ADIÓS, BOB
Mariana no creía lo mismo que Joan. Ella tenía su propia madre en Buenos Aires, muy lejos de Manhattan, y con una sola madre le bastaba. Pero estaba cómoda en ese departamento, en el que una mujer enorme y blanca le preparaba sus platos de cuando era ama de casa, a cambio de un poco de compañía y una renta barata, quincenal. Y le dejaba llamar por teléfono seguido. Y le compraba el Village Voice. Y le había hecho una gran torta para su cumpleaños.
Bob era la gata, y se estaba muriendo. No era de ninguna raza conocida; color café con leche. Joan afirmaba que la compañía de Bob había sido la única cosa importante desde la muerte de Tommy. Lo decía así: “Bob es la segunda persona con la que pude convivir”. Ahora, bueno, también estaba Mariana. Pero cuánto podía durar en Nueva York una mujer tan latina como esa chica. Joan estaba dispuesta a disfrutarla todo el tiempo que ella quisiera ser su inquilina.
Cuando Mariana le preguntó por qué le había puesto un nombre masculino a la gata, Joan levantó los hombros. No le importaba que fuera gata o gato. Al principio, la había llamado Barbie. Había sabido ser un buen juguete para Tommy. Un juguete vivo. Después, le cambió el nombre. A la gata tampoco le importó. De todas formas, no había sido de esas mascotas que responden a un nombre. Para Mariana, que la conoció recién de grande, no pasaba de ser un animal siempre acostado, con el movimiento restringido a la respiración y al comer.
Mariana había llegado a Estados Unidos a probar suerte, y estaba pasando por su primera crisis de inmigrante. Manhattan era una ciudad agresiva y fría. Sus únicos amigos eran mejicanos, guatemaltecos, algún cubano. Vivían pendientes de salir del país cada tres meses, antes de que se les vencieran las visas de turista. No eran amigos verdaderos, sino compañeros de devenir, tan solos y perdidos como ella, con los que antes de saludarse con un “hola”, se preguntaban por los papeles. Y la respuesta era siempre la misma: “bien, gracias”. “En trámite”.
Sobre los azulejos del baño de Ezeiza, antes de subirse al avión, Mariana había anotado: “Nacer aquí fue un error geográfico”. A un año de vivir en Estados Unidos, no estaba tan segura. Sentía que había “flaqueado”. Flaquear, para ella, era necesitar su mate, su asado, los ñoquis del veintinueve. ¿Por qué ahora le gustaba el tango, si nunca antes le había llamado ni remotamente la atención? Tener un origen, cuando alguien se quiere ir, es peor que no tenerlo, pensó. Sentir ese origen, para Mariana, era el mismo germen del mal. La enfermedad en su expresión más absoluta.
Ella no necesitaba un país ejemplar. Necesitaba tener una vida propia, de la que sentirse orgullosa. La primera cuenta la había sacado a los treinta y tres años, en un Banco que no sólo no le pertenecía, sino que en algún momento de la historia reciente había perjudicado a su propia Nación con uno de esos desfalcos que suceden en Latinoamérica. Ese Banco importado representaba lo que ella más odiaba, lo que la había hecho irse de Buenos Aires. Pero las cartas estaban dadas. Aquí tenía su propia tarjeta de crédito, no una extensión de la de su madre por la que debía dar explicaciones acerca de lo que había comprado o dejado de comprar. Aquí, en cierto sentido, era más adulta. Aunque extrañara las Vauquitas y los muñequitos de los chocolatines Jack.
Joan había tenido treinta años en el ’76. En ese momento, los argentinos que tenían treinta años se iban del país por motivos políticos, para que no les pusieran una bomba. Joan, en cambio, era neoyorquina, estaba disfrutando de su entorno flower power, había viajado a Woodstock y aparecía cogiendo en la película. De la época hippie le quedaba un violín de lata, un par de bufandas coloradas, el temperamento pacifista, un acendrado odio hacia la familia Bush y una animosidad social que la hacía trabajar con mujeres maltratadas y cocinar dos veces por semana en una pensión de homeless. Tenía, al decir de Mariana, corazón de ONG.
Después de la muerte de Tommy, una Joan muy joven se había hecho un tatuaje con una T pequeñita en el seno izquierdo, donde creía que estaba su corazón. Pero a los cuarenta y ocho años lo había perdido en una mastectomía. Desde entonces no veía a ningún hombre. El cáncer se había detenido. Una prótesis llenaba el vacío derecho de su corpiño, como un edificio ficticio levantado sobre las ruinas de otro anterior. Mariana ya la había conocido así, con los ojos tristes, caídos en los rabillos, una gran mancha blanca en el pelo y sin la T. Bob tenía una mancha muy parecida sobre el lomo, de color amarillo. La mancha hermanaba a Joan con su mascota, por lo que jamás se iba a teñir. También creía en la existencia de los ángeles, en los seres de otros planetas, en los libros de Dale Carnegie y en la dieta Scardale, aunque nunca le había hecho bajar ni medio kilo. Tanto ella como Bob eran obesas.
El alcalde de Nueva York tenía una propuesta para solucionar el problema de los gatos en la calle: multar a las personas que los alimentaban, para así matar de hambre a los animales y evitar su incontrolada superpoblación. Joan había enviado una carta al correo de lectores del Times. Fue muy severa: lo mejor era multar a los que los abandonaban, a los que no los esterilizaban, "verdaderos responsables de un paisaje desolador de gatos inundando la City”. Y llamaba “criminal” al alcalde.
El Times había publicado la carta sin censurar. Mariana la había leído durante el almuerzo. Joan le pidió su opinión. Mariana le dijo que le parecía una carta heavy. Se mostró sorprendida: “¿Bob está esterilizada?” No. “¿Nunca le había hecho ligar las trompas?“ No. ¿Y por qué ahora lo exigía con tanto énfasis a los demás? Joan argumentó que Bob se la pasaba “adentro” del departamento. Así había sido en quince años. La ciudad se salvaba de la suciedad de Bob a partir del encierro de Bob. El mismo encierro que aseguraba la castidad de Bob. A Mariana no le pareció algo muy justo. Joan se llenaba la boca, como todos los americanos, con la palabra “libertad”, pero, a la hora de actuar… do what I say, not what I do. Joan se sintió insultada. Esa era su frase preferida para agredir a los republicanos.
Levantó los restos del almuerzo y le cobró la quincena por adelantado. ¿Quién era esa argentina para opinar sobre la “libertad”? A ella, que había hecho el amor en el pasto, desnuda y a la intemperie, con todos sus amigos. De una de esas relaciones había nacido Tommy. El padre podía haber sido cualquiera; y cualquiera de ellos, si Joan lo hubiese pedido, se habría hecho cargo de la paternidad sin requerir el análisis de sangre. Habrían aceptado a Tommy sin preguntarse nada.
A Mariana tampoco le había gustado la actitud de Joan. Decidió que era mejor salir a la calle, que quedarse a discutir. Los yanquis confundían libertad individual con libertad social. Lo había notado en todo este tiempo de vivir ahí. Ninguno de ellos se iba a mosquear por la desigualdad del mundo, salvo que les tocara personalmente, por alguna razón injusta y equivocada. Joan era una más. Participaba de todos esos movimientos solidarios no porque fuera realmente solidaria, sino para olvidar la culpa de haber descuidado a su bebé. Con su cucharón en la mano, sirviéndole comida barata a los desharrapados de la otra cuadra.
- Gorda chota - pensó Mariana, en argentino.
Esa mañana, además, la habían acusado de haberse robado unos centavos en el supermercado para el que trabajaba como cajera. Al final de la discusión, su jefe terminó descontándoselos. “Al inmigrante le pedimos recato y sumisión. A veces, invisibilidad. Otras veces, las menos, opinión (pero siempre recatada y sumisa)”. Eso era, definitivamente, ser un mal anfitrión.
La calle estaba vacía. Se dirigió hasta Spring y Wooster a comprarse un helado de agua, gusto a frutilla. Tenía que comprender que ahora que la gata estaba malita, el humor de Joan había caído en picada, como un avión a punto de estrellarse contra el suelo. Joan era la madre de Bob, como lo había sido de Tommy. Casi nadie pasaba en la vida por la muerte de dos hijos. “Gracias a Dios”, pensó. Tenía que hacer un esfuerzo para comprender a esa mujer enorme y blanca, porque la quería. No como madre, eso estaba claro. Por lo menos, lo estaba para Mariana. Joan era el único gesto humanitario que había recibido de Manhattan, el único mimo de esa ciudad salvaje.
El paki le hizo una rebaja. El helado valía un dólar, veinte centavos, y le cobró solamente un dólar. Además, le regaló una sonrisa. Mariana se sonrojó. Veinte centavos era la cifra que le había descontado el imbécil de su jefe, hacía apenas unas horas. ¿Una coincidencia sin importancia? Las coincidencias no existían. A su incipiente decisión de irse de ese país complicado y desierto de afectos, esos veinte centavos recuperados estaban intentando confiarle un secreto que también estaba en la sonrisa del vendedor. Aún lo podía intentar, si quería. O, al menos, si estaba muy segura de volverse a la Argentina, debía despedirse bien. De Joan, de Bob, de los pocos que habían sabido tratarla con amabilidad y respeto. Y a los demás que les hicieran “fuck you” por el culo, sin vaselina.
Al fin de cuentas, su vida no había cambiado. No había conseguido un amor, no estaba embarazada, no tenía un buen empleo. Con treinta y cuatro años, seguía igual de sola y perdida que en su ciudad natal. No iba a poder abrir una historia en Buenos Aires si no había cerrado esta. Eso lo saben todos los enamorados y algunos emigrados; ahora lo sabía ella también. Tenía que aprender a despedirse de sus gorditas. Tenía que empezar a aprender a despedirse.
- Thank you; have a nice day.
Le devolvió la sonrisa al paki. Caminó hasta Washington Square Park y se sentó a mirar el arco de “Cuando Harry conoció a Sally”. El Nueva York de las películas no era ni parecido al de la realidad. En el medio de la plaza había un lanzallamas árabe. Llevaba una túnica chamuscada en el ruedo. Bebía un trago de kerosén de una botella, lo retenía en los carrillos y lo escupía sobre la antorcha. La lengua de fuego volaba medio metro. Dejaba el aire impregnado de un olor a combustible que no se correspondía con el tímido gusto a fruta del helado.
Mariana decidió hacer lo que hacía cuando iba a ayudar a Joan a sus comedores de pobres y harapientos. No oler. Siempre le había parecido injusto que la percepción no se pudiera cerrar, salvo en el caso de la visión, el gusto y el tacto. Cerrar los ojos para no ver; la boca para no degustar; los dedos de una mano para no tocar. No pasaba lo mismo con la nariz y las orejas. A la nariz había que apretarla para no oler; a los oídos, impedirles el paso del ruido con las manos, o tapones. Era injusto. Y ella había experimentado un método para no oler. Podía, a voluntad, cerrarse. Como ahora, por ejemplo. Mariana dejó de sentir el combustible quemado. Porque quiso, porque el fuego quemado la agredía más que las bocanadas que salían de los edificios neoyorquinos en invierno. Más que el olor a frito de los McDonald´s; más que el olor a basura del Barrio Chino; aún más que el olor a sudor y a orina impregnado en la piel de los homeless de Joan.
Una chica pelirroja de rulitos, que iba sobre patines, había empezado a molestar al lanzallamas. La primera vez que le pasó cerca, gritó “Come on, baby, lite my fire”, como en la canción. La segunda vez le pisó con los patines la estera sobre la que él estaba parado, y en la que había distribuido sus cosas. Una cesta, una botella, otra antorcha, los fósforos. La botella se cayó; él se arrodilló a pararla otra vez, antes de que se volcara del todo. La pelirroja se rió. Era la neoyorquina perfecta, pensó Mariana. El árabe miró hacia atrás por sobre su hombro, antes de lanzar la próxima llamarada. Mariana comió el último bocado de su helado y chupó la paleta.
La patinadora, que se había alejado unos metros, volvió a la carga. Cuando pasó cerca de la espalda del hombre, lo empujó. No fue un gran empujón, pero el árabe tenía la boca cargada de kerosén, y tuvo que escupirlo. Parte produjo un charco en su esterilla, parte se encendió en el aire y parte lo hizo toser. Mariana se paró, indignada. El árabe podía esperar a que la patinadora volviera, darse vuelta repentinamente y rociarla de fuego. Quemarle el pelo, los rulitos de brushing y spray. ¿Por qué no reaccionaba? Mansamente, él comenzó a juntar sus cosas en la cesta. Enrolló su esterilla.
“¡Burn her, idiot, burn her!” Que se tenga que apagar en la fuente. Que el pelo se le desmigaje en cenizas. ¿Por qué tenían que soportar la soberbia de los neoyorquinos, esa angustiante espera del inmigrante a ser echado? A que los fueran echando despacio, meticulosamente, minuto a minuto, empleo a empleo. “Apagándonos el fuego”, pensó. La patinadora le pasó cerca. “Fuego…”, repitió Mariana, en español, en el mismo idioma de sus pensamientos. La sola palabra produjo en su cabeza un silencio de miedo. Nada de lo que había alrededor estaba sonando. Como si los ruidos se hubieran quedado quietos.
Lo había logrado, había logrado silenciar a Manhattan. Tapar sus oídos a voluntad, como lo hacía con la nariz. Para algo le había servido ese año. Había aprendido, definitivamente, a no sentir. La patinadora dobló por Houston y Mariana regresó al departamento pensando que ya era hora de irse de ese país, para no volver nunca. Y abandonar para siempre a esos yanquis de mierda, con sus sorteos anuales de Green Cards, sus programas imbéciles de preguntas y respuestas, sus videogames de todo y sus parches de nicotina para dejar de fumar.
Cuando pasó la puerta del departamento, con la decisión tomada, encontró a una Joan doblada en el sillón. Tenía entre las manos una lata de Whiskas Special, de esas que valen doce dólares y Bob comía solamente el día de su cumpleaños. La lata estaba abierta y vacía. Mariana miró el plato de Bob: lleno, sin tocar. Miró las piedritas: limpias. La cara de Joan: mojada.
Se iba a ir, no había dudas. No era su lugar, no era su gente, no era su gata. Aunque estuviera muy enferma. Aunque Gaal, el veterinario de Bob, opinara que había que sacrificarla porque estaba sufriendo. Bob estaba viejita; Joan estaba viejita. Mariana siguió hacia su habitación sin hablar. Se acostó y se tapó hasta la cabeza, para que no la oyeran llorar.
A las siete de la tarde, Joan la despertó para cenar. Se había repuesto un poco; sobre la mesa había una botella de vino tinto de California, copas, velas, flores. El mantel de encaje que usaba en Navidad. Sirvió las copas. Le contó su plan en detalle.
“Hay veces que la muerte es la única manera de cura posible; la forma de la paz. Bob es un pet, no un roomate. Los compañeros deben ser humanos”, afirmó Joan, en un spanglish cerrado, pero que Mariana entendió, aunque no compartió, porque de chica había tenido un caniche toy que hasta dormía en su cuarto. Los humanos eran los únicos seres con conciencia, continuó diciendo Joan, y se necesitaba conciencia para acompañar a alguien realmente. Racionalmente. Si no, era un simple estar al lado del otro, una cuestión de acostumbramiento. “Pavlovian routines”. El caniche había preferido estar con Mariana a estar con otras personas; Mariana le hacía mimitos y él se dejaba, y disfrutaba mucho. Lo que diferenciaba a un ser humano de una mascota no era la cualidad de acompañar, sino la incondicionalidad. Las mascotas son una compañía de esas que no contradicen al hombre, sólo lo apoyan en todo lo que este quiera hacer. “Y uno las puede echar, total vuelven”. Como los esclavos. Como los inmigrantes.
Tampoco Bob había sabido ser una hija para Joan. Comparar su mascota con un hijo era menospreciar la memoria de Tommy. En eso, Mariana estaba de acuerdo. Aunque Bob hubiera durado quince años y Tommy apenas dos. Pensó que ella misma iba a durar muchísimo menos. La Argentina estaba ahí, a golpe de avión. Una república inmensa, injusta, absurda, maltratadora, pero de ella, secretamente propia. El lugar adonde había nacido y al que estaba por volver, aunque no supiera bien para qué. Mariana pensó que ella también había tenido que menospreciar a su tierra para poder irse, como Joan estaba menospreciando a Bob, deshumanizándolo un poco, para poder hacer lo que el médico le había ordenado. Ningún país de salida era tan malo, como ningún lugar de llegada, soslayando la muerte, tan bueno.
Joan tomó su copa: temblaba. Tenían hora en la veterinaria a las nueve de la mañana. Gaal en persona se ocuparía del asunto. Le daría una inyección de quinientos miligramos de Pentotal. Ella estaba preparada, aunque no lo pareciera. Mariana supuso que Joan estaba tan preparada a sacrificar a su mascota como ella misma lo estaba para el regreso. Esa mezcla de miedo y entereza las ataba como un lazo invisible. Levantó su copa para responder al estoico brindis de los hippies, donde la vida y la muerte eran celebradas por igual: con velas, con flores. Joan ya había pasado por eso, antes. Se tocó, sobre el vestido, la ortopedia del pecho. Venían tiempos de cambio, dijo, para las dos. Tal vez pensara en una vida junto a esa mujer más joven que le había ido a pedir una habitación de alquiler, un año atrás, y a quien ella había cuidado, alimentado, escuchado. Mariana asintió. Supo que, si la ayudaba a sacrificar a Bob, Joan, tal vez, podría ayudarla a partir. Tit for tat. Se corrió el pelo de la cara y le dijo que la acompañaba, porque tenía la mañana libre. No pensaba volver a su trabajo en el supermercado.
Joan se quedó dormida a fuerza de somníferos. Mariana no durmió. Pensó toda la noche. O tal vez durmió un rato, pero lo sintió como un pensamiento. ¿Qué era lo que más le agradecía a los Estados Unidos? El descuento del pakistaní. Iba a pasar el mal trago del sacrificio, como había pasado todos los malos tragos de Manhattan. Iba a cargar la gata, apoyarla sobre la camilla, aferrarle las patitas mientras Gaal le ponía la inyección. Iba a aprender algo de ese perfume enrarecido que emanaba del acto de eutanasia por amor. ¿Si estaba mal así, para qué seguir viva? Basta de yanquis, basta de estos gordos analfabetos. Joan había sido otra cosa; aunque ahora la viera de lejos, como un barco que se ha adentrado en el océano y ya no se puede alcanzar. Joan había sido buena. “La vida es así: unos se van, otros se quedan solos”. Algunos mueren llenos de hijos y nietos. Algunos toman trenes hacia ninguna parte, se meten un tiro en la sien, se enferman, se emborrachan, se caen. Simplemente, se caen. De la sociedad, del mapa, de la existencia. Doblar las rodillas; flaquear. En una vereda cualquiera. En Washington Square Park o en la Plaza de Mayo. Y Harry nunca conocerá, jamás, a Sally.
¿Cómo sería una vida común? Un marido, hijos, un trabajo decente, un sueldo justo. Una casa. Un pequeño auto. O ni siquiera eso: una casa de alquiler; bicicletas. Algo sencillo. ¿Por qué ella no lo había conseguido, aún? La palabra aún le dio un escalofrío. Por un instante le volvió la sordera. O quizás fuera que no había, en el aire espeso de la noche, ningún ruido posible. ¿Y los ronquidos de Joan, y los de Bob? ¿Y la noche, afuera, descontrolada, tonta, interminable? Manhattan era una inyección letal, una pesadilla que debía terminar en la mañana. El fin del cáncer y el cáncer en sí mismo. La impronta de un tatuaje pequeño y la extirpación del veneno de esa tinta aciaga, inyectada directamente al corazón de una mujer.
Se despertó con los primeros ruidos, lo que quería decir que había dormido algo. Toc, toc. Joan con el desayuno listo; Joan maquillada; Joan con su vestido de verano más hermoso, uno lleno de margaritas. Café con leche, tostadas y un whisky sin hielo. Bob las miraba desde el sillón, respirando despacio. Podía oírse el aire saliendo como desde un fuelle viejo, por las fauces del animal, y también el respirar asmático de Joan. Mariana no hacía ruido. Para saber que estaba viva, habría que haberla auscultado. Se había propuesto entereza y la iba a conseguir. Iba a ayudar a Joan sin comprometerse, sin ponerse nerviosa. Iba a pararse ahí como si estuviera haciendo una cola en el consulado. El adiós a Bob iba a ser su propia despedida.
- Let´s go –dijo. No había tocado el desayuno.
Joan apuró el whisky y agarró la cartera. Se puso un chal sobre los hombros y enfiló hacia la puerta. Mariana levantó a Bob entre sus brazos. La gata se dejó tomar. Era un animal vencido. Estaba vencida como su dueña, aunque Joan se hiciera la guapa. Mariana sintió que era la única verdaderamente guapa de ese trío gastado.
La veterinaria quedaba en West 9, y el departamento en Wooster between Spring and Broome. Eran las dos cosas que había tenido que aprender para vivir con Joan. Había que subir por West Broadway, seguir por La Guardia, cruzar la plaza sin Sally y sin Harry, preferentemente por debajo del arco, como dijo Joan, para que pareciera “triunfal” (utilizó las palabras a winner parade), y finalmente doblar hacia el oeste, media cuadra. Llegaron al mismo tiempo que Gaal; lo vieron abriendo la puerta de su consultorio. Normalmente abría a las diez, pero las eutanasias se hacían fuera de horario. Tenía el guardapolvos desprendido y cara de sueño. Acarició la cabeza de Bob. Sonrió; las hizo pasar. El reloj indicaba las nueve menos cinco.
Les pidió que esperaran en la sala. Les encendió la luz. No se veía el exterior, porque Gaal no había subido la cortina. La sala olía a desinfectante y a encierro. En las paredes había dos cuadros con fotos de mascotas que parecían sacadas de almanaques, y una vitrina con juguetitos de colores, correas, collares y bolsas de comida. Sobre el escritorio había una pecera con un hamster durmiendo. La ruedita de correr estaba quieta como Joan, como Mariana, como Bob.
Gaal les abrió la puerta. Mariana pasó. Adentro, el olor era más penetrante, tanto que tuvo que cerrar la nariz. La luz era intensa, quirúrgica. Mariana dejó a Bob sobre la camilla de acero inoxidable. Se dio vuelta. Gaal estaba ayudando a pararse a Joan, que parecía adormecida por la situación, o el whisky. Finalmente, consiguió que entrara. Le alcanzó una silla. Un ruido grande, como a demolición, sacudió a Bob. La gata levantó la cabeza, por primera vez en la semana. Gaal partió la ampolla con el tranquilizante y le aplicó la inyección en el lomo con los pelos de punta. Demasiada lucidez para un cáncer de mama con metástasis en los pulmones. Un mes atrás la había abierto en dos y decidido que no había nada más que hacer.
Joan gritó. El grito detuvo el escuchar de Mariana, que también entrecerró los ojos, para ver menos. Sintió que estaba mareándose. La gata, entre sus manos, se había quedado quieta. El catéter entró en la pata delantera del animal. “Debería ponerle uno, también, a esa señora que grita”, pensó Mariana. Dos agujas para dos bracitos. O tres, con ese líquido pasando por el tubo hacia los cuerpos dormidos, como la metáfora más auténtica del irse de una vez y para siempre.
Joan abrió la cartera y sacó un billete de cien dólares. Gaal colocó el cadáver adentro de una caja de cartón corrugado, como habían quedado de antemano. Mariana recibió la caja en los brazos, sin saber si la iba a poder sostener. Sentía que sus pies no tocaban el suelo, que ya no existiría jamás la posibilidad de un ruido nuevo, ni de nuevos olores. La caja pesaba más que el gato vivo. ¿Por qué no había aceptado Joan la oferta de la cremación? Morir quemado era una cosa limpia, pensó.
La luz era tan brillante que le traspasaba los párpados. Todas las puertas estaban abiertas. Se dio vuelta para salir. Vio a Gaal en la sala de espera, intentando sintonizar un programa en la radio. Parecía desesperado. Joan le hacía gestos desde la calle… ¿a él, o a ella? Él no podía atenderla, por lo que Mariana caminó. Joan le hablaba desbordada por una angustia histriónica, violenta; pero Mariana no quería saber qué le decía, ni oír a nadie. Oír era peor que pensar. Se dejó sacar de la veterinaria a los tirones, por una Joan insólitamente apurada. Se dejó llevar a paso rápido, sin siquiera saludar al doctor.
La gente corría en dirección contraria. Todos con las bocas abiertas en una mueca que Mariana descifró como gritos de “Oh, my Bob; oh, my Bob”, como si la locura de vaciar a Bob de vida para ocupar una caja de cartón con sus huesos y pelos no fuera una tristeza particular, el drama íntimo de una casa del Soho, sino una alucinación colectiva. Como si ese simple acto de acabar con lo que estaba casi muerto hubiera sido algo desmesurado y todos los transeúntes se lo estuvieran reprochando, y la policía se lo estuviera reprochando, y los bomberos. Exigiendo explicaciones a una argentina llena de miedo, en un país de sicópatas y alienados.
Miró a Joan como diciéndole “fuiste vos, es tu culpa; no mía”. “Mi plan es irme a otra ciudad, muy lejos de aquí”. Pero la cara de Joan estaba cambiada. Tenía la boca abierta, sin Bob. Ceniza en el pelo. Una tira de polietileno, roja, pasaba más arriba. Humo, papelitos. Y un gran vacío, más grande que el que Mariana pensaba dejar en su cuarto de alquiler. Más grande aún del que Bob iba a dejar en el alma de Joan; más y más grande que la ausencia de un pecho.
Dos prismas menos en el paisaje.
Dedicado a las víctimas civiles del terrorismo internacional.
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