirugía cardiovascular, el del Italiano y el del Durán. Le contesté que era un honor, pero que estaba muy ocupado. Entonces Perón dijo que al menos me hiciera cargo por tres meses. Mi hermano me sacó el teléfono de la mano: “Métale para adelante, General”, dijo.
- ¿Y qué tenía que hacer?
. Perón reunió a toda la oposición para crear el Sistema Nacional de Salud, que después fue ley. Lo trabajamos prácticamente fuera del gobierno de Cámpora. El SNS fue importante: estaba destinado a ordenar la Salud Pública. Lástima que lo bajaron los milicos... Todavía hoy no se ha podido ordenar eso, y mire los años que han pasado. ¡Más de cuarenta!
- Tengo entendido que por entonces usted ya era el médico personal del General.
- Lo atendía todos los días. Los enfermos cardíacos quieren tener al médico cerca. Todo el tiempo me hacía preguntas, que el pulso esto, que una taquicardia… Yo iba a Gaspar Campos a última hora de la noche. Hablábamos más de lo que le recetaba. Me esperaba sentado, o recostado. Nos saludábamos, lo controlaba, nos llevábamos bien. A los políticos les gusta la gente que no se mete a competir con ellos, que hace el trabajo que sabe hacer y listo. Así soy yo, y él me tenía muy bien conceptuado. El problema, más que su salud, era ese López Rega, que tenía mucha incultura y le estaba al lado como una sombra.
- ¿Miraba mientras usted lo atendía?
- No. Pero podía abrir la puerta de repente, sin golpear, y el General no le decía nada. Nadie se explica, ningún argentino, cómo un hombre con la experiencia e inteligencia de Perón podía tener a un tipo así a su lado. ¿De dónde salió esa influencia? En nuestros encuentros en España nunca había aparecido… Le  voy a contar una anécdota.
- Bueno.
- Perón venía orinando poco, y a nosotros, los doctores del corazón, siempre nos interesa la parte diurética. Que los pacientes orinen bien. Con el cardiólogo Pedro Cossio le dimos unos remedios, con los que Perón empezó a orinar de nuevo. Él me estaba hablando, con la puerta del baño entornada, cuando intempestivamente entró Lopecito a la habitación. No pidió disculpas. Se puso a caminar adentro del cuarto moviendo mucho las manos y me dijo, casi sin mirarme: “Ha visto, doctor Liotta, tal astro se ha alineado con tal otro y por eso el General está meando”. Perón, que estaba de espaldas, abrió un poco más la puerta, giró su cabeza y me guiñó un ojo como diciéndome “no le haga caso a este loco”.
- ¿Cómo era Perón?
- Un hombre medido. Muy sencillo. A las personas que apreciaba las hacía sentir bien. Era un consolidador de ideas. Tomaba ideas de todos. Para hacer el SNS llamó a casi toda la oposición. Va a ver por qué digo “casi”. Yo tenía un anestesista maravilloso, Alfredo Dradman, un hombre que era secretario general del PC. Para el SNS nosotros habíamos convocado gente de cualquier partido, menos del PC. Estaba la UCR, con Balbín. Perón siempre ponderaba lo bien que andaban los radicales. Y entonces yo le dije: “Usted sabe, General, que quiero llamar a uno de mis mejores anestesistas: un profesional ejemplar”.
- Y llameló, doctor –dijo Perón.
- Pero es secretario del PC.
Entonces se quedó pensando la respuesta.
- Hay un problema –dijo, por fin-. De ellos, no mío. Cada vez que me acerco a un comunista, se esfuma en el aire. Hablan desde lejos, pero si uno se acerca desaparecen…
Cuando se lo conté a Alfredo empezó a maldecirlo. Se enojó muchísimo, y su enojo era el de todo el Partido. Perón les había ido robando sus banderas sociales, las cuestiones de trabajo, las de salud. Se metió prácticamente con todas las consignas del comunismo: eso no se lo perdonaban.
- Me acerco para conversar, vamos a sentarnos, se enojan y se van…


LOS CHINOS Y EL EPISODIO CON TÚNEZ
- Perón tenía intereses comerciales con Oriente, especialmente con China –cuenta Liotta-. Los quería impresionar un poco y les mandó una comisión científica. Fue en el año 1973. Me comprometí con Chu En-lai, el premier, para ir a darles entrenamiento a los médicos de allá.
- Vi la foto –le digo.
- Un gran tipo, Chu. Muy formal, pero siempre decidido a romper el hielo con un toque simpático. Eso aprendí de él. Habíamos tenido una charla seria y de golpe me agarró del brazo y me pidió que le presentara a mis colaboradores del Hospital Italiano. Su equipo era inmensamente pulcro, se los veía perfectos: delgados, uniformados, sonrientes, afeitados. Hice pasar primero a mi jefe de cardiología, el doctor Oliveri, que tenía una barba espesa y tupida, a lo Horacio Guaraní. Después presenté al doctor Pujadas, que era extremadamente obeso. El doctor Pichel también estaba barbudo y desalineado. Entonces detuve al traductor y le aclaré: “dígale al premier que la próxima vez no le voy a traer ni barbudos, ni gordos”. El equipo de él estaba formado por gente que, simplemente viéndolos, podías decir estos son cirujanos. Aunque los nuestros fueran mejores. El traductor dudó, pero Chu En-lai exigió sus palabras.  Sin reírse, me contestó:
- Los barbudos y los gordos adelante. Los chinitos, que se suban a banquitos.
Con Chu En-lai aprendí que el peor protocolo se rompe con un chiste.
- No siempre resulta –le digo.
Mueve la cabeza. “Una vez salió mal”, dice.
- Estábamos visitando oficialmente al presidente de Túnez. Fui con mi hijo Patrick y con mi esposa Olga. El presidente era el colmo de la seriedad. En un momento dijo: “Doctor, tiene que tener en cuenta que en este país, bajo la acción de mi gobierno, se terminaron todos los casamientos múltiples. Hoy en día es un hombre con una mujer, con felicidad. Todo lo demás está prohibido.” Lo decía con energía. Yo, acordándome de Chu En-lai, le retruqué:
- Tampoco hay que ser tan exagerado, señor presidente: dos o tres lindas chicas hacen falta de vez en cuando para mantener bien el corazón…
Le tuve que guiñar el ojo para que entendiera que le estaba haciendo una broma. A la noche me tocó cenar con su ministro de Salud Pública y me dijo que por suerte el episodio había salido en los diarios. Me mostró la nota y pasó a explicar: “Lo que pasa es que él ha tomado el monopolio de las chicas… Además de su señora, que es muy linda, tiene dos amantes. Con la nueva ley es el único que las puede tener sin caer en problemas…”
-  El sexo hace bien para el corazón, ¿no, Don Liotta? –le pregunto.
Se ríe, pícaro.
- ¿Qué le parece? –me contesta.
Y pasa a describir la lista de consejos para llegar con un corazón sano a su edad.           

FINAL
A la salida de la reunión me decido a escribirle a mi ex. Son las once de la mañana y estoy por tomarme el tren de vuelta a casa, parado en el andén de la estación Morón. Le mando dos mensajes.
El primero dice: “Acabo de entrevistar al inventor del corazón artificial. Sus tips para nunca tener que ponerse uno fueron “alimentación correcta, andar diariamente en bicicleta y ser feliz”. Es un hombre mayor que hace las tres cosas: come pescado y verduras, pedalea en su bici fija y reparte el tiempo entre su matrimonio, su trabajo y sus hijos grandes.”
El segundo dice: “Los dos primeros consejos los cumplís sola, o con tu Aurorita. Para el tercero te puedo ayudar. Si me dejás, te cuido el corazón”.

Todavía no me contestó, pero no pierdo la esperanza.

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Gustavo Nielsen nació en Buenos Aires, en 1962. Es arquitecto y escritor. Como arquitecto ha realizado obras en Capital, Buenos Aires, Córdoba, San Luis y Montevideo. Desde 2008 comparte el Galpón Estudio en el barrio de Chacarita junto a los arquitectos Ramiro Gallardo y Max Zolkwer. Ha ganado el Tercer Premio para el Parque Lineal del Sur (asociado a Max Zolkwer), el Primer Premio para el Oasis Urbano Magaldi Unamuno, Tercer Premio Cenotafio Las Heras y Mención en el Oasis Boedo (asociado a Max Zolkwer y Ramiro Gallardo), Mención en el MPAC (asociado a Sebastián Marsiglia), Mención en el Pabellón Frankfurt 2010 (asociado a Max Zolkwer y a Sebastián Marsiglia) y Primer Premio en el concurso internacional para el Monumento a las Víctimas del Holocausto Judío (también asociado a Sebastián Marsiglia). Escribe notas sobre ciudad y diseño en el suplemento Radar, de Página 12. Ha publicado “Playa quemada” (cuentos, Alfaguara), “ La flor azteca” (novela, Planeta), “El amor enfermo” (novela, Alfaguara), “Marvin”, (cuentos, Alfaguara, "Auschwitz" (novela, Alfaguara)y “Adiós, Bob” (cuentos, Klizkowsky Publisher) , “Playa quemada” (cuentos, Interzona), “La fe ciega” (cuentos, Páginas de Espuma, Madrid), “El corazón de Doli” (novela, El Ateneo) y “La otra playa” (novela, Premio Clarín Alfaguara 2010).

gesnil@gmail.com

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