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El amor enfermo

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Playa quemada

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Auschwitz

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La otra playa


6.01.2015

BUENOS AIRES AHORA

BUENOS AIRES AHORA por GUSTAVO NIELSEN

“Importa poco no saber orientarse en una ciudad. Perderse, en cambio, como quien se pierde en un bosque, requiere aprendizaje.”
Walter Benjamin, “Infancia en Berlín hacia 1900”.

Hubiera jurado que la cita de Benjamin era otra, que hablaba de la infancia. Algo así como “para conocer una ciudad hay que haber pasado la infancia en ella”. O, mejor aún: “para ser feliz en una ciudad”. Perderse, como quien se pierde en un bosque… ¿El autor alemán asocia el conocimiento al extravío? Aprender a perderse en un laberinto es también aprender a salir de él. El laberinto conocido hace que podamos disfrutarlo sin necesidad de ponernos nerviosos. Si no hay incertidumbre, no habrá pánico.
Nací y llevo ya cincuenta años viviendo en Buenos Aires, en diferentes barrios y durante diferentes gobiernos. Viví en Chacarita, en Pacífico, en Barracas. Viví una Buenos Aires militarizada, viví una Buenos Aires con esperanza en la democracia creciente, viví en una Buenos Aires en quiebra y en esplendor, en crecimiento y en retirada, con inclusión social o indiferente a lo que le pasara a la gente. Fui pobre debido a la crisis económica, me quedé sin trabajo y sin casa dos o tres veces, y también me recuperé y llegué a estados de bienestar sencillos pero pródigos, que se parecen por momentos a la estabilidad. Fui decenas de personas durante todos estos cambios; pero siempre, también, fui yo: un arquitecto y escritor porteño que, como Benjamin, cree que para conocer una ciudad hay que haber aprendido a perderse en ella. La ciudad en la que vivo es inmejorable para el desvío.
Hablo de desvíos no solamente espaciales, de esos que se encuentran al doblar las esquinas, sino de un extravío temporal en la historia. Buenos Aires es una superposición de los sentidos, donde se  confunden razas, pueblos, estilos, olores y sonidos. Adonde lo que prevalece es la mezcla. Y a lo mejor en esto somos un poco ejemplo a seguir, ya que las ciudades no se mueren por exceso de conflictos y actividades, sino por la falta de los mismos.  Ninguna ciudad desaparece sepultada en su propia basura, o porque los autos no circulen con fluidez. No hay deceso de ciudades por exceso de gente. Crecen debido a ese tema. El urbanismo tiene por objetivo suavizar estos conflictos, nunca darlos de baja. No puede. Lo importante es tener cintura para salir de las crisis, entender las novedades, adaptarse y switchear. La diversidad de Buenos Aires hace que sea una ciudad con cintura, hablando en términos boxísticos. Buenos Aires es un lugar que muta constantemente, y que le pide a los porteños que cambien con ella.
Los cambios tan vertiginosos y las sucesivas crisis encadenadas unas tras otras en el collar de la historia argentina crearon en el porteño una gimnasia, un alerta. A Thomas Alva Edison una vez le preguntaron cómo hacía para no frustrarse ante tanto fracaso, y él contestó que no había fracasos, que todos esos inventos que no anduvieron le habían servido para saber cómo “no funcionaban” las cosas. La realidad argentina y latinoamericana se vive entre zozobras, como en un mar picado, y sin embargo hay un aprendizaje que hace que no nos ahoguemos. Buenos Aires es una escuela de flotación con apariencia de tranquilidad.
En esa apariencia afable destacan los árboles que puso Carlos Thays en los lagos de Palermo y las flores que crecen en el Rosedal, las mesitas de los bares sobre las veredas imitando a París, el celeste del cielo de Montevideo, las veredas gentiles de Río de Janeiro, la variedad de comidas como en Nueva York, la exquisitez de los vinos de Santiago de Chile, la oferta cultural de Barcelona, las bicicletas de Amsterdam, el transporte urbano continuo día y noche al estilo Berlín, la variedad arquitectónica de Madrid. Nunca conseguimos hacerlo igual, pero intentamos parecernos en cada cosa a los mejores. Eso ya es un logro. Y, como si eso fuera poco, tenemos el Planetario más bello del mundo, diseñado por el arquitecto Enrique Jan. Y las chicas más guapas. Y el dulce de leche.
La guía Pirelli dice de los porteños que mostramos un temperamento anárquico e individualista; los brasileros dicen que somos fanfarrones, los uruguayos que somos hiper kinéticos y los chilenos que somos presumidos. En convenciones internacionales en donde vemos a todos nuestros hermanos hispanoamericanos destacamos por ser los primeros que discuten y los últimos que bailan (este rasgo compartido con nuestros socios trans cordilleranos). Yo prefiero decir que estamos orgullosos de haber nacido en un lugar donde lo que sobran son Recursos. No de dinero (en ese caso habría inicializado la palabra “recursos” en minúscula). Estoy hablando de recursos humanos, artísticos; estoy hablando de creatividad puesta al servicio de los días. El dinero se gasta, se va, desaparece.
A la sospecha de que esta es una ciudad a la que no es necesario pertenecer para disfrutarla, apuesto con certeza que el extranjero podrá encontrarse a gusto en alguno de sus pasajes con suma facilidad, y llegar a sentirse, por un instante, en su casa. Los visitantes se reconocen en Buenos Aires porque las costumbres locales no están impostadas. La convivencia entre sus barrios existe, es real. El barrio Chino convive coloridamente con la sobriedad de Belgrano, la apacibilidad de Barracas con el ajetreo de la villa 24, el movimiento de Retiro con la siesta de Recoleta. Los límites son siempre difusos, de buena vecindad.
Buenos Aires fue crisol de razas cuando llegaron los inmigrantes italianos, polacos, judíos, huyendo de la guerra. Ahora es espejo de costumbres, tanto latinoamericanas como del viejo continente. Siempre supimos ser anfitriones, nos podemos jactar de eso. La chica salió buena.
Porque por más que el tango en “mi Buenos Aires  querido” haya masculinizado a nuestra urbe, yo la veo muy femenina. Una chica preciosa que se sicoanaliza, pero no se deprime. Nunca. Le vaya bien, le vaya mal. Está acostumbrada a no deprimirse porque siempre mira para otro lado. Le dan un Río de la Plata enorme como un mar para que tenga como su postal diaria, y ella lo ignora. Le dan un Sena para que atraviese la ciudad y le agregue belleza y ella lo bautiza Riachuelo, despectivamente, y comienza a tirar ahí toda la basura que encuentra.
Es una chica que da la espalda a todo lo bueno, pero tiene una espalda tan preciosa que uno se la queda mirando, embobado.
Es una chica que se maquilla en el colectivo, cuando viaja por la mañana hacia su trabajo, y siempre está arreglada como para ir de boda. Y sabe progresar en lo suyo.
La palabra “progreso” no significó siempre lo mismo. A principios del siglo pasado, en el primer centenario de Buenos Aires, significaba construcción, maquinaria, técnica. El trabajador importaba en la medida en que era un eslabón de esa empresa que carecía de reivindicaciones. Hoy “progreso” define, paradójicamente, los aciertos sociales que el empuje del crecimiento no pudo -o no quiso- tener en cuenta en sus principios.
El progreso actual en el mundo no tiene la forma de un edificio, de un puente o un monumento. Ese tipo de futuro ya es viejo, se parece al  que se soñaba hace cien años en las revistas, con torres en las alturas, tranvías colgantes y platos voladores. La vida urbana del futuro tenía lugar en el cielo, y se rascaba la panza con sus inalcanzables edificios. Ese futuro existe hoy solamente en Dubai.
Por suerte.
La mía no es una ciudad de rascacielos. Tampoco es una ciudad chata. Ni zen, de esas para reconcentrarse y meditar. Es una cuadrícula pareja que de vez en cuando presenta alguna anomalía, muchos espacios verdes para pasear y bastante aire todavía respirable. Buenos Aires es una ciudad para andar, siempre lo fue. No para volar. Las decisiones, aquí, se toman caminando. Tal vez ese sea el inconveniente a la hora de intentar pintarla: la chica nunca se queda demasiado tiempo quieta, se escapa, la vemos irse tras las esquinas. Y para poder retratarla esperamos, como mínimo, que pose. O quizás sea imposible de retratar porque siempre es más la que va a ser, que la que es hoy. A sus edificios, sus calles, sus plazas, sus parques y sus habitantes el presente les cuesta; saben sobrevivir, pueden seguir y quieren brillar porque llevan el ADN de la adaptación. Pero lo cotidiano se nos atraganta, aunque tratemos de bajarlo a puro mate.
- Su ciudad me quedó grande -me dijo un capataz cuando se volvía derrotado a su provincia natal. Como si Buenos Aires fuera un saco que él estaba destinado a probarse. Lo compró por Internet, se lo puso, y le quedó grande. En esa acusación estaba involucrada toda su frustración. Muchos otros se quedan a vivir aquí. Algunos, los más, simplemente pasan. Yo aprendí a ser feliz en la ciudad en la que pasé mi infancia, por eso creí en la frase falsa de Benjamin. Pero también me he perdido por acá, y siempre me pierdo, aunque lo bueno, lo realmente bueno y en lo que disiento con Benjamin, es que a Buenos Aires podemos conocerla sin saber jamás cómo se sale. La chica tiene el dato de cuál es la salida, pero nunca lo dirá. Es un secreto guardado en su “querido diario”. Y por más que uno tome recaudos al caminar, despliegue un plano con el dibujo ortogonal de sus calles y aplique toda su memoria personal en el viaje, igual se perderá: sea extranjero o local, argentino o porteño, haya pasado su infancia aquí o en otros lados.

 - Mi ciudad es grande también para mí- le contesté a ese capataz-:  Es una nuez del tamaño de un mundo.

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Gustavo Nielsen nació en Buenos Aires, en 1962. Es arquitecto y escritor. Como arquitecto ha realizado obras en Capital, Buenos Aires, Córdoba, San Luis y Montevideo. Desde 2008 comparte el Galpón Estudio en el barrio de Chacarita junto a los arquitectos Ramiro Gallardo y Max Zolkwer. Ha ganado el Tercer Premio para el Parque Lineal del Sur (asociado a Max Zolkwer), el Primer Premio para el Oasis Urbano Magaldi Unamuno, Tercer Premio Cenotafio Las Heras y Mención en el Oasis Boedo (asociado a Max Zolkwer y Ramiro Gallardo), Mención en el MPAC (asociado a Sebastián Marsiglia), Mención en el Pabellón Frankfurt 2010 (asociado a Max Zolkwer y a Sebastián Marsiglia) y Primer Premio en el concurso internacional para el Monumento a las Víctimas del Holocausto Judío (también asociado a Sebastián Marsiglia). Escribe notas sobre ciudad y diseño en el suplemento Radar, de Página 12. Ha publicado “Playa quemada” (cuentos, Alfaguara), “ La flor azteca” (novela, Planeta), “El amor enfermo” (novela, Alfaguara), “Marvin”, (cuentos, Alfaguara, "Auschwitz" (novela, Alfaguara)y “Adiós, Bob” (cuentos, Klizkowsky Publisher) , “Playa quemada” (cuentos, Interzona), “La fe ciega” (cuentos, Páginas de Espuma, Madrid), “El corazón de Doli” (novela, El Ateneo) y “La otra playa” (novela, Premio Clarín Alfaguara 2010).

gesnil@gmail.com

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