Lo primero que hizo Saravia al entrar en su departamento
fue sacarse la ropa mojada. Todo estaba en su sitio: las pilas de casets, su
cama, su teléfono, el palo apoyado entre dos caballetes que oficiaba de
perchero y del que colgaban varias camisas, la mesa, el grabador, los libros
apilados en el suelo y sus álbumes de
estampillas. Había sido un buen filatelista, antes de separarse de Silvia.
Después ingresó en la angustia constante, y las estampillas requerían mucha
concentración. Enrolló la corbata. La dejó apoyada sobre la mesa. Un laberinto
circular de tela; así debía ser el interior de su oído: "un laberinto
lábil", pensó Saravia. La parte más gruesa de la corbata, que era la que
estaba más mojada, se derrumbó como la pared de un castillo de arena.
Venía oyendo el zumbido desde el día de la separación;
siempre en la oreja izquierda. Saravia creía que era un castigo por haber
aceptado que la ruptura, después de varios años de noviazgo, se redujera a una
conversación telefónica. Silvia lo había llamado para decirle "no vuelva
más", con una voz rara, y él intuyó que pasaba otra cosa. Ella dijo
"chau", y Saravia, en aquel momento, no se había dado cuenta de que
era para siempre. Ella querría estar sola, o probar con otros hombres, tal vez
con mujeres, por qué no con animales. Saravia no había recibido ninguna
explicación, así que todo podía ser. Ella ni siquiera lo había decidido de una
semana para la otra, o de un día para el otro, sino de un rato para el otro. A
eso de las nueve tenían que ir a cenar al restorán de siempre; a las nueve
menos cuarto hizo aquel llamado fatídico. "Hola, Saravia,
despiertesé". "¿Qué le pasa a mi princesa?". "Que no quiero
estar más con usted, que quiero que me deje sola". "¿Por qué?",
preguntó él.
- Porque sí -dijo ella.
Al cortar, el zumbido brotó de la nada como una pequeña
molestia pasajera, y fue creciendo a medida que el mismo Saravia se iba
transformando en pura oreja, en pura molestia de oreja. Se le clavaba como una
aguja hasta el puente de la nariz. Después la aguja comenzaba a girar sin
parar, deshaciéndole la masa encefálica. La molestia ya llevaba más de seis
meses; la angustia de estar solo llevaba el mismo tiempo. A lo que ahora se
agregaba la novedad de haber oído las voces de las mujeres, de haberlas
distinguido a distancia, en el subte.
¿Qué había hecho Saravia en todo ese tiempo? Esperar
tumbado sobre su cama. Todo su ser inmóvil en una cama permanentemente
deshecha, alentando la esperanza de que ella llamara. El oído abierto contra el
auricular como único resabio de movimiento, más un fluir tristísimo de labios,
más el índice derecho apretando la tecla de redial y cortando a la nada.
Saravia conservó pálidamente su apariencia de humano durante esos meses
interminables, en los que se fue convirtiendo, paulatinamente, en oreja. Una
oreja de 75 kilos y 1 metro
con 76 centímetros de altura. El tímpano izquierdo, el que estaba más cerca del
teléfono, era su centinela. Todos sus nervios, sus ganas, sus miedos, su
ansiedad, sus humores, su sudor agrio; toda su espera estaba conectada con
aquel único órgano despierto y atento. Estaba conectada su boca para abrirse,
su lengua para empezar a hablar; estaba preparado su brazo para levantar el
auricular; sus ojos prestos a cerrarse y su alma a dejarse disolver en el
timbre esperado de Silvia, en sus palabras que nunca llegaban. La necesidad de
Saravia se concentraba en esos apenas cincuenta centímetros de distancia que lo
separaban del artefacto negro. Tenía que estar así, de guardia completa, dada
la importancia del asunto. Desnudo, tirado, con la estufa prendida, tomando
gaseosa tibia y comiendo los sánguches de pan francés que le traía Celeste, la
encargada. Saravia había pensado que dejaría pasar un timbrazo, dos; después
"hola, hola" antes de levantar, para aclarar la garganta, y tal vez,
quizás, erguirse en la cama para que su voz no tuviese temblores de colchón.
Ese era el plan que había urdido, estirado entre sus sábanas repletas de migas
e hilos de fiambre barato. Aunque no era todo el plan.
Saravia también
usaba el teléfono para escuchar la voz de ella en el contestador y concentrarse
en los cambios de mensaje y de la música de fondo. El conocía esas melodías:
Miles Davis por Marsalis, ése había sido el primer cambio, para después volver
a un clásico, con Debussy. Ella odiaba a Debussy, porque le parecía aburrido,
pero a los dos meses y seis días y medio de la separación había puesto un
pedacito de "El Mar" en su contestador. ¿Qué quería decir esto? ¿Alguien
la estaría convenciendo de que aquel concierto era bueno, o por lo contrario
ella estaría pasándola tan bien que hasta "El Mar" había dejado de
ser la más pura esencia del aburrimiento?
Se acercó al grabador y lo encendió. Adentro de la
casetera estaba su caset de música acrobática, con Rachmaninov recreando a Paganini. En mitad del concierto
había un pasaje que lo emocionaba porque le hacía acordar a Silvia. Cuando lo
escuchaba no podía evitar que su ánimo se desmoronara como la corbata mojada.
En el botiquín del baño buscó la perita de goma y el
frasco con agua oxigenada y se dedicó, en los minutos previos a la emoción, a
irrigarse las orejas. Había leído en alguna revista científica que no convenía
que el cerumen se acumulara en cantidad excesiva, porque podía obturar
totalmente el conducto, dificultando la audición. No se acordaba bien dónde lo
había leído, pero sin duda fue en una revista, o tal vez fuera en una
enciclopedia, porque podía recordar una ilustración en la que un niño correctamente
peinado se metía la punta de una pera de hacer enemas en el pabellón izquierdo,
mientras que con la otra mano sostenía un vaso de agua a medio llenar. Debajo
de la ilustración podía leerse: "La irrigación es norma de higiene".
Saravia siempre había pensado que la separación había
ocurrido por culpa de otro hombre, aunque ella jurara y perjurara que no se
trataba de eso, sino de ganas de estar sola de nuevo. El sabía que podía
perdonar un engaño, pero no una mentira sostenida. Las parejas no se separaban
por las infidelidades, sino por las mentiras. A esta conclusión había llegado
una tarde en que se sentía tan deprimido
que no había tenido fuerzas ni para ir al baño a orinar, por lo que la cama
estaba mojada y olía a meo. Lo que se oculta durante días y meses es lo que
destruye a todas las familias, y para Saravia -si bien habían sido solamente
novios- la de ellos era una familia en potencia, que Silvia había destruido sin
más. Ahora sólo le importaba saber la verdad, pero ella se negaba a contestarle.
Aunque una vez, era cierto, Silvia lo había buscado. Fue
a los tres meses y un día de haberse separado. Saravia no contestó, le temblaba
el pulso y casi no tenía fuerzas para levantarse. Ella dejó un mensaje diciendo
que pasaría a las diez de la noche. Así, sin consultarle. A él le pareció una
falta de respeto, pero se levantó de la cama y cambió las sábanas. Estaba
flaco. Fue hasta la cocina a prepararse un plato de fideos y se lo comió sin
salsa, ni nada. El estómago le dolía, al igual que todos los huesos. Eran las
once de la mañana. Se sentía mal pero estaba contento. Le pidió una escoba a
Celeste, cuando ella vino a traerle el sánguche de mortadela y la Coca de medio litro. Se tomó
la botella de un tirón. Estaba tibia; no entendía por qué Celeste no le
compraba Coca fría. Prendió el calefón y se dio un largo baño. Barrió el
cuarto. Sacó dos bolsas de residuos al pasillo. Preparó la ropa mucho antes de
que fuera la hora. El mismo estaba listo una hora antes, con su corbata roja a
lunares planchada y los zapatos recién lustrados. Estaba radiante y lejos del
teléfono, hasta que lo oyó sonar. En el espejo del botiquín practicaba
peinados: raya al medio, raya al costado, hacia atrás. Cuarto timbrazo, clic,
mensajes después de la señal, clic - chiiiiiií- clic. Tuvo que abrir la puerta
y sacar la cabeza del baño para oír. "No me parece una buena idea, lo
lamento", dijo la voz de ella, antes de cortar. Antes de que la mano de
Saravia saliera corriendo como un perro para levantar una señal de corte prolongada
y monótona, inexpresiva, sin Silvia, sin la voz de Silvia. Después vino el
desvestirse, colgar el traje y mirarlo como a un paracaídas desde el que se
hubiera escurrido hasta el colchón, con la camisa, los calzones y las medias
puestas.
Y otra vez la oreja Saravia; Saravia vuelto oreja por los
próximos meses. Moviendo apenas una pierna para recuperar la sábana;
pestañeando; la boca un círculo con el dibujo permanente de un bostezo; las
manos apretadas en los brazos extendidos. Todo él debajo de su cubrecama
verde. Un mes, dos meses, tres, más dos
semanas y media. Hasta el día en que se dijo "basta Saravia", y
despegó el pelo del colchón con olor a café quemado para darse cuenta de que la
cabeza le dolía como si hubiera bebido un whisky continuo. Quiso ser terminante:
basta de los sánguches de Celeste, basta de asearse a fuerza de trapitos
mojados, basta de olor a orines y migas clavándose en la espalda. Otra vez
logró bañarse, vestirse. Salió de su
departamento. Llegó al bar de siempre, al de antes, pidió una botella de vino y
un plato de ravioles con tuco. El mozo lo reconoció a la primera ojeada.
"Tanto tiempo, don, ¿y su señora?".
- Murió -dijo Saravia.
El mozo le puso la mano sobre el hombro y él sintió el
apretón de sus dedos regordetes. Se arrepintió de haber dicho semejante
disparate. Pensó que ella podía entrar en cualquier momento al restorán,
cualquier día, inclusive esa misma noche. ¿Y si había muerto de verdad? El
nunca hubiera dicho semejante cosa sin suponer algo, sin tener, al menos, un presentimiento.
La cara del mozo era de verdadero desasosiego. A Saravia le dieron ganas de
salir de allí de inmediato, de volver a la guardia de su departamento y de su
cama y, sobre todo, al teléfono. A ver si justo ella había llamado y dejado un
mensaje. O peor aún, si no se había animado a dejar un mensaje y había cortado.
Silvia era tan tímida, tan pescadita, pobre. Y él sin estar del otro lado para
atenderla, para preguntarle si era feliz y escucharla dudar, llorar, quejarse
de todo por extrañarlo tanto, o al menos por extrañarlo un poco. Y él, Saravia,
confesarle que también, algo, la extrañaba. Donde hubo fuego. El mozo apoyó la
botella sobre el mantel después de servirle una copa hasta el borde y volvió a
tocarle el hombro con pena, sin atreverse a darle sus condolencias. Saravia se
quedó nuevamente sin saber qué hacer, tuvo un ligero temblor de piel, casi un
escalofrío, y supuso por primera vez que no iba a poder regresar nunca a ese
restorán de siempre, de antes, por la mentira que había dicho. Apuró los
ravioles y se le formó una pasta en la garganta que costaba bajar aún con vaso
tras vaso de vino, porque tenía un nudo así de doloroso, Saravia. Se metió un
poco de miga de pan en la boca. Lo más triste de todo eran los ojos del mozo
que lo evitaban, al punto que para conseguir la cuenta tuvo que pararse e ir a
buscarla. Se secó la boca con urgencia; dejó el doble de la propina que hubiera
dejado antes, siempre, y salió corriendo del restorán.
En el ascensor se encontró con la mujer del octavo C, que
vivía tres pisos arriba del suyo, y subía con su hijita de nueve años vestida
para ir al colegio. Saravia pensó que no eran horas de asistir a clase, pero no
dijo nada, ni siquiera las saludó cuando se bajó en el quinto. Estaba apurado
por ver la luz titilante de su contestador, por tocar la tecla de los mensajes
y oír gimotear a Silvia. Abrió la puerta y se zambulló en su cama aún tibia. En
el contestador no titilaba luz alguna. Se sentó. Pensó en llamarla para
preguntarle si estaba contenta con lo que había conseguido, para exigirle una
explicación, para preguntarle dónde había ido el amor que se tenían. Miró la
hora: eran más de las once de la noche. La imaginó escuchando sus preguntas
acostada al lado de un hombre desnudo y con una feroz erección. ¿Y si ella
estaba sola, como él, mirando todo el bendito día el aparato, sedienta por
oírlo sonar? Lo peor hubiera sido que
ella intuyera que era él, que estaba desesperado, y entonces decidiera no
atenderlo por no saber qué decir, o cómo calmarlo, o simplemente cómo no
alterarlo más.
Repentinamente decidió que todo por lo que había pasado
era historia antigua, y que el teléfono le importaría poco, de ahí en más.
"Muy poco", recalcó. Le tenía bronca al teléfono y, si lo oía sonar,
no iba a levantar el auricular por nada del mundo. Sí, señor. Que ella supiera
que no estaba, que no la esperaba. Inclusive, pensó, podría llamarla para
dejarle un mensaje perentorio. Que tenía cinco días, ni uno más, para volver a
comunicarse, o que se olvidara para siempre. Sin presiones de ningún tipo era
muy difícil cortar la relación, y el problema era que él se había quedado sin
Silvia y sin la verdad de lo que había pasado. Por eso ella seguía jugando con
blancas y él era el deprimido. Levantó el tubo con decisión. Marcó redial y en
seguida respondió aquel contestador. Ella había cambiado otra vez la música.
Ahora había un rocanrol. Silvia odiaba el rocanrol, como él. Lo odiaban en
pareja. Ella ni siquiera lo consideraba música, y ahora había seleccionado un
rocanrol como música de fondo en su contestador. Contó la cantidad de mensajes
con los dedos: doce. Sonó el pip final y Saravia se encontró en la disyuntiva
de tener que decir algo y no saber qué,
lo que le provocó un suspiro que lo hizo cortar, inmediatamente
asustado. ¿El suspiro habría quedado grabado en la cinta? ¿Ella sería capaz de
reconocerlo, a seis meses y medio de la separación? Un calor rotundo envolvió
la cara de Saravia.
¿Qué número de tres cifras podía haber usado Silvia para
bloquear el contestador de su fax? Saravia examinó varios códigos posibles. El
triple 6 podía ser, también el 123 o el 789, fáciles de acordar, o el 555 de
Polyana. No, no era el estilo de ella. Silvia cumplía años el 5 de enero. Marcó
su número otra vez y, durante la
duración del mensaje, probó el 105. Cortó. Llamó de nuevo y probó con el 501.
La máquina dio un vuelco y rebobinó los mensajes, dispuesta a leérselos uno a
uno. A Saravia se le erizó la piel. Anotó 501 en un papel. Puso el despertador
a las dos de la mañana. Antes de que sonara, ya estaba intentándolo de nuevo.
Oyó trece pips que eran trece mensajes (los doce anteriores más el suspiro).
Ella no había llegado aún. Tal vez no volviera en toda la noche. Podía
hacer las cosas tranquilamente. Cortó y
marcó, otra vez, el número de Silvia, más el código de las tres cifras. Buscó
en la mesa de luz su grabador de mano y lo pegó contra el auricular superior,
de tal modo que podía oír y grabar al mismo tiempo. Escuchó las voces
sucediéndose sin demora.
Los tres primeros mensajes eran de sus amigas; el cuarto
del consorcio; el quinto de su madre y el sexto de un hombre. El mensaje decía:
"Soy yo. El hombre que transita tu equinoccio en una tarde perfecta de
otoño para hacer el amor. Te extraño".
Lo sorprendió la voz. Se quedó helado; no pudo oír más,
aunque los mensajes continuaron pasando. ¿Quién era ese desconocido que ni
siquiera firmaba lo que decía, que irrumpía en el contestador de la princesa
con una presentación egocéntrica, que se las daba de poeta y la tuteaba como si
la conociera desde la escuela primaria? Reaccionó cuando escuchó su propio
suspiro, difícil de distinguir y un poco sonso. Sacó el caset de su
minigrabador y le puso una etiqueta: SILVIA. Discó de nuevo para comprobar que
la cantidad de pips era la misma de antes. "Nada se pierde", pensaba,
al segundo día de espía, al tercero, mientras grababa las palabras de ese
hombre en su minigrabador. Los mensajes eran:
"Soy yo. Tengo apetito y fiebre. No puedo curarme si
no estás."
"Amor. Qué placer que nos gusten las mismas cosas.
Andar desnudos es lo único que importa."
Saravia volvió a escuchar todos los mensajes juntos. Por
el tono empalagoso de la voz y el ingenio pasado de moda de lo que decía,
dedujo que no era el tipo de Silvia. A esa relación no le daba más de cuatro meses.
Aunque ya no le importaba: se había levantado de la cama e iba a poner música.
El laberinto lábil de la corbata roja a lunares blancos seguía ahí, derramado
sobre la mesa. "La verdad y su efecto demoledor y restaurador",
pensó, y pensó también que deseaba una pizza de anchoas y escuchar aquellos
casets que le había grabado ella. Pensó en violines y se acordó de Shlomo Mintz
interpretando los Capricci, pero se le ocurrió que era demasiado nervioso y
áspero para la ocasión; no así, por ejemplo, las sonatas y partitas de Bach
ejecutadas por Arthur Groumiaux, muchísimo más dulces, aunque algo tristes.
Silvia decía que el violín siempre era triste, y Saravia le llevó un caset de
Midori sumamente alegre, y eligió dos temas. Uno de Paganini, el número tres cantabile y otro, el número trece, de
Sarasate. Para que observara, con el primero, que un violín podía ser
divertido, y con el segundo, que una canción triste podía ser una elegía y no
una depresión como las partitas. Silvia había utilizado la expresión "triste
como una mala siesta de domingo". El caset que ella tenía entre las manos
se llamaba "Encore!" y la cara de la violinista japonesa tenía la
expresión de no poder tocar más bises.
- ¡Slavonic Dance de Dvorák!- había leído Silvia,
contenta. Pronunció voryak.
Ella apretó fwind hasta que lo encontró, recordó Saravia.
Se sentó debajo de su abrazo, cariñosa. A todo volumen, comenzó a sonar el Opus
46 nro 2 en mi menor, el himno más tierno y nostálgico de todos los tiempos,
según Saravia, y después según Silvia también. El se imaginaba a la japonesa
llorando mientras lo tocaba, porque lo que se oía eran lágrimas vivas
deslizándose por las cuerdas, lamentos de amor, y comenzaron a llorar juntos, mansamente,
cuando el sonido creció como una esperanza. Como la esperanza que después
tomaría la forma de un teléfono, hasta atender y descubrir que aún no era ella,
que nunca lo sería. Que ya no lo
llamaría, por más que la
Danza Slavónica de Dvorák comenzara de nuevo. Número
equivocado. Saravia hubiera pronunciado vórak.
Entonces el zumbido cesó en su oreja izquierda, por
segunda vez después de lo del subte. Por un instante pudo percibir la música en
estado puro, cosa que no le pasaba desde hacía varios días. Puso stop para
sentir el silencio, pero comenzó a escuchar un rascarse de piernas y una voz
femenina esquiva y susurrante. "Contame cómo fue". dijo esa voz.
Provenía de la ventana abierta. Saravia se acercó.
- Estábamos sentadas en el sillón del comedor, mirando la
tele -dijo otra voz, también femenina pero más delicada-, y el amigo de mi mamá
vino a llevarse a la perra. "¿Estás sola?", me dijo. "Sí",
contesté. Entonces entró la perra a la
cocina. La pobre ladró un rato largo,
quería seguir viendo televisión.
- ¿Y?
- Vino de vuelta y se sentó a mi lado. Me metió una mano
por adentro de la pollera y yo no lo miraba. Después me paré, apagué la tele y
puse el disco de Abba, ese que tiene "Reina danzante". Volví bailando
hasta donde él estaba. Yo tenía los ojos cerrados. El estiró una mano y me la
apoyó acá. Yo le bailé frotándome contra sus dedos enormes. Entonces abrí los
ojos y vi que se había abierto el cierre, y se sostenía con la otra mano su
cosa enorme y peluda.
- ¿Y?
- Me arrodilló en el piso y se bajó los pantalones hasta
los zapatos. Dijo: "si me la mordés, te mato".
- ¿Te entró toda en la boca?
- No. Pero yo quería que me la metiera, para ver cómo
era. Chupar no es la primera que chupo, pero nunca me habían cogido, y mamá iba
a tardar en llegar.
- Es increíble que todavía no hayas cogido.
- Ahora sí. La perra no paraba de ladrar, tanto que él me
pidió que me sacara la bombacha mientras iba a la cocina a apagar la luz. El
vestido me lo dejé. El bajó un poco la música. Yo lo esperé parada al lado del
sillón, nerviosa, imaginate. El se sentó, ya sin nada de ropa abajo, y
descalzo. La cosa era gigantesca, no sabés, dura. Me agarró así por la cintura,
me abrió las piernas y me sentó encima.
- ¿Sin saliva, ni nada?
- A mí me dolía y entonces me escupí la mano y me puse yo
misma. El estaba como apurado; le dije "Pará, que me vas a romper", y
se chupó bien un dedo y me lo metió para abrir el camino.
- ¿No le dijiste que eras virgen?
- Sos loca. Si le digo que soy virgen no me lo saco más
de encima. Una cosa es que te la hagan una vez, otra es aguantarlo todas las
tardes, antes de que llegue mamá. Pero debe
haber sospechado algo, porque grité y le pedí "más despacio".
- ¿Te gustó?
- Mnnnn. Me gusta más que me den besitos, me parece más
lindo. Tener esa cosa adentro me daba un poco de impresión, aparte del dolor y
de que me salió sangre. Poca; un hilo. El señor se sacudía, y me fregaba las
manos por el pecho, la espalda y la cola. Ponía cara de loco.
- ¿Cerró los ojos?
- Sí y no, a veces miraba la puerta o el reloj, por si
llegaba mamá. En un momento la sacó muy asustado y me manchó la pollera. Estaba
todo transpirado. "Ya está", pensé.
- ¿Y ahora, te duele?
- Me arde, y me siguieron saliendo como babas de sangre.
Me unté con Hipoglós. ¿Pongo Abba?
- Dale.
Saravia asomó la cabeza hacia arriba. El único
departamento que había encendido era el octavo C. Oyó el disco deslizándose
fuera del sobre, la púa apoyando en el surco, el ruido a papafrita y los
primeros acordes. Vio las siluetas de dos mujeres delgadas y altas, bailando,
recortadas contra las cortinas.
Se volvió a poner la corbata y salió al pasillo. Subió
los tres pisos por las escaleras. Cuando estuvo frente a la puerta del octavo
C, le pareció que el volumen estaba más bajo. Tocó dos veces. Adentro se
preguntaron: "¿alguien está llamando, vos oíste algo?". Abrió la
puerta la hija de la vecina, que ahora estaba sin el guardapolvos. Tendría diez
años. Estaba disfrazada con un deshabillé de su madre, tacos y la boca delineada de rouge. Había otra nena
más pequeña que ella. Habían puesto un velador en el piso, y la sombra alargada
e irreal que hacía la amiga sobre las cortinas de la ventana era una de las que
él había visto desde su departamento.
- ¿Qué quiere? -preguntaron, casi a coro.
El se quedó mirándolas un instante. Luego dijo:
- ¿Está tu mamá?
- Salió -dijo la que había abierto la puerta.
Entonces Saravia se calló la boca definitivamente, e hizo
un gesto sencillo a la amiga para que bajara la música.
- ¿Le molesta Abba?
Hizo que sí con la cabeza. La amiga bajó el volumen y él
le guiñó un ojo. La pequeña sonrió. Tendría siete u ocho años, pensó Saravia,
al tiempo que experimentaba una leve erección adentro de sus pantalones, la
primera desde que se separaba de Silvia. Bajó las escaleras excitado; entró a
su departamento con el recuerdo de esa sonrisa en su cabeza, se acercó a la
ventana para cerrarla y escuchó el final del diálogo:
- ¿Te cogerías a tu vecino del quinto?
Habían parado el tocadiscos y las voces se oían muy
nítidas, otra vez. La vecina se tomó un instante para pensarlo. Saravia
esperaba la respuesta con las manos apoyadas sobre el marco, inmóvil.
- ¿A ese viejo de mierda? -dijo la otra.
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