NAVIDAD EN UN DÍA CUALQUIERA
Lo reté. ¿Cómo se iba a confundir después de asistir dos meses a catequesis, para poder tomar la comunión? Todas esas mañanas de sábado desperdiciadas. No es que fuéramos cristianos estrictos, de los que van a misa los domingos. Pero un poco de respeto tiene que haber. A la religión; a nosotros, sus padres. Que no seremos santos... Que tire la primera piedra quien lo sea.
Quiero decir: no somos chupacirios, de esos que se andan confesando. Creemos en Dios, punto. No nos venden esas giladas sobre la virginidad de María, somos partidarios del casamiento gay y del uso del preservativo entre la juventud. No nos gustan los curas en el Vaticano. Y no nos importa que Mati sea adolescente.
Creemos en Jesús. No en Jebús.
- ¿De dónde sacaste esa estupidez? –le preguntó su madre. -¿Para eso te mandamos a la Iglesia? ¿Para decir Jebús?
Mati sonrió. Ser adolescente es como batir agua enjabonada y soplar con una pajita: salen decenas de burbujas. Lindas. Brillantes, transparentes. Explotan y llueven; no manchan, pero hacen resbalar el piso. Para que otros se caigan. Para hacernos caer. Por si no lo habíamos entendido, agregó:
- Je-sús-bus.
Los doce años le quedaban ajustados como un traje de neopreno, para que la realidad no le toque la piel. Su sonrisa es linda, ¿ya lo dije? Como es mi hijo, lo puedo repetir. Mati se sentó al enano sobre la falda. El enano es su perro pekinés. Se lo regalamos en su primera Pascua.
- El enano maneja un colectivo de línea –empezó a explicar Mati-, y los domingos lo usa para evangelizar. Un 60.
- ¿El enano es el chofer? –le pregunté.
- Sí.
- ¿Y evangeliza a otros perritos? –preguntó su madre.
Mati pensó un instante.
- O a la gente. O a los gatos. A todos.
El enano se quiso bajar. La realidad de una religión delivery le quedaba incómoda. Prefería salir a oler sus cacas al jardín.
- Va con la Biblia por los pueblitos, porque es un perro muy creyente. Un devoto.
- ¿Vive en Villa Devoto?
- No. En Once. Reza el Rosario en Villa Ortúzar y da catequesis en Villa Martelli. Se alimenta solamente de vitel toné. Se viste con una chaquetita roja y verde. La palanca de cambios de su colectivo es dorada. El enano maneja el bus. Por eso la gente le dice: Jebús.
Volvió a sonreír, satisfecho con su relato. Su madre se mordió el labio, como diciendo qué pavada. La edad de la pavada. Yo no me reí, aunque los silencios posteriores a sus disparates me parecían más graciosos que los cuentos. Va a ser escritor. Jebús no lo permita.
- Je-sus… ¡bus! –volvió a decir, ante nuestra cara de decepción.
Explica los chistes. No va a ser escritor. Jebús cumple mis deseos.
La madre levantó la mesa. Él se fue a leer el chat en el feis. Prendí la tele y estuve un largo rato buscando algo sin saber, como hace cualquier hijo de vecino con los programas que dan. Con esa continua basura que a veces se parece a la realidad. La espuma estancada del agua de los adultos. Esa que ya no da burbujas, por mucho que se sople.
No quiero que haya malos entendidos: nosotros no somos así. Somos adultos, pero todavía flotamos. Muy responsables para todo, y felices a nuestra manera. La felicidad es algo que está necesariamente para compartir. No se puede ser feliz solo. La soledad está para ser adolescente, porque es un momento de la vida en el que hay que averiguar quién es uno en todas las cosas. En el sexo, en la amistad; con sus padres, con el futuro. Definir todo hace que tengan que pasar mucho tiempo pensando. A solas. A veces el adolescente se asusta. Y tiene que dormir de más, para ver si los sueños le sugieren alguna idea.
En realidad a nosotros no nos va la tele, ni el feis, ni la religión. A nosotros nos va Mati con sus cuentos felices, con sus inventos que seguíamos después, siempre, en la cama. Antes de hacer el amor. O para suplantar al amor.
- Mirá si mañana es Navidad –se me ocurrió.
También pensábamos que él, Mati, se iba a la cama con nosotros en la cabeza, con el enano manejando el 60 y entregando su devoción por los caminos. Ella ya tenía puesto el piyama. Yo duermo desnudo, tapado hasta el cuello. Encendió el aire acondicionado y le puso dos vueltas de llave a la puerta del cuarto. Los veladores eran la única luz.
- Sería un milagro, porque estamos en marzo.
Me molestaba que se pusiera ropa para dormir. Que de día, por el jardín, para jugar con el enano o podar las plantas pudiera andar en pollerita, con los pies desnudos y los hombros al aire, y para la cama se tuviera que vestir con pantalones y camiseta de manga larga. Decía que el aire acondicionado le daba frío, pero no lo bajaba de diecinueve, porque así dormíamos tapaditos. Se acostó y cruzó las manos sobre la cobija.
- La próxima vez que haya una Navidad –dijo- no me voy a sentir mal. Va a estar bueno que sea Navidad.
Lo dijo con una especie de convicción serena. Adiviné: no era una noche para hacer el amor. ¿Para qué cerraba la puerta con llave, entonces? Las últimas fiestas no las habíamos pasado en paz. Fuimos a lo de unos amigos mayores que siempre nos invitan. Habían cocinado un pavo relleno de pasas y nueces. Seco. La ensalada rusa era de lata. Y hubo que tostar el pan.
- La última vez fue un bodrio –dije.
- Hasta ahora siempre fue un bodrio –dijo ella.
Nuestros amigos estaban tristes porque su hijo se había ido de la casa. Se había enojado por algo que a simple vista podía pasar por un maltrato, pero que era simplemente un acto de educación. Dieciocho años. Los padres sabían que él iba a volver; el problema era que no había vuelto para Navidad. Mati nunca nos va a dejar, pensé aquella noche durante la cena, buscando sus ojos con la mirada. Él estaba separando las pasas del relleno, y no se dio cuenta.
- La obligación de disfrutar es una estupidez –dije.
- Así son estas fiestas –dijo ella.
Era obvio que tenía que haber un día fijo. Por el rito, por los comercios, por los niños. El día del nacimiento de Jebús. El enano manejando el 60 por la autopista, a todo lo que da, para que los reyes lleguen puntuales al pesebre.
- El problema es la fecha –agregué.- Si pudiera ser otro día, cualquier día, no existiría la obligación de reunirse con nadie, ni de visitar a los padres. Entonces ellos -tus amigos- no habrían sentido la ausencia de su hijo. Y festejarían la reunión en otra ocasión, cuando se diera naturalmente. Cuando hubiera un acuerdo.
Sonaba razonable. Por algo Jebús andaba sobre ruedas. Para poder movilizarse, ser un tipo flexible que no se queda estancado en una noche. Para cambiar hasta de fecha, si fuera necesario.
- Esa debe ser la razón que nos pone mal, ¿no? –dijo. Me miró fijamente.- A mi hermano lo invitamos otros días del año y estuvo bueno, pero en Navidad siempre tuvimos problemas.
- Pienso lo mismo –dije.- Deberíamos celebrarla un día común.
- Uno cualquiera –agregó ella.
Apagó su velador. Me quedé leyendo un libro que tenía estrellas en la tapa. Sentí que estaba buscando algo en esas páginas, pero sin encontrarlo, como cuando había encendido la tele en el comedor. En esta casa tampoco somos muy afectos a los libros, nos parecen pasados de moda. Supuse que no había ninguna cosa que nos gustara demasiado. Las milanesas, tal vez. En esta familia somos comedores entusiastas de milanesas. Ni gourmets, ni viajeros, ni cinéfilos. No leemos y no escuchamos ninguna música en particular. No tenemos un diario preferido, ni miramos ciertos programas. Nunca salimos. Solamente para Navidad. Y nos aburrimos tanto que siempre regresamos apenas pasadas las doce.
- Festejemos mañana –le dije.
- Dale -dijo ella, y se durmió.
Soñé con renos. Yo manejaba el trineo, que tenía ruedas de goma disimuladas en los patines. La bolsa estaba rellena de telgopor, como un almohadón de juguete.
Nos levantamos tempranísimo. El enano se subió a nuestra cama para despertarnos a lambidas. Movía la colita. Ella lo acarició y le dijo:
- Te vamos a dar un personaje en el pesebre viviente.
Me reí porque algo venía pensando con el enano, que ponía cara de compromiso. Podía hacer de niño Dios.
- De Jebús –dijo ella
Desayunamos rápido como todos los sábados, para poder ir al supermercado antes de que Mati se despertara. Era un esfuerzo vano, porque Mati igual no se despertaba como hasta las dos de la tarde. En el auto ella opinó que podía invitar a mi mamá, si quería.
- ¿Vos les vas a decir a tus viejos? –le pregunté.
Puso cara de no saber. Miró por la ventanilla.
- A tu papá le gusta prender cohetes, y seguro que le sobraron de diciembre -dije.
- Mucho ruido, ¿no?
- Los petardos, sí. Claro.
La avenida estaba desierta. Las casas de los otros pasaban como escenografías sin pinos, sin nieve de algodón, ni moños en las puertas.
- Mati puede hacer de angelito –opiné.
Ella corrigió:
- De diablo..
- No hay diablos en un pesebre.
- Debería.
El estacionamiento del supermercado tampoco mostraba ningún signo de euforia cristiana. Ella llevaba la lista, como siempre. Yo iría a las bebidas y después a las carnes. Ella a todas las otras cosas. La compra normal de una familia. Me dejó solo y me perdí entre las góndolas. Con la sensación de tener la mente en blanco, lo más en blanco que la mañana me dejara.
Me gusta comprar en los supermercados. Lo vivo como un paseo. Ella no, para ella es una obligación. Y para Mati, un aburrimiento. Seguro que en el chino todavía hay festones y guirnaldas. Seguro que hay dragones. Bueno, los dragones no sonaban muy navideños que digamos. ¿Qué objeto persistiría tres meses en los estantes con capacidad de recordarme la Nochebuena? ¿Velas rojas? ¿Manteles? Había solamente de plástico, y deberían ser de tela. Velas, sólo blancas. Ranchera.
Pensé que el secreto podía estar en los envoltorios. Un papel rojo o dorado. Busqué, pero no había más papeles que los de forrar cuadernos, con arañas. No me servía. Por eso fui hasta “Atención al Cliente”, antes inclusive de saber si iba a comprar algún regalo. La chica que me atendió llevaba un pañuelo en la cabeza. Dijo:
- Todavía quedan unos papeles con Papá Noel. Sobraron tres bobinas.
Las buscó en un armario. Cortó un pedazo para mostrarme. Era lo que necesitábamos. El pañuelo le ocultaba una calvicie de bomba de cobalto. No tendría más de veinte años. Ocho más que Mati. Le dije que me servía, que iba a volver después.
Sin los anteojos, había muchas cosas sobre los estantes que parecían apropiadas. Paquetes metalizados. Al acercarse eran galletitas Terrabussi formando una especie de pirámide, o alfajores apilados en columnas, o Chocolinas con envases de color violeta. El color violeta no puede contar, pensé. Cabshas en cajas, podía ser. ¡Los primeros huevos de pascua! Instantáneamente navideños, como los palmitos o los champiñones. Aquí no hay interpretación que valga: uno podría colgar los conejos de chocolate y los huevos directamente de las ramas del pino, como si fueran bochas.
Más allá aparecían unos jarros con estampados de flores y platitos haciendo juego. Platitos, no. Lo playo no sirve, la Navidad es honda. Disney. Vasos plásticos de Disney. Un bebé de PVC que se chupa el dedo y deja de llorar. Autitos para Mati. Ben Diez tampoco, demasiado aniñado. Palos Vaqueros para el enano. Me pongo los anteojos. Entretenimiento comestible, controla el sarro en un cien por ciento. Dr. SHU. Menudencias deshidratadas, deleite de su mascota. Huesos con gusto a cuero digerible y, por si fuera poco, de colores. ¿Sabor pollo, mix de carnes o churrasco? Debería llamar al enano por el celular, y preguntarle. Se merece las tres. Las bolsas hacían un ruido crocante.
¿No hay comida más festiva para perros miniatura? El pequinés tiene la cara fruncida, las patas chuecas como una mesa de luz chippendale. Un hocico de amargado que coincide exactamente con su carácter. Está sordo y viejo. Apesta incluso después de bañado. Tiene mal aliento aunque le lavemos los dientes con dentífrico. Lo seguimos queriendo solamente porque siempre estuvo al lado de Mati. Crecieron juntos, tienen la misma edad. Pero para un perro eso es ser viejo, andar con enfermedades de anciano, la mandíbula infectada, problemas respiratorios, cataratas. Hay que darle los antibióticos mezclados entre los porotos que come. Siempre se traga las pastillas, de tan atolondrado.
El enano es triste, un perro triste. No es que esté triste, simplemente es. Se acostumbró así, porque le pasa siempre lo mismo. Y todo lo que le pasó antes fue bueno, por lo que quizás no termine de entender qué es la felicidad. Va a comer rico esta vez, me dije, muy rico. Va a ligar un juguete. No va a saber qué se festeja, pero en eso es igual a nosotros. Pedigree de 340 gramos de asado jugoso. Me lo llevo porque dice jugoso. Para un perrito, jugoso debe ser Navidad.
¿Qué fruta? Melón, uvas, piñas, pelones. ¿Mango? No, muy exótico. Para festejarla en Brasil. El mango puede ser la fruta navideña del futuro. Cuando yo era chico, no vendían. Y a la piña la llamábamos ananá. Compro higos con nueces, algo exacto, algo que seguramente les ha sobrado de diciembre. Fruta abrillantada. Orejones. Duraznos glaseados. Ciruelas disecadas. El resto de la verdulería no tiene ningún espíritu jinguelbells; no me sirve. Una ensalada de rúcula podría ser, con tomatitos cherry. Esas son las cosas que ella comprará.
Olor a sahumerio, sí. Olor a pollo rostizado, también. Olor a pan casero, horneado en casa. Nunca hicimos pan. Pero el olor a Navidad está cerca de ser un olor a quedarse adentro, a cocina de abuela. Aunque jamás nos quedamos, pienso, siempre terminamos la noche en casa de alguien. Bueno, el olor es un asunto conceptual. Una metáfora. La Navidad puede tener el olor dulce de una Rosca de Pascua. ¿Todavía pondrán bebitos de plástico adentro de esas roscas? Tamaño Jack. Niños perdidos en una masa. El niño que ya no es Mati, que ya no se puede ver en Mati adolescente. El niño fuera de registro, una sorpresa: comerse hasta las migas para encontrarlo se parece a ahondar en la sicología. Pero no lo vamos a pensar así, vamos a creer que sencillamente se extravió, que ese ya no aparecerá. Nunca. Aunque lo esperemos. Que está consustanciado con las migas. Que se amigó.
Antes de pasar a lo que tengo que comprar vuelvo a la góndola de los regalos. Ya sé qué. Compro un cuaderno Rivadavia de hojas blancas para mí. Un Mini Cooper Matchbox para Mati. Para ella, compro gomas de borrar. De todos los modelos: Dos Banderas, Pelikan, Stadler, Milán. Doce. No importa que se repitan, las gomas son cosas para repetir. Ella las colecciona. Le encanta borrar. Querrá borrar el crecimiento de Mati, para tenerlo siempre chiquito, un nene cómodo con nosotros, sin contestarnos a cada cosa que le digamos, sin contradecirnos en todo. Y yo un cuaderno para anotar cosas posibles, para escribir “el crecimiento sirvió”, porque Mati tenía que ser grande. Todos los niños crecen. Lo queremos así. Para anotar sus dudas, lo que le parezca bueno o malo, lo que desea mientras la voz se le pone ronca y le sale pelo en las bolas. Aunque estos cambios no nos gusten mucho, ¿no? Sobre todo a la madre. Aunque estos cambios estén destinados a dejarnos solos en el peor momento, en el momento en el que ya no sabremos estar solos. Seremos gente vieja sin él, de esas personas que no le importan a nadie. Las que molestan en la calle. También le compro una lapicera Sheaffer, y cartuchos. A lo mejor ella, cuando se libere del olvido, quiera volver a recordar. Ojalá.
Me la crucé en los vinos. ¿Qué hacía en mi territorio? Nada, nada. Pasaba. Champán, dice. Por si me olvido. Y que no fuera a la carnicería, porque ella ya se eligió un pecetito de kilo y medio que le recomendaron. Miré adentro de su carro: latas de anchoa, atún desmenuzado, alcaparras, huevos, mayonesa. ¡Ah, la ternera atunada! Comida delicada y feliz. Había también una bolsa con cuatro paquetes. Me la dio, pero me dijo que no la podía abrir.
- Para cuando armes –agregó.
- Mi sorpresa la quiero saber ya.
Ella sabe que no aguanto las sorpresas. “Un marcador azul que viene con el borratinta”, dijo. Me dejó tocarlo por arriba de la bolsa.
- Por si te arrepentís de lo que escribís -agregó.
- ¿Y al enano?
- Un hueso de cuero digestivo.
- ¿Y a Mati?
- Un Playmobil.
- Pero ya tiene doce…
- A él le gusta.
- ¿Y cuál compraste?
- El bombero.
- ¿Para que apague qué?
- No sé –pensó.- Un incendio de juguete.
Adentro del carro había más cosas.
- ¿Y dulce de leche para qué compraste?
- ¿Por?
- Nunca comemos.
- Compré estos pancitos redondos y el dulce, ¿sí?
- ¿Y?
Levantó una cosa en cada mano.
- Pan-dulce –dijo.
Fuimos hasta las cajas en silencio. No estábamos contentos, por lo menos no tanto como hubiéramos imaginado. Todo esto tiene que ver con el cariño, me dije, no es una excentricidad. Ella había hecho envolver los regalos con el mismo papel de los papanoeles. Cuando los vi me dieron muchísima ternura, tuve ganas de abrazarla y besarla como cuando teníamos veinte años y Mati no estaba. Ni el enano. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Pagué con la tarjeta y ella le dio un número a la cajera para que le ingresaran los puntos de la compra. Salí lagrimeando del supermercado, le dije que por la chica de “Atención al Cliente”. Tan joven.
Estar jugando a crecer tiene sus malestares (que no nos vea el que está creciendo de verdad). ¿Me temblaban las manos? ¡Esto no es nada más que una compra! La hacemos cada sábado a la mañana, mientras Mati duerme. Son bolsitas de plástico llenas de cosas (no puedo estar temblando por esto). Así cuando él se levanta ya tiene lista la comida, puesta la mesa. Objetará que las papas no tienen sal, que la Coca no está fría, que no le compramos Savora con miel. En un momento se levantará para irse y nosotros no vamos a entender por qué, si fue al baño, si va a volver, si recogerá alguno de los platos, el suyo, por ejemplo. Y no hará nada. Una burbuja frágil, liviana, que se detendrá en el aire sin saber nunca adónde dirigirse, flotando a la altura de nuestros ojos, los ojos de sus padres, para transformar la realidad que vemos a través. Deformada a su modo. Cualquier leve roce, la mínima caricia, podría destruirlo.
La Navidad es nuestro “packagin”, pensé o lo dije, en el auto. Necesitábamos comprar esta emoción porque necesitamos emociones. Y si no se puede comprar, la alquilaremos. No sé, tenerla un rato. Eso. Ya. Bajé las bolsas y las dejé en la cocina. El libro rojo de Blanca Cotta estaba abierto en la página 304. ¿Thonné se escribía con h y doble n? Yo lo hubiera puesto así nomás, toné. Ella se asomó cuando empecé a revolver en el altillo, buscando las cajas. No se les había juntado ni un poquito de tierra, y siempre que las bajo están re sucias.
- ¿Lo cocino, no? –me preguntó.
- Claro –dije, mientras empezaba a enderezar las ramas. - ¿Compramos algodón?
- Hay…
Ella dudaba.
- ¿Qué pasa?
Se refregaba las manos en el delantal con el dibujo de los muérdagos.
- ¿No es una locura, no?
- No –le dije.- Si necesitamos festejar ahora, ¿para qué vamos a esperar?
Ella tenía los ojos rojos, tal vez porque había empezado a picar cebolla en la cocina. Podía ser. En todo caso habría sido poca cebolla, había que picar más. Llenarse de lágrimas por una cebolla era algo común, de todas las preparaciones.
- Además faltan como nueve meses –conté.
El tiempo que toma llegar a un parto. Dispuse rápidamente, sin mirarla, los muñequitos sobre la madera de la mesa. La Virgen al lado, los burros, la estrella, las ovejas, José y los Reyes (uno cachado). El enano le ladró a mis manos, y tuve que agacharme para hacerle una caricia.
- No es una locura –afirmó ella, con decisión, y regresó a la cocina.
Le pasé un trapo a los objetos. Los fui colgando, reunidos por motivos y formas, entre el follaje de plástico. Las familias de bolas anaranjadas, las familias de conos plateados, los bastones con lunares. Me puse el gorro y la barba postiza. Familias, familias. En esto cumplimos, existencia. Lo hemos logrado. No nos dejamos estar. No nos fuimos con desconocidos. No nos caímos, no nos ha ganado el aburrimiento. Una familia es una repetición, y a las repeticiones hay que aprender a adornarlas. No todo el tiempo uno se escapa de una repetición. Al menos, sin tomar atajos. La repetición es un cul de sac en el laberinto de los días: nos vamos a topar con la pared final a cada rato, y una sola vez con la salida. Para seguir en una familia hay que ser pacientes, esperando lo peor, pero sabiendo que vamos a poder solucionarlo. Para suponer que también todo podrá ser mejor alguna vez, y sumergirse tranquilo en nuestra espuma espesa, en la nieve falsificada de este algodón.
El aroma al peceto sellado en aceite hirviendo llenaba la casa. El enano ladró al aire muchas veces, pidiendo su hueso de juguete, que podía oler a través del envoltorio de papel. Ella se asomó para decirme que se lo diera de una vez, que no había por qué esperar a que el perrito nos entendiera. No tenía por qué saber que en la celebración era fundamental el conteo. Diez, nueve, ocho, siete, seis… la carga del rito de las doce. ¿O esto era a fin de año? Coincidí con ella en que no teníamos que hacerlo desear en vano. Se lo iba a decir mirándola a los ojos, pero justo la encontré mirando para otro lado. Con la cara asustada. O mirándome, pero sin verme, digo. Porque de reojo seguía a su hijo que estaba ahí de pie, a mis espaldas, en calzoncillos, descalzo, con las dos manos a los costados de la cara sin poder contener una boca entreabierta por la sorpresa. En “o”. En “no”. La escena se paralizó de tal modo, que ni el enano pudo seguir ladrando.
- ¿Se volvieron locos? - estuvo por preguntar Mati.
O a lo mejor lo preguntó. Me saqué la barba de un tirón para que viera quién era, por las dudas de que se hubiera confundido. Soy yo, somos nosotros. Vi cómo ella dejaba caer los brazos a los costados de su cuerpo. Rendida. Desolada. Lo vi al enano gemir, como pidiendo perdón. Lo escuché hacerlo. Y me dio pena de que intentara disculparse por nosotros, una pareja grande. Qué culpa tenía el animal.
- La vida en esta casa es una mierda –dijo Mati.
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