8.22.2005
8.17.2005
TUTUCAS
El mendigo nos miró como preguntado a qué animal íbamos a querer alimentar. Sobre la mesa había más de veinte tipos de paquetes de distintos colores.
- No sé – dijo Blas.
- Hay comida para pájaros, para venados, para camellos o para elefantes.
- Cuando era chico le daba las mismas galletas al camello que al elefante –dije-, y seguro que son los mismos animales, más viejos.
- Eso pasaba antes – dijo el vendedor-; ahora es más específico. Cada animal tiene un nombre. Cuando éramos chicos, la elefanta era…
- …solamente elefanta – completé.
- Ahora es Mara.
Blas tomó un paquete cualquiera.
- Si su hijo no se decide, puede llevar el baldecito con surtido. Viene con las etiquetas, para no confundirse.
- ¿Cuánto sale?
- Cinco pesos.
Miré adentro del baldecito. Algunas galletas eran cuadradas, otras eran triangulares; otras, redondas o con forma de anillo.
- Se fija en la indicación del balde y después la compara con la forma de las galletas.
Buscar mediante la indicación era más difícil que localizar una empanada de pollo en una fiesta de cumpleaños. Las galletas que mi madre me compraba cuando era chico estaban hechas con más inteligencia: no sólo correspondían a la dieta de todos los animales; la misma forma correspondía a la de los animales. Si uno quería, podía tirarle una lechuza a un león, con total conocimiento de causa. En las de ahora, las de los monos eran cuadradas y las del alce californiano, anulares. Vi que Blas se estaba decidiendo por el surtido y me apuré a decirle al vendedor:
- El chico eligió las más baratas. Quiero, también, una bolsa de tutucas.
El mendigo se quedó con la palma vacía.
Cuando íbamos caminando, Blas me dijo:
- Tío: ¿voy a poder darle a la foca galletitas de jabalí?
- Le van a encantar.
Habíamos ido al jardín zoológico a dibujar animales. Para eso había comprado dos carpetas espiraladas de hojas blancas, una de mayor tamaño que la otra. Blas primero quiso la más grande; después se arrepintió. No se decidía. Me preguntó cuál iba a querer yo.
- La más chica – respondí.
- ¿Por qué?
- Porque es la más fácil de llevar.
- Entonces, quiero la más chica.
Si la vida era tan elemental como el vendedor le explicaba al mendigo, yo estaba fuera de la vida. Desde hacía años que quería las dos cosas: libertad y niños. Lo más cercano a mi deseo que había conseguido eran amantes y un sobrino. Blas tenía seis años y yo cuarenta.
- ¿Qué son tutucas?
- Un pochoclo que comíamos de chicos con tu papá.
- ¿Me lo dejás ver?
Le pasé el paquete. Lo abrió.
- ¿Se tragan?
- Claro.
Blas se llevó uno a la boca y lo escupió.
- Son más feos que los bizcochitos de pokemón – dijo.
Con los elementos para dibujar no había tenido problemas. Se decidió rápidamente por un marcador grueso de color negro. Yo había llevado, también, un marcador de tinta al solvente, un lápiz de madera y un pequeño crayón rojo. Blas probó los cuatro, aunque quiso dibujar solamente con su marcador. La tinta del que había llevado para mí traspasaba las hojas. Me lo hizo notar antes de descartarlo.
Cuando estuvo delante del primer animal, con el marcador a punto para empezar el dibujo, se quejó.
- Se mueve.
Trazó una línea y lo volvió a mirar. Los flamencos comían, de un plato, una pasta amarilla.
- Pará de moverte, pajarraco.
Debajo de la línea del cuello dibujó un círculo que era el cuerpo. Le hizo las patas con dos rayas quebradas. El flamenco desplegó las alas y levantó la cabeza. Por detrás de nosotros, un chico gritó
- ¡Mirá qué cola corta, mamá!
Llevaba anteojos de vidrios gruesos y tenía un ligero estrabismo, heredado de la señora que lo agarraba de la mano. La señora parecía recién salida de misa.
- ¿Adónde ves la cola? – le preguntó Blas, sin quitar la vista del dibujo.
- Ahí – señaló el chico.
Blas agregó una cola. El dibujo había quedado muy parecido. El animal siguiente fue el león.
- Me tapa una pata con la melena.
- Dibujásela igual.
Blas hizo esa pata con las garras abiertas y afiladas.
- ¿Sabrá que lo estoy copiando? – dijo.
- Por algo se queda tan quieto.
El león giró la cabeza hacia nosotros, como si hubiera entendido el comentario.
- No debe saber ni qué es un lápiz… - dijo Blas.
Trazó la curva del lomo. Por la mitad del cuerpo rellenó una zona de negro y extendió el relleno hacia el suelo. Era la sombra. Al terminar el dibujo, se puso de pie. Llevaba el paquete con las galletas en la mano.
- ¿No les vamos a dar nada de comer? ¿Ni a la leona?
- ¿Cómo sabés que hay una leona?
- Está más allá –dijo.
Me moví en esa dirección. La leona estaba tirada detrás de la gruta. El león y la gruta le tapaban el cuerpo.
- ¿Cómo sabías que estaba ahí?
- Siempre que hay un león, hay una leona – dijo -. Si no, no puede haber leoncitos. ¿Lo dibujo a Tarzán?
- Eso dejalo para agregar en casa.
Fuimos a la jaula de los osos. Los animales estaban durmiendo. Un hombre amarronado, de unos cincuenta años, le dijo a su nene:
- Mirá los patos, Nicolás.
Tenía cara de ser un hombre prolijo, de esos que leen los manuales de instrucciones de todas las cosas. Blas, apoyando el marcador en una hoja nueva, acotó:
- Qué tonto el señor… Los patos están en todos lados.
El hombre lo escuchó. Me miró para ver cómo reaccionaba ante el comentario de mi hijo.
- Es mi sobrino… - dije, con la intención de explicarlo todo. El hombre hizo una mueca que le amarronó más la cara, y siguió caminando. Un oso se despertó, hizo dos pasos y se volvió a echar. Comenzó a roncar instantáneamente.
- Qué fuerte que duerme –dijo Blas, separando el marcador de la hoja. Había quedado un punto. Agregó, sin levantar la vista -: como la abuela Jose.
Dibujar animales en movimiento era difícil, pero si estaban quietos perdían todo el encanto y ya no daban ganas de nada. Nos pasó con el rinoceronte y, más adelante, con el puercoespín, que durmiendo parecía un descuidado manojo de agujas de tejer. Blas estaba decepcionado.
- Comprame pochoclo –señaló.
- ¿No querías ir a los elefantes?
- Después.
Nos acercamos al kiosco.
- ¿Cuánto es?
- Dulce o salado?
- Dulce.
- Cinco pesos.
- ¿Y salado?
- Cinco pesos.
Saqué el billete. El vendedor me entregó un cartucho enorme, del que adiviné que Blas no comería ni la mitad, y levantó los hombros.
- Es caro, ya sé –dijo.
- Sí.
Blas se acomodó para poder dibujar a los elefantes y comer al mismo tiempo. A esta altura de la recorrida tenía un grupo de pequeños admiradores. Además del niño estrábico, había dos nenas gorditas, de polleras, y un chico de la calle esmirriadísimo y despeinado. La más petisa de las nenas miraba solamente el pochoclo.
- ¿Viste las arrugas que tienen?
Miré en su dibujo.
- ¿Y si tienen arrugas, por qué no se las dibujaste?
- Pasame el lápiz.
Cuando se levantó, me dio el cartucho de pochoclo.
- No quiero más –dijo.
Mis cálculos de lo que iba a comer habían sido por demás indulgentes. Pensé en tirarlos. La nena nos miró con cara de “ni se te ocurra”. Le dije a Blas:
- ¿Se los regalamos?
- ¿Y si te los comés vos?
- Engordan.
- ¿Y?
- No quiero engordar.
- Mamá dice que no importa.
- A mí, sí.
Había dibujado un elefante y medio. Se rascó la cabeza con el marcador tapado. La nena tendría cuatro años. Un moco elástico le colgaba de la nariz.
- Tiralos –dijo Blas.
Le di el cartucho a la nena. Apreté la mano de Blas para seguir caminando. Me odiaba.
- ¿Qué tal los tigres? –le dije.
- Sos un tarado.
- ¿Por qué?
- Por lo que hiciste.
- ¿Te pareció mal?
- Muy mal –dijo, seguro.
Le tiré del brazo. Él arrastró los pies, dio vuelta la cabeza y le sacó la lengua a la nena.
- Odio los tigres – dijo -. Quiero hacer pis.
Le pregunté a uno de los guardianes por los baños. Me indicó que estaban pasando los impalas. Empezamos a caminar en esa dirección.
- ¿Sabés hacer solo?
- Tengo seis años -contestó.
Entramos juntos. Los baños olían peor que la jaula de los zorrinos. Un hombre vestido como un gángster se sacudía la bragueta con un movimiento que involucraba a todo su cuerpo. Cuando acabó, miró para ver si lo mirábamos. Blas buscó el mingitorio infantil. Me quedé esperando a que terminara, sosteniéndole los elementos de dibujo. El hombre dijo algo, pero el ruido de la secadora de manos le tapó la voz. Salió delante de nosotros. No volvimos a hablar, con Blas, hasta que otro kiosco nos interceptó.
- ¡Mirá lo que venden, tío!
Me estaba dando una oportunidad para reivindicarme. Animales de plástico en bolsitas. “¿Cuánto cuestan?”, pregunté, con una subida despectiva de mentón. Blas había elegido dos: un chancho y un cocodrilo.
- Cinco pesos –dijo el vendedor.
- Dejalos ahí.
- Yo quería el chancho, y uno para mi hermanita…
Me acuclillé para estar a la misma altura que Blas. Le puse una mano sobre el hombro derecho.
- Vinimos al zoológico a dibujar, así que vamos a dibujar. - Él miró su marcador como si no le sirviera más, como si se hubiera secado.- ¿Entendido?
Pasamos los búfalos y el antílope sin detenernos. Él insistió en quedarse unos minutos con las vicuñas. Se sentó en el pasto y apoyó su carpeta abierta sobre las piernas cruzadas. Construyó el cuerpo de la vicuña aproximando mechones de tinta, en unos rulos con forma de eses. Empezaban a dolerme los pies. Me fijé, en el mapa, para saber cuánto faltaba para las jirafas.
La nena del pochoclo volvió a aparecer. Su sola presencia ya molestaba a Blas. La nena, además, le manoteaba el marcador. Blas se quejaba con pequeños gruñidos. Me agaché con mi carpeta abierta; le di el crayón. Ella intentó dibujar un garabato, pero enseguida se aburrió. Molestar a Blas era más divertido. Le insistí para que agarrara el crayón. Ella quería el marcador. La madre de la nena no aparecía por ninguna parte.
- Cree que el que sabe dibujar es el marcador – dijo Blas.
Al final tachó el dibujo porque no le gustaba. Arrancó la hoja y me la dio. Tiré el bollo en uno de los cestos. La nena le devolvió la sacada de lengua y se fue corriendo.
- ¿Cuándo comemos?
- ¿Tenés mucha hambre?
- Sí.
- Después, cuando estemos en la calle. ¿No querías ir a un McDonald’s?
- No… ahora.
- ¿Te da lo mismo cualquier cosa?
- Cualquier cosa –afirmó.
Le di la bolsa de tutucas. La revoleó por detrás de una valla. Era necesario un nuevo ajuste. Me bajé hasta su altura. Puso cara de “otra vez…”. Le señalé la hora en uno de los relojes solares del camino.
- Son las doce menos cuarto. Vamos a ir a comer a las doce y media. ¿Te bancás?
- ¿Y cuánto es?
- Tres cuartos de hora. Un cachito más. Faltan los monos y las jirafas.
- ¿Y las víboras?
- Y las víboras. Después de esos, vamos a comer.
- Está bien –dijo.
Los monos estaban en plena orgía. Dos o tres hacían fila para montarse a la mona mayor, mientras los otros se masturbaban. El que conseguía penetrarla era continuamente molestado por los que no querían perderse la fiesta. La gente se agolpaba alrededor de la jaula como si fuera a subir a un tren.
- Están en celo, mirá.
De vez en cuando la mona sacudía una bandeja de madera, exigiéndole comida a los espectadores.
- Tirale una galletita, a ver.
- Nooo, es comida de jabalí –dijo Blas.
- Tirale igual.
Finalmente le tiró todo el paquete, que cayó en mitad de la bandeja. La mona alargó la mano, pegó un manotazo hacia su espalda y un monito salió despedido. El siguiente en la fila no tardó en ocupar su lugar.
- ¿Y por qué se sacuden así, tío?
- Porque se quieren mucho.
La mona no aullaba de excitación. Su nuevo amante la estaba lastimando, la mordía. No se iba a salir hasta que se sacara todas las ganas.
- ¿Y si se quieren, por qué grita, tío?
- Ya te dije, porque se está apareando. El grande es una hembra y el chiquito es un macho. Ahora se le sale, ¿ves?. Ya está.
Alguien comenzó a aplaudir y varios lo siguieron. La mona volvió a sacudir la bandeja de madera, exigiendo su paga.
- ¡Se cansó de coger! –gritó Blas.
Una señora que sostenía un bebé dio vuelta la cabeza para mirarlo. Le sonreí, pero no me devolvió la sonrisa. La gente empezó a dispersarse. Blas arrastraba la punta de su carpeta por el suelo. Parecía que no iba a dibujar nada más.
- Lo explicaron en American Planet –dijo-. ¿Ya te fijaste donde está la jirafa?
- Por allá –le indiqué.
- ¿Adónde?
- Ahí.
- ¿Y eso que está delante de la jirafa, qué es?
- Un ñandú.
- ¡Un avestruz, tío! ¿Lo dibujamos?
El trayecto hasta el avestruz le quitó las ganas. Su cara volvió a ser la del niño a quien su tío no le compraba animales de juguete, ni lo llevaba a comer cuando a él se le ocurría. Había formulado su invitación llena de entusiasmo simplemente para que yo volviera a entusiasmarme, y poder retomar su malhumor. Cuando llegamos hasta delante de la valla donde vivían las jirafas, me pidió que le tuviera la carpeta.
- Prefiero sentarme en ese banco -dijo.
Lo vi ir, detenerse y regresar. Se había olvidado de darme el marcador. La entrega de todos sus elementos de dibujo parecía definitiva: ya había trabajado lo suficiente.
Me gustan las jirafas, por lo que me puse a bocetar mi primer dibujo. Siempre hago igual, sobre todo si se trata de formas vivas. Empiezo un boceto en lápiz, lleno de líneas temblorosas; recién después utilizo el marcador. Hay una película casera de cuando yo tenía seis años, en la que aparezco dibujando. Utilizaba unos crayones negros totalmente indelebles, como el marcador que ahora usa Blas. En la película los trazos eran precisos, enérgicos. Al final posaba con el cuadro. Perdí toda esa seguridad. Ahora tengo que tomar proporciones con el pulgar de la mano derecha, hacer marcas con la uña en el lápiz. El cuello y la cabeza de la jirafa ocupaban la misma altura que el cuerpo con las patas.
En el asiento, a unos doce pasos de allí, estaba Blas. Las admiradoras de trenzas y vestiditos lo miraban como esperando que volviera a dibujar. La más grande le hablaba. Blas no le prestaba atención.
Una chica con su novio se pararon para ver cómo mi mano pasaba en tinta el croquis de la jirafa. “Miráaa”, dijo la chica, con la boca abierta. Otra persona se acercó; un hombre mayor. A las dos nenas se unió el chico de la calle, que se había inventado una honda con una horqueta de árbol. La honda encantó inmediatamente a las niñas. El chico de la calle se puso a buscar una piedra del tamaño adecuado; la nena más pequeña lo ayudaba; ninguna de sus piedras le servía. Entonces Blas se levantó y vino hasta donde yo dibujaba. Quiso su carpeta, quiso su marcador.
- ¡Tiene cuernos! –gritó, de repente.
Y:
- ¿Viste? Las manchas se le acaban a la altura de las orejas…
Y:
- ¿Dos pezuñas?; ¡qué pie tan raro!
Estaba arrepentido de haberle tirado el paquete de comida a la mona. Buscó, en el suelo, una galletita para jirafas. El cuidador, un muchacho mal afeitado y con olor a desodorante femenino, se acercó a explicarnos que en invierno las jirafas comen una dieta balanceada de pasto verde, pasto seco y brotes de soja. Señaló un cesto en alto, que habían puesto para que las jirafas lo alcanzaran sin torcer el cuello. Había dado la explicación para todos, cosa que fastidió a Blas.
- ¿Volvemos? –le dije.
- ¿Y las víboras?
Me fijé en la guía.
- Al lado de la entrada.
Desandar el camino en un zoológico es lo más parecido a recorrer un álbum de figuritas: imágenes y nombres en una colección que uno ya ni mira, que no importa.
Cerca del pabellón de entrada, todas las cosas tenían nombres terminados en “ario”. Acuario, nocturnario, serpentario, ofidiario. Yo estaba feliz, porque nos íbamos. Blas me pidió un helado. Por un error divino o de la administración no valían cinco pesos, sino dos, o dos con cincuenta. Había, también, de un peso: los de agua. Blas no se decidía: los que más le gustaban eran los de agua, pero que fueran los más baratos le provocaba sospechas. En esto estábamos cuando apareció el hombre de la boa.
No era un solo hombre, eran cuatro. El mayor les daba las indicaciones a los jóvenes; la boa estaba apoyada sobre una plataforma alargada que rodaba sobre rulemanes. Era uno de esos animales desmesurados, que sólo se ven en las fotos de las tragedias zoológicas y en el Guiness. Tendría más de cinco metros; el ancho superaba el de un brazo de cualquiera de aquellos hombres musculosos. La gente empezó a caminar hacia allí. Los tres jóvenes detuvieron la plataforma contra una pared blanca e hicieron un cordón para que nadie molestara al animal.
- ¿Cuál querés?
- Cualquiera –dijo Blas.
Sospeché que el helado se me iba a derretir en la mano; elegí uno de limón, el que me pareció más diet. Blas ya corría hacia el grupo, fascinado por la presencia de la serpiente. Por sobre las cabezas vi izarse el cartel:
DOCE Y MEDIA – FUNCIÓN BOA CONSTRICTOR
El hombre mayor era el adiestrador. Tenía el pelo aplastado y un espeso bigote en herradura. Miraba a la gente desde unos ojos opacos y un poco blancos, con la lejanía de la desconfianza o de las cataratas. En cuclillas, colocó sus dos manos sobre el animal en el momento en que le di la primera chupada al helado, antes de intentar pasárselo a Blas. El frío me estremeció. Blas no quería su helado; tampoco dibujar. El cordón de jóvenes nos empujó dos pasos hacia atrás, suavemente. Busqué la mano de Blas, que había quedado del otro lado.
Mordí el helado. La boa era de color pardo, con manchas redondas y rojas. Los redondeles estaban delineados en negro. Ni el adiestrador, ni los jóvenes, parecían haberse percatado de que Blas estaba tan cerca.
La boa se llamaba Paquita. Tenía el equivalente de cuarenta años humanos, dijo el adiestrador. Mi edad. Podía tragarse un ternero de un solo bocado, pero allí la alimentaban a ratas vivas. La gente hizo “ajj”. Dije: “está mi nene, ahí; ¡Blas!”. Uno de los jóvenes dio vuelta la cabeza y lo señaló, en un gesto que hizo para mí, pero no lo sacó de adelante.
En el Amazonas, Paquita se había comido más de un tapir, insistió el adiestrador, y unos cuantos perros salvajes. Agregó que ahora estaba tan quieta porque dormía la siesta, mientras hacía la digestión.
- Lo único que hay que evitar es ser bruscos con ella.
- ¿Por? –dijo el hombre vestido de gángster que habíamos cruzado en el baño.
- Porque se puede asustar.
- ¡Blas!
El adiestrador preguntó si alguien se animaba a tocar a Paquita. Había que ser valiente y decidido. Un rumor tibio corrió entre la gente. Paquita deslizó su lengua bífida hacia afuera. Una única idea, espantosa, me cruzó la cabeza.
- Yo –dijo Blas.
- ¡No! –grité.
El adiestrador movió graciosamente su bigote.
- A Paquita le gusta que los chicos la acaricien.
- Mentira. ¿Cómo puede saber los gustos de ese monstruo?
El adiestrador bajó un instante la cabeza.
- Paquita no es ningún monstruo, señor.
- Está bien, pero no quiero. Mire si justo pasa un imprevisto. No es un animal dócil.
- Sí lo es.
- Es salvaje. Nadie tendría esa boa en una casa. Usted dijo que podía matar a un cordero.
El adiestrador movió la cabeza, aceptándolo.
- Es demasiada responsabilidad – dije. Y agregué: - Es un asco, come ratas vivas.
Él subió los hombros y se puso a buscar otro candidato. No iba a perder su tiempo discutiendo conmigo. Blas levantó una mano, como si fuera a despedirse. Uno de los jóvenes, el que antes lo había señalado, se puso alerta, pero el adiestrador estaba distraído. Vi el gesto del joven deshaciendo su abrazo del cordón para tratar de manotear a Blas, que dio dos pasos seguros y se montó encima de la boa. Yo tiré el cuerpo hacia adelante; se me cayeron las carpetas, los marcadores, el helado; la gente gritó y se corrió. La boa advirtió el cambio en el programa quebrando repentinamente el cuerpo, como un látigo vivo.
- ¡Paquita! – gritó el adiestrador.
Ella elevó la cabeza. Los jóvenes se soltaron de las manos. Fuimos los únicos, con el adiestrador, que nos quedamos en el lugar. Me temblaban las piernas, sobre todo al ver la cara del hombre. El zoológico entero se había alejado, mudo, un par de metros. Lentamente, y sin dejar de mirarnos, la boa rodeó con su cuerpo la cintura de Blas. Los ojos le brillaban como bolitas japonesas. Blas se aferró al cuero como si fuera un flotador.
- ¿Y el helado, tío?
Pegó dos palmadas sobre el lomo. La boa torsionó la cabeza para centrar su atención en el pequeño bocado. Apretó el nudo sobre Blas. Abrió la boca, que tenía el tamaño de un neumático. El grito no fue mío, porque no me salió.
El adiestrador se fue acercando por el otro lado. La boa, al verlo, aflojó la presión y pegó un coletazo contra el suelo. Entre la muchedumbre había un policía con el arma en la mano. El coletazo había levantado una nube de polvo. El adiestrador hizo un gesto controlado, para que nos serenáramos. Para ver en la tierra.
Entonces la boa apoyó otra vez la cola en el suelo. Cerró la boca. Desanduvo parsimoniosamente el camino que había hecho con su cuerpo. Estacionó la papada en el mismo lugar de antes, para quedarse quieta otra vez. Estirada.
Blas se bajó del lomo y vino caminando.
- Mirá si te morías –le dijo una de las nenas. Él la miró con desprecio.
Salimos del zoológico en silencio. Una enfermera nos atajó en la calle, para ver si necesitábamos ayuda, y devolvernos las carpetas y los marcadores. Sonrió. Yo estaba bañado en sudor. No supe qué decirle. Las carpetas estaban sucias, pero igual las apreté contra mi pecho. Necesitaba esa presión; o aire, o un whisky, o cualquier cosa fuerte, bien fuerte. Un bocinazo al lado de la oreja. Una frenada de colectivo a mis pies. Blas me tiró de la mano.
- Tío.
- ¿Qué?
- ¿Qué es morirse?
La enfermera volvió sobre sus pasos. No tenía por qué venir a ayudarnos si ya habíamos abandonado el predio, eso era lo que le explicaba el policía que la había venido a buscar. El día era claro; sin sol, sin nubes. Un día blanco, de esos en los que nadie, nunca, se fija. Hasta ese instante, yo mismo no me había fijado.
- Como estar adentro de una boa –dije, casi sin mover los labios.
- Buenísimo –dijo Blas, con la cara resplandeciente de alegría.
Pensé una vez más en la sonrisa de aquella enfermera, con su guardapolvo blanco como el día, y busqué, tras la vorágine de autos de la avenida Santa Fe, el cartel de McDonald’s.
- Entonces es buenísimo, tío –repitió, para que yo lo escuchara. Me tiró de la mano.
El cielo estaba en la enfermera que se iba.
8.09.2005
GUIÓN MARVIN
MERLO, SAN LUIS
Unos alumnos juegan en el recreo. Dos de ellos tratan de pegar un chicle en el pelo de Anita. Anita tiene diez años, pero parece mucho menor.
ESCENA 2 - INTERIOR DIA - COCINA DE ESCUELA RURAL EN
MERLO, SAN LUIS
La cocinera de la escuela, madre de Anita, está pelando papas.
ESCENA 3 - EXTERIOR DIA - PATIO DE ESCUELA RURAL EN
MERLO, SAN LUIS
Anita se pasa la mano por el pelo y lloriquea. Marta, la maestra, se acerca: reta a los niños y abraza a Anita. Marta tiene alrededor de treinta años. Viste un guardapolvo muy formal, casi antiguo.
ESCENA 4 - INTERIOR DIA - CASA DE MARTA, QUINCE AÑOS
DESPUES - TIEMPO PRESENTE
Marta tiene cuarenta y cinco años. Está sola en su casa. Mira fotos. Se detiene en una en la que se ve un hombre de treinta años, vestido con un gamulán. Se ve parte de una moto con un trailer. La foto tiene tres bordes derechos y un borde irregular, como si hubiera sido recortada de una foto mayor.
ESCENA 5 - INTERIOR DIA - AULA DE ESCUELA RURAL EN
MERLO, SAN LUIS
Marta está dictando un texto. Todos los alumnos, menos Anita, escriben en sus cuadernos. Anita está mirando al techo. La maestra lo advierte, pero no le hace ninguna observación.
ESCENA 6 - INTERIOR DIA - COCINA DE ESCUELA RURAL EN
MERLO, SAN LUIS
La cocinera está revolviendo sopa en una cacerola. Anita le abraza las piernas, pegada a su delantal.
COCINERA
Usté, m´hija, no va a servir ni para poner la mesa del patrón.
ESCENA 7 - INTERIOR DIA - CASA DE MARTA, QUINCE AÑOS
DESPUES - TIEMPO PRESENTE
Marta deja la foto con las otras y se quita los anteojos. Se dirige a cámara.
MARTA
Anita iba a pasar de grado, porque todos pasan. Así es en las escuelas rurales.
ESCENA 8 - INTERIOR DIA - AULA DE ESCUELA RURAL EN
MERLO, SAN LUIS
Marta está dando clase. Mira a través de la ventana que da al exterior de la escuela. Ve llegar una moto con un trailer
ESCENA 9 - EXTERIOR DIA - FRENTE DE ESCUELA RURAL EN
MERLO, SAN LUIS
La moto está detenida. Se baja Marvin, el mismo hombre de treinta años que vimos en la foto. La moto es un modelo viejo y está pintada con esmalte sintético. Del trailer precario, fabricado con ruedas de bicicleta, asoman unos cartones rojos con dibujos de dragones.
Marta se acerca a él.
MARVIN
Soy mago.
ESCENA 10 - INTERIOR DIA - COCINA DE ESCUELA RURAL EN
MERLO, SAN LUIS
Marvin sostiene los cartones que traía en el trailer, como buscando un lugar donde apoyarlos.
MARTA
Acá puede armar.
La cocinera mira desafiante a Marvin. Está fastidiada.
ESCENA 11 - INTERIOR DIA - AULA DE ESCUELA RURAL EN
MERLO, SAN LUIS
A Anita le robaron el cuaderno; llora. Señala a los supuestos culpables a su derecha. Desde la izquierda, una nena le tira el cuaderno por la cabeza. Sus compañeros se ríen y gritan. Están particularmente alborotados.
Marta intenta controlar la situación. Suma sus retos a los gritos del aula. El desorden es creciente.
En este momento irrumpe Marvin. El grado entero hace un repentino silencio. La atención de todos se concentra en el mago.
ESCENA 12 - INTERIOR DIA - CASA DE MARTA, QUINCE AÑOS
DESPUÉS - TIEMPO PRESENTE
Marta está sentada, preparándose un té. Pone un saquito en un vaso de vidrio. Al hablar se dirige a cámara. Parece reflexionar al elegir cada palabra.
MARTA
Pensé que no tenía que haber aceptado que Marvin entrara.
ESCENA 13 - INTERIOR DIA - AULA DE ESCUELA RURAL EN
MERLO, SAN LUIS
Marvin y los alumnos, menos Anita, esperan la decisión de Marta. A Anita le es indiferente.
MARTA
(repentinamente, dirigiéndose a Marvin)
Está bien. Haga su acto.
Los chicos, excepto Anita, festejan a los gritos.
ELIPSIS - PASAJE DE TIEMPO - CONTINUACION DE LA
ESCENA
Al frente del grado, Marvin ya tiene desplegadas casi todas las cajas con las cuales va a realizar el truco. Las cajas son seis y están apiladas en dos grupos de tres.
Los chicos miran en silencio.
ELIPSIS - PASAJE DE TIEMPO - CONTINUACION DE LA
ESCENA
Marvin camina entre los pupitres.
MARVIN
Esta es mi teoría: Algunas personas tienen más de una cabeza. Tres cabezas, o más. Un chico puede tener una cabeza para enamorarse, otra para pensar en sus papás, otra para jugar y otra para comer. En este caso, tendría cuatro cabezas.
Marvin se detiene junto a Anita.
MARVIN
Como ella: ¿Nombre?
Anita alza su cabeza en dirección al mago y lo mira somnolienta.
VOCES DE CHICOS (OFF)
¡Se llama Anita! ¡Anita…!
ESCENA 14 - INTERIOR DIA - CASA DE MARTA, QUINCE AÑOS
DESPUES - TIEMPO PRESENTE
Se prolongan los sonidos del final de la escena anterior.
VOCES DE CHICOS (OFF)
¡Anita! ¡Anita…!
Marta sirve el agua hirviendo en el vaso de vidrio en el que está el saquito de té. El vaso estalla.
ESCENA 15 - INTERIOR DIA - COCINA DE ESCUELA RURAL EN
MERLO, SAN LUIS
La cocinera está cortando una cebolla y repentinamente deja de hacerlo, como si algo le llamara la atención.
ESCENA 16 - INTERIOR DIA - AULA DE ESCUELA RURAL EN
MERLO, SAN LUIS
Marvin está mirando a Anita. Su mirada transmite una vaga sensación de amenaza.
Anita se pone de pie, como hipnotizada, y se dirige hacia la pila de tres cajas. Se instala adentro de ellas.
ESCENA 17 - INTERIOR DIA - CASA DE MARTA, QUINCE AÑOS
DESPUES - TIEMPO PRESENTE
Marta se dirige a cámara.
MARTA
(con aprensión)
Estuve a punto de detenerlo…
Marta se interrumpe como si quisiera agregar algo, pero no pudiera continuar.
ESCENA 18 - INTERIOR DIA - AULA DE ESCUELA RURAL EN
MERLO, SAN LUIS
Anita está parada dentro de la pila de tres cajas. Las dos cajas de abajo ya están cerradas y la superior está abierta. Por ese agujero asoma la cabeza de Anita.
Marvin cierra la caja superior.
Marta mira la situación con evidente ansiedad.
Marvin acciona una guillotina por donde se supone que está el cuello de Anita, dando la impresión de que le está seccionando la cabeza.
La cabeza de Anita ha quedado, para la clase, adentro de la caja superior.
Marvin toma esta caja y la traslada al escritorio de Marta, donde están ubicadas las otras tres cajas del truco. Quedan dos cajas abajo y dos arriba.
Los alumnos miran expectantes.
Marvin abre las cuatro cajas y se ven simultáneamente las cuatro cabezas de Anita.
Los alumnos se sorprenden. Algunos se paran. Una nena se tapa la boca con la mano.
VOCES DE CHICOS (OFF)
¡Mirá, mirá…!
MARVIN
(controlando la situación)
Esto no es magia. Es lo que había dentro de Anita. Pero hay un problema…
VOZ DE ALUMNO (OFF)
¿Cuál?
MARVIN
Las cabezas, en Anita, están desordenadas. Para ordenar las cabezas de Anita hay que mezclar las cajas
Marvin cierra las puertas de las cajas.
Comienza a mezclarlas de lugar: pasa las de arriba a abajo y las de la izquierda a la derecha. Duda con una. Retorna la primera a su ubicación anterior, hasta que queda conforme con la nueva distribución.
MARVIN
Ya está. Anita tiene las cabezas conectadas de nuevo.
Marvin toma una de estas cajas y la regresa a la pila donde se supone que está el cuerpo decapitado de Anita. Saca la hoja de la guillotina.
MARVIN
En Anita se terminó la confusión...
Marvin abre las puertas de las cajas apiladas y Anita sale caminando, ante el asombro de toda la clase.
ESCENA 19 - EXTERIOR DIA - FRENTE DE ESCUELA RURAL
EN MERLO, SAN LUIS
Marta observa a Marvin, mientras él termina de cargar las cajas desarmadas en el trailer. Marvin está a punto de partir.
MARTA
¿Cómo lo hizo?
MARVIN
(Como restándole importancia)
Espejos...
ESCENA 20 - INTERIOR DIA - AULA DE ESCUELA RURAL EN
MERLO, SAN LUIS
Anita está sentada en su banco. Está sola en el medio del aula. Se la ve seria, ensimismada. Parece más adulta.
Marta la observa desde la puerta del aula.
Se escucha el ruido de arranque de la moto.
Marta mira hacia afuera.
ESCENA 21 - EXTERIOR DIA - CAMINO DE ENTRADA A
ESCUELA RURAL EN MERLO, SAN LUIS
La moto con trailer de Marvin se aleja por el camino.
El camino queda vacío.
Sonido a viento.
ESCENA 22 - INTERIOR ATARDECER - COCINA DE ESCUELA
RURAL EN MERLO, SAN LUIS
La cocina está vacía.
Sonido a viento.
ESCENA 23 - INTERIOR ATARDECER - PATIO DE ESCUELA
RURAL EN MERLO, SAN LUIS
El patio está vacío.
Sonido a viento.
ESCENA 24 - INTERIOR ATARDECER - AULA DE ESCUELA
RURAL EN MERLO, SAN LUIS
El aula está vacía.
Sonido a viento.
ESCENA 25 - INTERIOR ATARDECER - FRENTE DE ESCUELA
RURAL EN MERLO, SAN LUIS
El frente de la escuela y su entorno están vacíos.
El cielo está gris, cargado de nubes de lluvia.
Continúa el sonido del viento.
MARTA (VOZ EN OFF)
Yo no pude explicarme cómo, pero aquella nena un tanto deficiente, había recobrado la capacidad de relacionarse y aprender...
ESCENA 26 - INTERIOR DIA - CASA DE MARTA, QUINCE AÑOS
DESPUES - TIEMPO PRESENTE
Marta está sentada frente a una taza de té. Permanece quieta. Por detrás, y hacia el fondo de la habitación, pasa un niño de ocho años. Se detiene momentáneamente y mira a Marta. Luego se va.
De repente, Marta parece que se animara a tomar el té, saliendo de su abstracción. Pero interrumpe la acción para dirigirse hacia la cámara.
MARTA
Diez años después, volví a encontrar a la mamá de Anita. Yo ya era Inspectora y estaba de visita en un colegio que no tenía cocina…
ESCENA 27 - EXTERIOR DIA - COCINA DE CAMPAÑA DE
ESCUELA RURAL EN VILLA MERCEDES, SAN LUIS
La cocina está improvisada al exterior con mesadas de tablas de madera sobre pilares de ladrillos. Hay una olla calentándose en una fogata. La cocinera es la mamá de Anita, diez años más vieja. Su delantal está sucio; se la ve desaliñada.
Marta, en cambio, tiene el delantal bien planchado y pulcro. Mantiene la elegancia de cuando era más joven.
Hay dos perros al acecho de algo para comer.
La cocinera les tira unos restos de grasa.
MARTA
¿Y Anita?
La cocinera se muestra reticente. Responde de mala gana a la pregunta de Marta, sin mirarla. La presencia de Marta le molesta.
COCINERA
Viene poco. Estudia abogacía.
MARTA
Estará orgullosa…
COCINERA
(con despecho)
¿De qué? Usté me la avivó y ella me dejó sola…
La cocinera le da la espalda a Marta, chupa de su cigarro y arroja la colilla al guiso.
ESCENA 28 - EXTERIOR DIA - PAISAJE SERRANO
Marta camina por un valle hasta el nacimiento de una montaña. Se detiene como si no pudiera seguir. Después de un instante de espera, la cámara sube la montaña sin Marta.
Paisaje de sierras, fragmentos de laderas, piedras.
No hay personas, animales, ni árboles. Aridez.
Melodía melancólica de piano.
ESCENA 29 - EXTERIOR DIA - CANTERO EN LA CASA DE
MARTA, QUINCE AÑOS DESPUES - TIEMPO
PRESENTE
Marta está regando un malvón en una maceta. Distraídamente, recoge un juguete y lo acomoda.
El malvón está raleado, con flores mustias.
Marta acaricia una de sus hojas. No está concentrada en la tarea; parece abstraída, un poco ausente.
Continúa la melodía melancólica de piano.
ESCENA 30 - INTERIOR NOCHE - CASA DE MARTA, QUINCE
AÑOS DESPUES - TIEMPO PRESENTE
Marta y el niño están sentados a la mesa. Toman sopa lentamente. Miran televisión con el volumen bajo.
Continúa la melodía melancólica de piano.
ESCENA 31 - INTERIOR NOCHE - CASA DE MARTA, QUINCE
AÑOS DESPUES - TIEMPO PRESENTE
Marta está sentada en el borde de la cama. Tiene puesto el deshabillé. Hay un libro a su lado, y los anteojos.
La ventana está abierta. Entra una luz glacial.
Marta recibe el fresco de la noche con la inmovilidad estatuaria de un cuadro de Hopper. Tiene la mirada perdida.
Sobre el final de la escena se acaba la melodía melancólica de piano.
ESCENA 32 - INTERIOR NOCHE - CASA DE MARTA, QUINCE
AÑOS DESPUES - TIEMPO PRESENTE
Marta ubica la foto de Marvin con el trailer, haciendo coincidir el borde mal recortado con el borde coincidente de una foto mayor en la que hay niños. Une las partes como si fueran las piezas de un rompecabezas. En la foto completa aparece todo el grado de Marta en la época de Anita, más el mago.
Agrandamiento de la foto a cara de Marvin apenas reconocible.
Silencio.
Marta mira a cámara.
MARTA
Vi a Marvin por segunda vez en una escuela de Tandil...
ESCENA 33 - INTERIOR DIA - COCINA DE ESCUELA RURAL EN
TANDIL
La cocinera china prepara un guiso. La olla está llena. Sobre la mesada hay un pollo. La cocinera china lo está trozando brutalmente.
En la cocina también está Marta, haciendo anotaciones en una libreta.
COCINERA CHINA
¿Le gusta el pollo, señora inspectora?
Marta mira el recreo de los chicos a través de una ventana que da al patio.
MARTA
Mucho…
En el recreo, varios niños le pegan a uno más pequeño. La cara del pequeño tiene rasgos mogólicos. Una maestra joven se acerca a consolarlo. De repente, le hace señas a alguien que no se ve. Por las señas le hace entender que ya va.
Todo es observado por Marta.
La maestra joven deja al niño y se dirige hacia donde la llamaron.
Marta deja de mirar el recreo. Se mueve hacia otra ventana y se detiene a mitad de camino, frente al reflejo de su cara en una olla. Se toca la nariz, como si se quisiera reconocer en ese espejo distorsionado. La imagen es irreal.
Marta desvía su vista de la olla hacia otra ventana, desde la cual se supone que puede ver a la maestra joven. Ve el paisaje exterior, parte del camino y el trailer de una moto. Sorprendida, se acerca más.
A lo lejos, la maestra joven dialoga con Marvin. La moto tiene un cartel de chapa que dice "El Maravilloso Marvin". En el trailer están las viejas cajas de cartón.
COCINERA CHINA
¿Le gusta el ajo bien picado?
MARTA
Shhh…
Marta entorna la ventana con la esperanza de poder escuchar el diálogo entre la maestra joven y Marvin, pero ellos están demasiado lejos y los gritos del recreo se interponen. Marta sólo puede verlos conversar, sin enterarse de lo que dicen.
La maestra joven, como sintiéndose espiada, da vuelta su cara hacia Marta.
COCINERA CHINA (VOZ EN OFF)
¿Y chorizo colorado?
Marta se aleja del vidrio para no ser descubierta por la maestra joven.
MARTA
¿A ver?
Marta va hacia la olla abierta y se asoma a mirar el guiso.
Las manos de la cocinera introducen en el caldo pedazos de pollo.
La visión del interior de la olla dura varios segundos, con el ruido del hervor cada vez más intenso. Es una visión hipnótica.
Súbitamente, el ruido se detiene.
El guiso continúa burbujeando en absoluto silencio. El silencio total sigue hasta el final de la escena.
Marta se precipita hacia la ventana.
A lo lejos, la maestra joven niega lentamente con la cabeza.
Marvin le da la espalda.
ESCENA 34 - EXTERIOR DIA - PATIO DE ESCUELA RURAL EN
TANDIL
Es el final del recreo y los chicos se están agrupando para volver al aula.
Marta atraviesa el patio corriendo hacia la puerta de la escuela.
Toda la escena es vista desde arriba.
Transcurre en absoluto silencio.
ESCENA 35 - EXTERIOR DIA - CAMINO DE ACCESO A
ESCUELA RURAL EN TANDIL
Marvin se aleja con la moto, desapareciendo detrás de una lomada.
Continúa el silencio absoluto.
ESCENA 36 - INTERIOR NOCHE - CASA DE MARTA, QUINCE
AÑOS DESPUES - TIEMPO PRESENTE
Marta se tapa la boca con las manos, en un gesto que denota desesperación.
Vuelve a escucharse, lejanamente, el sonido del viento.
ESCENA 37 - EXTERIOR ATARDECER - FRENTE DE ESCUELA
RURAL EN MERLO, SAN LUIS
La escuela es la primera en la que Marta fue maestra. Allí conoció a Marvin. El paisaje es puntano. La escuela está cerrada. En el cielo hay un frente de tormenta.
Continua in crescendo el sonido del viento.
Marta está sentada al descampado, con la escuela y el paisaje de fondo. Tiene cuarenta y cinco años: es la misma del tiempo presente. Está vestida de inspectora. Lleva el delantal desprendido. Se ha quedado dormida sobre la silla. Hay una carpeta tirada en el suelo, como si se le hubiera caído del regazo.
El viento agita por igual la bandera argentina, las páginas de la carpeta y el guardapolvo desprendido de la maestra.
FUNDE A NEGRO
ESCENA 38 – INTERIOR DIA - CASA DE MARTA, HABITACION
DEL NIÑO – TIEMPO PRESENTE
ABRE DE NEGRO
El niño está disfrazado de mago, parado detrás de un retablo de titiritero. Varita mágica, capa, galera. Realiza una rutina rápida de desaparición de monedas. Lo hace con elegancia y gran seriedad infantil.
Termina su acto y mira a cámara.
CORTE A NEGRO
FIN
8.08.2005
8.01.2005
MARVIN
Me había pasado media mañana tratando de que Anita pudiera responder alguna pregunta, y tratando también de que sus compañeros la dejaran tranquila. Llevo cuarenta y dos años de docencia. Aquella tarde llevaba apenas tres, y sin embargo ya sabía que en el campo las diferencias recrudecen. Un perro rengo en un trigal tiene la cabeza destinada al tiro. Y Anita, pobre, era la más dura de la clase.
El primer pueblo quedaba a veinte kilómetros. Los chicos llegaban a caballo, en sulki, alguno en auto. Salvo los que llegaban en auto, el resto venía por el guiso. La cocinera era la mamá de Anita. Cortaba las verduras y la carne en pedazos minúsculos, y a todo le ponía hongos. Eran unos sombreros marrones muy ácidos que igualaban el color y el sabor de todos los platos. Así, la buseca no tenía diferencia con la sopa de lentejas. La mamá de Anita era una señora gorda y terca que andaba siempre de alpargatas. Hablaba de su hija como quien habla de una extraña. "No hay caso, es sorda a lo que uno le mande", explicaba dándole sopapitos de cariño en la cabeza. "Si sigue así no va a servir ni para poner la mesa del patrón, vea".
Ese día, los chicos habían estado particularmente dañinos con Anita. Tuve que mandar uno afuera. Era invierno. Miré por la ventana; el nene, Gastón, estaba temblando. Entonces apareció el hombrecito de la moto. Vi cómo le daba la mano al nene, la inclinación que hizo. Volví la cabeza hacia la clase y hacia la pregunta de la mamá de Anita. Era increíble que aquella mujer viera a su hija llorando y se preocupara por si le ponía o no cebollas a la salsa. Habían escupido a Anita en la cabeza. Lo noté cuando la abracé. El calor de sus ocho años se hacía un ovillo contra mis pechos y mi vientre. Iba a pasar de grado porque todos pasaban. Así es en las escuelas rurales. Así iba a ser allí, en esa única aula perdida en medio del campo. Y que vinieran las inspectoras.
- Más cebolla y menos hongos - le dije.
El hombrecito tocó dos veces en el vidrio. Se restregaba las manos. Salí.
- Gastón, podés entrar. - El nene pateó una piedra.- ¿Sí?
- Soy mago - dijo el hombrecito.
Tiraba vapor caliente sobre sus manos. El vapor le salía como una columna de humo por debajo de la cicatriz. Las manos eran finas, no llevaba anillos ni reloj.
- ¿Y? - le pregunté.
- Voy por las escuelas – agregó -, haciéndoles un acto a los alumnos...
El tráiler quedaba en aquella moto más extraño que aquel labio en su cara.
- ¿Cuándo?
- Ahora.
Le dije que ahora no podía ser, porque estaba dando clase. Pareció desilusionarse. Miró a los chicos, que por un segundo se habían quedado quietos y callados.
- Si quiere vuelvo en el recreo... O vengo después.
Abrió las manos y la boca. Los dos segmentos de su labio superior viborearon.
- ¿Después cuándo?
Levantó los hombros. No iba a volver.
- Está bien – dije -. Pero espere a que terminen la redacción. Entre, que hace frío.
Él asintió. Frotó sus manos entumecidas y caminó hacia el tráiler. Descargó los cartones. Llevaba una galera pintada con la misma pintura que le había sobrado de pintar la moto.
- ¿Dónde puedo armar? - preguntó.
- En la cocina.
Lo acompañé hasta la puerta. La cocinera estaba de espaldas. Al volver, los chicos le habían robado el cuaderno a Anita.
- Cerramos los ojos y el cuaderno aparece solo - les dije.
- Fue él, fue él - gritaba Anita.
Entorné los párpados. Por el lado contrario al que señalaba Anita, una nena de primero le arrojaba el cuaderno.
- Silencio - pedí.
En la puerta del aula estaba parada su mamá. "¿Quién es ese señor? Habráse visto; me dio un beso en la mejilla y se robó una manzana. Le dije que saliera inmediatamente, pero me dijo que lo mandaba usté".
- Digalé que venga.
Abrí el cuaderno de Anita en la página de la redacción. Alguien lo había pisado. La suela, como un sello, se montaba sobre los renglones y la letra infantil. Ella había alcanzado a escribir "La vaca es vuena para comer"; le corregí la falta y busqué una página en blanco.
- Me echaron - dijo el hombrecito.
Señalé un banco vacío para que se sentara. Él volvió a salir y entró con dos cajas armadas, que apoyó sobre el suelo. Una era dorada y decía "Marvin"; la otra era roja con dragones. Apoyó la galera sobre un dragón horizontal y los otros cartones contra la pared. Antes de sentarse exhibió su palma vacía, arremangándose la camisa; hizo un sacudón de dedos en el aire y apareció una flor. Un clavelito. Gastón se acercó al mago y éste le sopló algo al oído. Gastón vino hasta el frente y me entregó el clavel. Marvin me guiñó un ojo. Pensé que no tenía que haber aceptado que entrara. Todos los chicos, menos Anita, estaban pidiéndole cosas. La mamá de Anita volvió a aparecer, furiosa, delante de la puerta.
- Digalé que dónde me escondió las cebollas.
Rebotaba la punta de su alpargata derecha sobre el piso de cemento. Marvin levantó las cejas en cuanto lo miré.
- Habrán desaparecido - dijo. Los chicos largaron carcajadas y un avión de papel. La mamá de Anita se volvió rezongando.
- Está bien - me rendí -. Ganó. Haga su acto.
- Biennnn - gritaron los chicos, menos Anita, que se comía las uñas y los mocos de adentro de las uñas. El mago pasó al frente entre aplausos y silbidos. Pidió silencio para poder terminar de armar las cajas.
Me senté en su lugar. El único varón de tercero, uno que venía con el pelo peinado a la gomina, chifló como si llamara a su caballo. Los cubos de Marvin eran seis. Apiló tres, uno sobre el otro formando una torre de la altura de un chico. Abrió las tres puertitas y vimos que el interior estaba comunicado, como un pequeño cofre de pie. Se puso la galera.
- Esta es una prueba que vengo haciendo en todas las escuelas, desde Azul. Es la magia de la multiplicación de las cabezas. ¿Ustedes creen en eso?
- Síiii - contestaron.
- Yo no - le dije.
- ¿Usted no? – preguntó -. Qué extraño. Una maestra debería creer en la multiplicación de las cabezas...
- No creo, porque no sé de qué se trata.
- Fácil – dijo -. Es una teoría.
- Shhhhh - pedí silencio por él.
Gastón, que se había parado sobre el pupitre, gritó: "¿qué te hiciste en el labio?". Le dije que se sentara. No me hizo caso.
- Esta es mi teoría – comenzó Marvin-. Todo el mundo tiene más de una cabeza, muchas, tal vez. Un chico puede tener una cabeza para enamorarse, otra para pensar en sus papás, otra para jugar y otra para comer o dormir. En este caso tendría cuatro.
- Cinco - dijo la chica que estaba por terminar séptimo.
Marvin contó con los dedos.
- Si la que usa para comer es distinta a la que usa para dormir, es cierto, cinco cabezas.
Al decirlo se agarraba la suya como si quisiera levantarla del cuello.
- Yo tengo una sola - gritó María, una nena con trencitas paradas.
- Pero con dos antenas, lo que tal vez quiera decir que tenés dos cabezas: una para cada trenza.
- No - se enojó ella. El mago le sonrió con su boca extraña. Al hacerlo conseguía que los chicos se tranquilizaran brevemente. Todos menos Anita, que era de por sí tranquila, y apoyaba la mejilla derecha sobre la blandura de su brazo.
- ¿Quién de todos ustedes tiene más de una cabeza?
- ¡El Cholo! - gritaron varios al mismo tiempo. El Cholo era la versión masculina de Anita, pero ya había pasado a sexto, tenía catorce años y un cuerpo enorme coronado por una gran cabeza barbada.
- ¡Doble cabeza! - gritó el mago, y todos, menos el Cholo y Anita, se rieron. Incluida yo.
- ¡La seño! - gritó la de séptimo.
- ¡Tres cabezas! ¡La señorita tiene tres cabezas! - continuó Marvin, levantando las manos. Agarró el puntero de varita -. Tres cabezas es bastante, pero no suficiente. Silencio, por favor. A ver... a ver... Siento que en esta escuela hay alguien que tiene una cabeza más, alguien con cuatro... A ver... - empezó a pasearse entre los pupitres.
- ¿Por qué tenés eso así...? - insistió Gastón.
- ¿Así cómo? - se detuvo Marvin.
- Roto ahí.
- Para tener dos bocas. Un buen mago debe tener dos bocas: una para anunciar el truco y otra para callar la trampa. Yo las llevo separadas por esto - se señaló la herida -, así me aseguro que funcionen correctamente. Con las cabezas a veces no pasa. En ocasiones uno tiene varias cabezas pero no están muy conectadas con el cuerpo, ni siquiera la que se ve, la que se usa para pasar el pulóver. Sucede, sobre todo, si el número pasa de tres.
Dio la vuelta por el último banco y me dedicó una sonrisa con sus dos bocas. Actuar lo volvía lindo. Convertía el defecto de su cara en algo especial. Caminó despacio hacia el frente.
- Ya está – dijo -. Ya la ubiqué. Cuatro cabecitas... ¿Nombre?
Los chicos comenzaron a abuchear. Anita levantó la vista porque la varilla del puntero la había elegido. Miró al mago con sueño. Estuve a punto de detenerlo.
- ¿Nombre? - me preguntó.
- Anita - dije.
Ella se paró y, sin mirarme, pasó al frente. Los chicos dejaron de abuchear. Me pregunté cuánto mal podía hacerle aquella intromisión, pero Marvin ya la había ubicado adentro de la torre de cajas. Todo fue muy natural. A ella parecía gustarle. El Cholo disparó un bollo de papel que sonó contra el pizarrón. El mago se agachó a recogerlo.
- Nos mandan un mensaje, Anita - dijo él, desplegando el bollo -. El doble cabezota te desea suerte en la operación.
Ella sonrió. "No le deseo nada", gritó el chico. Le hice señas para que se sentara y se callara la boca. Marvin le preguntó a Anita si se sentía bien.
- Sí - respondió ella.
Él cerró cuidadosamente las dos puertas de las cajas inferiores. La cabeza de Anita asomaba por la última puerta abierta.
- ¿Seguro?
Ella subió los hombros, que no se le vieron, pero como la cabeza bajó un poco, me pareció. "Mientras no entre la madre", pensé. Crucé los dedos.
- Bien - dijo Marvin -. Anita tiene, si no me equivoco, una gran capacidad para el pensamiento y una imaginación prodigiosa, sólo que no las ha desarrollado aún, porque es chiquitita. ¿Cuántos años tenés?
Ella asomó ocho dedos por sobre la puerta.
- Claro, ocho... Y cuatro cabezas, ¿les dije?
- Sí - contestaron los chicos.
- Sólo que no se le notan, porque nadie las conectó. Toc - toc - hizo con los nudillos sobre la caja -. ¿Está en cortocircuito esta cabeza?
- Síiiii - gritaron sus dos únicas compañeras.
- Le estoy preguntando a ella. ¿Le salen chispas cuando piensa, señorita?
- No sé - contestó ella.
- Ah, no sabe. Bueno... ¿Le molesta si cierro la puerta?
- No - dijo.
Yo pensé que iba a llorar en cuanto la dejara a oscuras. Él cerró la puerta. Los chicos abrieron muy grandes los ojos. Podía oírse la respiración de los pequeños pulmones. Me paré.
- ¿Te sentís bien, Anita? - le dije. El mago me hizo una seña. Levanté la voz.
- Sí - dijo ella. Su afirmación surgía como desde adentro de un pozo.
Me volví a sentar. Estaba muy nerviosa, y lo que pasó después me sorprendió tanto que no supe nunca, en ninguno de los momentos del acto, qué hacer. El mago fue el dueño de la atención de todos cuando comenzó a girar la caja de más arriba sobre las de abajo. Usaba ambas manos para hacer suponer que estaba desenroscando la cabeza de Anita con mucho trabajo. El labio se le plegaba al medio, a causa del esfuerzo fingido. De algún lado sacó una chapa negra y la metió por donde ella tendría el cuello. Separó la caja de arriba y la llevó hasta el escritorio. Las miradas de los chicos y la mía también se posaron ahí. Sobre el piso había quedado una torre más pequeña. Los chicos empezaron a pararse. Marvin dio unos golpecitos en la tapa de la caja que estaba sobre el escritorio. Preguntó:
- ¿Todavía estás ahí?
Nadie le contestó.
- Te estoy preguntando a vos, Anita: ¿estás bien, linda?
- Sí - dijo su voz, desde adentro. El mago hizo unos pases de puntero. Cuando abrió la tapa, los chicos que estaban de pie retrocedieron un paso.
- Hola - dijo Anita.
Aunque no era Anita, sino la cabeza de Anita, separada de su cuerpo e increíblemente ubicada arriba de mi escritorio.
- ¿Te duele?
- Nada.
- ¿Tu cuerpo está bien?
- Mnnnnn - dijo ella.
- ¿Eso es sí?
- Sí.
- ¿Querés algo?
- ¿De qué?
- Alguna cosa; si querés saber algo...
- No.
- Entonces no te muevas - dijo él, y volvió a cerrar la puerta. Buscó las tres cajas vacías que había dejado en el suelo, al principio del acto. Puso una a la derecha y dos arriba, formando un prisma mayor. El silencio del aula podía cortarse con un abrecartas. Se paró delante de las puertas. Abrió la de antes. Anita seguía ahí. Abrió la del costado y las dos de arriba. Cuatro cabezas.
- Uau... - dijeron las bocas de los catorce chicos.
- Hola - repitió Anita, ahora por cuadruplicado.
Crucé los dedos más fuerte para evitar que la madre entrara a avisar "el almuerzo está servido" y viera a su hija decapitada, multiplicada, inexplicablemente sonriente.
- Esto no es magia - dijo Marvin -, es lo que había dentro de Anita. Yo no hice otra cosa que sacarlo afuera, para que ustedes también lo pudieran ver. Aunque existe un problema.
- ¿Cuál? - pregunté. Los chicos me miraron.
- El desorden - me contestó -. El problema de Anita es el desorden. Las cabezas en Anita no están puestas como verdaderamente deben estar. Por causas ajenas a ella, extraviaron sus caminos y rotaron entre sí en sus posiciones. Es igual que si él, ¿cómo te llamabas?
- Gastón.
- Es como si Gastón se sentara en el asiento de Anita, y ella en el de él.
- No podría tirarle más tizas - dijo Gastón.
- A lo mejor ella te tiraría tizas a vos.
Anita oía las explicaciones sin hacer un gesto. Miré el reloj. Eran las doce menos cinco. A las doce entraría la mamá por esa puerta, y la pobre era tan bruta. Le avisé al mago con un sacudón de mano, para que se apurara.
- Supongamos, Gastón, que todas las cosas estuvieran cambiadas... Las tizas, en lugar de estar en el pizarrón, estarían en la caja de primeros auxilios, y las curitas en el pizarrón.
- ¡No se podría escribir! - gritó el del pelo engominado.
- ¡Ni curar! - completó la de las colitas.
- No tendríamos más remedio que ordenar todo - dijo el mago -. O aprender a curar con tizas y a dibujar con tela adhesiva y gasas.
Algunos se rieron. Él cerró las cuatro puertas de las cajas, una por una. Y agregó:
- Por eso voy a mezclar las cajas, para que todo vuelva a estar en orden. Las curitas en el botiquín y las tizas en su lata. Y a cada cabeza su lugar preciso.
Sacó la caja de arriba, la puso abajo, la de la izquierda a la derecha; dudó, volvió a cambiar las de arriba.
- Ya está - dijo.
Yo había seguido con atención los movimientos. Por algo él no había movido la primera de todas, la de abajo a la derecha. Abrió esa puerta. Anita seguía allí.
- ¿Notan alguna diferencia?
- No - dijimos.
- ¿Vos? - le preguntó.
- No - contestó Anita.
El mago otra vez le cerró la puerta en la cara, bajó las otras tres cajas al piso y volvió la primera sobre las dos que contenían el cuerpo de Anita. Quitó la chapa negra. Simuló nuevamente el esfuerzo desmesurado de volver a atornillarla.
- Nadie lo notó – dijo -, pero ya lo van a notar. Anita tiene las cabezas conectadas de nuevo. Eso es tan importante que, si no lo advierten, es porque las de ustedes están mezcladas, y tal vez sean imposibles de reparar. En la de ella se terminó la confusión.
Abrió las puertas de las cajas simultáneamente, como si fueran un solo paño. La nena salió caminando. La mamá se asomó al grado, miró al mago y a sus objetos con desprecio y dijo:
- A comer, polenta con tuco sin cebollas.
Los chicos se levantaron, empujándose. Salieron hacia el comedor. Anita se sentó en su pupitre. Me acerqué a Marvin, que ya estaba desarmando todo.
- ¿Cómo lo hizo?
- Espejos - dijo él, inclinado sobre las cajas. Desplegó un cartón en dos; el lado interno era reflectante. Salió del aula con el equipo completo para acomodarlo en el tráiler. Cambió la galera por el casco.
- ¿No se queda a comer? - lo invité.
- No creo que quiera la cocinera. Además, me esperan a las cuatro en Olavarría.
- El puntero es mío.
- Ah, sí.
- Estuvo excelente - lo felicité. Tenía la mano helada -. La verdad es que fue asombroso.
- Gracias.
- ¿Va a volver?
- ¿Para qué, si ya lo vieron?
- ¿Es el único truco que sabe?
- No, sé otros. Pero el gobierno me paga para que haga éste. Cuando me pague por los otros, a lo mejor...
Se subió a la moto. Dio tres patadas a un pedal para poder arrancarla.
- Gracias otra vez.
- A usted - dijo.
Giró ayudándose con los pies antes de salir por la carretera de tierra. Entré al aula y cerré la puerta. Anita seguía sentada en su pupitre.
- ¿No tenés hambre? - le pregunté.
Hizo que no con la cabeza. Con las cuatro cabezas en una. Me arrodillé a su lado.
- ¿Y, qué te pareció?
- Extraño, pero formidable - dijo.
Las novedades se fueron descubriendo poco a poco, a lo largo del tiempo. Yo no pude explicarme cómo, pero aquella nena un tanto deficiente, había recobrado la capacidad de relacionarse y aprender. Comenzó a leer de corrido y a escribir sin faltas. Si alguno de los otros chicos iba mal en los deberes, ella lo ayudaba. Estaba en cuarto y resolvía los problemas de séptimo. Le dictaba una oración y Anita marcaba sujeto y predicado, verbo, objeto directo. Era la única que había memorizado el total de las tablas. Los compañeros empezaron a respetarla. Sólo la madre se quejó.
- Le está enseñando mucho a la Anita, así se aviva y no me va a trabajar del patrón. Así se me va a ir.
De eso se trataba. Yo misma la recomendé a una de las inspectoras para que le consiguiera una beca en el secundario de Necochea. Anita entró con el mayor de los puntajes al Instituto que quedaba frente a la plaza. Después, por un tiempo, le perdí el rastro.
Las cosas en la escuela no volvieron a ser lo que eran. Los chicos cada vez me daban más trabajo, y yo extrañaba a Anita. La mamá se volvió contra mí de un humor tan malo que tuve que despedirla. Tiraba cenizas y hasta colillas de cigarrillos en la comida. La vi irse desde la misma ventana por la que había visto llegar al mago. Siempre esperé que él volviera a aparecer. Pasaron cinco años y la que volvió fue ella. Estaba arrepentida por lo de los cigarrillos y necesitaba trabajar otra vez, porque no tenía plata. Había adelgazado mucho, estaba llena de arrugas. Le dije que iban a darme un pase al sur, a una primaria que no tenía comedor. Los alumnos tendrían que comer en el grado. Imaginé los cuadernos con los lamparones de tuco. Ella me dio la razón. Le hice prometer que no haría más desmanes, antes de recomendarla con la maestra nueva.
Le pregunté si tenía noticias de Anita y me mostró tres sobres. Abrí el primero que me indicó y leí la carta delante de ella, en voz baja. Anita se había recibido con medalla de oro y estaba por partir hacia la Capital, a estudiar abogacía. "Estará orgullosa", le dije. "Espere a ver", dijo ella, seria. Me dio la segunda, a la que le había sacado el sobre. Anita se había puesto de novia con un aspirante a ingeniero agrónomo.
- El campo tira, ¿eh? - le dije, cómplice.
- Me ilusioné igualito que usté... No se ponga contenta antes de leer la tercera.
En la última carta, el amor no había resultado. Los estudios iban bien. Abogacía era una carrera interesante y sencilla para Anita.
- Me salió descocada - dijo la mujer.
Solamente había saludos para su madre y preguntaba cómo seguían las cosechas.
- Bien, gracias - dije, bajito. Ensobré los papeles.
Era la tarde de mi último día en la escuela. La mujer guardó las cartas en un bolsillo de su batón y nos quedamos mirando el sol, más rojo que nunca sobre las espigas de trigo.
Envejecí, es cierto, pero eso porque me pasaron a Inspectora General. De una escuela fui a otra, a otra, a otra y finalmente a La Plata, donde decidieron mi conversión. Yo no quería. Volví a ir a todas las escuelas, pero ahora me quedo sólo un día en cada una. Cada vez que veo a una maestra de veinte, veinticinco años, me veo a mí misma antes de las arrugas y las patas de gallo. Pensar que yo también levantaba la pechera del guardapolvos cuando erguía la espalda frente a la clase. Hoy lleno planillas, reviso notas, hago preguntas fáciles al alumnado.
Aquel mediodía me habían invitado a almorzar, lo que no pasaba muy seguido. Era una escuela de Tandil, con un patio cuadrado con estandarte y bandera y una kichinet donde trabajaba una empleada china. Hacía calor.
- ¿Le gustan las endivias? - preguntó la china.
- Mucho - le dije.
Me apoyé en la ventana que daba hacia afuera. El paisaje no era el mismo de siempre: además de los girasoles, trigales y cielo, había sierras; había una moto. Un tráiler. La moto con el tráiler con ruedas de bicicleta, cargado de cartones. Estaba casi igual; sólo le había agregado un cartel de chapa brillante por encima del faro que decía "El Maravilloso Marvin". O sea que ahora, además, era maravilloso. Volví la cabeza hacia la puerta. Los chicos estaban en recreo. La maestra conversaba con alguien que, desde allí, yo no alcanzaba a ver.
- ¿Y el ajo, señora? ¿Le gustan los ajos bien picados?
- Shhh.
Me asomé. El hombrecito se sacó el casco. Tenía algunas canas, el pelo más crecido y estaba despeinado. No alcancé a escuchar de qué hablaban, porque la maestra entornó un poco la cabeza al sentirse observada y me tuve que ocultar. Una de las ollas reflejaba mi cara vieja, un mapa de todos estos años. De tanto pararse sobre la tierra, con el tiempo a una se le pone la cara de la tierra. Volví a acercarme a la ventana.
Esa maestra tenía que decidirlo por su cuenta, estaba claro. Me acordé de Anita. La imaginé recibida de abogada con el mejor promedio, en su estudio de la Capital, defendiendo a la gente de la intolerancia de la gente. Crucé los dedos. No me había fijado si Marvin conservaba aún el defecto del labio. Hizo un amago de bajar los equipos, de espaldas a la ventana. Eran las mismas cajas doradas y rojas. Colgó el casco en el manubrio y volvió a entrar al aula con las manos vacías, respondiendo a un llamado de la maestra. Se tapaba la cara, por lo que tampoco pude verle la cicatriz. No se oía nada por el ruido de los chicos que gritaban en el patio.
- ¿Y chorizo colorado, le pongo?
- ¿A ver?
Me arrimé a la olla. Las verduras flotaban en una tinta roja. La campana sonó. Los chicos bajaron el volumen de sus juegos. Se ordenaron uno detrás del otro, en fila india. La maestra tomó de la mano al primero, que era albino. El siguiente en la fila le pegaba con una regla de plástico en la cabeza. Me apuré para meterme en el aula cuando escuché el ronroneo del caño de escape.
- ¿Y el hombre? - le pregunté.
La fila india se interpuso entre la pregunta y mi camino; entre la señorita que dijo "bueno, como estábamos en clase..." y un gesto raro hecho con el índice y el pulgar de la mano derecha en el que se pinzó el labio superior casi en el centro; entre los deseos de esa veinteañera que hubiera preferido presenciar la función y la severa presencia de la Inspectora General. Salí corriendo hasta la ruta. El casco del hombrecito se alejaba y se hundía, cuesta abajo, en el horizonte del pavimento gris.