- Buenos días. Soy Saravia -le dijo a la chica. Estaba serio, se había afeitado a la navaja y puesto shower cream con olor a brisa marina.
- Buen día -contestó ella. Saravia advirtió que esa chica era la dueña de la voz que lo había atendido antes. El cuerpo y la cara correspondían bastante a lo que él había imaginado. Era morocha, menuda, de hombros caídos y cuello largo. La nariz parecía haberle crecido un centímetro durante la noche. Con ella sostenía unos anteojos cristalinos de montura plateada; la sonrisa le colgaba de las comisuras de los labios como sujetada por hilos. Estaba vestida con un trajecito morado, una camisa de seda y un pañuelo. El le sonrió.
El escritorio estaba colmado de papeles, carpetas y muñecos de distintos tamaños. Había todo tipo de juguetes. Un oso de peluche, un perro de los 101 dálmatas con una rana en la cabeza, una pequeña pared amarilla de plástico, un Bart Simpson de goma y un Power Ranger blanco con un botón en medio de la espalda. Saravia lo tomó entre las manos y se rió. Apretó el botón. El Power Ranger dio un golpe de karate.
- Es Tomi -dijo ella.
- ¿Quién?
- El Power blanco. Usted sabe, esa serie del Cartoon Network...
- No veo televisión.
- Yo tampoco, pero lo sé. No podría vivir sin mis juguetes. Me acompañan todo el día. Se mueven solos...
- ¿Cómo?
- A la noche, cuando me voy, como en Toy Story. Ponga a Tomi delante de la parecita...
El teléfono sonó y ella hizo un gesto para que le permitiera atender. Dijo: "Sí, sí, comprendo. Lo pasamos definitivamente para el martes... Claro, sí. Hasta luego". Después volvió a mirar a Saravia y agregó:
- Pruebe. Pongaló. Yo lo dejo ahí adelante toda la noche, con la ventana abierta.
El no entendía bien qué le quería decir. Ella le sacó el muñeco y lo puso delante de la pared. Apretó el botón, que hizo clac - clac y la pared se partió en dos sobre el escritorio. Saravia se rió con una carcajada franca y sibilante.
- Algunas noches entra viento y derriba la pared, pero eso entre nosotros, porque cuando yo llego a las nueve, si la pared está derribada, siempre felicito a Tomi...
Le pasó el juguete a Saravia. El ubicó el muñeco delante de la pared y ella se apresuró a levantar los ladrillos amarillos. Saravia buscó con la vista si ella usaba anillo de casada. Las terminaciones de sus dedos femeninos y largos no tenían uñas. La mirada de Saravia se posó sobre el defecto como un cuervo sobre el cráneo de un muerto, y ella tuvo que esconder las manos por debajo de la tabla del escritorio. Estaba colorada. Clac - clack, hizo él, y supo que ese era el sonido que no había podido descifrar en la conversación telefónica para pedir el turno. Notó que ella ya no lo miraba. El no había querido importunarla, sólo saber si era soltera. El teléfono sonó dos veces. Ella tomó un lápiz del cajón abierto y apretó handfree, ocultando sus dedos adentro del puño cerrado. La voz del médico se escuchó saliendo del aparato.
"¿Ya llegó el paciente Saravá?", dijo la voz.
- Saravia - corrigió Saravia.
- Saravia -dijo ella-. Está aquí, sí. ¿Le lleno la ficha?
La voz del doctor exhaló un soplido como de fastidio.
- Hagaló pasar, nomás -dijo-. Yo se la lleno.
Saravia dejó el juguete acostado sobre unos papeles. La puerta del consultorio se abrió y salió de adentro un señor de anteojos, gordito y completamente calvo, de guardapolvos, con un estetoscopio que le colgaba en mitad del pecho. El estetoscopio, los anteojos y las puntas de sus zapatos brillaban como manzanas demasiado lustradas. Lo acompañaba un señor encorvado, de saco y corbata, con maletín y cara de marketing.
- Bueno, Martínez -dijo el doctor-, espero que se mejore.
- Sí -dijo Martínez, parco. Al pasar saludó a Saravia con una leve inclinación de cabeza y dijo un "hasta luego" sencillo para la señorita.
- Pase -dijo ella. El doctor le puso una mano sobre el hombro y le apretó la diestra con la otra. Se sentaron. El doctor tenía cara de hámster. Hacía trompita, mientras esperaba que su paciente hablara.
Era un consultorio pequeño, en el que todo entraba ajustadamente. Parecía una mala oficina. Sobre la pared que enfrentaba a Saravia había una ventana y una puerta de vidrios opacos, que revelaban un tercer cuarto, oscuro y enigmático. El único detalle que hacía notar que se trataba de un médico eran los diplomas enmarcados. Sobre el escritorio que los separaba había un anotador con espiral, una lapicera estilográfica y una bola de bowling. La base sobre la que la bola estaba apoyada tenía escrito: "Primer Premio Federación Argentina de Bowling / Mayo de 1978".
- Soy todo oídos -dijo el doctor. Saravia pensó que ése sería el mejor chiste de un otorrinolaringólogo. Sonrió un poquito para no quedar mal-. Qué lo trae por acá.
- Tengo una molestia... -empezó Saravia.
- Diga. -Utilizaba el mismo tono telefónico que su secretaria. Cruzó los dedos de sus manos sobre el anotador y echó su cuerpo un poco para atrás. La pelada brillaba con la misma luminosidad que la bola de bowling, a pesar de que la pelada era blanca y la bola, negra.
- Es un zumbido... -se decidió Saravia, al fin.
- Ajá -pronunció el doctor.
- Sobre la oreja izquierda...
Saravia hizo un silencio y el doctor dijo:
- Entiendo.
- Pero eso no es todo. De repente, no sé, algo ocurre para que el zumbido se detenga y entonces paso a oír cosas... bueno; cosas... le sonará absurdo...
Saravia movió las manos en el aire como intentando abarajar las palabras correctas. Se sentía incómodo en ese lugar tan pequeño. El hámster frunció dos veces los labios.
- Diga, hombre -lo apuró.
- Bueno...
- Para eso vino. Soy un especialista...
- Sí, disculpe. Es que estos días la pasé tan mal, todo este tiempo estuve tan deprimido...
- ¿Sabe algo? -interrumpió el doctor-. Me parece que lo tengo visto de alguna parte...
- ¿A mí? No sé...
- ¿A usted no le da la misma impresión?
Saravia meditó un instante.
- No... -dijo, dudando.
- Ya me voy a acordar... -completó el doctor, e hizo un movimiento con su cabeza como descartando lo dicho-. Disculpe que lo interrumpí. El zumbido se detiene y pasa a oír otras cosas...
- Sí.
- ¿Qué cosas?
- Conversaciones. Ruidos. Música que suena lejos de donde estoy, y que sería imposible de escuchar estando sano.
El teléfono sonó y Saravia se dio cuenta de que no había aparato. Sobre la ventana crujió un parlante del tamaño de un cenicero grande. La voz de la secretaria se escuchó demasiado amplificada. "Es Martínez", dijo, "que se... palos de golf". "El... Mar... ez". El doctor se paró sobre la silla para golpear el parlante. Después revisó su micrófono de corbata enganchado en una de las patas de su estetoscopio, para asegurarse de que seguía en su sitio, y dijo:
- ¿Cristina, me oís? Hablame, por favor...
- Sí -gritó ella.
- Hable, que estoy probando este parlante... -Por lo bajo, a Saravia: - La tecnología...
- Es Martínez -repitió ella, más fuerte aún. El doctor se llevó las manos a las orejas-. ¡Viene por los palos de golf!
- ¡No somos sordos! -gritó él, le guiñó un ojo a Saravia y agregó:- Dígale que pase.
El doctor se bajó de la silla, abrió la puerta de vidrio opaco y encendió una luz al otro lado. El cuarto era igual de grande que el consultorio. Tenía las paredes tapizadas en corcho, varios micrófonos y aparatos colgando. En el centro de la sala había un banco metálico. Del respaldo recto del banco salían varias correas de cuero con hebillas. El doctor entró en el recinto y recogió una pesada bolsa con palos, mientras el paciente anterior golpeaba la puerta.
- Pase, Martínez...
El encorvado pasó. Tendría la espalda así de tanto concentrarse en aquella pelotita, pensó Saravia.
- Disculpen -dijo-. Suerte que estaban acá...
El doctor arrastró la bolsa; cuando Martínez iba a tomarla por las riendas lo detuvo un instante, para decirle:
- Con una condición.
- ¿Cuál?
- Que le enseñe al señor Saravá...
- Saravia...
- Al señor Saravia, perdón, el truco del cigarrillo...
- ¡Cómo no! -dijo él, contento. Parecía haber abandonado la parquedad. "Va a ver, va a ver", repitió el doctor, también feliz. La bolsa con los palos de golf quedó apoyada contra la pared. El hombre sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de la chaqueta, encendió uno y aspiró el humo profundamente. La primer bocanada la soltó por la nariz. Volvió a aspirar. Cerró los ojos en la concentración. Un hilo de humo, como el producido por una chimenea delgada, le brotó de la oreja derecha. Saravia aplaudió y largó una carcajada. "Sabía que le iba a gustar", pensó el doctor en voz alta, le agradeció a Martínez con un apretón de hombro y pronunció la palabra "maravilloso" varias veces.
- ¿Cómo lo hace? -preguntó Saravia.
El hombre dio otra pitada. El doctor habló:
- Tiene una perforación de un milímetro de diámetro en el tímpano derecho. Usted sabrá que los tímpanos, por el tema del equilibrio de presiones, están conectados con el aparato respiratorio. Es para que exista la misma presión atmosférica de ambos lados de la membrana -tosió con sabiduría-. El conducto que une la boca con el oído se llama Trompa de Eustaquio; por allí va el humo que con tanta gracia exhala el paciente Martínez.
El hombre levantó la pesada bolsa, que el doctor apenas había podido arrastrar, con una gran economía de esfuerzos, y se la puso sobre un hombro. "Martínez", dijo, extendiendo la mano. "Saravia". El paciente fue hasta la puerta y salió del consultorio.
- Tiene oído de artillero -explicó el doctor a Saravia, cuando se quedaron solos y se volvieron a sentar-. Lo atiendo desde hace un año. No mejoró mucho, pero aprendió varios trucos con los que deslumbra a su familia... Es un chiste, claro.
- ¿Qué significa tener oído de artillero?
- Los que tiran, vio. Al disparar, los tiradores, que se las tienen que ver con ruidos fuertes, abren la boca. Para que el aire vibre también en el oído interno y equilibre el temblor de la membrana. A los que no les avisan, se les perfora, y se dice que tienen oído de artillero. Yo tiraba, hace mucho... Antes del bowling. Tengo varias pistolas. ¿A usted le gustan las armas?
- No.
- Qué lástima -dijo, como si lo hubiera decepcionado la respuesta tan rápida de Saravia- ¿En qué estábamos?
- Le iba diciendo...
- ¡Ah, sí! Que oye cosas a distancia...
- Exacto.
- ¿Qué tan lejos?
- Más de diez metros... Depende. A veces más, a veces menos...
El doctor lo escuchaba frotándose el mentón con una mano. Inclinaba la cabeza a cada vacilación de Saravia.
- ¿Y qué más? -preguntó.
- Es todo.
- Bueno. Vamos a hacer lo siguiente: le voy a tomar unos datos y después le voy a hacer unos análisis, si está de acuerdo.
- Como usted diga, doctor.
- Sí... ¡Señorita...! -dirigiéndose hacia el micrófono corbatero.
- ¡DIGA! -gritó ella, muy amplificada desde el parlante. La luz del cuarto de corcho pestañeó.
- ¡Hable más bajo, por el amor de Dios! -pidió el doctor.
- Estoy hablando en un susurro... -dijo ella, en una disculpa vociferada a los alaridos.
- Maldito aparato.
De pésimo humor, se volvió a subir a la silla. En puntas de pie alcanzó un cable y tiró. El parlante dejó de sonar, al tiempo que se apagaba una de las luces de adentro del cuarto. Quedaban otras dos luces encendidas, muy débiles, que lo dejaban casi en penumbras. "Maldita técnica", suspiró, mientras se volvía a sentar. Ella golpeó la puerta.
- Doctor... -dijo, abriendo una rendija.
- No me moleste mientras atiendo -dijo él.
- ¿Y si llaman?
- No estoy para nadie.
- ¿Y si son de la Federación?
- Me toca tres golpes.
Era evidente que el mal funcionamiento del aparato lo sacaba de quicio. Tomó el anotador y destapó su lapicera.
- ¿Edad?
- Cuarenta y cinco años -dijo Saravia.
- ¿Deporte?
- ¿Cómo?
- Si hace algún deporte... Si tiene un deporte preferido.
- No...
- ¿Obra social?
- Ninguna.
El doctor dejó la lapicera y se sacó los anteojos. Parecía querer verlo de otra manera.
- Ya sé de dónde lo conozco... -dijo.
- ¿De dónde? -preguntó Saravia.
- Después le explico... ¿Estado civil?
- Soltero... Bueno, en verdad, recién separado...
El doctor hizo un silencio antes de continuar.
- ¿Desde cuándo es que tiene la dolencia?
- ¿El zumbido o lo de las voces?
- Las dos cosas.
- Bueno, porque son distintas... El zumbido desde que me separé, hace casi siete meses.
- Ufff -hizo el doctor, como si fuera mucho tiempo.- ¿Y las voces?
- Desde hace cinco días.
- ¿Y ahora lo está padeciendo? En este momento, digo.
Saravia dudó otra vez.
- Ahora, casi no... -dijo, avergonzado.
El doctor movió la cabeza en una negación lastimosa. "No hay que dejarse estar, Saravia...", dijo.
- Mire, así como usted se viste, con elegancia, así tiene que cuidar el cuerpo -agregó-. Por eso hay que hacer deporte y, ante la menor dolencia, consultar a un profesional. Míreme a mí. Sesenta y siete años, para sesenta y ocho. Federado de bowling. Hecho un pibe.
- Trato de vestirme bien para estar bien... -se defendió Saravia.
- Pero claro, hombre, si se nota a la legua. El hombre se ve en los detalles, Saravia. Yo lo vi entrar a usted y supe hasta qué le pasaba. Con los dolores no hay que dejarse estar... ¿entiende lo que le digo?
- Entiendo.
Sonaron tres débiles golpes en la puerta y el doctor dejó el anotador.
- Disculpemé un momento -dijo-. ¿Quiere un café?
- Bueno...
El doctor salió del consultorio y le pidió un café a la secretaria. Levantó el tubo; cerró la puerta. Saravia se puso de pie para mirar los diplomas colgados. No eran de ninguna universidad, ni de congresos. Eran certificados y premios de la Federación Argentina de Tiro al Pichón y de diversos clubes de Bowling. Por ejemplo: había un segundo puesto en el Torneo Intercontinental de Palo Chico auspiciado por el Club "Las Cañitas" de Merlo, disputado en diciembre de 1977. La secretaria abrió la puerta.
- Se nos acabó el café -dijo. Subió los hombros. Se había puesto guantes.
- No importa -dijo él.
Había otro diploma del Club Argentino de Castelar, que indicaba un Primer Premio, y uno del Círculo de Cazadores de Haedo, Provincia de Buenos Aires. El doctor volvió a entrar en el consultorio.
- Disculpe -dijo-, pero con esto de los torneos invernales no me dejan en paz. Pase a la Sala de Audiometría que lo voy a someter a unas pruebas.
La Sala de Audiometría era el cuarto de los vidrios opacos. Saravia se sentó sobre el banco metálico. "Pongasé cómodo", dijo el doctor, y Saravia colgó el saco de una percha.
De los vértices de las placas de corcho colocadas sobre las paredes salían tomacorrientes, barrales terminados en micrófonos, sensores con focos en la punta, parlantes, enchufes, perillas. Había tres percheros. Del primero colgaban cables grises y negros, del segundo varios auriculares de metal y plástico. Saravia ocupó el tercero con su percha. Piso y techo también estaban revestidos en corcho. A través de la ventana se veía el consultorio. El cerramiento tenía doble vidrio con cámara de aire, y los marcos estaban sellados con burletes de goma. Entre los vidrios había pelusas y granos de telgopor formando una franja inferior de diez centímetros de altura.
- Ahora sí. El primer análisis es el del diapasón. Es un análisis directo para descubrir cuál es el oído enfermo.
- Es el izquierdo... -dijo Saravia, tímidamente.
El doctor extrajo un objeto del bolsillo de su guardapolvos. Parecía una linterna de juguete. Explicó que era un diapasón electrónico, a falta de uno legítimo, de esos que se usan para la afinación. Este emitía un sonido similar a un la sintetizado. Saravia le preguntó por qué no utilizaba un diapasón común, si era mejor.
- Porque alguien, alguno de mis pacientes, se lo llevó.
- ¿Cuándo?
- Un día me lo robaron. Pasó lo mismo con el anterior, y el anterior. La gente se los lleva como a las cucharitas de los aviones.
Saravia se ruborizó.
- Yo tengo uno -dijo-. Lo compré, una vez.
- ¿Ha visto? La gente los considera objetos de la suerte.
Saravia siguió ruborizado.
- Lo tengo encima -dijo.
- ¿Al diapasón?
- Sí.
Explicó que había salido de su departamento apurado, y al darse cuenta de que le faltaba aquel amuleto, volvió enseguida. Lo tenía en el bolsillo.
- ¿A verlo?
Saravia lo sacó. El doctor dijo "mejor, porque facilita la prueba". Lo hizo sonar. Se lo llevó a su oído, sonrió, volvió a golpearlo y apoyó la base en el centro de la frente de Saravia.
- ¿Escucha? -le preguntó.
- Sí -contestó él.
- ¿Y de qué oído escucha más?
Lo hizo vibrar otra vez.
- Creo que del derecho -dijo Saravia.
El doctor repitió la operación poniéndoselo cada vez más arriba de la frente, montado siempre sobre el eje de simetría de la cabeza. Repitió la prueba nueve veces, hasta acabar en la nuca de Saravia, que a algunas preguntas había respondido "derecho"; a otras, "izquierdo". Una dijo: "¿derecho?". El doctor escribió las respuestas en el anotador.
- Y bien: ¿amuleto contra qué, se puede saber? -lo interrogó, devolviéndole el diapasón.
- Oí que usted también es cirujano... -dijo Saravia, avergonzado.
- ¿Y?
- Para evitar una intervención...
Saravia se metió el diapasón en el bolsillo.
- Esta Cristina... -reflexionó el doctor.- Es tan bocona, la pobre.
- No tiene la culpa -la defendió Saravia-. Esa chica es un primor. Fui yo el que le preguntó y le saqué de mentira a verdad...
- Se le va la lengua -continuó el doctor, decidido-. En lugar de dar turnos, opina... ¿De verdad le parece un primor?
Saravia levantó los hombros.
- Sí... bueno... no sé...
- ¿La conoce de antes?
- No... en fin. Es la primera vez que la veo...
El doctor se mordió el labio inferior.
- Es tan... infantil -dijo.
- Así parece... -completó Saravia.
- ... En fin. -Dijo el doctor, dando por finalizado el tema.
A Saravia le habían quedado ganas de seguir hablando. El doctor explicó que la prueba que le había hecho era para saber de qué oído se trataba, porque la ciencia entendía que se oía menos de los oídos sanos que de los dolorosos, perforados, otíticos o mastoidíticos. Pero como él escuchaba indistintamente mal de uno o del otro, la prueba había fallado, y pasarían de inmediato al segundo análisis. Este era más científico y se llamaba Audiometría.
- Para eso tengo que sujetarlo con las correas. No tenga miedo. Usted se queda acá sentado, yo cierro la puerta herméticamente y lo aíslo. Quédese tranquilo, soy médico. Desde el otro lado, con un joystick, le voy mandando ruidos. Usted, con la boca abierta, va escuchando todo y comienza a quejarse cuando la intensidad llegue a niveles máximos de molestia.
Le puso en la corbata roja a lunares el clip con el micrófono que llevaba abrochado en la solapa de su guardapolvos.
- Aguante lo más que pueda.
Enchufó dos machos de cable negro a dos terminales hembras que salían del corcho. Cernió una gran hebilla contra el pecho de Saravia, una correa más a cada lado de las muñecas y codos, otras a la altura de las rodillas y las dos finales en los tobillos.
- La del cuello no se la pongo, para que se sienta mejor -dijo-. Trate de soltarse y pensar en otras cosas... "soltarse" es un decir, claro. Un chiste. Sonría, hombre... Si quiere piense en el "primor", que está solterita...
Saravia abrió la boca para decir algo, pero se contuvo. Estaba muy nervioso. Era como si lo fueran a electrocutar.
- Lástima la enfermedad esa que tiene en la piel... -continuó el doctor.- Si no fuera por ese detalle, coincidiría en que es un primor de chica.
- ¿Qué enfermedad? -preguntó Saravia, modulando la voz.
- Un virus que se instala debajo de las uñas y las hace caer, y en ocasiones, muy de vez en cuando, se complica... Lamentablemente es el caso de Cristina. Es una enfermedad dermatológica.
- ¿Grave?
- Todavía no, y esperemos que no siga avanzando. Yo mismo la estoy tratando con unas cremas en base a vitaminas A, D, Betametazona, Clotrimazol y Nitrato de Miconazol.
El doctor instaló un casco con orejeras auriculares en la cabeza de Saravia. Le ató la correa de seguridad por debajo del mentón. "Confianza, amigo", dijo.
- ¿Cuántos años tiene? -preguntó Saravia.
- ¿Cristina?
- Sí.
El doctor descolgó, de un gancho ubicado detrás del respaldo del asiento, un pulsador manual con una palanca y varias perillas.
- Veinticinco... ¿por?
- Por nada -se apuró a contestar Saravia.
Antes de cerrar la puerta de doble vidrio, el doctor agregó: "un pecado, tan joven..." Saravia levantó el arco de las cejas. La puerta hizo tract. Saravia sintió que comenzaba a quedarse sin aire. Aquel lugar era peor aún que el consultorio. Pensó que estaba exagerando, como siempre. Que esas gotas que le caían por la frente no eran más que su propio miedo, porque aire no podía faltarle. El doctor habría hecho la experiencia miles de veces, a otros que ahora seguramente estarían curados.
Vio como Lépez, del otro lado, enchufaba su aparato. Miraba algo así como un amperímetro en un tablero que sacó del cajón, y apoyó sobre el escritorio. Lo vio hacer la indicación de que gritara; lo vio señalar la corbata roja a lunares blancos, con lo que supuso Saravia que se refería al micrófono, y después señalar también el parlante sobre la ventana. La voz del doctor no se oía. Saravia afirmó con la cabeza. El doctor se sentó de espaldas a la ventana. Saravia ya no podía ver su cara de hámster. Lo observó hacer unos movimientos con la palanca. Comenzó a sentir el pitido agudo a ambos lados de la cara.
El doctor aumentaba el volumen gradualmente; anotaba cosas en el block. Señaló con la lapicera sobre el amperímetro, para que Saravia viera algo, se dio vuelta un poco e hizo una señal de OK con la mano izquierda. También le pareció a Saravia que le guiñaba un ojo, antes de volver a darle la espalda para concentrarse en las anotaciones. El sonido creció. A Saravia le comenzó a molestar. Entrecerró los ojos. Tenía que aguantar lo más que pudiera. El doctor esperaba el sonido del parlante con los ojos fijos en otra cosa, o tal vez cerrados, como los perros de Pavlov esperaban la campanada para comenzar a pensar en comer. Mientras no escribía, miraba el amperímetro, o ahora la puerta que daba a la recepción. Entonces Saravia gritó con toda su alma, y no vio que el médico hiciera nada. Bajó la cabeza apuntando como pudo al pequeño micrófono de su corbata. Atado como estaba, no podía huir, ni quitarse aquel casco. Volvió a gritar, apretando los ojos. Cuando los abrió, el doctor se había parado y levantaba una mano hacia el picaporte de la puerta de la recepción. Las puntas agudas del pitido se iban acercando una a otra, decididas a juntarse en el centro geométrico del cráneo vibrante de Saravia. "El parlante está desenchufado, doctor, acuerdesé". Ahhhhhhhhhhhh. Nadie lo iba a oír gritar adentro de aquella caja sorda. El doctor le daba la espalda a todo su cuerpo taladrado, tiritando, entrando en resonancia y cayendo al piso. Cristina lo vio cuando abrió la puerta porque había otro llamado, un torneo en el Chaco Forever Bowling Club Social, Deportivo y Cultural. El vio a Cristina agarrarse la cara, correr con la boca abierta en alarido y arrojarse adentro del consultorio, para arrancar el cable de la pared. Desde el piso, después de rebotar de costado, sintió las manos de mujer que lo salvaban, que le quitaban el casco, las correas. El doctor lo auscultaba con el estetoscopio. Movía los labios y Saravia veía salir el ruido del pito desde adentro de su garganta hamsteriana.
Lo sentaron. Ella le acercó un vaso de agua. Al primer "sesentacien", al segundo "sesenteben", al tercer "sesientebien", empezó a quedarse tranquilo. El pitido disminuyó hasta que destapó el ruido del zumbido anterior, que después del suplicio parecía el trinar de un canario disfónico. "Vine al médico y me voy peor", pensó Saravia. Tomó agua. Ella seguía con los guantes en las manos. Le hizo una sonrisa y le pegó una palmadita en la espalda cuando Saravia tosió. "Más agua", pidió el doctor, y añadió, rabioso: "tecnología puta". Saravia detuvo el vaso con una mano. "Ya me estoy recuperando", dijo.
- Así me gustan los varones -afirmó el doctor.
Saravia tragaba saliva. La secretaria salió del consultorio mirándolo a los ojos. El volvió a toser.
- ¿Puedo quedarme acá sentado unos minutos? -preguntó.
- Faltaba más -dijo el doctor, mientras entraba a la Sala de Audiometría para traerle el saco. Lo colocó sobre los hombros de Saravia-. Estos tiempos que corren... -dijo, y miró unos papeles-. De todas maneras, pude medir sin dificultades hasta el umbral siete, por lo que no habría que repetir la experiencia. Me gustaría reunir la opinión de otros colegas, antes de darle mi diagnóstico. Por lo pronto, no es para preocuparse. Descanse. Le voy a dar unas muestras de tranquilizantes, se toma una cada seis horas, o cuando sienta la molestia.
Apoyó las hojas que leía sobre el escritorio. Saravia vio que eran planillas con números y unos cuadraditos rellenos o semirrellenos en forma de triángulo, que acompañaban las anotaciones de las casillas. Los índices de audición de Saravia se iban sumando hasta llegar a un resultado final. Uno de los totales era 106, otro 102, otro 117 y otro 101. Leyó los números al revés antes de que el doctor levantara los papeles de la mesa y los volviera a un cajón.
- ¿Tengo que regresar? -preguntó Saravia.
- En unos días. Pídale un turno... -el doctor guiñó un ojo e hizo un gesto hacia la recepción. Se levantó para darle la mano. Saravia se paró. El doctor abrió la puerta.
- Bueno, Saravia, espero que se mejore. Tómeme los calmantes...
- Sí -dijo él-. Y... eso de que me conocía... prometió contármelo.
El doctor volvió a entornar la puerta.
- Claro que sí, amigo... Usted es el "compinche" de Celeste... -guiñó otra vez su ojo cómplice.
Saravia quedó petrificado. ¿Qué significaba la palabra "compinche"? ¿Qué era ser "compinche" de Celeste?
- Es mi encargada -dijo, desalentado.
- Entiendo... -dijo el médico y le enseñó una foto que sacó de una carpeta. La foto era de Saravia cuando tenía treinta y cinco años, al lado de una estatua sin cabeza. Era una foto que daba por perdida, o por guardada en algún lugar de su casa. El doctor dio vuelta la foto. En el reverso había un mensaje escrito con la letra regordeta de Celeste, que decía:
"Es mi compinche. Vive en mi edificio. Por favor, Lépez, atiéndalo sin cobrarle. Un beso. Celeste".
Saravia quiso decirle que iba a pagar de todas formas, que él no era "compinche" de nadie; ni siquiera sabía qué era lo que involucraba aquella palabra horrenda. Pero se quedó recibiendo las felicitaciones del doctor y las palmadas en los hombros. Salió del consultorio confundido. La puerta se cerró a su espalda. La chica -Cristina- había quitado los muñecos del escritorio. Se apuró a preguntarle si se encontraba bien y él, tímidamente, iba a contestarle que mejor, que ya se estaba recuperando, que tenía que regresar a su departamento, que no entendía lo que había hecho Celeste, que cuánto debía por la consulta, que tal vez nunca volvería a ese lugar de locos y que necesitaba que le dieran un turno. Abrió la boca para decir todo eso, o algo de eso. Pero dijo:
- La invito a almorzar.
Vio la cara de ella entrando en dudas; la vio acariciarse o rascarse un antebrazo, volver a poner el osito sobre el escritorio y cruzar las piernas. Tenía medias negras de nylon y zapatos de taco. Saravia estuvo por decirle "me equivoqué, disculpe", antes de verla cruzarse, pero después abrió los ojos como esperando una respuesta automática a su pregunta automática.
- ¿A almorzar? -dijo ella.
- Sí -dijo él-. Traiga su osito, si quiere. ¿Le gusta la música?
- Mucho. Puedo llevar mis discos -dijo, contenta. Había vuelto a sonreírle, y eso a Saravia le pareció la justificación de todos los fines. Era como si sus dientes emitieran luz, en un brillo mayor que el de la pelada del doctor, mayor aún que el de la bocha sobre su escritorio.
-Y bebida -agregó ella, suponiendo que los discos eran poca cosa.
- Bebida tengo -dijo él.
"Señorita", llamó el doctor desde su oficina, sin usar el micrófono. Ella esperó.
- ¿Cómo le queda mañana a la una?
- ¿Adónde? -dijo ella.
- En mi departamento, si no es una ofensa para usted.
- Claro que no -dijo ella-. Anóteme la dirección en este papel y qué colectivo me lleva desde aquí.
"Cristina, por favor", repitió la voz del doctor, ahora desde el aparato. Lo había vuelto a enchufar. Ella se alisó la pollera y el pelo. Antes de entrar al consultorio, agregó:
- A la una salgo de acá, hasta las cuatro no tengo que volver. Calcule el almuerzo dentro de esos límites horarios, Saravia.
- Bueno -dijo Saravia.
Etiquetas: EL AMOR ENFERMO
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