DEBAJO DE LA ALMOHADA
- Si solitas le llenamos el kiosco. Además está la Nanci, que no puede salir por las várice y por la enfermedá esa de la articulación…
- ¿Cuál es la casa de Dios, Silvana?
Ella torció la cabeza.
- Ésta – dijo.
- ¿Entonces?
- Qué le va’importá a Dios ir a su casa o venir al asilo. Por lo que paga de coletivo…
El Padre Antonio era petiso y calvo, con las orejas un tanto puntiagudas. No se rió con el chiste de Silvana; se sintió herido, hasta un poco más viejo. Las abuelas del asilo no eran la mayoría de las asistentes a la misa de los domingos: eran la totalidad. Por eso a Silvana se le había ocurrido la idea de cambiar la ceremonia de lugar. El Padre Antonio no podía dejar de sentirlo como un chantaje.
- Fijesé que a más invierno, menos van a ir. Yo viá seguí, pero ña Francisca… ¡Ña Paula, con el reuma…! No me las veo.
- Y si viene alguien a la iglesia mientras yo estoy allá, ¿qué hacemos?
- ¡Quién va’vení! Solamente a unas viejas como nosotras puede convencer usté, de tan aburrido que é. Además, si viene alguien, usté le deja un papelito pa’que vuelva más tarde, o se vaya al asilo a buscarlo.
El Padre Antonio no le contestó. Por segunda vez supo que esa señora tenía un poco de razón. Nadie iba a ir a escuchar su sermón: los que lo conocían porque lo conocían; los jóvenes porque se iban a otros pueblos.
- ¿Y?
- Tendría que hablar con el director.
- ¡Le va’ decir que sí, caray!
- No esté tan segura, doña Silvana.
- ¡Venga la mudanza!
Silvana salió de la parroquia con la seguridad de haber hecho un buen trato. El Padre Antonio decidió dudar una semana más. El domingo siguiente faltó hasta el monaguillo. A regañadientes, el Padre fue a ver al director del asilo.
- Siempre es así, usted lo sabe bien. Silvana y su amiga manejan a todas las abuelas. Si ellas dicen “hoy no se va a la iglesia”, nadie las va a contradecir.
- Es terca… - reflexionó el cura.
- Terca y mandona – dijo el director -. La peor combinación.
El director era flaco, tenía la cabeza en forma de espárrago y manos de pianista. Cuando se enojaba de verdad, las mejillas se le ponían levemente verdes.
- ¿Cómo se llama la amiga? – preguntó el Padre.
- Nanci.
Al domingo siguiente, el padre presidió la misa en el comedor del asilo. No había tenido otra alternativa: prefería la mudanza a cerrar la iglesia. Cargó hasta allí la cruz, el corporal, la patena y el cáliz, que dispuso sobre una mesita alta. Llevó una decena de hostias en su maletín de cuero. Se puso su sombrero de fieltro. Salió a las nueve y media, pateando piedras, para poder llegar a dar misa de diez. Lo primero que las viejas le oyeron decir fue:
- Esto es una excepción a pedido de la señora Silvana. No se crean que siempre va a ser así.
Habló de los horrores de una vida sin fe. Habló del pecado mortal de faltar a la misa. Puso énfasis en la vida más allá de la muerte, en las bondades del paraíso que algunas, sólo algunas, alcanzarían. Le pidió a Silvana que leyera Juan, 2, 13. “Es Palabra de Dios”. “Te alabamos, Señor”. Las abuelas se sentaron. Había, en el aire, un leve olor a carne asada.
- “Jesús hizo un látigo de cuerdas y echó a todos del Templo, con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: ‘Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio’. Y los discípulos recordaron las palabras de la Escritura: ‘El celo por tu casa me consumirá’.”
- Amén.
Después de la homilía, les tomó confesión. No había confesionario, por lo que puso dos sillas enfrentadas a un costado del altar. Doña Paula y doña Esther encabezaron la cola. Se habían mentido entre sí respecto a cuántas pastillas tomaba cada una; Esther se había enojado tanto con Paula que no le hablaba desde hacía dos días, tres horas y diecisiete minutos. El Padre Antonio las llamó a que oraran en conjunto, agarradas de las manos, tres Padres Nuestros.
Doña Francisca, una abuela con una panza esférica, se había comido las porciones de flan de sus compañeras, durante la cena del día anterior.
- ¡Eso es robar! – dijo el Padre.
- No, me las regalaron… - dijo ella, sorprendida.
- ¿Entonces?
- ¿No hay gula?
- Ah. Tres avemarías y un gloria.
La hermana del portero había hecho trampa al chinchón.
Nilda, la pituca, no había recibido a su nuera con alegría cristiana sino bastante enojada, porque aún no le había cambiado los vidrios a sus anteojos.
El jardinero Felipe se había tocado un poco, sin demasiado éxito. Las mujeres del asilo eran muchas y estaban todas solas; el Padre Antonio lo podía comprender. Él también estaba solo como un hongo de esos que el jardinero Felipe cortaba para mantener limpio el parque del asilo.
La última de la cola era una señora que el Padre nunca había visto en la iglesia. Tenía la cabeza arrugada como un bollo de papel. El batón le quedaba enorme; parecía la piel de una naranja a la que se le hubieran secado los gajos. El Padre miró a Silvana: se la mandaba ella. Silvana jamás se había confesado, pero no lo hacía por llevarle la contra a la iglesia, sino porque porfiaba no tener ni medio pecado.
- Ni veniales.
- ¿Ni una mala palabra?
- Ná.
Todas las veces ella contestaba que su amiga Nanci había pecado por las dos. Cuando el Padre le preguntaba por qué, Silvana agregaba que Nanci andaba siempre culpándose de algo.
- ¿De cosas que hizo?
- Claro. Qué va’ser.
- ¿Qué cosas?
Silvana alargó el labio inferior hacia delante. La mueca le tensó el mentón y le hizo temblar la papada.
- ¿Y por qué no viene a la iglesia?
- Porque tá lejos.
El Padre observó que los ojos de Nanci eran igual de celestes que los de Silvana. Ella le hizo media sonrisa, como si le entendiera el comentario a la distancia. Nanci se sentó en la silla que estaba junto al altar. Se tocó la frente, el pecho, el hombro izquierdo y los labios, para finalizar su señal de la cruz. “A esa cruz le falta un brazo”, pensó el Padre, aunque no dijo nada. Apretó la decena de un rosario de plástico que siempre llevaba en el bolsillo. Diez cuentas y una cruz blanca. Ese pedacito le había traído suerte en la vida, aunque ahora venía aflojándole feligreses. El rosario entero le parecía un objeto aparatoso, casi femenino, y la decena de anillo le lastimaba la mano al saludar.
Nanci miró de reojo a Silvana para saber si lo estaba haciendo bien. Parecía nerviosa y congestionada, como si estuviera llena de lágrimas. Se rió y se tapó la boca con las manos. La risita era más infantil que su cuerpo de nena. Traía puesta sobre los hombros una manta bordada al crochet; el pelo blanco y lacio y los labios violetas. El Padre observó que se los había tratado de pintar con un rouge de ese color. Silvana completó la otra media sonrisa.
- Ave María Purísima – dijo el Padre Antonio.
Nanci recorrió con la mirada las cabezas atentas de las demás señoras. Los rodetes blancos se fueron moviendo extrañamente, como clavijas de un instrumento de viento apretadas por una mano invisible. Finalmente, la mirada se detuvo en el jardinero. Él asintió. Nanci no debía saber contestar “sin pecado concebida”, pensó el Padre. Una enfermera con un pañuelo rojo atado a la cabeza ayudaba a las señoras a que volvieran a sus sitios.
- Hola – dijo el Padre.
- Hola – respondió Nanci, tímidamente.
El Padre cruzó las manos sobre el cíngulo, esperando que ella se decidiera a comenzar. Pensó que ya estaba en el asilo, que ya había pasado la mayor parte de la misa y casi había terminado de confesar. Tenía tiempo. Aunque no era común interrumpir la misa para tomar la confesión, con las ancianas y los niños era conveniente. Eso creía él. Cuanto más tiempo se dejaba pasar entre sacramentos, más posibilidades había de que agregaran pecados inventados.
- Ji, ji, ji – hizo Nanci.
El Padre intentó adivinar qué le pasaba. Abrió las palmas de las manos sobre su regazo.
- Aquí estamos – dijo.
- Sí – dijo ella.
El jardinero, desde la cocina, le hacía señas para que empezara a hablar. La enfermera ayudó a Paula y a Felisa a pararse para ir al baño.
- Silvana me dijo que le tenía que contar las cosas que me pasaron en mi vida – dijo Nanci, con una voz tan débil que parecía un silbido -. Pero no se piense que le voy a contar todo.
El Padre levantó los hombros.
- Sólo las cosas malas – dijo.
Nanci volvió a mirar alrededor.
- ¿Y usted le va a bocinar a Silvana lo que yo le diga?
- No, a nadie.
- ¿Es como un secreto?
- Sí. Es un secreto de confesión.
- Ella me dijo, sí…
Nanci parecía que masticaba.
- Silvana me dijo que usted también tenía sus trapos sucios.
- ¿Qué?
- Que no tenía hijos; que había hecho sus cosas malas…
El Padre suspiró.
- Estoy acá para escucharla – dijo.
Los ojos de Nanci estaban apagados y secos como lijas. En eso se diferenciaban de los de Silvana. Abrió la boca unos milímetros para dejar escapar algo; la cerró; volvió a mirar si la estaban mirando y dijo, despacio:
- Son tres.
- ¿Las cosas malas?
- Maté a tres niños - dijo.
El Padre le sostuvo la mirada como si atajara dos tiros con la cara: el primero le deshizo la mejilla derecha en un rictus, el segundo se le clavó en el entrecejo. Nanci movió la cabeza para apuntarle al resto de las feligresas. Pestañeó. El director, desde la puerta, se tocaba el reloj con la muñeca en alto preguntando si faltaba mucho, porque tenían que preparar el comedor para el almuerzo. Doña Paula regresó del baño llorando, y se acercó hasta el improvisado altar moviéndose rápidamente en sus bastones canadienses. Había eludido al director, a la enfermera y al jardinero. Las manos del Padre se habían caído de su regazo; la Biblia se le había resbalado hasta la rodilla izquierda.
- ¡Confesión, Padre! – le rogó.
Nanci la miró con sus ojos helados.
- Te acabo de confesar, Paulita. Además, ahora le toca a ella… - dijo el Padre.
- Es que volví a pecar…
- Y qué podés haber hecho en cinco minutos…
Felisa intervino:
- Se fumó un toscano.
- No – dijo ella.
- Sí, Paula, te vi. En el baño.
- Fumarse un toscano no es ningún pecado – dijo el Padre.
- Sí, si le miente a la enfermera – agregó Felisa.
La enfermera, que llegaba, asintió. Tomó a Paula por los hombros y la ayudó a regresar hasta su silla.
- No me fumé ningún toscano… - repetía Paula, porfiada.
El Padre Antonio le preguntó a Nanci si hacía mucho que no se confesaba. Ella le contestó que jamás lo había hecho, que eran ideas de la loca de Silvana.
- ¿Pero está bautizada?
- No me acuerdo.
El Padre le tomó una de las manos. Era áspera como una madera sin lijar.
- Escúcheme, Nanci – dijo, con una voz que pretendía ser tranquilizadora -. Me voy a quedar un rato después del almuerzo. ¿Qué le parece si nos vemos y me cuenta todo esto que le pasó?
Ella giró la cabeza avergonzada. Sacó la mano.
- No me pasó – dijo -. Lo hice.
- Bueno, lo que hizo.
Ella dudó antes de contestar.
- Está el programa de Susana Gimenez que siempre vemos con Silvana.
- ¿Y no puede esperar, por hoy?
La cara de Nanci se había fruncido. Levantaba los ojos hacia su amiga para ver si recibía alguna ayuda. Silvana estaba leyendo una fotonovela.
- No sé…
- ¿Lo tiene que consultar con la señora Silvana?
Nanci retorció la manta tejida entre sus dedos. Afirmó sin mirar al Padre, volteando la cabeza hacia un costado. El Padre le hizo un gesto al director, pidiéndole un minuto más. Se puso de pie. Tomó la patena con las hostias y repartió la comunión en un trámite rápido. Algunas abuelas se quedaron esperando los cantos.
- Podemos irnos en paz – dijo, al final.
- Demos gracias al Señor nuestro Dios.
Antes de irse, el Padre Antonio visitó a Nanci en la habitación que ella compartía con Silvana. Las cortinas eran rosas y había una repisa con animales de porcelana. Silvana tardó un rato largo en dejarlos solos; habló de sus porcelanas, les mostró fotos de su hijo abrazado a su esposa y el mazo con las cartas marcadas que tenía para jugar al truco. Tiró las cuarenta cartas sobre el acolchado, con las figuras hacia abajo. Adivinó, sin mirarlas y sin que nadie se lo pidiera, los anchos, los sietes y dos tres. Se fue recién a la hora del baño, cuando la enfermera se la llevó a los tirones.
Nanci sola, parecía más pequeña. Estaba sentada sobre la cama. Se tapó todo lo que pudo con las mantas y una almohada. El Padre se puso la estola y envolvió su puño derecho en la cinta donde llevaba atada la medalla de los encuentros católicos de novios. Era un minúsculo corazón de hierro con una alianza a cada lado. Las alianzas estaban separadas. Era un objeto alegre, al que él le tenía mucho cariño. Sentía que le daba suerte.
- ¿Seguimos en secreto? – preguntó ella.
El Padre se persignó antes de asentir. Nanci hizo una sonrisita y subió los hombros. No parecía una mujer capaz de asesinar a alguien. ¿Qué actitud había que tomar en un caso así? Los libros enseñaban que había que inspeccionar el grado de lucidez del confesado para estar seguro de que no mentía. Aunque también enseñaba que no había que ir a los detalles, sobre todo si eran mórbidos o desagradables. ¿Cómo saber si alguien estaba mintiendo sin ir a los detalles? Un Obispo habría contestado “por la fe”. El Padre Antonio habría preferido no contestar.
- Disculpe que hoy la dejé sin comunión, pero es el primer día que doy misa aquí y me pareció que teníamos que hablar más en privado… - dijo - Si usted quiere, puede comulgar después. Guardé una hostia para eso.
Le enseñó el sencillo sagrario de bolsillo donde guardaba las hostias consagradas que sobraban de las comuniones. Ella sonrió.
- No quiero hostias – dijo.
El Padre se quedó esperando a que completara lo que estaba diciendo.
- Sólo quiero contarle.
Los párpados de Nanci parecían dos bolsas de arpillera. Las pupilas se le hicieron más chiquitas. Carraspeó.
- ¿Usted está arrepentida de lo que hizo?
- No.
- Entonces, no la puedo absolver.
Ella lo miró como si le estuviera hablando en otro idioma.
- No quiero su perdón - dijo.
El Padre levantó las manos para explicar.
- Hasta tanto usted no reconozca que la acción que hizo es mala y que no la volvería a hacer, yo no puedo cerrar la confesión.
- ¿Y eso que significa?
- Que voy a tener que volver.
Sobre la cama de Silvana el mazo de naipes había quedado con el cuatro de oros boca arriba.
- No quiero cerrar la confesión – dijo Nanci.
Su voz había sido como un ruego. Era la primera cosa parecida a la culpa que el Padre escuchaba de boca de esa vieja.
- Cuente, entonces – le dijo.
Ella volvió a carraspear y a pestañear. Después habló. Más tarde el Padre se preguntaría si lo habría hecho de apurada o para lograr hacerlo concentrar en el relato con la mayor de las urgencias, porque dijo:
- Tengo guardada la mandíbula del primero de los niños.
Esperó a ver qué efecto causaba en la cara del Padre, que no hizo ningún gesto, y simplemente preguntó:
- ¿Acá?
- No. Está bajo tierra, en una lata de galletitas danesas. La última vez que la desenterré tenía las muelas intactas, y algunos de los dientes de adelante.
La puerta se abrió de golpe para dejar pasar a Silvana en bata. La enfermera la seguía a dos pasos de distancia.
- Me olvidé el champú Chonson – dijo.
Agarró una caja con frascos y salió. Cuando cerraron la puerta, Nanci agregó:
- Usted sabrá cómo son de frágiles esos dientes de leche.
El Padre apartó la vista de los ojos de la mujer. Abrió la Biblia en Sabidurías y Proverbios, su libro favorito. Le pareció lo más adecuado y la mejor forma de hacer tiempo mientras pensaba. La voz de Nanci continuó relatando despacio.
- Por los dos primeros nenes culparon a una sirvienta. Los padres lincharon a los que creyeron asesinos del tercero, en la puerta misma del juzgado de Morón.
El Padre le preguntó dónde había enterrado la lata. A Nanci le sorprendió la pregunta, y notó que a él le daba vergüenza hacerla.
- No aquí – contestó.
Comentó que la habían cambiado varias veces de hospicio; hasta había estado con unas monjas que la habían culpado de morder y de no dejarse cambiar el pañal.
- Sin embargo, el director habla muy bien de usted –dijo el Padre, cambiando el tema de la conversación. Le ardían las mejillas.
- Acá es distinto – dijo ella -. Acá está Silvana.
Silvana era la única que le ponía una mano encima. Sabía dar inyecciones (había sido enfermera, como Nanci, que también había hecho el curso de la Cruz Roja); sabía jugar al pócker. “Apostamos pastillas”, agregó, haciendo una sonrisa llena de huecos. Silvana sabía bordar mariposas en los pañuelos de encaje y tenía el nieto más lindo del mundo: Fermín.
El Padre Antonio parpadeó. La decena del rosario se le había extraviado entre las páginas de su Biblia abierta en el Eclesiastés, en el Génesis, en el Apocalipsis. Todo su pensamiento estaba puesto en esa mandíbula infantil, en el acero que la había mutilado, en las manos que dirigieron ese acero. El Padre Antonio intentó pensar el próximo paso y se encontró repitiendo una frase del libro: “Si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos”. Miró hacia la repisa de Silvana para ver si encontraba la foto de Fermín.
- ¿Qué? – dijo Nanci. La voz sorprendió al Padre. Parecía contenta; tenía la mirada más brillante. Él esperó que le dijera que todo era mentira.
- Nunca me habían hecho una confesión así. No sé qué decir. - Subió los hombros.
Ella volvió a exhibir su sonrisa vacía. Dijo:
- ¿Sabe? Me encantaría estar de su lado. Se me ocurren tantas preguntas…
- ¿Por ejemplo?
Serenamente, como si estuviera hablando del buen tiempo, ella enumeró:
- Qué edades tenían… los sexos… Cómo murieron, donde oculté sus cuerpos, qué pasó con los padres, cómo cambié las pruebas, si hubo interrogatorios policiales…
La cara del Padre ensombreció.
- …si gritaron – completó Nancy.
Las manos del Padre suspendieron la búsqueda automática en las páginas de la Biblia. Cerró el libro y lo apoyó sobre la cama sin emitir palabra. La decena había quedado puesta como un señalador. “Si tan siquiera lo abriese en la página justa…”, pensó. Le acercó el libro despacio, empujándolo sobre el acolchado. Ella se negó a tocarlo con un movimiento de cabeza. La puerta de la habitación se abrió. Silvana venía con el pelo mojado. La enfermera del pañuelo rojo dijo:
- La siguiente.
Silvana le pasó a Nanci una jabonera y el frasco de shampú. Nanci abrió un cajón y sacó una toalla. Miró al Padre con ojos decepcionados y dijo “hasta la próxima”. Él recogió su brazo extendido, se llevó la Biblia al pecho y salió del cuarto sin persignarse. Cuando la enfermera le dijo adiós, el Padre ya estaba en el recibidor. Una abuela que miraba una película de vampiros se quedó con la mano levantada como una bandera.
En la semana, Nanci enfermó. Habían salido al jardín con Silvana, muy temprano, a recolectar flores. Silvana llevaba el jarrón. Caminaron cerca de dos horas; cuando entraron, el director las retó. Solamente Nanci había sentido frío. El jardinero se sintió culpable: a pesar de sus ochenta y tres años, jamás se resfriaba, y les había indicado que había muchas rosas en el rosal para cortar, antes de que se marchitaran. El doctor tardó un día en llegar: le inyectó un broncodilatador recetado para la pulmonía y analgésicos potentes para el resfrío. Silvana se puso de tan mal humor que perdió un frasco entero de Memorex al pócker, a pesar de que había ligado tres fules y una escalera real de corazones.
El Padre llegó a las nueve y media del domingo. Silvana le contó lo que había pasado entre maldiciones y blasfemias. Él la vio tan preocupada que le propuso dar la misa adentro del cuarto de las dos, para que Nanci pudiera asistir desde su cama.
- A Nanci no le interesa su misa del diablo.
El Padre Antonio sabía que no debía decirle nada que la alterase más. Unicamente le preguntó si Nanci le había comentado alguna cosa de la charla del domingo anterior.
- ¿Qué cosa?
- De los problemas que la aquejan.
- ¿De várice?
- No.
El sermón que les dirigió trataba acerca de los que abandonaban el camino de los cristianos. Lo había preparado especialmente para que Nanci lo escuchara; el texto de Lucas 11, 29 al 32, por momentos daba miedo. Aunque no estaba muy seguro de que pudiera atemorizar a esa vieja trastornada.
- Al ver la muchedumbre, Jesús comenzó a decir: “Esta es una generación malvada. Pide un signo y no le será dado otro que el de Jonás, y así como Jonás fue un signo para los ninivitas, así el Hijo del Hombre lo será para esta generación. El día del Juicio, la Reina del Sur se levantará contra los hombres de esta generación y los condenará…”
Al terminar, insistió en ver a Nanci. Silvana opinaba que era mejor que se fuera de una vez por todas. Un nuevo frasco de Memorex iba a costarle el dinero que había guardado para comprar un rouge y un esmalte para su amiga; eso la sacaba de quicio. Su familia iba a adivinar que había perdido las pastillas en el juego, y no iba a adelantarle ningún dinero hasta el principio del mes siguiente. Nanci cumplía años el 24. El Padre Antonio se ofreció a pagarle la mitad de lo que necesitaba, sí y sólo sí dejaba de maldecir hasta el día del cumpleaños. Ella bajó la vista y dijo que era demasiado tiempo para una cifra tan pequeña. El Padre decidió que no iba a terciar, y se apartó para solicitarle permiso de visita al director. Le explicó que Nanci necesitaba apoyo religioso urgente, por cosas que le había contado en la confesión. Él prefería no dejar pasar otra semana. Era su opinión de cura y amigo.
El director, al que la religión le importaba bastante poco, miró a Silvana, que bajó la cabeza y se sentó. Le pareció que contaba con su consentimiento. Accedió a que el Padre pasara a la habitación, siempre y cuando Nanci no estuviera durmiendo, y únicamente hasta la finalización del horario de visitas. Señaló el reloj de pared. Faltaban quince minutos para la hora de comer. Había olor a milanesas. El Padre golpeó dos veces a la puerta. Nanci dijo, desde adentro:
- Solamente pasará si tiene sus preguntas preparadas.
- Eso es – dijo el Padre.
Cerró la puerta tras de sí. Se sentó en una banqueta metálica. Nanci estaba demacrada, con los ojos hundidos. En la mesa de luz se amontonaban los frasquitos. Sobre la pared de la cabecera, habían retirado el crucifijo.
- Fui yo – dijo ella, con una voz acartonada.
- ¿Por qué?
- Por desvestido.
El Padre no acusó el comentario.
- ¿Cómo se siente hoy? – preguntó.
- Mal.
- ¿Qué le duele?
- Cuando toso.
- ¿Y me va a poder contar más, o lo dejamos para otra vez?
Ella lo pensó un instante.
- Solamente responderé - dijo.
El Padre se planchó la estola con las manos.
- Yo no debería hacer ninguna pregunta – dijo -. Usted es la que tiene que hablar. Jesús le explicó a sus apóstoles: “los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan…”
- ¿Y eso qué significa?
- Que Cristo nos dio el poder de perdonar. Somos sus ministros, la vinculación entre el hombre y Dios…
- Nada de intermediarios – dijo Nanci, y se sonó la nariz en un pañuelo bordado -. No estoy buscando llegar a nadie mediante usted, porque no necesito ningún perdón. Menos de Dios.
- Ajá.
- Ajá – repitió ella.
Guardaron silencio por un momento. El Padre se fijó que habían pasado cinco minutos.
- ¿Ya está bajo juramento?
El padre hizo la señal de la cruz.
- Sí - dijo.
Ella se quedó esperando a que le hiciera la primera pregunta. El Padre no estaba en su día más negociador, pero tampoco quería irse de allí sin el capítulo siguiente. Si esa señora había cometido tres infanticidios –eso era difícil de creer- pero lo había llamado, de alguna manera quizás fuera posible aún la salvación de su alma. Había pensado toda la semana en el asunto. Lo había consultado con Dios. Todo dependía del arrepentimiento que ella pudiera exhibir y de la propia convicción que él, como cura, pudiera demostrar. ¿Había que hacer un esfuerzo para salvarle el alma? Claro, siempre. La misericordia de Dios es infinita, y supera todo lo que nosotros, hombres de corazones limitados, podamos imaginar.
- Tengo una pregunta para hacerle, y que Dios me perdone si la impulsa el morbo o la curiosidad.
- No tiene importancia.
El cura apoyó la Biblia sobre la mesa de luz.
- Sí, sí para mí – dijo.
Ella no hizo ningún gesto; apenas si carraspeó sobre el pañuelo.
- Quiero saber detalles.
Nanci sonrió.
- Ah – dijo.
El Padre se ruborizó.
- Tal vez no le alcance con los siete u ocho minutos que le quedan.
El Padre asintió, pero agregó:
- Queda toda la vida.
- Que no es tanta – dijo ella -. A mí me queda menos de lo que esos niños habían vivido; tal vez a usted también.
- Yo pienso vivir muchos años más.
- ¿Cinco, seis? El día que murió, Sebastián Castro cumplía cuatro años. Vi la torta y las cuatro velas cuando entré al grado. Estaban apoyadas sobre el escritorio de la maestra; apagadas. El aula estaba casi a oscuras. Los niños dormían sobre colchonetas dispersas en el suelo; se tocaban cuando se movían; algunos roncaban. Todas las tardes dormían la siesta, después del sanguchito. Las maestras se iban a conversar a la dirección, que quedaba en la otra punta. Yo ya había entrado antes. A veces cambiaba una cosa de una bolsa a otra, alguna mamadera por un vaso, algún chiche. Nadie me vigilaba, y yo no permanecía allí más de dos o tres minutos.
- ¿Usted trabajaba en la escuela?
- No. Durante un mes entero me acerqué a la salida. Charlaba con las otras madres, le preguntaba cosas a la maestra, me hacía ver por la celadora. Yo tenía dieciocho años y era muy bonita, más bonita que muchas de las madres. Cuando los niños salían yo me agachaba como para recibirlos y las maestras me fueron confundiendo. Aún no trabajaba de portera, ni sabía muy bien por qué me gustaban tanto los niños. Adoraba su respiración, sus ronquiditos. La celadora me dejó pasar dos o tres veces, porque sentía mi ansiedad. La tarde en que asesiné a Seba solamente los quería mirar. Vi su nombre en la torta y lo busqué mirando una por una las inscripciones de los delantales. Tenía la boca abierta; junté la almohada del piso, que se le había resbalado, la acerqué hasta su cara y la apreté con fuerza. Pateó cuatro veces; en la cuarta despertó a una bebita rubia. La nena pegó un grito. Le tapé la boca y me la llevé cargada, antes de que vinieran las maestras. La puerta de reja estaba abierta. Le hice una señal a la celadora, como diciéndole “viste qué berrinche”.
El Padre dijo:
- ¿Y la nena?
- Tendría dos años. Ojos dorados y pestañas largas, curvadas hacia la frente. No traía el nombre bordado en el delantal. Llené la bañadera con agua. La empecé a desvestir. La quería bañar como para limpiarla de lo que había visto aquella tarde, como una buena mamá, pero lloraba tanto que me impacienté y tuve que sumergirla, con los pañales puestos. El jabón se le metía en la boca, en los ojos dorados. Se movía sin parar. Le arranqué el pañal de un tirón. Una nena no podía patalear tanto. Estaba toda cagada. Y no era.
- ¿Qué cosa?
Nanci tosió con un carraspeo sostenido. Las mejillas se le pusieron rojas.
- Nena – dijo -. Era otro varón. Lo di vuelta para no verle el pito.
Hizo un silencio como si el sexo del niño preparara la justificación a todo lo que venía.
- Flotaba. Tenía una mancha gris cerca de la nalga izquierda. Le saqué el resto de jabón y de caca con la toalla. Lo llevé a la cama. Lo tenía ahí: callado, quieto, mío. Era un hombrecito desnudo sobre mis sábanas. Lo arropé desde la espalda; le canté un arrorró. Entonces lo di vuelta. El pitito era tan chico, tan blando, que por más que lo besara, que por más que me le sentara encima… Yo ya no tenía bombacha, ni nada, pero ese pitito era puro salir, nomás… ¿Lo estoy asustando?
El Padre Antonio negó con la cabeza.
- Si quiere paro.
- Hábleme de usted.
- ¿De mí?
- Sí.
- ¿Y qué quiere saber?
- ¿Es casada, soltera?
- ¿Qué importancia tiene? - Nanci se ruborizó.
- ¿Soltera?
Nanci bajó la vista.
El Padre esperó un instante antes de seguir preguntando.
- ¿Y tuvo algún tipo de vida sexual…?
Ella no contestó. El tema le daba vergüenza.
- Digo… - insistió el Padre - algún hombre…
Ella lo interrumpió.
- Es lo que usted piensa, Padre, pero no lo que le dije a Silvana. Tampoco el tercero de mis hombrecitos pudo hacer nada.
El padre se quitó la estola y envolvió con ella la Biblia. Por la ventana entraba una luz diáfana que en otra ocasión hubiera sido reconfortante, y ahora no.
- No es lo único que no sabe Silvana… - dijo el Padre.- Digamos que para ser su única amiga, está enterada de bastante poco.
Nanci hizo un gesto despectivo.
- Con Silvana hablamos de otras cosas… Con Silvana jugamos a las cartas.
El Padre asintió.
- Además, no quiero asustarla – agregó la vieja.
- Por el nieto – completó el Padre.
- Fermín – recordó ella -. Un nene de rulitos, que la madre insiste en peinar con raya al medio.
El Padre abrió grandes los ojos.
- ¿Qué edad tiene?
Nanci dudó.
- Creo que seis… - dijo -. La madre habla de sus cuadernos como si la escuela primaria se hubiera inventado para él.
Nanci volvió a toser. El Padre guardó sus ornamentos en la valija de cuero.
- ¿Y la viene a ver?
- ¿A Silvana?
- Sí.
- Cada muerte de obispo. Yo la acompaño y también lo veo. La quiere poco. Jamás da besos.
- ¿Nunca?
- Ni a su madre.
El Padre cerró la valija.
- Es de esos horribles niños consentidos que no saben agradecer – agregó.
- ¿Y qué pasó con el bebé?
- ¿Dónde estábamos?
- En la cama.
Ella bajó la vista a las sábanas, como intentando ubicarse en la escena. Sin levantar la cabeza, dijo:
- Lo serruché.
El Padre, por vez primera, se tranquilizó. Aquello era imposible de creer.
- ¿Y tenía un serrucho ahí en su casa?
Ella lo miró a los ojos. Sin vacilar, dijo:
- Utilicé el cuchillo eléctrico. A los dos años, los huesos son casi cartílagos, ramitas. Para partirle el cráneo tuve que emplear una maza.
- ¿Y para qué quería partirle el cráneo?
Nanci pensó un instante antes de contestar. Sin dejar de mirarlo a los ojos, dijo:
- Para hacer todos pedacitos chicos, como para rellenar una tarta.
El Padre insistió:
- ¿Y también tenía una maza?
Ella subió los hombros.
- ¿De veras le interesa saber eso? Si no tenía las herramientas, las compré.
- Ah – dijo él -. ¿Tuvo que hacer mucha fuerza para diseccionarlo?
Nanci cabeceó.
- A los dieciocho años era una mujer fuerte.
- Habrá quedado la cama ensangrentada…
Nanci bajó los párpados con desconfianza. Por un instante supo que él no le estaba creyendo. El Padre miró su reloj. Era hora de irse.
- Lo llevé al baño – dijo Nanci, parcamente -. Lo aserré adentro de la bañadera, a la que ya le había quitado el agua. Enterré los pedazos en tres baldíos, las tres noches siguientes al asesinato. Me guardé la mandíbula.
El padre se quitó el reloj, como para prolongar más aquellos minutos.
- ¿Los baldíos quedaban cerca de su casa?
- Lejos.
- ¿Llevaba los pedazos en el coche?
- En el colectivo. Las bolsas eran de residuos.
- ¿No tenían olor, no chorreaban?
- Estaban bien atadas.
- ¿Y la del tercer día, por ejemplo?
- Qué
- ¿No largaba olor?
- No.
- Al tercer día, la carne da olor.
- No si está en la heladera.
- ¿Y cómo las enterraba?
- Con una pala lineman. Espero que no me pregunte de dónde saqué la pala lineman.
- ¿De dónde la sacó?
- La tenía. Para jardinería. Cuando enterré la tercera bolsa, en un baldío por Caballito o Floresta, no recuerdo bien, apareció un ciruja. Estaba adentro del baldío, y se me acercó cuando cavaba. Eran las cinco de la madrugada; pleno invierno. No sé cómo no lo vi, si había un fueguito. Sobre el fuego había una olla con agua hirviendo. Levanté la pala para defenderme. El ciruja me tiró al piso de un manotazo. Grité cuando forcejeamos en el pasto. Él trataba de arrancarme la pollera, las medibachas; yo lo arañé y grité como una loca. Apestaba. Al baldío entró un policía. Me quitó al ciruja de encima de una sola patada. Agarraba la pistola con las dos manos y me miraba de reojo. El ciruja intentó sentarse; levantaba las manos para que no le disparara. La bolsa de basura había quedado al lado de la pala.
- ¿Y?
- El policía trató de serenarme; yo le dije que no había pasado nada. No iba a hacer una denuncia contra un linyera. El policía no me preguntó cómo había llegado hasta ese baldío. Por sobre su hombro vi cómo el ciruja se adueñaba de la pala y la bolsa. Hacía un ruido muy extraño con la garganta. Abrió la bolsa: olisqueó su contenido; metió la mano y agarró un pedacito. Lo estudió desmenuzándolo con la uña del pulgar. Finalmente volcó todo en la cacerola. El policía me preguntó si quería que llamara a una ambulancia; yo me negué. Cuando salí de allí, el linyera revolvía su guiso.
El Padre hizo una sonrisa breve, sin dejar de mirar a los ojos de Nanci ni por un instante. Sabía que no debía ni pestañear. Era la única manera de sostener ese tipo de conversación sin que ella lo quebrara. Se dio cuenta de que, con su desconfianza explícita, le había ganado. Levantó la mano derecha para hacer la señal de la cruz.
- Aunque no quieras, te bendigo – dijo.
El director tocó a la puerta. Ya se había excedido del horario de visita. La enfermera esperaba para entrar sosteniendo la bandeja de la cena. En la bandeja había un plato de sopa y un pan.
En el recibidor, las abuelas despedían a sus hijos y nietos. Algunos miraban televisión con ellas; cuatro jugaban al dominó. Silvana estaba sola, ansiosa, como esperando algo. Interceptó al cura antes de que saliera.
- Cambié de idea – dijo.
El Padre la miró sin entender.
- Fui así de mala porque estaba cabreada por las pastillas que perdí – dijo ella -. Pero necesito la plata pa’ cerle el regalo a la Nanci.
- Lo voy a pensar – dijo él. Se puso el sombrero de fieltro -. Saludos a Fermín.
- ¿A quién?
- A su nieto Fermín.
- No tengo ningún nieto – dijo Silvana.
El siguiente servicio lo dio en la iglesia. Eligió el sermón en el que a Jesús le avisaban que su familia había ido a verlo, pero no había podido acercarse al Templo a causa de la multitud: Lucas 8, versículos 19 al 21.
- Le dijeron: “tu madre y tus hermanos están ahí afuera y quieren verte”, a lo que él respondió: “mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la practican…”
También había llamado a Silvana, dos horas antes, para que no le boicoteara la asistencia. Silvana le había prometido que irían las que pudieran ir. Era muy duro salir en invierno, después de los ochenta años. Y la más joven de todas era ella, con ochenta y dos. Ya le iba a llegar a él. Que esperara sentado.
Al servicio concurrieron cinco viejas y una familia con sus niños. Durante la Liturgia de la Eucaristía, Silvana no pudo dejar de pensar, ni por un momento, que esa familia eran un grupo de extras contratado por el Padre Antonio para sostener definitivamente sus argumentos de dar misa en la iglesia. Corroboró la suposición al final de la misa, cuando el marido –de no más de cuarenta años- le preguntó al Padre a viva voz por qué había estado cerrada la iglesia los últimos domingos.
Todos tomaron la comunión menos doña Paula, que insistía en que aún estaba en pecado, aunque recién terminaba de confesarse. El Padre decidió interrumpir unos minutos el servicio para volver a confesarla. Cuando Paula estuvo de nuevo ante él, se le hizo una laguna mental. Tanta fue su desesperación que le pidió colaboración a sus amigas. Doña Esther y doña Francisca corrieron a ayudarla. ¿Sería envidia porque a la pituca de Nilda los nietos le habían regalado una caja de bombones de Los Dos Chinos? ¿Egoísmo por no querer prestarle el Impulse a la hija del portero, que llegó al asilo empapada por haber viajado en bicicleta? ¿Malos pensamientos después de ver aquella escena en la telenovela de las cuatro? El Padre Antonio decidió darle la absolución igual, aunque no se acordara. A doña Paula le pareció una imprudencia de su parte: “Mire si llega a ser un pecado mortal”.
- Un salve y un credo.
Antes de que las abuelas se volvieran al hospicio, el Padre le preguntó a Silvana por Nanci. Ella dijo que Nanci no podía asistir a misa porque seguía mal, sin levantarse de la cama ni para mirar El Mundo del Espectáculo.
- Si se muere y se va al infierno, será su culpa.
- ¿Por qué?
- Por dejá la misa en el asilo así como así.
Después del almuerzo, Silvana reunió a Esther, a Paula y a doña Francisca para comunicarles su desconfianza con respecto al simulacro perpetrado en la misa. Estaba segura de lo que les decía. A ellas les pareció descabellado. Ninguna de las tres había imaginado la asistencia de esa familia como un fraude, sino como un auspicioso signo de que la juventud comenzaba a volcarse, otra vez, a la religión. Por algo el Padre Antonio había leído Lucas 8.
- Lo leyó porque é un estúpido – dijo ella.
Durante los domingos siguientes, Silvana faltó a la iglesia, aunque no pudo lograr que las otras tres abuelas dejaran de asistir. El Padre Antonio notó con irritación que las tres se repartían los pecados antes de hincarse en el confesionario. Los pecados eran, también, tres: mentir con las cartas, emperrarse en no pasar de canal o contar chistes verdes. La que un domingo contaba chistes verdes, al siguiente no dejaba que nadie viera otra cosa que el almuerzo de Mirtha Legrand. Los turnos eran cíclicos. Cuando el Padre Antonio volvió al hospicio no supo bien si lo hacía por buscar a Silvana, porque estaba cansado de la parodia de las viejas, o para continuar escuchando el relato de Nanci.
- El Padre Antonio vino a visitarla – dijo el director.
A Nanci se le encendió la cara. El Padre la notó más demacrada que la última vez. Saludó a Silvana, que se hizo la distraída, y tuvo que pedirle que los dejara solos.
- Ya hablaremos nosotros aparte – le dijo.
- Con usté no tengo nada que hablá – contestó ella, ofendida.
Nanci le enseñó una colonia.
- Me la regaló Fermín, para mi cumpleaños – dijo.
- Ah – dijo el Padre.
- Silvana está enojada porque usted ya no nos visita. La verdad es que yo también lo esperé.
- Tengo mucho trabajo en la Sacristía – dijo.
Ella se rió.
- Los curas nunca tienen mucho trabajo – dijo -.
- ¿Usted cómo lo sabe?
Nanci se acomodó una almohada en la espalda, para estar mejor sentada. Tosió dos veces.
- Me lo puedo imaginar – dijo.
- Ya sé que puede imaginarse muchas cosas… - dijo el Padre.
Nanci volvió a reírse.
- No voy a caer tan fácil como la vez pasada – dijo -. Un cura no me va a hacer enojar con sus desconfianzas de domingo a la mañana… ji, ji.
La risa de Nanci ponía nervioso al Padre.
- ¿Me va a confesar? – preguntó la vieja.
- Si usted quiere.
Hizo la señal de la cruz.
- ¡Usted es el que quiere! Y encima con ese apuro… Yo no necesito ningún perdón.
- Pero necesita contar.
Nanci destapó la colonia. La acercó a su nariz. Volcó un poco sobre su mano izquierda y se perfumó por detrás de las orejas y el cuello.
- ¿Vino por el tercer chico?
El Padre asintió.
- ¿Ya estamos bajo juramento?
- Sí.
La enfermera abrió la puerta. Llevaba una jarra con agua y un plato con pastillas. Le hizo tragar dos, una tras otra. Volvió a llenarle el vaso y se retiró sin saludar al Padre Antonio.
- No les enseñan educación – la justificó Nanci -; solamente a aplicar inyecciones y separar pastillas. Lo sé por el curso que hice en la Cruz Roja, para entrar de portera en el Instituto Marista de Morón.
- ¿Le pedían conocimientos de enfermería?
- No – dijo -. Pero quería averiguar cómo se mataba a alguien con las cosas que uno puede comprar sin receta en cualquier farmacia. Además, siempre toman más fácil al que sabe de primeros auxilios. El curso me llevó dos meses.
- ¿Cómo se llamaba el niño?
- Augusto. Era obeso. El Marista es un colegio con pileta de natación. Él odiaba nadar con los demás, por no mostrar el cuerpo. Empecé regalándole chocolates. No le decía a la madre porque ella se lo tenía prohibido. Era nuestro secreto. Me buscaba en los recreos y después de hora, a escondidas. Yo lo seguía, lo estudiaba. Empecé a dejarle el chocolate en su armarito, donde guardaba la malla y las toallas.
- ¿Los armarios no tenían llave?
- Claro. Yo le ponía el chocolate sobre la tapa del armario, arriba, escondidito. No adentro. Él se subía en un banco, alargaba la mano y lo agarraba disimuladamente. Se los comía adentro del baño, para que nadie lo viera. Esto me lo contó. El juego duró un año. Los que más le gustaban eran los caseros. Los últimos bombones que comió estaban rellenos de nitrobenceno.
- ¿Y dónde los compró?
- Los cociné. Les inyecté el nitrobenceno y tapé los agujeros con trufas. Le di seis. Con que se comiera cuatro, bastaba. El nitrobenceno es una droga común, sirve para hacer perfumes y, en bajas dosis, galletas de postre. Pero es sumamente tóxico. Tiene un sabor y un olor parecido a la almendra.
- ¿Y?
- Fue a la pileta. Tenía convulsiones cuando el profesor de natación, un hombre con barba al que ya tenía harto de tanta excusa, lo obligó a tirarse de la plataforma. Hacía una semana que había cumplido los ocho años.
El Padre movió la cabeza.
- ¿Y no la culparon de nada?
- No alcanzaron – dijo ella.
El Padre sonrió.
- ¿Qué, no me cree?
El Padre negó suavemente.
- ¿Y por qué no me cree, a ver?
- Sus compañeros lo habrán visto mal, convulso. ¿No le hicieron ni siquiera una autopsia?
- Sí – dijo ella.
- ¿Y?
Nanci pensó un momento antes de seguir hablando.
- Ahí me di cuenta de que me equivoqué – dijo.
El Padre esperaba que ella le dijera, por fin, que estaba mintiendo. Nanci, sin embargo, agregó:
- Si tuviera que volver a envenenarlo, lo haría con paracetamol.
- El nitrobenceno salió en el informe…
- Claro. Es un solvente. ¿Por qué iba a convidarle el profesor de natación unos bombones envenenados? ¿Cómo iba a prepararlos? Yo debería haber pensado en todo esto; debería haber comprado una tarta dulce y molido arriba ocho o diez pastillas de paracetamol de quinientos miligramos, de esas que se consiguen en los kioscos. Se utilizan para el dolor de cabeza; son muy comunes y casi nadie sabe el daño que pueden hacer. Mejor aún: gotas. Las gotas de paracetamol son dulces y no salen tan fácilmente en los análisis.
- El niño hubiera notado el sabor.
- Era demasiado glotón. No lo hubiera notado, por ejemplo, en una torta de coco. Pero otra vez el destino estaba de mi parte: en cuanto empecé a sentirme perdida, se supo que la amante del nadador era la profesora de química. Nadie pensó que esa mujer descuidada y torpe no podía haber hecho bombones de pastelería. Para ser repostera es necesario ser bien obsesiva.
Nanci tomó un poco de agua del vaso.
- Los bombones también salieron en la autopsia. Los padres estaban ciegos. Lincharon a los dos profesores antes de que empezaran a defenderse. El colegio dio el caso por cerrado. Al año siguiente se le fue más de la mitad de la matrícula. Yo me jubilé después de catorce años.
El Padre siguió desconfiando.
- ¿Por qué no usar Diazepan como todo el mundo? Conocí dos señoras mayores que intentaron suicidarse con Diazepan. El paracetamol es un detalle demasiado –remarcó la palabra casi burlescamente- específico; el del nitrobenceno más aún. Cualquier chico puede encontrar Diazepan en los botiquines de sus padres, y todo pasar por un suicidio. O una intoxicación
Nanci bufó con desagrado.
- ¿Se murieron esas señoras?
- Una sí.
- ¿De Diazepan?
- De anciana – dijo el Padre.
- Ahí tiene. ¿Cuál es el salvavidas de la gente que intenta suicidarse? El Diazepan. La gente se toma veinte de esas grajeas y lo único que se mata es el estómago. Se lo lavan y listo. No se mueren. La gente no quiere morir, quiere molestar a los parientes, llamar la atención. Para morir con Diazepan hay que mezclar alcohol, y en una escuela es evidente que no corre el alcohol. Entrar una botella puede ser bien difícil. El paracetamol, en la misma medida, causa mayor daño, y sin necesidad de tomar nada.
- ¿Daño cerebral?
- Hepático – contestó, de mal humor.
El Padre dejó de preguntar.
- Los niños son muy inquietos, se mueven mucho y enseguida entran en convulsión. – Agregó: - Aunque si tuviera que matar al nieto de Silvana, hoy no usaría veneno.
El Padre volvió a interesarse.
- ¿Qué usaría?
- Cosas de acá. Un filo. Un cuchillo de cocina. Convencería a mi amigo el cocinero con una mentira tierna para conseguir, por un domingo, la cuchilla de trozar pollos.
- Parece difícil.
- Es un buen hombre. Me quiere mucho. Me viene a visitar.
- Lo difícil sería la mentira.
Ella lo pensó un momento.
- No tan difícil – dijo -. Le diría que quiero serruchar los tacos de mis zapatos, para cuando me vuelva a levantar de la cama. Le diría que lo quiero hacer porque noto que mi amiga Silvana está cada día más encorvada; para no humillarla con mi altura en cuanto me vuelva a sentir bien.
- ¡Si Silvana es más alta que usted!
Nanci miró al Padre como si fuera estúpido. Después de un instante, dijo:
- El cocinero está todo el tiempo esperando oír un cuento así de esta viejita buena. La gente común quiere historias para enternecerse. Una mentira no es mejor que otra porque más gente crea en ella: basta con que la crean los que importan.
- ¿Entonces?
- Haría que el niño se escondiera en el placard, con un juego. Tal vez le daría un chocolate. Le pediría que se metiera adentro de mi valija vacía. Me pondría de pie ayudada por la baranda de la cama. Hacharía al niño con los mismos movimientos con que el cocinero troza los pollos. A ese repugnante niño que nunca quiere dar besos. Después limpiaría la cuchilla con una toalla que también iría a parar a la valija, cerraría esa valija, arruinaría los tacos de mis viejos zapatos para dar un poco de lástima y le devolvería esa misma noche la cuchilla al cocinero.
- ¿Y?
- Y me dispondría a morir en paz.
El Padre irguió la espalda.
- Su amiga Silvana la odiaría por eso – dijo.
Ella asintió con la cabeza, muda. Al fin dijo:
- Asesinar a un chico es un dulce demasiado tentador como para pensar en las caries.
El cura hizo la señal de la cruz.
- No creo que le alcance la fuerza para tanto hachazo – dijo.
- Estoy juntando fuerzas – dijo ella -. Tal vez pueda ocultar la cuchilla debajo de las cobijas, lo invite a un caramelo y le rebane el cuello aquí nomás, sobre las mantas. No parece tan duro.
El Padre sopesó la duda con un movimiento bascular de cabeza.
- No, si existiera Fermín – dijo, casi riéndose.
Nanci se quedó estática, como descubierta.
- ¿Qué? – preguntó.
El Padre guardó la estola en el bolsillo de su saco. Se puso de pie. Agarró el sombrero de fieltro por la copa.
- Que Fermín no existe. Le pregunté a Silvana, y dice que no tiene ningún nieto. No hay fotos…
El Padre señaló hacia la mesa de luz de la otra cama.
- No habrá fotos hasta que no haya besos – dijo Nanci, evidentemente malhumorada. Luego levantó una mano como si estuviera espantando una mosca. Una mano de noventa y tres años. –Esa Silvana está muy viejita y se olvida de todo -agregó.
El domingo siguiente Silvana fue a misa e insistió para estar en el coro. El Padre siempre elegía una señora para que dirigiera las canciones desde el micrófono; a eso le llamaba “el coro”. Era una costumbre de otro tiempo, de cuando la misa estaba llena, pero el cura estaba decidido a no perderla. Aunque la voz amplificada adentro de la nave semivacía sonara con ecos. Ese domingo, sin embargo, había varias personas nuevas. El padre de familia había llevado a unos amigos, que a su vez habían llevado a una tía que estaba de visita.
Silvana comenzó cantando correctamente, pero a mitad de “Pescador de milagros” incluyó las primeras variaciones. Las otras abuelas la miraron sin entender. El Padre Antonio tardó en darse cuenta de los cambios que Silvana introdujo también en las dos letras siguientes. Recién advirtió la maldad en toda su dimensión cuando Silvana terminó “Virgencita guitarrera”. Entonces la miró fijamente, después de hacer un silencio. Ella le sostuvo la mirada con prepotencia. Él continuó con la ceremonia. Quedaban apenas el gloria y la alabanza a María, que decidió hacer recitada. El público no estaba preparado para ese cambio, y ni bien llegó el momento todos empezaron a entonar. Hasta que Silvana cantó “mierda” en mitad del estribillo. La palabra salió amplificada por todos los parlantes. Los feligreses dejaron de cantar. El Padre se aclaró la garganta, esta vez sin mirarla, y comenzó un nuevo sermón a deshora. Como ella intentara empezar a cantar nuevamente, el Padre mandó al monaguillo a que le desenchufara el micrófono. Silvana se bajó del presbiterio y caminó apuradamente hacia la entrada. Salió de la iglesia sin persignarse. Las otras abuelas y las familias dieron vuelta sus cabezas. El Padre tuvo que hacer toc toc con el dedo sobre el micrófono abierto para que volvieran a prestarle atención.
Doña Esther le contó el episodio a la enfermera, que inmediatamente se lo comunicó al director, que constató lo ocurrido con el Padre Antonio. El director no era muy afecto a las cosas sagradas, pero no iba a dejar que sus viejitas lo hicieran quedar mal con el cielo, porque tal vez, bueno… Mejor estar preparado. Silvana adujo falta de memoria momentánea y un repentino ataque de trabalenguas. Había querido cantar “Oh, María, Madre mía”, y le había salido “mierda” mía. “Eso nomá”, dijo.
- ¿Y por qué gritaste la mala palabra?
- Porque se me atoró.
El director decidió dejarla sin postre por cinco días. La penitencia, en lugar de calmarla, la rebeló más. Su amiga Nanci estaba cada vez más enferma, y ese cura no era capaz de ir a rezar por ella. Ese “chupacirios”, decía. Nanci lo único que hacía era dormir. En sus pocos momentos de vigilia había pedido varias veces por el Padre, y una vez por el jefe de la cocina. Silvana lo sabía bien porque se pasaba gran parte del día junto a la cama de su amiga. “Chupacirios, chupacirios, chupacirios”, repetía sin parar.
- Nanci volvió a pedir de hablá con ese chupacirios de mierda-mierda – le dijo al director, que no le prestó atención. No lo iba a hacer hasta que dejara de decir groserías.
Silvana llamó al Padre por teléfono. Le dejó un mensaje terminante en el contestador: si el domingo no daba misa en el asilo, la iglesia quedaría vacía. Ella se iba a ocupar. Él ni se molestó en devolverle la llamada.
El domingo por la mañana las viejitas se amontonaron ante la puerta del recibidor, preparadas para salir. Estaban cambiadas, peinadas y pintadas, pero no se movían.
- ¿Qué pasa? – preguntó el director.
- Silvana no nos deja.
El director se abrió paso hasta el hall. Silvana había cerrado con llave la puerta de entrada, que era de madera maciza, y también las puertas cortavientos, que eran de vidrio. Estaba parada entre ambos cerramientos, en mitad del hall, seria y con los brazos cruzados. Parecía que nada en el mundo la iba a mover de allí. El director le pidió a la enfermera que fuera a buscar los duplicados de las llaves. La enfermera desapareció un instante y regresó con las manos vacías.
- Tiene todas las copias – dijo.
El director golpeó sobre las puertas de vidrio.
- Por favor, Silvana, portate bien y dame las llaves.
- No – dijo ella.
- Por favor – dijeron las viejitas, a coro -, que tenemos que ir a confesar nuestros pecados…
- ¡Qué pecados van a tené ustede, viejas chotas!
- ¡Silvana! – la retó el director.
- Muchos pecados -. Los ojos de doña Paula estaban llenos de lágrimas.
- Abrí de una vez, Silvana…
Ella no se movió.
- Quiero que devuelvas inmediatamente los dos juegos de llaves… - ordenó el director.
- Jamás – dijo Silvana.
La enfermera salió corriendo hacia los dormitorios. El jardinero dijo que él podía salir por una ventana. Agregó que podría ayudar a las señoras para que también salieran por allí. Las abuelas se horrorizaron con la idea. ¡El tiempo que les había llevado arreglarse así, para después tener que salir por una ventana! Qué podía pensar el que las viera, ¡que eran una viejas casquivanas! Además, podían engancharse las medias. Paula pegó la cara al vidrio, para rogarle a Silvana.
- Le mentí a la pituca en el mus… - dijo.
Doña Esther se plegó a los ruegos de Paula.
- ¡Y yo conté un chiste de Jaimito!
Doña Francisca no se quedó atrás:
- Vi otra vez el episodio de Estartrek en el que el señor Spock entra en celo, cosa que le pasa cada siete años por ser Vulcano y no tener emociones ni sexo, por lo que el Entenprais tiene que ir hasta su planeta a traerle la novia…
- ¿Y?
- Y, que la hermana del jardinero no pudo ver Utilísima.
- ¡Qué pavada! – gritó Silvana -. Si quieren al cura, diganlé que venga pa’cá.
- Danos las llaves para ir a avisarle – pidió el director.
- Me las comí – dijo Silvana.
Las otras viejas se largaron a llorar al unísono. El jardinero se ofreció a descolgarse por la ventana para ir a avisarle al cura lo que estaba pasando. Silvana, que lo había escuchado, dijo:
- Que le avisen por teléfono, ¡santo remedio!
La enfermera llegó hasta el director y le susurró algo al oído. El director se puso blanco como un papel. Las viejas levantaron sus ojos llenos de lágrimas hacia la cara blanca. Silvana se puso las manos sobre las tazas del corpiño armado. La enfermera comenzó a alejar a las señoras con palabras sencillas y empujoncitos. Al jardinero se le arrugó la frente y la nariz.
- ¡Nanci! – gritó Silvana.
Buscó torpemente las llaves adentro del corpiño. El director le pidió al jardinero que saliera de allí. Silvana abrió la puerta de vidrio. Soltó el llavero. Caminó hasta su habitación como una sonámbula. El director prefirió esperar afuera la llegada del cura.
El Padre Antonio tardó en llegar, obstinado en dar la misa únicamente para la familia, en la que habían faltado los niños. Mandó al monaguillo a que bajara del púlpito a la nave, para hacerse la ilusión de que había más gente. Cuando levantó el mensaje del asilo, habían pasado más de dos horas. Se puso el sombrero de fieltro, guardó lo que necesitaba en la valija de cuero y salió corriendo. Llegó transpirado y jadeante. La enfermera había logrado dopar a Silvana, que dormía en otra habitación.
- Nanci tenía esto en la mano – dijo el director. Era un chocolatín abollado. El Padre Antonio sacó una botellita de aceite bendito e hizo una pequeña cruz sobre la frente del cadáver. Dijo: “a Ti, que eres mi Creador, te entrego mi alma”. El director observó la escena con los brazos cruzados. La enfermera entró cuando estaban terminando el Padre Nuestro. Entre el director y el Padre, la ayudaron a colocar el cuerpo en la camilla. A pesar de que era liviano como una pluma, en la cama había quedado un pozo. El director intentó acomodar las cobijas para disimularlo.
- ¿Y esto?
Había apartado la almohada.
- No sé – mintió el Padre -. Habrá que preguntarle al cocinero.
Al otro día, mientras preparaban el cadáver para la cremación, el cura les dio la misa que les debía, a pedido del director. Las viejitas estaban muy inquietas y al mismo tiempo vagaban como zombies, porque el director había duplicado la cantidad de sedantes. Siempre que alguien moría en el asilo era de esa manera. Así y todo, Silvana no había logrado dormir hasta la madrugada. Como habían pasado más de doce horas de la primera dosis, le dijeron que podían volver a inyectarle Seconal. Silvana se resistió. Nanci no había tenido otra familia que ella en la vida, y no iba a defraudarla faltándole en los últimos minutos. Era su oportunidad de despedirse. El jardinero, que no podía parar de llorar, también opinaba lo mismo.
- ¿Qué le sucede al hombre? – le preguntó el Padre al director, antes de entrar a la sala crematoria.
- Dice que Nanci fue su novia.
- ¿En serio?
- De todas las que se mueren dice lo mismo.
Lo dejaron entrar a la sala. Se había puesto una corbata oscura y un saco de lana. Entre las manos llevaba un chambergo de paja casi nuevo.
El ataúd era de madera de pino. La enfermera y el director hicieron la señal de la cruz. Mientras el Padre Antonio recitaba el responso, las puertas de la sala se abrieron para dejar entrar al grupo que traía a Silvana. Venía sentada en una silla de ruedas, apretaba un pañuelo mojado entre las manos. El director había comunicado a su familia el deseo de Silvana de presenciar la cremación, para que ellos estuvieran allí. La nuera había protestado, porque tenía que trabajar. El director supuso que no era buena idea dejarla entrar sola al crematorio de su amiga del alma. Las piernas de Silvana estaban tapadas con una manta tejida. Sus ojos estaban hundidos bajo la piel transparente de los párpados.
A la derecha de la silla de ruedas iba la nuera, que no saludó a nadie. El hijo de Silvana esperó a que el Padre terminara la oración y se acercó al director para darle el pésame. Un chico de cabello ondulado y ojos celestes empujaba la silla. Al Padre se le resbaló el sombrero de fieltro, que tenía agarrado por el ala. El sombrero rodó por el piso hasta los piecitos de Silvana, que se montaban uno sobre el otro como si estuvieran rezando. El nene estaba peinado a la gomina, y la extraña raya al medio no podía domar la rebeldía de aquellos rulos.
- Dale un beso a la abuela – pidió la madre.
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