ESTACIÓN
Etiquetas: CUENTOS
3.30.2017ESTACIÓN
Con la leve impresión de estar
llegando a un lugar nuevo, arribó a una estación y alguien le dijo que era el
infierno. ¿Fue un pasajero o el guarda, mientras manipulaba sobre el mecanismo
para abrir las puertas? En el piso de chapa del vagón había dos gotas rojas.
Cerró los ojos. No iba a aceptar ningún infierno porque era joven, porque vivía
en Castelar y porque su madre lo estaba esperando con la comida. El guarda dijo
“parada final”, y a él se le puso la piel de gallina. Las puertas se abrieron.
Una niebla blanca desdibujaba las letras del cartel con el nombre de la
estación. Se bajó. El tren, contra lo que el guarda había dicho, siguió viaje.
Sobre la plataforma, unos
adolescentes escribían la pared con aerosoles. Eran tres, dos varones y una
mujer; se codeaban, nerviosos. La pintada decía “mueran los niños”. El cartel
decía “CASTELAR”.
Delante
del bar del andén un hombre alto y seco apretaba su saco contra el cuerpo,
aferrado a un vaso de vino en el que casi tenía sumergida la nariz. Tosió sobre
la boca redonda de vidrio, y se salpicó el pecho y el mentón. El joven pensó
que no había oído el sonido de la tos.
Una señora se detuvo a mirarlo.
Estaba muy seria; lo tocó en el hombro y le dijo algo. Él volvió a saber que no
podía descifrar sus palabras. Se llevó las manos a la cara, pensando “ojalá
recuerde cómo poder llorar”. Imaginó su rostro convertido en una máscara
brillante, de cera, con todos los gestos quietos y dos pozos negros en lugar de
los ojos. “Volví”, masculló desde la hendija de la boca. “¿Qué?”, dijo la
mujer. Él la miraba desde atrás de la máscara, con los ojos fijos clavados en
el centro de los dos pozos. “Volví del infierno”, se dijo en secreto, mudo. Y
empezó a caminar, con el alma borracha de espanto.
Se detuvo frente a su casa, invadido
por un sentimiento de desconfianza. “No hay por qué dudar”, pensó, para
animarse. La llave giró en falso en la cerradura. La puerta se abrió.
En la cocina estaba reunida casi
toda su familia. Cenaban. Habían venido algunos tíos, una de esas tías viejas
cargaba un bebé entre los brazos. “Hace tanto que no nos visitaban”, pensó,
“que no recuerdo ni sus nombres”. Ellos lo miraron amablemente. Todo estaba
igual, aunque sin sonido (el vino llenando las copas, el roce de los
cubiertos). ¿Se habría quedado sordo? Tal vez, sí, temporalmente sordo. En
mitad de la duda lo sorprendió la voz de su propia madre. Le dijo algo así como
“sentate, querido”, con un tono tan grave que le costó reconocer.
Intentó encender el televisor.
Apretó varias veces la tecla, pero la imagen no aparecía. Verificó que
estuviera enchufado. “¿No anda?”. Su madre levantó la vista del plato para
decir “no”. Pero no lo dijo. Sólo hizo un gesto abriendo la boca vacía de
palabras, y sonrió. Él recibió la sonrisa como un adorable regalo de la
realidad, como un alivio. No le importaba ninguna otra cosa: había vuelto a su
casa y ahora estaba sentado a la mesa con sus parientes, con su hermano menor y
sus tíos. Aquella era su familia, y todos cenaban junto a él, sin advertir que
el aparato no funcionara, o los ravioles no tuvieran gusto. “La comida
preferida de mamá”, pensó. Un par de detalles no iban a empañar este regreso,
la infinita alegría de haberse escapado del tren.
Estaba concentrado en sus
pensamientos cuando alguien lo pateó por debajo de la mesa. Al principio supuso
que sería una broma, porque su hermano, que estaba sentado a la derecha,
comenzó a reír. Después se volvió una cosa molesta, porque era como si le
acariciaran sobre los pantalones, y sintió miedo. De nuevo ese miedo al
regreso. Su hermano se había distraído, y ahora la madre era la que lo miraba y
se reía. Los hombros de ella se movían
hacia arriba y hacia abajo, descubriendo el trabajo escondido de sus
manos sobre las piernas del joven. Él apartó la silla. Se agachó por debajo de
la tabla de la mesa para ver qué pasaba. Levantó el mantel colgante como una
cortina. Su cara volvió a endurecerse totalmente, sin siquiera pestañar. “Es
imposible”, pensó. Ellos, todos los que ahí estaban, no aparecían por debajo de
la mesa. Ni sus piernas, ni sus zapatos, ni la pollera de la madre, ni las
caderas de sus tías; sólo el esqueleto de las sillas vacías y el telón del
mantel.
Se levantó. La idea de saberse
frente a una escenografía montada para recibirlo, para atenuar su desesperación,
lo puso más pálido aún. Los espectros devoraban sus pastas. Sin detalles, ni
gustos, ni ruidos. Le indicaron que se sentara, que no había por qué asustarse.
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Gustavo Nielsen nació en Buenos Aires, en 1962. Es arquitecto y escritor. Como arquitecto ha realizado obras en Capital, Buenos Aires, Córdoba, San Luis y Montevideo. Desde 2008 comparte el Galpón Estudio en el barrio de Chacarita junto a los arquitectos Ramiro Gallardo y Max Zolkwer. Ha ganado el Tercer Premio para el Parque Lineal del Sur (asociado a Max Zolkwer), el Primer Premio para el Oasis Urbano Magaldi Unamuno, Tercer Premio Cenotafio Las Heras y Mención en el Oasis Boedo (asociado a Max Zolkwer y Ramiro Gallardo), Mención en el MPAC (asociado a Sebastián Marsiglia), Mención en el Pabellón Frankfurt 2010 (asociado a Max Zolkwer y a Sebastián Marsiglia) y Primer Premio en el concurso internacional para el Monumento a las Víctimas del Holocausto Judío (también asociado a Sebastián Marsiglia). Escribe notas sobre ciudad y diseño en el suplemento Radar, de Página 12. Ha publicado “Playa quemada” (cuentos, Alfaguara), “ La flor azteca” (novela, Planeta), “El amor enfermo” (novela, Alfaguara), “Marvin”, (cuentos, Alfaguara, "Auschwitz" (novela, Alfaguara)y “Adiós, Bob” (cuentos, Klizkowsky Publisher) , “Playa quemada” (cuentos, Interzona), “La fe ciega” (cuentos, Páginas de Espuma, Madrid), “El corazón de Doli” (novela, El Ateneo) y “La otra playa” (novela, Premio Clarín Alfaguara 2010). Mensajes a gesnil@gmail.com
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