EL AMOR ENFERMO / CAPÍTULO SIETE
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11.29.2012EL AMOR ENFERMO / CAPÍTULO SIETE
- Ella no está -dijo el doctor Lépez, poniendo su mejor cara de hámster. Cuando se sonreía, el
labio de arriba se estiraba tanto, que Saravia podía verle los caninos y hasta
el frente de las primeras muelas. -Dio parte de enferma.
Saravia tocó el caset de Heleno adentro del bolsillo
derecho de su saco. Pensaba encontrarla, devolvérselo, concretar una nueva
salida. Venía con un argumento muy estudiado, y con varias alternativas para las
respuestas más inverosímiles de ella. Le había comprado en el supermercado un
pequeño Mickey de cera, que era velita y juguete al mismo tiempo, algo barato
pero muy bonito, y le había dicho a la cajera plop que se lo envolviera en
papel de regalo. No le había dado ninguna oportunidad para que ella insinuara
nada. Ni la había mirado.
Ella había inflado el globo más enorme de todos los que
Saravia le había visto hacer, y tuvo que ayudarse con la mano para despegárselo
de la cara. "Ja, ja", se rió, mientras Saravia la miraba seriamente y
se guardaba el Mickey metalizado para huir de allí. Le daban impresión las
mujeres grandes que masticaban chicles. Todos los chicles que ella habría
consumido en lo que iba del año estarían pegados debajo de la caja registradora.
Saravia se imaginaba aquella masa dura con olor a frambuesa, y el
estómago le hacía arcadas. "Si sigue comiendo chicles con la boca abierta,
jamás conseguirá novio, señora. No hay nada más repugnante que eso en una mujer
que, digamos, pasa la cuarentena". No le dijo nada, porque odiaba los
consejos. ¿Quién era él para dar uno? Además, darle un consejo sería obligarse
después a escucharla opinar en su descargo, una decadente oportunidad más de
oler su aliento a Bazooka Joe. Por lo que había tomado el regalo y había salido
sin volver la cabeza. Y ahora el doctor le venía con esto, con su enfermedad,
con el "parte de enferma".
- ¿Qué tiene? -preguntó Saravia.
- Pase, pase -invitó el doctor-. Lo de siempre. Sientesé.
Saravia y el doctor se sentaron.
- Lo de siempre no será, porque con eso venía a
trabajar...
- Sí -dijo el doctor, ladeando la cabeza-. Es una
desgracia y lamento decirlo tan a boca de jarro pero, de un tiempo a esta
parte, viene de mal en peor. Esta mañana me dejó un mensaje explicándome que la
urticaria le había tomado los codos.
- ¿Qué urticaria? ¿No era un virus?
- Es una enfermedad dermatológica originada en un virus,
que se desarrolla debajo de las uñas. A ella le comenzó en las manos; luego
siguió por las uñas de los pies.
- ¿Y?
- Las de las manos ya se le cayeron. Y perdió mucha piel.
La afección en, por ejemplo, el
antebrazo derecho, no sólo es cutánea, sino subcutánea, interesando tejidos
infradérmicos. Volviendo a la mano derecha, entre el anular y el índice tiene
tomado hasta el tejido intersticial, y en un punto de dos milímetros de
diámetro que está ubicado en la articulación metatarsiana, el virus le comió
hasta el hueso.
- ¡No!
- Sí, Saravá -dijo, mirando una planilla.
- Saravia -dijo Saravia.
- Saravia -corrigió el doctor -. Una chica tan bonita...
¡Qué pecado! Se trata de un virus desintegratorio, absolutamente destructivo.
He probado distintas pomadas con variantes hasta de AZT; inyecciones de
colágeno, etcétera. Lo consulté con mis colegas... Es una enfermedad
nueva... Hago lo imposible, pero no
sé...
- ¿Y por qué no va a un dermatólogo? -se le ocurrió
preguntar a Saravia, ingenuo.
Vio cómo el doctor se ponía serio. Por cómo lo miraba, le
dieron ganas de disculparse.
- ¿Qué dice? Yo soy dermatólogo.
- Ah, no sabía...
- Gané premios internacionales con mi "ungüento
Lépez" para las aftas de lengua, encías y boca. Hasta mi descubrimiento,
lo que existía era un antiséptico bucofaríngeo en spray que no curaba las
aftas, sino que adormecía la zona y desinfectaba, aminorando el dolor. El
"ungüento Lépez" las cura en tres días, máximo. Yo lo inventé y
Estern Böering lo comercializa.
- Bueno, disculpe...
- Hay que pensar antes de hablar, Saravia. Para cerrar el
tema: esta chica está mal, muy mal. Parece, por lo que me dijo por teléfono,
que el virus de los pies comenzó a ascender hacia las rodillas. No quiero ni
pensar en lo que puede hacerle a su vagina en el caso de llegar a ella. Se la
desflecaría, le arrancaría los labios menores, le ahondaría unas profundas llagas
internas en ese sitio tan... doloroso. No quiero ni pensarlo.
Saravia lo observaba espantado. El tampoco era partidario
de seguir pensándolo. El teléfono sonó. Era el mismo que estaba en la sala de
espera. El doctor lo había pasado al consultorio. Hacía un sonido estridente:
el gesto de Saravia se arrugó más. El doctor tiró del cable y lo desconectó.
- Quedarse sin secretaria es un problema... -expresó,
bajando el aparato hasta el suelo.- Basta de pacientes, por hoy. No se puede
atender a una persona, atender el teléfono y dar turnos al mismo tiempo. Es una
locura. ¿Quiere algo de tomar?
- Un cafecito...
- No, no hay café, porque Cristina se debe haber llevado
la cafetera. Es de ella, ¿vio?, la trae para convidar. Tampoco encontré la
bolsita de café. Presiento que se debe haber acabado. Yo lo convidaba con un
trago, amigo, hay cosas para festejar entre usted y yo...
Saravia se preguntó "qué cosas", e
inmediatamente se acordó de los análisis.
- ¿Tiene los resultados?
El doctor se acomodó en su asiento. Con su pregunta
ansiosa le había quitado el impulso alegre que lo estaba por poner de pie para
buscar los vasos y las botellas. Volvía a ingresar, de esta manera, en un tema
que era motivo de preocupación.
- Los tengo desde ayer a la tarde. Los hice revisar por
otros otólogos y el resultado no es del todo favorable...
Saravia irguió la espalda, inquieto. ¿Qué era lo que iban
a festejar, entonces?
- No se desanime. No es nada grave, convengamos eso. Pero
se trata de una afección rara, que mis colegas tuvieron que bautizar, porque no
había suficiente información al respecto, como aquello que la medicina denomina
shocks anímicos, o parálisis sicológicas...
- ¿Y qué son?
- Es algo... ahora le explico. Espéreme un minuto, que
traigo las copas.
Se levantó y entró a la sala de Audiometría. Encendió la
luz. A través de la ventana, Saravia lo vio remover en la pared uno de los
paneles de corcho, que ocultaba la puerta de un bar. Sacó una bandeja, varios
botellones de líquidos de colores, una botella de alcohol fino, un tarro de
azúcar, una coctelera, cucharas y una batidora manual de un solo mezclador.
Puso las cosas sobre la bandeja y volvió al escritorio haciendo equilibrio. Al
llegar a la mesa corrió los papeles que había estado ojeando Saravia, y que
llevaban su nombre. Una planilla decía "Impedanciometría Dinámica
Contralateral e Ipsilateral", la otra "Estática con detalles de
- Usted se imaginará lo peor cuando ve estas cifras, ¿no?
Siempre pasa.
- Con lo que me acaba de anunciar...
- Vamos, hombre. ¿No le digo que no es grave? No es para
descuidarse, no le voy a mentir.
- Claro.
- Usted no está sano, Saravia, pero, bueno.... Comparado
con la pobre Cristina... -Apoyó los papeles en el suelo, al lado del teléfono.
Continuó hablando mientras abría la coctelera y medía el primer chorro de
líquido anaranjado. Destapó los tres botellones. - Ya habíamos hablado de ella
la vez pasada, ¿no? ¿O me parece a mí?
Saravia sintió que el doctor trataba de averiguar algo.
¿Qué podía haberle contado ella? Cristina, cuando llegó a su departamento, le
había dicho que Lépez había estado demorándola, celoso por algo... ¿Celoso era el término que ella había
utilizado? El hámster hizo tres arrugas de nariz antes de oler el botellón de
líquido verde, que a Saravia le pareció menta. Esas arrugas eran una
afirmación. "Estuve celoso, sí,
y qué". Cristina era una chica discreta. Tal vez el doctor la hubiera
interrogado después, al notar que llevaba puesto un vestido distinto al de la
mañana. Para entonces sacarle, de mentira a verdad, el hecho de que había
almorzado con Saravia en su departamento. De cualquier manera, no había pasado
nada de qué avergonzarse. No tenía nada que ocultarle al doctor.
- Sí -dijo él-, la vez en la que casi me deja sordo con
sus aparatos.
- Exagerado...
El doctor hablaba sin mirarlo. Echó dos cucharadas
grandes de azúcar adentro de la coctelera, revolvió rápidamente con la batidora
y virtió un gran chorro del líquido amarillo. A simple vista era cerveza, sin
espuma ni gas. El doctor tapó la coctelera.
- El alcohol va después de agitarlo -dijo, sonriendo.
"No tomo alcohol a horas tan tempranas", estuvo
por decirle Saravia, pero pensó que sería inoportuno. El doctor estaba haciendo
todo tan cuidadosamente que su observación podía ser vista como un desprecio.
- Este trago es de mi cosecha, y lo bauticé
"Paracetamol Lépez", ja, ja.
Saravia sonrió sin entender el chiste, solamente para no
quedar mal.
- Es una variación del "Venus", un trago de
Pichín. ¿Sabe de quién le hablo?
- No.
- Del barman más grande de todos los tiempos: el barman
de Perón. El "Venus" viene con licor Kermann verde, pero a mí los
licores no me gustan. Lleva también gin, que es para maricones.
El doctor batió con la cuchara. Abrió el frasco de
alcohol y le echó un chorro generoso.
- Vi que usaba guantes -dijo Saravia.
- ¿Quién? -preguntó el doctor, sacudiendo la coctelera.
- Su secretaria... ¿Cómo era que se llamaba?
- Cristina. Sí, ahora me acuerdo de la situación,
Saravia. Ella le estaba mostrando algo, el lunes, ¿no? ¿O usted vino el martes?
- El lunes a las once.
- Claro. Ya me acuerdo de usted... El compinche de
Celeste.
Saravia
se mordió el labio inferior y el doctor continuó antes de que él pudiera decir
algo.
- Cristina se quedó mal porque usted le miraba las manos.
Está susceptible porque se le cayeron las uñas, aunque igual se las pinta...
Usa un esmalte especial para la piel, para simular que las conserva. Ella es
tan... femenina.
- Claro.
El doctor dejó de sacudir y abrió la coctelera. Olió. Un
perfume a sahumerio mezclado con limonada inundó el consultorio.
- Ah, la química... -suspiró el doctor, agregándole a la
mezcla otro chorro de alcohol- Ahora el toque Lépez. ¿Mucho o poco?
- ¿De qué?
- Son unas gotitas milagrosas... No pregunte, Saravia.
-Destapó un gotero. Lo llevó hasta la boca de la coctelera y expulsó un chorro
azul.
- Poco, por favor -dijo Saravia.
- Ya está.
Revolvió el líquido con la cuchara. Cuando lo sirvió, el
color era verde amarronado. Muy feo de ver, a juicio de Saravia.
- ¿No notó que ella me llamó al consultorio para
preguntarme "¿le lleno la ficha?"?
Saravia estaba mirando cómo él llenaba los vasos. De un
pastillero, el doctor había sacado dos cortezas de limón resecas, y las había
depositado adentro.
- ¿No notó eso? ¡Qué poco observador, Saravia!
- No sé... No lo recuerdo.
- ¿Cómo alguien que trabaja de secretaria le va a
preguntar al profesional si hace su trabajo o se lo pasa a él, y cómo el
profesional va a aceptar que no lo haga? ¡Me extraña, Saravia!
- ¿Ella le preguntó si llenaba mi ficha?
- Eso. Por lo pronto, es lo único que hace, además de
atender el teléfono para los turnos. Además de faltar -se corrigió. Le pasó un
vaso a Saravia, que no tenía ganas de tomar. -Es un código, ¿me entiende?
Cuando ella pregunta "¿le lleno la ficha?", es porque dedujo que el
paciente se dio cuenta de lo de sus manos, y si le da vergüenza, adiós. Queda
paralizada. Sobre todo cuando el paciente es hombre. Pasa a menudo en
urticarias graves y eccemas, o con herpes virales o soriasis. Esas afecciones
deforman el aspecto, Saravia. Nadie quiere exhibir sus deformidades.
- ¿Y qué significa el código?
- Cuando ella me pregunta "¿le lleno la
ficha?", me está mandando a que yo lo haga. Es algo establecido entre
nosotros, por eso digo que es un código. En realidad es una gauchada que le
estoy haciendo para sacarlo a usted de encima.
- Para distraerme...
- Eso. Usted entra al consultorio y se olvida del asunto.
Ya casi no me sirve como secretaria, eso es cierto. Pero, en fin, uno, además
de médico, es un ser humano...
- Comprendo.
- Si se le puede dar una mano... Perdonando la expresión.
Saravia se quedó mirándolo con la copa en la mano, sin
entender.
- ¿Qué expresión?
- Una mano... Porque ella tiene las manos mal... ¿me
entiende? -dijo. Guiñó un ojo.
Saravia le devolvió el guiño, pero sólo por ser atento.
El chiste le parecía de muy mal gusto. Ese doctor tenía pésimo humor al reírse
de los defectos de Cristina. Se sintió culpable por hacerse cómplice de una
gracia tan desagradable.
- Chin-chin -dijo el doctor.
Saravia chocó la copa.
- ¿Por qué brindamos? -le preguntó, desapasionadamente.
- Cierto -dijo el doctor-. No le conté. En el Torneo
Metropolitano que jugamos el miércoles a la noche, obtuvimos el segundo puesto.
A mi edad, hice una proeza. Promedio: 131. En una línea metí 158 palos. Y palo
chico, estamos hablando.
- ¿Es importante?
- Es un record. La mejor performance de mi vida. No paré
de marcar en toda la noche. Diga que mis compañeros zapallearon bastante, que
si no... Le pasamos afeitando al primer puesto.
- ¿Quiénes ganaron?
- Del Casi. Unos pendejos con un tarro... Por seis palos,
fue. ¿Sabe lo que es una ventaja de seis palos en doce líneas?
- No.
- Nada, viejo. ¿Nunca vio una planilla?
- ¿De bowling?
- Sí.
- No.
El doctor dejó la copa sobre el escritorio y abrió el
segundo cajón. Buscó un instante y sacó la carpeta que tenía la vez anterior
entre las manos. Eligió una de las planillas.
- ¿Ve? Se va anotando casilla a casilla. Arriba, los
cuadrados llenos son estrai, que es voltear todos los palos con la primera
bola; los triángulos son medio estrai, que es voltear todos los palos con las
dos primeras bolas. Se juegan tres bolas por turno. En la casilla grande se va
anotando la suma, que tiene su complicación en los cobros. ¿Sabe lo que es
cobrar?
Saravia levantó los hombros, por si era lo que él
pensaba. Estaba atontado. Comprendió que esas planillas, que había mirado
durante su consulta anterior no correspondían, como ingenuamente había
supuesto, a
- ¿Ve? Acá hice 158. Promedio: 15,8 palos por casilla. Considerando que hay
solamente diez palos para tirar abajo, es una buena marca.
El doctor guardó definitivamente las planillas, puso la
bandeja en el suelo y volvió a subir los resultados de los análisis. Acomodó un
papel sobre otro. El que había quedado arriba decía "Paciente:
Saravia", "Profesional: Lépez". Había una firma.
"Observaciones". Decenas de garabatos delineando algo que Saravia no
pudo entender.
- Vamos, hombre. A brindar por más palos que nunca.
Chocaron los vasos. El doctor se lo bebió de un tirón. Se
inclinó en su silla para alcanzar la coctelera y volvió a servirse. Las letras
de las observaciones eran distintas, había por lo menos tres, incluyendo la de
Lépez, y cada uno había firmado al término de su observación. Saravia probó el licor.
Era dulce y ácido. Tenía gusto a menta, a limón, a maderas.
- ¿Rico?
- Sí, rico.
- Tiene sándalo.
- ¿Qué?
- Sándalo. Se usa en perfumería. Esas cortezas y el
líquido naranja. Mezcla de sándalo y un jarabe de mandarina, con unas gotas de
expectorante. Es una bomba.
Se llevó el vaso a los labios. Bebió otro poco.
- Yo acostumbro a tomar el primero de un tirón.
"Fondo blanco". El segundo es para saborear...
- Lástima que no haya hielo... -dijo Saravia.
El doctor frunció el entrecejo.
- ¿Usted no era partidario de las bebidas al natural?
- Esta está tibia... ¿Quién le dijo eso?
El doctor iba a nombrar a una persona, le pareció a
Saravia, pero se contuvo.
- No sé, supuse. Tiene cara de querer eso.
- No.
- Bueno, Pichín, el barman de Perón, aconseja beber su
"Venus" con granizado...
El doctor apoyó la copa sobre el escritorio. Abrió los
documentos sobre la mesa con lentitud, como un filatelista disponiendo de sus
sellos. Eligió el que decía "Decay Estapediano y Reflejo
Estapediano", y lo comparó con
- Cuentemé -dijo-. ¿Cómo está oyendo ahora?
Saravia levantó los hombros.
- Bien -dijo-. Al zumbido... ¿Se acuerda del zumbido?
- Sí, sí, hombre. Cómo me voy a olvidar...
- Al zumbido del oído izquierdo se le acopló otro del
oído derecho, de más baja impedancia, pero...
- ¿Qué es impedancia, Saravia? -interrumpió el doctor.
Saravia dudó.
- Bueno... de bajo alcance, quería decir...
- Entonces diga "de bajo alcance", por favor.
Yo soy el médico. Yo utilizo esos términos, Saravia. Limítese a describir las
cosas con sus palabras.
- Disculpe -dijo Saravia.
- No es para disculparse, es para que entienda. ¿Entiende
lo que le digo?
- Sí. Los zumbidos se me mezclaron un poco. El de la
derecha, el nuevo...
- Digamé -lo interrumpió otra vez-: ¿usted considera que
pasó algo que produjo ese nuevo zumbido más bajo?
Saravia se acordó del beso de Cristina y se sonrojó.
- Nada -dijo.
- Siga, por favor.
- Solo eso. La molestia es menor, pero igual no me deja
dormir, porque ahora encima es... en estéreo. ¿Me comprende?
- Sí.
- Y del otro problema... No hubo repetición en estos
días, ¿sabe? ¿Se acuerda del otro problema?
- Refrésquemelo, Saravia.
- Eso de oír a distancia conversaciones de otros,
imposibles y repentinas... Aquello de...
El doctor lo detuvo con la mano.
- Aquí está -dijo. Juntó la hoja de observaciones con una
que contenía cuatro gráficos muy mamarrachados-. Quería que me lo refrescara
para ver si lo contaba igual. ¿Usted dice que disminuyó la frecuencia de
audiciones extrañas?
Saravia tomó otro sorbo y abandonó la copa sobre la mesa.
- Eso creo.
- ¿Del todo, me dijo?
- Al menos, desde el lunes, que me acuerde...
- ¿No volvió a oír a la distancia?
- No.
- ¿Seguro?
- Sí.
El doctor encimó las hojas.
- Entonces, probablemente se haya ido -dijo. Se acomodó
en la silla.- Usted sabe que nos reunimos en junta médica, para lo suyo. Dos
son otólogos, hay un ginecólogo y un cardiólogo, también. En realidad son
reuniones para comer asados. Reuniones masculinas. Todos los martes a la noche.
Tosió y bebió la copa de un tirón. Cruzó las piernas,
volcando el cuerpo hacia atrás en su sillón.
- Anoche hicimos una. Hablé con ellos y les llevé el
resultado de las audiometrías. Uno de los otólogos se llama Bonfigli, tiene
amplia experiencia en la materia. Miró los exámenes, escuchó lo que le conté
del caso, bajó la cabeza y dijo: "ya se le va a pasar". "Tiene
que ser sicológico", dijo, "asociado a la necesidad de escuchar
ciertas cosas". Recalcó esas palabras: "ciertas cosas". A mí lo
sicológico nunca me convence. Al ginecólogo, doctor Medela, gran amigo,
tampoco. Empezamos a hablar y a tomar vino y llegamos a una definición
interesante, partiendo de una base de complejidad fisiosicológica para poder
entender de qué puede tratarse. Llegamos a la conclusión de que es una
hiperacusia; hiper = más, acusia = oír: se oye más de lo normal. La
bautizamos "hiperacusia selectiva",
porque elige seleccionar una conversación, una música, un ruido. Es lo que
usted tiene, Saravia. O tenía, mejor dicho.
- ¿Ya estaré curado?
- Puede que recaiga, pero como bien dijo Bonfigli, esas
cosas vienen y se van solas. Me extraña que haya durado tan poco. ¿Quiere otro
trago?
- No, gracias.
El llenó su vaso por la mitad. Tapó la coctelera.
- Después fui a los libros y lo comparé con otros casos.
Así obtuve mis propias conclusiones. El asado que nos comimos con los doctores
salió riquísimo.
Bebió un largo trago. Estaba cansado de explicar. Saravia
no podía disimular su ansiedad. El doctor continuó:
-
En la hiperacusia selectiva parece haber una relación entre los sonidos de baja
intensidad y la distancia más o menos lejana que separa el foco de sonido del
oído enfermo. Los motivos pueden ser fisiosicológicos o síquicos, no nos
aventuremos en ese terreno por ahora. Supongamos esto: usted oirá la chispa del
encendido de un fósforo tal vez a los cinco o seis metros, pero un sonido de
intensidad menor, supongamos el caminar de una hormiga sobre el mosaico, a los
diez o doce metros.
- ¿La distancia nunca es la misma?
- No. Es una conjunción de datos en la que también
participan el timbre (lo agudo o grave que sea un sonido) y la impedancia de
onda. Y tampoco hay seguridad de que así sea.
Saravia lo observó desahuciado.
- Por el aspecto sicológico, digo. Puede haber un momento en el que todo cambie,
y los sonidos aumenten a medida que usted se acerque al foco, como si fuera
normal. ¿Entiende lo que le digo?
- Más o menos.
- También puede llegar a ocurrir que usted seleccione un
sonido, lo separe de la realidad y oiga
sólo eso como una constante, sin que medie la variable distancia. Pero no se
preocupe. Según Bonfigli y los otros -y yo-, para cambiar a cualquiera de estos
dos estados debería mediar algún trastorno en su sique, en su cosa afectiva.
Vio cómo es la sicología, ¿no? Nada que ver con la limpieza de la cirugía. Está
podrido, chac, se corta.
- ¿Y cómo la va a estudiar?
- ¿A su hiperacusia?
- Sí.
El doctor se llevó la mano al mentón, para aumentar su
seriedad. Con la otra mano acarició la bola de bowling sobre el escritorio.
- Para estudiarlo, yo tomaría la realidad última de la
enfermedad, dejando de lado las conjeturas. Usted selecciona una conversación
lejana, por ejemplo, y la oye, escindida del entorno ruido. Digo: más o menos tomaría esa realidad, que es la que
tenemos, y haría una experiencia. Comprenda que no hay precedentes sentados
sobre la enfermedad. Intentaría analizar un sonido ínfimo e ir verificando la
distancia con una cinta métrica. Por acá tengo una... -revisó en los cajones-
Acá. "Veinticinco metros" -leyó.
- ¿Con qué objeto? -preguntó Saravia.
- Con el objeto de establecer el límite en metros
vinculado con el más suave y apagado de todos los sonidos. Para determinar el
umbral. ¿Entiende lo que le digo?
- Más o menos.
- ¿Qué es lo que no entiende?
- Qué tiene que ver eso con la cura.
El doctor buscó roerse el mentón con los dientes,
exagerando su gesto favorito. Ahora era la caricatura de un hámster.
- ¿No toma más?
- No.
El doctor pasó el contenido del vaso de Saravia al suyo.
Lo apuró en dos tragos.
- Mi preocupación como paciente es saber qué tengo que
hacer para recuperar la condición normal -dijo Saravia.
- Exacto -dijo el doctor.
Las manos de Saravia temblaban.
- Ahora, usted me informó que ya no... -continuó Lépez.
- Sí, parece que se hubiera ido, pero mire si es
momentáneo... Si es un alivio pasajero...
- No creo... -dijo él. Se desabrochó dos botones del
guardapolvos. Juntó los papeles del escritorio.
- ¿No me va a dar ningún remedio, nada para tomar?
-
Mire, le puedo dar más calmantes, otra muestra gratis, pero se va a arruinar el
estómago... -buscó en el mismo cajón de la cinta métrica- Ni siquiera tengo...
¿A ver? No... ¡Esta Cristina! -se quejó.
- Entonces... -Saravia preparó la pregunta decisiva como
un condenado a muerte.- ¿No sabe cómo se cura?
El doctor se puso de pie. Desabrochó todo su guardapolvo
y lo colgó de una percha. Estaba vestido con ropa deportiva. Levantó un bolso
pesado que abrió sobre el escritorio. Con calma y habilidad, liberó la bola de
adorno de la base del trofeo y la metió en el bolso, donde había otras dos.
Entró a la sala de Audiometría sin encender la luz, y al volver traía en las
manos un par de viejas zapatillas de cuero y una toalla.
- No me venga con ésas, Saravia -le recriminó-. ¿No le
estoy diciendo que es una dolencia inédita, que nunca antes se había registrado
en la historia de la medicina? Para una enfermedad nueva hay que sacar un
remedio nuevo. Para eso hay que investigar; para eso hay que hacer estrai en
todas las casillas. ¿Entiende lo que le digo? Si usted me pregunta así, a
quemarropa, si sé cómo se cura la "hiperacusia selectiva", enfermedad
que existe desde el martes a la noche y gracias a un asado con mollejas y
entrañas, le tengo que contestar que no. Que no sé.
Saravia sintió que comenzaba, de nuevo, a oír a
distancia. Saravia sintió que iba a hacerlo durante toda su vida: zumbido,
silencio, conversación a media cuadra; zumbido, silencio, susurro de dos amantes abrazados; zumbido, silencio,
suspiro de monja. El doctor se puso la campera.
- ¿Nunca jugó al bowling?
- No -contestó Saravia.
- ¿Por qué no aprovecha y se viene conmigo? Hoy pensaba
entrenar solo. Siempre es mejor con un amigo. De paso, se ventila.
Saravia estuvo por decirle que no eran amigos, cuando él
agregó:
- Los compinches de Celeste son mis amigos...
- Gracias... -dijo Saravia. Estaba apesadumbrado, porque
suponía que hubiera sido más fácil tomar unas grageas o hacerse buches de algo.
Y por Cristina, pobrecita. No tenía ni el teléfono para llamarla.
- ¿Cristina está en una clínica? -preguntó.
El doctor sonrió, sorprendido por el cambio de tema.
- No. Todavía no la interné. Debe estar en su casa. Tiene
una casa hermosa, arreglada como la de los enanos de Blancanieves. Queda en las
afueras.
Saravia quiso pedirle el teléfono, pero le pareció que
podía comprometerla. Tal vez ella no quisiera que el doctor supiese lo del
almuerzo.
- ¡Arriba ese ánimo, Saravia! Que todos se van a curar,
tarde o temprano. Vamos. Venga conmigo, así se distrae. Salir hace bien. Y de
paso aprende un deporte sano, divertido, alegre. El deporte es "tallador
de ánimos". Miremé, si no. La imagen viva del optimismo, ¿eh?
Saravia vio un hámster disfrazado de atleta.
- Vamos, venga. Cambie esa cara.
- No tengo zapatos...
- ¡Alquila, hombre! Yo porque soy un federado. Animesé.
Pienseló mientras voy al baño.
El doctor salió por la recepción, dejando la puerta del
consultorio abierta. Saravia sacó el caset del bolsillo y buscó, en el
escritorio de Cristina, algún lugar para dejarlo. Los cajones estaban cerrados
con llave. Al final levantó una carpeta negra y lo puso debajo. Quiso también
dejar el Mickey, pero no se animó. No encontró el escondite adecuado. Quizás
Cristina tuviese que faltar varios días, entonces Lépez lo encontraría y
abriría el paquete. Saravia deseó que no tuvieran que internarla. Retiró el
juguete de la vista antes de que el doctor regresara del baño.
- ¿Y? ¿Me acompaña o tengo que jugar solo?
- No sé... -dijo Saravia.
- Es por su bien, se lo estoy recetando. ¿Soy su médico,
no?
- Pero no sé jugar.
- Aprende, qué tanto...
- Bueno -dijo Saravia.
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Gustavo Nielsen nació en Buenos Aires, en 1962. Es arquitecto y escritor. Como arquitecto ha realizado obras en Capital, Buenos Aires, Córdoba, San Luis y Montevideo. Desde 2008 comparte el Galpón Estudio en el barrio de Chacarita junto a los arquitectos Ramiro Gallardo y Max Zolkwer. Ha ganado el Tercer Premio para el Parque Lineal del Sur (asociado a Max Zolkwer), el Primer Premio para el Oasis Urbano Magaldi Unamuno, Tercer Premio Cenotafio Las Heras y Mención en el Oasis Boedo (asociado a Max Zolkwer y Ramiro Gallardo), Mención en el MPAC (asociado a Sebastián Marsiglia), Mención en el Pabellón Frankfurt 2010 (asociado a Max Zolkwer y a Sebastián Marsiglia) y Primer Premio en el concurso internacional para el Monumento a las Víctimas del Holocausto Judío (también asociado a Sebastián Marsiglia). Escribe notas sobre ciudad y diseño en el suplemento Radar, de Página 12. Ha publicado “Playa quemada” (cuentos, Alfaguara), “ La flor azteca” (novela, Planeta), “El amor enfermo” (novela, Alfaguara), “Marvin”, (cuentos, Alfaguara, "Auschwitz" (novela, Alfaguara)y “Adiós, Bob” (cuentos, Klizkowsky Publisher) , “Playa quemada” (cuentos, Interzona), “La fe ciega” (cuentos, Páginas de Espuma, Madrid), “El corazón de Doli” (novela, El Ateneo) y “La otra playa” (novela, Premio Clarín Alfaguara 2010). Mensajes a gesnil@gmail.com
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