CINTA DE MOEBIUS
AKASAKA DIESEL ENGINE
CASE OF SPARE PARTS
Etiquetas: CUENTOS
1.23.2013CINTA DE MOEBIUS
"Santuario
para perros". El dibujante había escrito esa frase en la primera
página. Había llegado hasta la orilla
para hacer un croquis del barco. Llevaba un plumín, una pluma cucharita, un
pincel número dos, un frasco de tinta china a la perla, una barra de grafito y
un block. Había buscado el mejor ángulo: se veían la proa y la popa encalladas
en la arena y quedaba bien claro que eran cosas separadas, que el barco se
había dividido en dos, se había podrido al medio y cortado, por fin, en proa y
popa propiamente dichas, exagerando esa vocación de todo barco por tener dos
lugares. Trazó una línea curva en mitad de la hoja, que representaba el tobogán
descendente de la playa. Trazó una recta; el horizonte. Después acostó un
triángulo isósceles sobre uno de sus lados y tuvo las proporciones de la proa.
Hundió en la playa los extremos de una herradura y tuvo el contorno de la popa.
Las figuras estaban levemente encimadas. Era raro que hubiera escrito una frase
antes de empezar a dibujar. Quizás había sido porque ese barco abandonado, esos
restos tirados en medio de un balneario desierto en mitad del invierno,
realmente le habían producido el efecto de un sitio sagrado, adonde uno
terminaría peregrinando, aunque no supiera rezar.
Era un
muchacho rubio y desgarbado, con una inclinación natural del cuerpo hacia las
hojas blancas de su block. Parecía como si no tuviese espalda, piernas, nuca.
Todo lo que valía en él era el espacio magnético creado entre la página, su
torso vencido, la mirada clavada en el barco y en lo blanco, en el barco y en
los bosquejos, en el barco y en el dibujo del barco. En los detalles reales y
en los inventados por la tinta. Su mano derecha sostenía la pluma, la mojaba en
el tintero, la deslizaba sobre el papel. Su mano izquierda aferraba las hojas
para que el viento no se las llevara. Cuando terminó de dibujar, clavó el
plumín en la arena y tomó el pincel.
La
playa se exhibía al sol con una lejana impudicia, como si fuera una mujer
decidida a desnudarse en un lugar ajeno, dueño de otras costumbres. El viento
se colaba por la ropa del dibujante y le hacía gotear la nariz. Constantemente
levantaba el pincel para pasarse el dorso de la mano por el agua, y aspiraba un
corto aire húmedo y salado. La luminosidad era buena. El pincel dibujó largas
manchas negras, extendidas. Eran las siete de la mañana y el sol aún estaba
bajo. El dibujante se había levantado al amanecer para poder captar la
extensión de esas sombras.
El
barco no era otra cosa que un fierro oxidado. Los agujeros entre las cuadernas
abrían interiores a los que no debería haber llegado nunca la luz. El sol
dejaba al descubierto sus tripas. La impronta de unos mosaicos sueltos indicaba
un baño, locales con circuitos y codos de metal interrumpido dejaban intuir una
maquinaria. Ángulos, vigas, soportes, arcos, tapas cerradas, tuercas soldadas a
bulones, petrificaciones de cloacas vacías, una cabeza de medusa de cables,
superficies convertidas en mapas de óxido con raspaduras de ríos, picaduras de
lagos y lagunas y una orografía cubierta de matices. Fondos amarillos, costados
verdes, marrones; un hilo violeta, un punto gris, el rojo predominante de la
corrosión.
El
viejo se había acercado silenciosamente. Cuando el dibujante alzó la cabeza y
lo vio, se saludaron con un golpe de mentón. Vestía una campera de nailon
arriba de un pulóver raído, y bombachas de campo. Los codos de la campera y las
rodillas del pantalón estaban emparchados con cuerinas ovaladas. Llevaba
también una boina negra y la barba de varios días. Apestaba a pescado.
- ¿A
ver? - pidió.
El
dibujante estaba esperando que la tinta secara, para pasar la hoja. No había
quedado como él quería. "Salió muy estirado", se disculpó.
- Pero
está bien... - dijo el viejo.
- Si
usted lo dice.
Se
acercó a la orilla a lavar el pincel.
Arrastró el plumín por la arena mojada y la fricción lo volvió a dejar
plateado, sacándole hasta la tinta vieja. Deshizo el camino sacudiendo el
brazo. Cerró bien apretado el tintero y guardó las cosas en el bolsillo de su
pantalón.
- ‘tá
bueno - insistió el viejo, devolviéndole la carpeta. El muchacho se secó las
manos antes de agarrarla -. Encalló en mayo del setenta y cuatro. Tardó dos
años en partirse al medio.
Dijo
que el día en que se clavó, la policía había formado un cerco. Nadie podía tocarlo.
Lo habían atado con tensores para evitar el vuelco. Igual cayó. "Igual se
volvió esto", dijo." Y yo tengo la chapa, en casa. La del motor. Si
quiere, se la muestro.”
-
Bueno.
-
Tengo también una foto de ese día, y otras cosas que me robé. Por la parte del
mar se podía subir, de eso no se avivaron los milicos. Gente tonta.
-
¿Está muy lejos su casa?
-
Allá.
Subieron
lentamente por la duna. El viento peinaba los pastos, que crecían ralos,
cultivos aislados de un mal entretejido. El rancho tenía el mismo olor a
pescado que el viejo, y estaba lleno de mediomundos y líneas sin armar. Había
unos platos sucios que movió de la mesa después de sacarse la boina y la
campera. Buscó una botella de vino abierta y dos vasitos. Los llenó.
-
Apúrese uno – dijo -, para el frío. Es Toro.
El
muchacho asintió agradecido. El viejo había dicho la marca del vino como si
dijera "es bueno".
- Ya
sabe - agregó, antes de salir por otra puerta -: "Al pan, pan y al
vino..."
- …Toro
- dijo el muchacho, apoyando el vaso contra la madera de la mesa. El líquido
tenía gusto a humo. Las paredes estaban hechas de madera sin espigar, y por las
hendiduras pasaba el sol, igual que en el barco.
El
viejo trajo una carpeta. Arrimó una lata dada vuelta para que el dibujante se
sentara; la limpió con la mano. El dibujante dejó el block a un costado y se
enjugó el agua de la nariz con la manga. Adentro de la carpeta había una foto y
una chapa estampada en relieve. En las cuatro esquinas de la chapa faltaban los
tornillos. El barco era un pesquero detenido en un atardecer claro, varado en
una playa sin retorno. Muerto, pero recién muerto, espléndido en su integridad
cadavérica. Había una inscripción pintada sobre el casco.
- ¿Que
dice? - preguntó el muchacho.
- No
sé. Hay dos carteles. El de abajo me lo leyó el gringo que tomó la foto.
- Me
refería al de arriba. El de abajo se entiende...
El
viejo se lo quedó mirando. Un rayo de luz le encendió el pelo encanecido.
- No
sé leer - dijo.
Después
sacó de un cajón una cámara pesada.
- Me
la regaló el gringo, vea qué preciosura. Me enseñó a sacar, pero algo debe
haber que no aprendí, porque el resto de las fotos salieron mal. El gringo sacó
ésa. Se carga por acá - la abrió -. Ya no se consiguen carretes de este
tamaño...
El
barco se llamaba YANTAO Nro 8, lo que
quería decir que había siete anteriores. El puente era alto, con antena y lugar
para dos personas. Las barandas eran elegantes, de un art decó no buscado y manso, marino. Tenía color propio, blanco
crema con la franja de flotación en gris oscuro. La chapa estaba oxidada de
vomitar el agua que le quedaba adentro. Una bandera roja. Y cuatro símbolos japoneses
sobre el nombre.
- ¿Me
dejaría copiarla?
-
Claro. Pongasé cómodo. - Se tomó el vaso de un tirón y volvió a servir.
El
dibujante tardó cinco minutos en hacer el croquis. El viejo se quedó todo ese
tiempo parado al lado, tal vez por temor a que le hiciera algo a la foto, o por
curiosidad. Después el dibujante dio vuelta otra hoja de papel y le puso la
placa debajo. Comenzó a tiznar la hoja con el grafito. Los ojos del viejo se
redondearon de asombro: la placa apareció como por arte de magia.
-
Pucha, qué bueno - dijo.
La
copia en grafito era exacta. Debajo dibujó, con atención matemática, los cuatro
símbolos, que se veían así:
- ¿Qué
querrá decir?
El viejo
levantó los hombros.
El
dibujante volvió a la playa con el block bajo el brazo. Desde allí, el barco
era una corvina muerta con el espinazo uniendo la cola metálica con la cabeza,
con un cuadrado de escotilla cerrada que al muchacho le hizo pensar en un ojo
ciego. Se sentó al filo de la barranca de arena. Leyó la copia de la placa.
AKASAKA DIESEL ENGINE CASE OF SPARE PARTS
NO.1. TYPE.TM655
ENG.NO.6205 DATE 40.10.26
AKASAKA IRON WORKS CO.LTD.
Se
imaginó el astillero, ubicado en la costa de una ciudad oriental, con el
embarcadero propio saliendo de un gran galpón a manera de maxilar de un
carnívoro antediluviano. Allí varado, el sexto, el séptimo Yantao. Y un ingeniero, bisnieto de Akasaka, descendiente de
generaciones de navales, en su oficina armada como un puente de mandos. Tendría
su edad, veintisiete años; sería flaco y encorvado como él sobre su tablero de
dibujo.
El
ingeniero utilizaba un tecnígrafo europeo y seguía las líneas de lápiz sobre el
papel con sus ojos rasgados. Levantó el teléfono; habló en su idioma. Le
confirmaron dos cifras que anotó al borde del plano. "TM655/Nro 8".
Trazó una línea recta; ubicó un ángulo; unió dos puntos con un pistolete. Era
cuidadoso al dibujar, científico. Las líneas se doblaban con la elegancia de un objeto preciso. Con la
exactitud necesaria para tajear el agua, para flotar, para resistir vendavales
y marineros, huracanes y arenas. Para ganarle al tiempo, al mar, al comercio de
peces.
El
ingeniero había soñado con ese barco, había perfeccionado cada trazo, había
calculado cada soporte, el grosor de las estructuras, el espesor de los
varillajes y los tensores, las medidas de sus interiores, la sección de las
perfilerías. Había previsto una protección eléctrica, otra para la corrosión;
una estética para las barandas, el color. Revestimientos para los lugares
habitables. Un sitio para las máquinas y uno para las redes. Uno para el filet
pelado y otro para las vísceras.
Dejaba
de trabajar después de las ocho. Volvía a su casa caminando en la oscuridad de
la noche; abría la puerta; su mujer siempre estaba de regreso. Trabajaba como
contadora en Akasaka Iron y respetaba puntualmente su horario de salida, las
seis de la tarde. Era delgada y nerviosa; aunque con él se comportaba de manera
suave. El ingeniero iba a la cama con su
anotador que apoyaba sobre la mesa de luz, junto a su vaso de agua y su Biblia.
Si un diseño le quedaba a medio hacer no podía dormir, comer, amar. El momento
anterior a la construcción de un barco eran semanas pesadas como fuertes dolores
de garganta.
La
mujer había cocinado sopa de arroz. Durante la cena él habló de los cambios del
Yantao 8, de los cálculos que
cerraban exactamente para hacerlo crecer cinco metros de eslora. Hablaba de las
modificaciones en la quilla. Esa era la innovación. Funcionaba en la
matemática. Pero insistió, como en cenas anteriores, en que había que hacer una
prueba. No estaría completemente seguro hasta someter un modelo a esfuerzos
reales. Todas las innovaciones eran susceptibles de defectos.
- A mí
es a quien no me cierra la matemática - dijo ella.- Ésta es una empresa
comercial.
Él
repetía que, finalmente, la innovación se pagaría a sí misma, porque el diseño
que estaba planteando anulaba las complicaciones en las estructuras de los
cascos. Eso significaba simplificar las armazones y bajar el costo final de los
barcos, para competir en el mercado. Arrasarían con los otros astilleros. Había
que dejar de ser tradicionales, romper las reglas para mejorar. Ella dijo:
"Ya no uso kimono", y sonrió. Él seguía preocupado.
Cuando
se fueron a dormir, ella intentó hacerle cambiar de tema con pequeñas
cosquillas sobre el torso desnudo. Se acostó con su mejor piyama, y fue
ignorada. Entre las cosas que su esposo necesitaba exponer a esfuerzos reales
estaba su matrimonio. En algo había envejecido: su vida no tenía sorpresas y
estaba llena de preocupación. En cuanto aparecía alguna duda, él la sometía a
exámenes, a situaciones límite, a minuciosas observaciones de tiempo completo.
Dormía con el anotador, el lápiz mecánico y la calculadora. Garabateaba sus
pesares casi a oscuras; mordía el lápiz. Se levantaba en mitad de las noches
para ir a su tablero. El ruido milimetrado de la pera del tecnígrafo se dejaba
oír a las tres, a las cuatro de la madrugada. Ella se dijo que el matrimonio
con un ingeniero naval era así, y que en eso ella también había envejecido,
aunque tenía solamente treinta años. Le faltaban caricias pero respetaba el
trabajo de su marido sin abatirse, como un modo de respetarlo a él. A su
compañero de cama con la cabeza en otra parte, en Akasaka, en el Nro 8 de una
fila perfeccionada de buques de pesca. A ese hombre que ya estaba dormido.
Entonces
ella también se durmió, y a las cuatro la despertó el sonido del lápiz en movimiento.
Él estaba sentado sobre la cama, dibujando en el anotador. Le pasó una mano por
la espalda: un sudor frío le cubría el torso. Encendió la luz del velador. Algo
estaba mal. Él había soñado una sigla y ahora la recordaba con exactitud. Eso
era lo que dibujaba. La mujer dio vuelta
la cabeza. Bostezó.
-
Quiero que mires esto - dijo él.
Ella
quería seguir durmiendo, pero se volvió hacia su marido. Él le pasó la página.
- Soñé
con el octavo Yantao partido en dos,
con la proa y la popa vacías, encalladas en una playa lejana, más allá del
océano. Vi un hombre alto, blanco y de ojos transparentes, esconder la placa
del motor. Estaba con un muchacho que se decía dibujante. Brindaron. El hombre
grande servía el vino.
- ¿Y
esto...?
- No sé... Lo recordé al despertar. Ni siquiera
estoy seguro.
- ¿Qué
significará?
Los
dos se quedaron mirando fijamente la página escrita:
- No
será nada - dijo ella.
Le dio
la espalda. Cerró los ojos otra vez.
- No
hacés más que pensar en tu barco...
Las
palabras habían surgido solas, casi sin querer.
- Es
mi trabajo - dijo él -. Es sagrado. Un barco es un santuario, para mi familia y
para mí...
- Pero
ésta es tu cama - se animó ella -. Y tu cama no debería ser más que una cama.
La
mirada de él no podía apartarse del anotador.
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Gustavo Nielsen nació en Buenos Aires, en 1962. Es arquitecto y escritor. Como arquitecto ha realizado obras en Capital, Buenos Aires, Córdoba, San Luis y Montevideo. Desde 2008 comparte el Galpón Estudio en el barrio de Chacarita junto a los arquitectos Ramiro Gallardo y Max Zolkwer. Ha ganado el Tercer Premio para el Parque Lineal del Sur (asociado a Max Zolkwer), el Primer Premio para el Oasis Urbano Magaldi Unamuno, Tercer Premio Cenotafio Las Heras y Mención en el Oasis Boedo (asociado a Max Zolkwer y Ramiro Gallardo), Mención en el MPAC (asociado a Sebastián Marsiglia), Mención en el Pabellón Frankfurt 2010 (asociado a Max Zolkwer y a Sebastián Marsiglia) y Primer Premio en el concurso internacional para el Monumento a las Víctimas del Holocausto Judío (también asociado a Sebastián Marsiglia). Escribe notas sobre ciudad y diseño en el suplemento Radar, de Página 12. Ha publicado “Playa quemada” (cuentos, Alfaguara), “ La flor azteca” (novela, Planeta), “El amor enfermo” (novela, Alfaguara), “Marvin”, (cuentos, Alfaguara, "Auschwitz" (novela, Alfaguara)y “Adiós, Bob” (cuentos, Klizkowsky Publisher) , “Playa quemada” (cuentos, Interzona), “La fe ciega” (cuentos, Páginas de Espuma, Madrid), “El corazón de Doli” (novela, El Ateneo) y “La otra playa” (novela, Premio Clarín Alfaguara 2010). Mensajes a gesnil@gmail.com
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