EL CORAZÓN DE DOLI / CAPÍTULO 3
es como una película de terror.
Cuanto más nos tapamos
la cara con las manos,
más espiamos.
Si el alma dignifica a las personas,
¿para qué preocuparnos por los cromosomas?
Así estemos vestidos
de arpillera o satén,
adelante va el gen.
¿Estás seguro de que te conviene
conocer punto a punto el a-de-ene?
¿Será una cosa de esas
de llevar una vida sin sorpresas?
Toda esta información
es una mala fe
que te vuelve más clon.
No necesito eso.
Ya te amo,
te sé.
Cuando Dolores le escribió a Víctor este poema, la suerte de los tres estaba echada. Ella tenía entonces la edad de los muchachos, dieciséis, y un secreto que no tardó demasiado en revelarse. Yo era una de las personas que conocía el secreto, además de la madre y la novia de la madre. Creo sinceramente que las mujeres nacen con un cerebro en pleno funcionamiento, cuya capacidad van extinguiendo al paso de los años a fuerza de preocuparse por la astrología, la poesía, los ovnis y los ángeles. El tiempo actúa en ellas como el viento en las piedras, gastándoles el raciocinio que recibieron en su mapa humano original. El cerebro del hombre, en cambio, nace vacío. Con el tiempo se irá llenando de experiencias propias y datos que se escuchan o se leen por ahí. Así llega a la ancianidad una pareja: con la sabiduría equilibrada y el pensar quieto. Si llega.
Dolores no era linda. Su hermana, sí. Sofía había heredado la sonrisa de la madre. Como Dolores no podía sonreír, todo La Magdalena afirmaba que tenía cara de sonsa.
Conocí a su madre, Pepa, en la juventud. Pepa era una fotógrafa muy buena; también le gustaba viajar y bailar. Era la reina de los bailes y cargaba con una sonrisa esplendorosa, que hacía que uno cayera rendido a sus pies. Noche y día estaba rodeada por jóvenes apuestos que, como satélites, vigilaban su castidad. Ella fue la que pidió que una de sus dos hijas pudiera ver la vida con la sinceridad de la que sus propios ojos no habían sido capaces. Y Dolores salió sin sonrisa.
—¿Para qué sirve una sonrisa? ¡Todo el día veo sonrisas falsas aquí en Mc Fritten! —diría Víctor, entusiasmado, y Dolores le respondería con una mueca a medias. Yo nunca le vi cara de sonsa.
Todos los hombres de La Magdalena habíamos deseado a Pepa. Etérea, perfumada, femenina, vagaba entre nosotros como un bello fantasma. Su sonrisa abría nuestros candados. Cada uno de nosotros hubiera depositado en aquel útero glamoroso sus cincuenta millones de espermatozoides, con solo que ella demostrara interés. Pero a Pepa no le interesaban los espermatozoides. Lo supimos en su segundo parto: tenía una novia. Gorda y gritona: parecía un fletero. Cuando Dolores llegó al mundo tuvo dos mamás, porque el fletero se convirtió lisa y llanamente —otra vez—en mujer, gorda y gritona. Y Pepa se hizo un poco hombre, por esa cosa de las balanzas simbióticas. Empezó a maldecir, a pelearse por cualquier nimiedad. Las neuronas se le habían gastado en un cincuenta por ciento, como mínimo. Las fotos buenas, las sonrisas, los viajes, todo se había perdido irremediablemente. La cara de Dolores, su segunda hija, reflejaba eso: el saber que iba a perder algo con el paso del tiempo.
Lo digo yo, que trabajo de científico. Dolores era un clon, aunque fuera un secreto. Pepa había puesto el óvulo y el núcleo de una célula que le saqué de la oreja, había puesto el vientre, había esperado los nueve meses. Había parido por cesárea, mientras el pueblo entero se preguntaba quién era el padre. Los clones saben cómo van a ser en el futuro mirando a su progenitor. Las cartas están dadas, y por más que Pepa no se lo dijera nunca, Dolores lo intuyó. Dolores llevaba la intuición a flor de piel. Eso, más que la manipulación que hice de sus genes originales, era lo que le había borrado la sonrisa.
Pepa miraba sus fotos de joven y lloraba. La miraba a Dolores y se prometía jamás decirle nada, a contramano de lo que afirmaran los siquiatras. Dolores creció etérea y perfumada, con una temprana adicción por los poemas. Era igual a la madre, quitándole la sonrisa. Era como una mala foto de la madre. No había heredado la gracia de su cuerpo, aunque el cuerpo fuera exactamente el mismo, en otra edad. Era, también como Pepa, invisible. Una brizna. Tenía la lógica de las brisas, de lo que inunda los pulmones y se filtra por cualquier hendidura.
Víctor había comenzado a trabajar en Mc Pollen Fritten a los quince años. Fue la primera camada de mozos naturales, después del experimento fallido de las sonrisas permanentes y el precoz programa del empleado perfecto, que al final quedó en la nada. El programa había sido una idea de Patrick aprobada por los alemanes, y consistía en fabricarles sonrisas de cirugía a los adolescentes que trabajaban de meseros y cajeras.
—¿Y cuando crezcan?
—Asunto de ellos.
Patrick opinaba que a la gente que sonreía sin parar le iba mejor en la vida, y Mc Pollen Fritten no les iba a cobrar por la gauchada. Con una sonrisa permanente los empleados podían ir a trabajar de mal humor, si querían. El proyecto me pareció más incoherente cuando lo vi traducido al alemán y al inglés. Yo no podía ayudarlo, pero le di el teléfono de una clínica de cirugía plástica de unos amigos, que queda en Azul. Le hicieron precio por cantidad. El primer grupo —y último— fue voluntario. Aceptó una chica de doce años, Fernanda, que estaba siempre llorando. También aceptó el menor de los Mauros, que tenía siete. Calda se opuso, pero Patrick opinaba que el marketing bien entendido empieza por casa. En total fueron cinco niños.
Patrick sugirió “un reflejito de dientes, una luz para la cara”. Pero los alemanes, que era los que pagaban el implante de labios y el estiramiento de los músculos risorios, pidieron la sonrisa máxima. Los chicos quedaron como caricaturas vivientes. Nadie quería ser atendido por esos monstruos. Mauro grande le puso a su hermano el apodo de “Risita”, por lo que se ligó varios sopapos. Al único que hacía reír era al tío Emilio, las veces en que los niños viajaban a la Capital para ir a visitarlo al sanatorio. Patrick les había mentido que lo del tío había sido un ataque de epilepsia por mirar Pokémon. Hay una epilepsia ligada a la visión que tiene lugar cuando se dan altos contrastes de imágenes centellantes en blanco y negro. Emilio tenía un televisor en blanco y negro, en el sanatorio de Once. Los chicos lo habían bautizado tío E-mail, y lo iban a visitar el tercer viernes de cada mes. Mientras su tío E-mail babeaba en la silla de ruedas, los niños le leían Paulo Coelho. No había experimentado un cambio desde el día en que sufrió el accidente hasta el sábado en que Mauro chico estrenó su sonrisa. Entonces el tío E-mail se rió. Y el médico en jefe del sanatorio le pidió a Patrick que, por el momento, no volviera a operar al chico. Que esperara un tiempo para deshacerle aquella mueca plástica, porque era un estímulo muy importante para el paciente.
El estudio de las sonrisas felices formaba parte de un proyecto de Patrick mucho más amplio. Se trataba de realizar una clonación de niños y niñas con mapas genéticos enriquecidos en sonrisas, excelente trato, piel suavemente bronceada y ojos celestes. Los yanquis les dicen Wasp. Yo estaba encantado: los empleados serían clonados cada tres años, como reemplazo de los que se fueran volviendo descartables. El abogado había hecho números y el dinero alcanzaba para todos. Pero los alemanes no firmaron los papeles, alegando que el primer experimento encausado por Patrick había sido un error y había costado una montaña de dinero. Mis amigos de Azul no son nada baratos.
Sergio debió haber conocido a Dolores primero, aunque no fue así. Patrick había promocionado un concurso de poesía Hamburguesas Mc Pollen Fritten, en coordinación con la empresa Mattel de Estados Unidos, la de las Barbies, y una fábrica alemana de esvásticas. Ya venía todo organizado desde allá. Había que nombrar, en el poema, uno de los tres productos. El primer premio era de diez mil dólares estadounidenses; el segundo, de cinco mil. Mauro grande se esmeró para ganarlo, sabiendo que su padre lo ubicaría entre los elegidos. El poema que hizo decía así:
Barbie y esvástica, de pollo hamburguescencia,
loor a Patrick Mc Fritten:
¡Cuán infinita es su beneficencia!
Lo de loor lo había sacado del Himno a Sarmiento, que le habían enseñado en el colegio. Había firmado con el seudónimo “Batman Platinado”. Nadie entendía qué significaba hamburguescencia. Patrick, que era el curador, lo tomó como una licencia poética.
El poema de Sergio hablaba de un personaje, Fermín, que se sentía bien solamente en ciudades top del mundo: Tokyo, Nueva York, París. Buenos Aires, para Fermín, era el peor pozo del subdesarrollo. Fermín odiaba el suburbio. Cuando estaba en una ciudad pobre, solo podía refugiarse en Mc Pollen Fritten, con su Barbie de chocolate. El poema terminaba así:
Y a mí se me hace cuento que nació en Buenos Aires,
lo veo tan contento en Europa… ¡No en Zaire!
Era un final muy parecido al poema más famoso de Borges. Sergio explicó que se trataba de un ejercicio de intertextualidad. Un metatexto, dijo. Adujo para sí que el final de su poema mejoraba el de Borges, ¿no?, que al fin y al cabo había rimado “Aires” con “aire”. Todos estos argumentos fueron dados por Chiqui, que defendió a su hijo por teléfono.
Dolores había rimado así:
Siempre que hago girar
a la Barbi que vuela,
yo me acuerdo de vos.
Si la Barbi está quieta,
me acuerdo de mi abuela.
De ningún otro amor.
Los tres poemas llegaron a la final. Los de Mattel habían quedado emocionados con el de Dolores. Los de la fábrica de esvásticas votaron a Sergio; los de Mc Pollen Fritten locales, a “Batman Platinado”, argumentando que era el poema que conjugaba mejor los tres elementos y nombraba el apellido de la cadena con respeto y magnificencia, actitud que no tenían los otros finalistas. Patrick en persona debía desempatar el asunto. El abogado lo llamó desde las Islas Vírgenes especialmente para decirle que ninguna base de ningún concurso puede premiar a un familiar, lo que es algo tácito y se cae de maduro.
—Pero, si es con seudónimo…
—Me refiero a Sergio.
Sergio había firmado con su nombre y apellido. Eso lo descartaba para el primer lugar. Quedaba el poema de “Mesera” (ese era el seudónimo de Dolores) y el de “Batman Platinado”. A Patrick no le tembló la mano. Puso cara de sorprendido cuando el escribano abrió el sobre del primer premio. Allí estaba su hijo, con el mejor poema. Chiqui se agarró la cabeza: Sergio había obtenido el segundo puesto. A Dolores le dieron una muñeca.
Sergio faltó a la entrega de premios. Los segundos puestos no le interesaban. Mandó a Víctor a recoger el cheque. Entre el público, Calda lloraba de emoción por su Mauro poeta, mientras Mauro menor sonreía sin parar. Chiqui estaba enojadísima con su hermano, por eso no asistió, aunque ya se había comprado el vestido. Yo fui. Los poemas estaban pegados en la cartelera del local. Víctor pudo leer el poema de Dolores de pie, mientras esperaba a que terminaran los discursos. Tembló: el poema era hermoso. El diploma se le cayó de las manos. Dolores lo recogió y se lo devolvió. Él le dio un beso en la mejilla. Ella le enseñó la muñeca. Los dos eran meseros de Mc Pollen Fritten.
Por eso digo que la chica estaba destinada a Sergio, pero una coincidencia hizo que se cruzaran. Dolores no elogió el poema mal plagiado a Borges; también le molestaba que se hablara de esvásticas. El fletero era judía, y otra gente también. Era ofensivo que en Alemania hubiera una fábrica dedicada a hacer esvásticas de aluminio para prendedores, o de azúcar, o de goma para mordillos de bebés. Pero las Barbies le encantaban. Le habían regalado la mesera de Coca Cola de los años cincuenta, con su delantal a rayas rojas y blancas y su gorra con visera. A Víctor no le gustaban las Barbies, porque las encontraba todas iguales, ya fueran princesas, acuanautas o indigentes; todas eran felices, todas diosas. A él no le gustaban las mujeres exageradas.
Pero sí a su hermano Sergio, que estaba de novio con las recientes trillizas de plástico. Las trillizas eran tres cantantes idénticas eternizadas en un programa de constante recambio quinquenal: entraban con quince años y salían con veinte, reemplazadas por tres nuevas de quince. Así se mantenían siempre como jóvenes estrellas del pop, morochas y de tetas espléndidas: cuerpos de Barbies. La que mejor cantaba nacía rubia, un caso ilógico, de esos imponderables que a veces aparecen en las mesadas de los laboratorios. Realizaban la clonación en una clínica de Tres Arroyos. Lo cierto era que, por más que se esforzaran en enriquecer los genes para hacerla morocha de tetas grandes, siempre volvía a salirles rubia y con las tetas pequeñas. Si lograban clonarla morocha, perdía voz y capacidad para afinar. Si lograban clonarla morocha de grandes tetas —lo hicieron una vez—, salía muda. No daban en la tecla. Cada cinco años, acababan haciéndole las tetas con cirugía y tiñéndole el pelo. De paso, le retocaban los labios con colágeno. Víctor le contó a Dolores que Sergio se acostaba con las tres al mismo tiempo.
—Es el que ganó el segundo premio —agregó.
—¿Y dónde está? —preguntó ella.
—Se quedó en casa.
A Dolores le pareció una actitud muy soberbia de parte de Sergio, eso de mandar al hermano a recoger el cheque, pero Víctor le explicó que para eso estaba. Era R. ¿Sabía ella lo que era tener un hermano R? Sí, y le parecía una aberración.
Dolores también tenía una hermana: Sofía. Muy parecida en lo físico. Dolores opinaba que era, también, una caída del catre, pero a su madre y al fletero les molestaba que las hermanas se anduvieran odiando por cualquier cosa, así que ella tenía que hacer un esfuerzo para mantener la paz del hogar. Si a la otra le daba algún berrinche, se lo dejaba pasar. Ese era el papel que le había tocado en su familia: el de moderadora.
—¿Y cómo sabés que no sos clonada?
—Me lo hubieran dicho.
Víctor le explicó la teoría del repuesto vivo de órganos a la que estaba condenado de por vida. Aunque Sergio parecía un chico muy sano. “Con un poco de suerte…”, agregó, “no me precisará”. A Dolores, la gente clonada le daba impresión. Dijo que prefería tratar con gente verdadera. La diferencia no era algo que se notara así como así, a simple vista, pero era como escribir con una Mont Blanc en garantía o con una imitación paraguaya; por mejor que fuera la imitación, siempre sería eso: una copia.
—Como dinero falso —dijo.
Víctor bajó la cabeza. La mesera llorona sonriente les trajo las Cajas Felices y las Cocas. Víctor abrió la suya, sacó el sándwich, lo destapó, levantó la lechuga y los pepinos. Allí estaba: redonda, brillante, del color de una pechuga de pollo: igual a todas. Volvió a ponerle la tapa de pan. Mordió. Allí estaba ese lánguido sabor a pollo frito en aceite de girasol. Sin aditivos. Un Mc Pollen auténtico, perfecto.
A Dolores también le gustaban. Solo que les agregaba mostaza y ketchup. Dijo:
—Qué suerte que el poema no es tuyo.
—¿Por?
—Porque es horrible.
Víctor se sonrojó.
—El tuyo, en cambio, es bellísimo —dijo.
Dolores le agradeció. Él le preguntó si se lo había dedicado a alguien.
—A mi abuela Josefina —dijo ella.
—¿La querés mucho?
—Ya murió.
—Ah.
Víctor comió otro bocado. Opinaba que las hamburguesas de Mc Pollen Fritten eran maravillosas. No tenían gusto a pollo, lo que se dice pollo; pero eran carne blanca en un cien por ciento, como decían en la propaganda.
—Y el amor que nombra el poema… ¿existe?
Víctor estaba acalorado. Tomó Coca.
—Ya no. Cumplí dieciséis años la semana pasada. Sofi cumplió los diecinueve y tampoco tiene.
—¿Y te gustan los chicos?
—Claro —dijo ella, molesta.
Víctor no sabía aún que los padres de Dolores eran una pareja de mujeres. Dolores se refería a la novia de su madre con el mismo apodo que usaba todo La Magdalena. Para ella era casi un padre. Para ella, esa mujer hombruna era la culpable de que su madre llorara frente a su fotografía de reina del baile de graduación.
—¿Y a vos qué te gusta?
—Leer —dijo Víctor—. Y jugar a las loterías.
—¿A las loterías?
—Me apasionan. Algún día voy a ganar el Quini, o el Loto, y mi vida va a dar un vuelco hacia otra cosa. Vivo raspando números ocultos.
—¿Y cuando se te acabe la plata?
—Ellos me mantendrán.
—¿Quiénes?
—Mi familia. Chiqui, mi papá, Sergio.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Porque necesitan que esté vivo.
—¿Y te jugás todo el sueldo?
—Sí.
Dolores se lo quedó mirando.
—No podría hacer eso —dijo.
—Yo lo hago. —Víctor recogió de la mesa un pedacito de cebolla que había caído del sándwich. Se lo metió en la boca.
—¿Y es emocionante?
—No.
Dolores permaneció callada unos segundos.
—¿Leer te gusta mucho?
—Sí.
—¿Qué estás leyendo?
—¿Ahora?
—Sí.
Víctor buscó el libro en el bolsillo de su pantalón.
—“A pleno sol”… —leyó ella.
—¿Lo tenés?
—No. No me gusta leer.
—¿No te gusta leer y escribís tan lindo?
—Sí.
—Siempre pensé que para saber escribir había que saber leer.
—Sé leer.
—Digo, que te guste.
—Ah, no. Me parece aburrido.
—A Sergio también le parece una pérdida de tiempo.
—No digo pérdida de tiempo, solo un poco aburrido, nomás. Prefiero ir al cine.
Víctor terminó lo último que le quedaba de la hamburguesa.
—Dan una película buenísima en el Maxi —agregó ella—. La anunciaron por televisión.
—No veo televisión.
—¿No tenés?
—Sí.
—¿No te gusta?
—Mi hermano no me deja.
—A mí me encanta.
—A mí no. Se pierde mucho tiempo.
Dolores se puso más seria.
—¿Por qué pensaste que había tenido un amor?
Víctor se sonrojó.
—Porque tu poema lo dice —dijo.
—Qué tiene que ver. En la mayoría de los casos lo inalcanzable es lo que inspira un poema, no la experiencia. Yo nunca había tenido una Barbi, porque mis papás las odian. Dicen que son el acto de misoginia más severo, el argumento ideal de los machistas y las responsables de la anorexia adolescente. Sinceramente no sé cómo voy a volver a casa con esta muñeca.
—¿Cómo sabés que los poemas no registran experiencias individuales si no leés libros de poemas?
Dolores pensó un instante.
—Los libros están fuera de moda. Sofi opina lo mismo. Es como con los caballos: en una época anterior, si uno no sabía andar a caballo, estaba frito. Hoy hay que saber manejar un auto. Cabalgar es parte del pasado. La televisión y las películas reemplazan a los libros.
—Hay muchas cosas que no pueden ser reemplazadas por la televisión o el cine.
—Eso está en Internet.
Víctor torció la cara. Tenía ganas de comerse otra hamburguesa, pero la segunda se la descontaban del sueldo, y prefería jugar un billete al Quini. Había que acertar seis plenos de ruleta seguidos en cuarenta y seis números: parecía imposible. ¿Cuál era la probabilidad de ganar en esas loterías? ¿Una entre dos millones, tres? Víctor tenía una teoría. Si compraba un billete de lotería cada día durante tres millones de días, ¿no iba a ganar, al menos una vez? Y si los días eran diez millones, ¿no había allí una probabilidad de casi un cien por ciento?
Dolores hizo una cuenta en su celular.
—Es absurdo. Diez millones de días son 27.397 años y cuatro meses. ¿Cuánto pensás vivir?
—Lo que quiero decir es que un suceso improbable puede llegar a darse si pasa el tiempo suficiente —dijo.
—¿Y qué harías con la plata? —preguntó ella, que quizás también se hubiera comido otra hamburguesa, si no se la descontaran de la mensualidad.
—Ser un príncipe —dijo Víctor.
—¿Vamos al cine, príncipe?
Él había dejado la puerta abierta y Dolores se había metido como sabía, como una brisa de verano. Víctor miró hacia atrás, hacia la caja registradora, y se miró las manos. El poema de la Barbie estaba sobre la mesa, entre las servilletas arrugadas. “De ningún otro amor". Esa chica le gustaba más que cualquier hamburguesa. Sin embargo, dijo:
—No.
Puso el cheque adentro del libro, y el libro en el bolsillo. Sin mirarla a los ojos, agregó:
—Pero podés ir con mi hermano Sergio, que es el original. Hoy tendría que haber estado él. Tiene coche. Estudia en el Liceo Inglés.
—Escribe poemas… —concluyó ella, decepcionada.
—Además, está empezando a prepararse para cuando vaya a la Universidad.
—¿Y a qué Universidad piensa ir?
—A la Católica.
—Ahí aprueban los que tienen la cuota al día.
Dolores le contó que estudiaba de noche en el sitio Web de la Universidad de Buenos Aires, la especialidad Letras.
—¿Y vas muy adelantada en la Facultad?
—No. Es una preparatoria para ingresar, y para ver si me gusta. Como un simulacro. Lo que estudia tu hermano debe ser igual a lo que estudio yo, nada más que con tarjeta de crédito.
—Puede ser… tiene.
—¿Qué cosa?
—Tarjeta.
—¡Claro! ¡Quién no tiene tarjeta!
Víctor no dijo que no tenía.
—Le pregunto a Sergio si quiere ir con vos al cine y te llamo —agregó.
—¿Y qué le vas a decir?
—No sé, ya veré.
—¿Tu hermano no salía con las trillizas de plástico?
—No sé si sale hoy. Te va a gustar.
—No creo. Yo no saldría ni con un trillizo de oro… ¿Cómo me va a reconocer?
—Le cuento de vos.
—Mejor tomá una foto.
Dolores sacó una máquina polaroid de su bolso, la puso sobre las Cajas Felices vacías, se peinó, se alisó el uniforme, no sonrió, apuntó y apretó el automático. La exposición salió por debajo de la máquina. Se quedaron mirando cómo la imagen aparecía. Etérea, perfumada. No es que el perfume saliera de la foto, sino que Víctor lo olió del cuerpo de ella cuando se inclinó para ver. Dolores anotó el número de teléfono en el borde blanco, agitó la foto para que la tinta se secara y se la dio.
—A las nueve en el Maxi —dijo.
—¿De qué es la película?
—De terror.
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