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9.25.2012

EL AMOR ENFERMO / CAPÍTULO CINCO

            "Discos", había dicho la chica, Cristina. No compactos, ni casets; discos. Por eso Saravia desempolvaba el Wincofón, por eso se puso a ver si los cables estaban bien, si el enchufe, si la púa no se había machucado, si aún giraba. Lo tenía guardado debajo de una pila de libros. Esa chica era más "retro" que él, pensó. Para Saravia los casets eran insustituibles, por la durabilidad y las proporciones ideales para apilarlos o llevarlos. Tenía más de dos mesas de luz repletas de casets. Un caset no se echaba a perder a menos que se enredara la cinta en el cabezal; requería realmente pocos cuidados. A su juicio, un invento genial. Silvia era de la opinión de que el sonido de los compactos era insuperable, y por eso a la hora del reparto se quedó con los compactos que eran de los dos, y él simplemente grabó algunos y se quedó con todos los casets, inclusive los de ella, que se los cedió gentilmente dado que ya no le servían. Ella no iba a oír "la mitad de una obra, y tener que darla vuelta para escucharla completa".  Saravia le había dicho que para eso existía el auto reverse, pero ella insistía en que igual había un silencio y algunos "clac trac" en el medio, que la sacaban totalmente de clima. La colección de casets de Saravia había crecido con la separación. Hizo una pila con los de jazz que pensaba pasarle a esa chica, Cristina, y después con los de música clásica que merecían el punto cultural más alto de la tarde, y que ella seguramente estaría agradecida de escuchar, sentados los dos en el piso, llorando. Era una suerte que hubiera resultado morocha.
            Enchufó el Winco: la bandeja todavía daba vueltas, desafiando las leyes de la modernidad. Le pasó un trapo rejilla al cartel con la marca  grabada en relieve. ¿Adónde habían ido a parar sus viejos discos? Habrían entrado a alguno de esos baúles de tesoros que el tiempo vuelve inútiles; al mismo lugar adonde fueron a parar sus pantalones oxford, sus camisas flower power de la época en que fumaba marihuana, sus sandalias de yute que alguna novia le habría trenzado y sus collares de clavos doblados. Junto con sus discos y sus cartas de amor. "Aquello que no se puede tirar a la basura sin tirarse un poco uno", pensó. Por eso Saravia se quedaba toda la vida con los casets: se les podía volver a grabar encima. Y un caset viejo con un concierto nuevo, era un caset nuevo.
            Saravia miró la pieza y la cocina. Todo necesitaba un toque de limpieza. Eran las diez menos cinco de la mañana. Había pasado una buena noche gracias a la primera de las pastillas que le entregó el doctor. Quedaban tres. Saravia pensó que no tenía receta, y que ni bien las terminara, volvería a no pegar un ojo. Era una fija: ahora percibía apenas una vibración menor, deslucida, como si el médico hubiera dejado funcionando un diapasón electrónico adentro de su cabeza. Algo por demás tolerable. La chica, Cristina, llegaría después de la una. Quedaban tantas horas como pastillas. Se fijó en lo que había sobrado de otras veces: un trapo duro, acartonado, una esponja Mortimer y un frasco con desodorizante de inodoros. Sacó plata del caset "Artaud", agarró una bolsa de género, y salió a hacer las compras al supermercado.
            Habían cambiado "URUGUAYOS A VOTAR" por una marca desconocida de gaseosa; la señora que atendía la caja había cambiado su olor a laverrap pasado por uno muy dulce, con perfume a jarabe tibio, y como se había hecho un peinado nuevo muy moldeado, tipo Dorys Day, él supuso que sería el olor del spray. Tenía la boca pintada como una cereza grande o una ciruela chica. Explotó un globo Bazooka para Saravia. El la saludó con una mano levantada.
            En la góndola de los productos de limpieza eligió Echo en el balde de fragancia lavanda para los mosaicos de la cocina y el baño, un trapo de piso gris y uno blanco que estaban en oferta, dos trapos rejilla, una pastilla para inodoros 2000 flushes, lavandina Ayudín concentrada de litro, Pinolux también lavanda (así quedaba todo con la misma fragancia), Pato Purific antigérmenes, el del envase con el pico involcable, otra esponja, un plumero y un escobillón, una pala de plástico, detergente, un producto azul para limpiar vidrios que venía con atomizador, Odex en polvo para su bañadera y Mr Músculo para remover la grasa de la cocina.
            En la góndola de las comidas embolsó una caja de caldos Knorr de azafrán, ajos y cebollas, compró un paquete de arroz Doble Gallo Oro, manteca de la más barata, aceite de oliva, una lata de machas chilenas al natural, una bolsa chica con echalotes, pimienta en grano, un pimentero lindo con manivela, una bolsa de servilletas de papel, agua mineral, dos latas de Coca, dos flancitos tipo casero y una botella de vino tinto. No compró queso rallado para resistir a la tentación. No iba a hacer su gran plato, "machas al pil pil con arroz a la chilena", y arruinarlo o permitir que esa chica -Cristina- lo arruinara echándole queso encima.
            En la caja, la señora de la cereza grande, dijo: "Limpieza, cena y después...", intentando ser pícara. Saravia no acusó recibo. "Quién será la víctima...", continuó ella, contoneando la ciruela chica. Le leyó la cuenta sin sacarle los ojos de encima. Saravia sintió que ni siquiera le sacaba el globo -el plop- de encima, mientras él agarraba su billetera, contaba hasta la última moneda, pagaba. "Y una tan sola...", le sintió decir, en un suspiro, cuando se iba, cuando le daba la espalda a la nueva gaseosa para volver apurado, con el paso rápido. Tenía poco tiempo para ordenar y cocinar.
            Subió las sillas a la mesa, corrió la cama y recogió todos los libros, casets y ropa que había tirados por el piso. Puso todo adentro del placar. Después sacó al balcón una banqueta, una lámpara de pie, las mesas de luz llenas de casets. Barrió con energía. Puso agua y una tapa de Echo en el balde rojo, y lavó el piso de la cocina, el del baño. Pasó el trapo de piso medianamente húmedo sobre el parquet para recoger las últimas pelusas y pelos. Lavó la cocina con el spray de Mr. Músculo y le pasó la esponja verde a todos los azulejos. Movía el brazo rápidamente; para secarlos utilizó papel de diario. Hizo lo mismo con los vidrios. En el baño regó todos los artefactos con Mr. Músculo y polvo Odex blanco; después frotó cada superficie hasta sacarle brillo; echó Pinolux olor lavanda mezclado con un chorro de Ayudín en el inodoro y en la rejilla del piso; limpió el sarro acumulado en la taza con un escobino viejo y  al fin pasó una vuelta completa de Pato Purific antigérmenes y bacterias en los bordes del inodoro y del bidet. Por último, roció el cielorraso con antiohongos y limpió el espejo con el mismo líquido azul que había utilizado para los vidrios. Tenía los ojos rojos. La mezcla de fluidos y vapores que flotaba en el aire le había congestionado la vista, y lo hizo toser mientras pasaba el plumero a los muebles. Todas esas cosas de limpieza eran tóxicas, pensó Saravia; las metió adentro del balde y después las dejó en el lavadero, al costado de las latas viejas de pintura, de una ajada colección de revistas y del tacho de basura al que alcanzaba a través de la ventana abierta de la cocina. Alguna vez iba a tener que limpiar ese lavadero, que hacía de depósito. Eran las once cuarenta y cinco. Estaba mojado, con las manos ásperas por el detergente. Se quitó la ropa y se dio una ducha caliente.
            Se vistió con los últimos pantalones que Silvia le había regalado, y eligió la camisa que  ella prefería, de Angelo Paolo. A Silvia le gustaba porque era absolutamente blanca, sin un vivo, ni marcas a la vista. Pero no se la puso. Se calzó los zapatos de salir con medias de algodón y eligió el blazer para usar sin corbata, aunque a último momento puso la plancha y extendió la roja a lunares blancos sobre la cama. No podía menos que ponérsela. Humedeció la tela, la envolvió en una toalla y le pasó la plancha cinco o seis veces. Pero tampoco se la puso, porque tenía que cocinar. Ya eran las doce y diez.
            Preparó la mesa con las sillas enfrentadas, velas en candelabros. Sacó el mantel del placar, pero lo había guardado sucio, con manchas de tuco, desde una cena que le habían hecho con Silvia a unos amigos de ella. Saravia recordó que él había amasado los fideos, que le habían quedado un poco duros, pero el chico, un ingeniero electrónico, alabó que estuvieran cortados a cuchillo. Era un muchacho callado y hacía pareja con una rubia preciosa que hablaba sin parar. No podía usar ese mantel y no había tiempo para llevarlo a la tintorería. Buscó unos individuales de plástico que había comprado para regalarle a Silvia y a ella no le gustaron; los lavó con el mismo producto que utilizó para el cielorraso del baño, porque estaban infectados de hongos. Los sacó al balcón para que se airearan. Acomodó dos copas, el vino con el sacacorchos clavado, dos cazuelas para el arroz y las servilletas. Se había olvidado del pan; se acordó cuando vio la panera con dos miñoncitos. Ya era tarde. Volvió a la cocina. Sacó, del mueble de abajo de la mesada, una olla, una pava, la pilpilera (que era un cuenco de barro que había conseguido una vez que fue a Chile con Silvia, a visitar a unos parientes de ella), una tabla de madera y una cuchara, también de madera. Decidió que serviría la comida directamente en las cazuelas.
            Picó los echalotes, la cebolla y los ajos, a los que extrajo el centro verde, cortándolo por la mitad y escarbando con la punta del cuchillo. Puso aceite a calentar en la olla y echó todo ese picadillo; le agregó una cucharada de ají chileno en crema marca JB, y sal. Después midió dos tazas medianas llenas hasta el tope de arroz y las echó adentro, revolviendo con la cuchara de madera. Mientras tanto había puesto a hervir tres tazas de agua (una vez y media el volumen de arroz), con el caldito de azafrán adentro, desmenuzado. Cuando hirvió, virtió el agua sobre el arroz dorado, adentro de la olla y a fuego fuerte. Esperó un rato, hasta que el nivel de agua bajó e hizo burbujas de agua sobre la superficie del arroz. En ese punto, bajando el fuego al mínimo, cubrió la boca de la olla con una hoja de diario simplemente doblada, y le apoyó la tapa encima. Esto lo había aprendido de Isabel, una amiga de Silvia. Era un método que usaba la cantidad exacta de agua para cocinar el grano de arroz, sin alterar su tamaño. Había que ir consultando el parche de papel de diario, hasta que el anillo de humedad que comenzaba en los bordes de la olla y se iba llenando de a poco, se quedara sin centro. Una de las últimas veces que Saravia lo consultó, el anillo estaba casi cerrado. Al final se apagaba el fuego y ya estaba: entre quince y veinte minutos. El arroz nunca se pegaba en el fondo; los granos se separaban como en la comida china y no se inflaban, porque la albúmina no absorbía otra agua que la necesaria. Iba a continuar cocinando mientras oía el caset de Esnaola, con Antognazzi en piano solo; se iba a dar ese gusto. Una exquisitez como ese plato precisaba condimentarse con una exquisitez auditiva, pensó. Metió una corteza de miñón en la cacerola y lo probó: le había puesto muchísima cebolla; eso lo volvía excepcionalmente baboso. Pensó en hacer el pil pil con el mismo criterio, usando más ajo que el habitual.
            Para el pil pil había que hervir el aceite en el cuenco de barro y dejar marchitarse adentro -hasta ponerse negros- unos diez o doce dientes de ajo enteros. Luego se los retiraba con una espumadera y se ponían diez nuevos dientes, o veinte, como puso Saravia esta vez, también enteros, y las machas. "Hay que tener mucho cuidado, porque las machas al natural vienen enlatadas con agua", le había indicado Isabel, "y el agua hace saltar el aceite hirviendo". Saravia escuchó crujir al conjunto. Le puso pimentón y romero. Esperó casi seis minutos a que los mariscos estuvieran dorados.
            La comida se servía por porciones; de base el arroz y en el medio, acomodadas en un hueco, las machas y los ajos. Preparados de esta manera, los ajos se deshacían en la saliva, sin hacer mal al estómago. Era un manjar digno de un festín. Casi podía decir Saravia que este era el único plato que lo hacía quedar de maravilla, y con el que había hecho las delicias de su "ex". Supuso que era bueno pensar en Silvia como en una "ex", aunque sentía que era forzado. La expectativa por darle de comer a esa chica -Cristina- hacía que creyera en esas cosas. Ni bien ella se fuera, volvería a extrañar a Silvia. O tal vez no. Miró el reloj. Era la una y catorce, y aún no estaba vestido. Descolgó del balcón los individuales y los acomodó sobre la mesa. Se les había ido el olor a desinfectante. Cambió a Antognazzi por Ella Fitzgerald cantando Moonlight. En el baño se puso la camisa y se hizo el nudo de la corbata. Con el saco puesto se veía impecable. Una y veintiséis. Se peinó con las manos para no quedar tan formal. Se puso gotas del único perfume que tenía, detrás de las orejas y en las muñecas. ¿Cuánto tiempo hacía que no organizaba un almuerzo? El último había sido el asado de aniversario con Silvia, doce rosas rojas y helado Haggen Daaz de vainilla como postre. Medio kilo, ni más ni menos. Hubiera sido un detalle comprar dulce de leche para los flancitos, pensó. Aunque quizás la chica -Cristina- estuviese a dieta, o por empezar una. No recordaba; en realidad no se había dado cuenta, si era gordita o flaca. A Saravia le gustaban flacas con la cintura marcada, como Silvia.
            Después salió del baño y se sentó a esperar. Dos menos cuarto. Si tardaba un minuto más, tendría que recalentar la comida. Buscó una fuente Pirex y echó adentro el arroz con las machas encima, coladas de aceite. Las colocó de un modo estético; si él se vestía bien, también iba a vestir a su plato. Encendió el horno y esperó hasta menos cinco. El arroz ya estaba frío. Metió la Pirex. Dos y diez, ella tocaba el timbre.
            - Discúlpeme la demora, pero el doctor no me dejaba salir. Le dieron como celos; no sé. Insistió en que me quedara a hacerle compañía.
            - No es nada -dijo Saravia.
            El trajecito que ella se había puesto era uno entallado, tipo Etam, con pollera y zapatos de gamuza grises. El color del saco también era gris. Llevaba una cartera de cuero y  guantes blancos en las manos, que no se sacó. Debajo del saco llevaba una polera bordó, de cuello amplio, que le llegaba hasta la papada. Saravia observó que por los costados de las mandíbulas hasta los cachetes, ella había tapado con esmero y excesiva base lo que bien parecía un sarpullido. Le dio la mano y ella le acercó la cara para darle un beso en la mejilla. El respondió al beso. Además de la cartera, llevaba una gran bolsa de papel grueso con el logo de Levi's.
            - Traje los que encontré -dijo, contenta. Señaló hacia la casetera preguntando:- ¿Quién es esta señora?
            - La Fitzgerald -dijo él, esperando que ella asintiera emocionada.
            - No la tengo. ¿Es medio triste, no? -agregó, frunciendo la boca.
            Saravia observó que llevaba poco maquillaje, salvo el tapaporos opaco que le subía desde abajo de las mejillas.
            - Es triste, sí -dijo.
            Ella dejó la bolsa sobre la mesa.
            - No traje los muñecos -explicó alegremente-. En casa siempre almuerzo con ellos, con la Barbie astronauta y el Snoopy, pero hoy, como ya venía cargada con los discos... Traje una música bárbara. ¿Y ese olor?
            - Machas al pil pil. Una comida chilena. El arroz está preparado legítimamente "a la chilena"...
            - Mientras no tenga ni cebolla ni ajo, todo bien -dijo ella, caminando hacia la casetera con el dedo índice extendido apuntándole a la tecla de stop-. ¿Por qué no ponemos algo más alegre?
            Saravia había comenzado a decir "esta comida no tiene ajo y cebolla, es ajo y cebolla", pero se quedó estático viéndola abrir la bolsa y sacar esos discos.
            - Me vine con uno de Sandro, el más movido, uno de "Los Ten Tops", el segundo de "Música en Libertad", que es el que tiene las cabecitas pintadas y un caset de Heleno: "La chica de la boutique". ¿Cuál pongo?
            - ¿Qué son las cabecitas? -preguntó Saravia, alelado.
            Ella deslizó el disco del sobre. A la luz de mediodía que entraba por la persiana entornada (que Saravia había bajado para producir un efecto de nocturnidad) se le notaban cientos de rayones. Ese disco estaba absolutamente maltratado. El vinilo era amarillo y rosa en lugar de negro, y tenía siete cabezas de jóvenes de antes, pintadas una al lado de la otra. Pelilargos y con cara de feliz cumpleaños.
            - ¿Quiénes son? -preguntó Saravia.
            - Son los que bailaban en el programa. Este es Elio Roca, por ejemplo. Este otro, Raúl Padovani. ¿No están irreconocibles?
            Saravia no le contestó. Esos muchachos eran irreconocibles para él, y en lo más profundo de su ser suponía, quería, anhelaba con todas sus ganas que continuaran siéndolo.
            - ¿Donde está el tocadiscos? -preguntó ella.
            - No tengo -dijo Saravia, tapándolo con el cuerpo.
            - Ufa.
            Ella tomó el caset y se dirigió hasta el grabador. Saravia vio el Winco a sus espaldas como una indecencia, y le tiró unos almohadones encima. Había quedado parcialmente oculto. Cristina puso el volumen al máximo.

                                                "Iba yo paseando, vidrieras mirando,
y mientras soñando, cuando te vi,
tu estabas en pose, un poco filmando,
parada en la puerta de la boutique..."

            Ella bailaba. Movía los brazos en el aire, sobaqueando. Giró, hizo shock con el brazo levantado, enfrentó el panel de fotos clavadas a la pared y preguntó:
            - ¿Y ésta?
            Eran las fotos de Silvia, obviamente, que él se había olvidado de desclavar. Era Silvia jugando al metegol en una playa francesa, Silvia recitando a Shakespeare, Silvia en la puerta del Teatro Colón después del abono de Schönberg, Silvia posando delante de la fuente de las Nereidas con un retrato de Lola Mora en las manos y cara de pícara. Las mejillas de Saravia se pusieron lívidas. Había contemplado todos los detalles posibles, salvo quitar las fotos. Silvia leyendo el diario original de Frida Kahlo, en México DF. Silvia brindando con Navarro Correa Chardonnay en el Club del Vino. Silvia en bicicleta, a los doce años, paseando por Londres. Silvia en la rampa de la Biblioteca Nacional, con el edificio por detrás de su cuerpo. Silvia sentada en la escalinata de la Facultad de Ingeniería. Silvia con su libro de poemas de Rimbaud. Silvia abrazada a su violín, que nunca aprendió a tocar. Silvia en la inauguración de La Villette. Silvia frente a su pintura favorita, una azul con líneas rojas que le regaló su amiga Ana Eckell. Silvia frente a un afiche de Julio Bocca con la publicidad escrita en letras griegas. Y Cristina mirando todo eso.
            - ¿Quién es?
            - Una amiga -dijo Saravia.
            El tono le había salido muy brusco, tanto que ella dejó totalmente de bailar. Nadie tendría veinte o más fotos pegadas de una amiga, de sólo una amiga.
            - Mi mejor amiga... -agregó, y también se arrepintió, porque continuar hablando era darle demasiada importancia a algo que tendría que haber pasado desapercibido. Saravia pensó que ese descuido marcaba un comienzo equivocado, que echaba a perder todo el esfuerzo: limpiar la casa, cambiar las sábanas de la cama y planchar su corbata roja a lunares blancos. Todo había sido inútil.
            - Esta comida tiene cebolla y ajo -dijo ella-. Puedo olerlo. Y recién abrí el tacho de basura para tirar el chicle y vi que había cáscaras de cebolla...
            - Pero está saltada en aceite de oliva, y después hervida en el agua del arroz.-Saravia sacó la fuente Pirex del horno y la puso sobre la mesa, encima de una madera. Cargó un poco de arroz en el tenedor- Pruébela, hagamé caso.
            - Odio la cebolla -dijo ella, poniendo cara de asco-. Nada odio tanto como la cebolla y el ajo. ¿Esto es un diente de ajo?
            - Sí.
            - ¿Entero?
            - Sí.
            - Puaj.
            La canción seguía sonando. Saravia escuchó:

"Me preguntaste 'que va a llevar', te dije 'nada',
yo sólo quiero mirarla a usted, sin molestarla,
más si pudiera, lo intentaría, aunque comprarla,
no con dinero, sí con cariño, nunca dejarla..."  

            - Es una comida especial -dijo él-. No sabía que no le gustaba.
            - Por mi no se preocupe -sonrió ella-. Igual, al mediodía siempre me arreglo con cualquier cosita. No me sirva vino, gracias, que después tengo que seguir trabajando... ¿No tiene  yogur, o algo así?
            Saravia subió los hombros. Desganado, dijo:
            - En la heladera hay dos flancitos.
            Ella fue a buscarlos lo más contenta. Saravia se dirigió hasta el Winco y le arrojó un toallón. El toallón cayó sobre el conjunto de tocadisco más almohadones, creando una especie de montaña. Bajó el volumen del grabador antes de que terminara la canción.
            - ¡No son diet! -gritó ella-. Qué lástima que no tenga centro musical, para poner el de las caritas, que es genial. ¿No habrá dulce de leche?
            - Se queja porque no son diet y pide dulce de leche...
            - Dulce de leche diet, me refería. Obvio.
            Había dicho "ob-vio", separando las sílabas. Saravia pensó que había actuado con grosería. También pensó que el disco de las caritas no podía ser "genial", que nada de lo que había hecho en ese día había sido genial. Lo único bueno era que tenía la casa limpia, e iba a disfrutar de la comida a cualquier precio. Regresó a la mesa decidido a llenarse un vaso de vino y a servirse sus machas con arroz. El olor era el de un manjar exquisito, chileno, que hubieran degustado en silencio, en otro tiempo, Silvia y él. El plato de un sibarita que come ajo y cebolla. Sirvió en una cazuela, mitad arroz, mitad mariscos. Probó un ajo, que se veía semitransparente: se le deshizo en la boca sin esfuerzo, al entrar en contacto con la saliva de la lengua. Miró a la chica, a Cristina. Deglutía su flan a cucharadas, delante de la heladera abierta.
            - ¿No le gustó la música? -dijo, masticando el último bocado.
            "Eso no es música", estuvo por contestar Saravia, pero se contuvo. ¿Qué clase de anfitrión era? Llevó la fuente hasta el horno, para que se mantuviera caliente. Salieron juntos de la cocina. Ella se aproximó a su silla chupando la cuchara, moviendo su cintura -una hermosa cintura, observó Saravia- como si bailara aún lo que sonaba tan bajo -ese bodrio, observó Saravia-, mientras canturreaba "...te miré a los ojos y dije sonriendo, que chica tan linda que venden aquí..."
            - ¿Lo dejo en la mesa o lo llevo a la basura? -preguntó, inclinando el pote vacío hacia ambos lados.
            - Déjelo acá y siéntese, por favor. Conversemos. Es una pena que no le gusten los mariscos... Están tan ricos...
            - Uf. Me dan un asco...
            - Debería probarlos.
            - Una vez los probé, cuando era chica.
            - Debería intentarlo de nuevo. Bueno, no ahora, después del flan...
            - ¿Puedo comerme el otro?
            Saravia sintió que era imposible negarle algo, viéndola tan entusiasmada.
            - Como guste -dijo. El tono le salió de reproche, a pesar de él. Bebió su copa de vino de un tirón y se sirvió nuevamente. Ella fue a la cocina con el pote vacío y tardó unos minutos en volver. Saravia cortó una rodaja de pan de un centímetro de ancho, le sacó un poco la miga, ahuecándola, y le acomodó encima un colchón de arroz coronado por dos machas chicas. Era inútil explicarle a esa Cristina lo que significaba saborear aquel manjar. Apretó un poco el pan, que crujió y salpicó gotitas de aceite. Ella regresó con el segundo flan. La expresión repulsiva se le había ablandado, como si se hubiera dado cuenta de su falta de ubicación y estuviera por disculparse. Dejó el pote tapado sobre la mesa, con la cuchara a un costado. Cruzó los dedos en sus manos enguantadas.
            - No es que desprecie sus mariscos... -dijo- Me dan un poco de impresión. Aunque se ven sabrosos...
            El se metió el pan entero adentro de la boca y lo saboreó con los ojos levemente cerrados.
            - No es que me repugne su comida... -continuó corrigiéndose- Pero la cebolla no me cae, no la puedo pasar... El ajo no importa tanto. Aunque si como ajo el doctor se daría cuenta, y siempre me pide que no coma cosas fuertes al mediodía... por el aliento, ¿no? Una trata con gente, al fin de cuentas...
            Saravia tragó su canapé. Volvió a abrir los ojos. Sorbió un poco de vino y lo deslizó por el interior de su boca, paladeándolo como el mejor catador. Era Carcassonne, un vino de cinco pesos que a él le parecía sublime. Ideal para acompañar esa comida.
            - La verdad es que el ajo me gusta, pero lo repito todo el día... Lo único que me atrevería a probar es el arroz solo, a lo sumo con uno de los bichitos... ¿Cómo se llaman?
            - Machas.
            - Parecen almejas.
            - Son como almejas, pero con la concha más recta...
            - Ah.
            Silvia siempre decía que al pescado o a los mariscos había que comerlos con vino blanco helado; "frappé", decía, para más exactitud, y pasaba la botella de Kleinbourg de la puerta de la heladera al congelador, un cuarto de hora antes de comer, para darle el golpe final. Controlaba el tiempo exacto con un despertador. A Saravia, los pescados le daban igual con Kleinbourg o con un buen merlot, pero para los mariscos prefería cabernet sauvignon.
            - ¿Puedo probar? -pidió ella.- Para que no se sienta mal, Saravia, tanto trabajo...
            - ¡Pero ya comió el flan!
            - ¿Qué importa? Adentro se mezcla todo...
            Saravia pensó que aquella mujer tenía una linda sonrisa y sugerentes piernas, pero el paladar de un mono araña. Cortó la última rodaja de pan y armó un canapé.
            - Poquito, nomás, para probar...
            - ¿Va a comer con guantes? Mire que chorrea...
            - ¡Si el pollo se come con guantes...! -tenía la respuesta preparada, pero a Saravia no le sonó muy convincente. ¿Adónde era que el pollo se comía con guantes? ¿En qué lugares? ¿Qué hacían después de comer con los guantes engrasados; los lavaban, los tiraban? Cristina tomó el pan entre los dedos y lo apretó demasiado o lo agarró mal, porque se le dio vuelta sobre la palma y la macha le voló a la polera. Intentó manotearla en el aire gritando "no se preocupe, no se preocupe", y en el movimiento enganchó la botella con el meñique izquierdo y la volcó sobre la mesa, con el pico en dirección a su propio cuerpo. El vino saltó en un chorro hasta su saquito y, como ella se paró muy asustada, también se le mojaron la falda y las medias. La botella rodó salpicándolo todo hasta el borde de la mesa; entonces cayó. No se rompió, pero quedó girando sobre el parquet escupiéndole los pantalones a Saravia y los zapatos a ella. Asustados, los dos se agacharon a recogerla. Las cabezas chocaron entre sí; ella cayó sentada y se le mojó la cola de la pollera.
            - Disculpe -dijo Saravia, levantando la botella. El charco de vino ocupaba un círculo debajo de la mesa casi tan grande y tan oscuro como la sombra comprendida entre las cuatro patas.- ¿Se siente bien?
            Ella se cubrió la cara con las manos.
            - Venga que la ayudo a incorporarse -dijo Saravia, tomándola por los sobacos. Cristina casi no se esforzó. Lloraba. Saravia, en el movimiento, percibió el olor que le salía del cuello, mezcla de menta con remedio. Tenía manchas de vino en la pierna derecha, en los zapatos, en la pollera por adelante y por atrás, en el saco, los guantes y la polera.
            - Siempre hago lo mismo... -sollozó- Maldita sea.
            Las lágrimas le habían corrido el maquillaje tapaporos y buena parte de la base; ella tocó con el guante derecho la pasta que comenzaba a formársele por debajo de las mejillas. La pasta estaba compuesta en parte por vino, en parte por lágrimas, transpiración, perfume, pomada y maquillaje. Agarró la cartera como un escudo y empujó a Saravia para meterse en el baño. Fue una maniobra inesperada, abrupta. Cerró la puerta de un golpe. A Saravia le pareció que estaba enojada. Levantó la copa de la mesa y bebió otro sorbo. Fue a la cocina y volvió con el trapo y el secador. Absorbió el líquido del piso y después retorció el trapo mojado sobre la pileta de la cocina. Pasó un trapo rejilla humedecido sobre la mesa. Llevó los platos y los individuales a la cocina. El no había terminado, pero no tenía más ganas de comer. Se sentó a esperarla. Un fuerte olor a vino impregnaba toda la casa. Pensó en encender un sahumerio, o en echar desodorante de ambientes, o al menos en abrir de par en par la ventana para que entrara el fresco de la tarde, pero no le dieron ganas de hacer ninguna de esas cosas. El caset en el grabador giraba casi mudo; tampoco le dieron ganas de detener aquel movimiento. Se sirvió el resto del vino de la botella  y aferró la copa entre sus manos. Tenía miedo de que esa chica saliera a volcarle lo poco que quedaba.
            La tapa del disco de los Ten Tops prometía la "danza africana" y "el swing de los saltarines del amor". El, definitivamente, no era un "saltarín del amor". Tampoco lo era Silvia, ni creía que ella -Cristina- lo fuese. Había demostrado ser un poco torpe, bueno, pero en el consultorio le había salvado la vida. Era una mujer solidaria; eso significaba mucho para Saravia. Una buena chica. Lo que pasó es que estaba asustada. Tal vez no debería haber concertado la primera cita en su casa. Era sólo un ambiente, aunque grande; la presencia de la cama la habría predispuesto mal. Era casi como decirle: "tengamos relaciones". "Hagamos el amor"; "vayamos a dormir la siesta"; invitaciones vergonzantes. Se malhumoró por la equivocación. La culpa era de él. Ella no había hecho más que reaccionar según sus impulsos. ¿Si no le gustaba la cebolla, por qué comerla? ¿Para darle el gusto a Saravia? ¿Quién era él para obligarla a escuchar música culta? ¿El era más culto, acaso, por saberse de memoria cada movimiento de la "Novena Sinfonía", por ubicar el orden de los "Cuadros de una exposición" de Moussorgsky? Sí, claro, era más culto. Sin duda alguna Beethoven era mejor que Sandro de América, pensó. ¿Y de qué le servía tanta cultura, si estaba todo el día tirado, sufriendo por amor? Si extrañaba tanto a Silvia. Si una chica hermosa -no Silvia, sino Cristina- aceptaba almorzar con él y él trataba solamente de imponerse, de traspasarle sus gustos, de obligarla a tragar lo imposible hasta hacerla casi pedir perdón, pobrecita, hasta casi hacerla probar lo que le daba asco. Le había ocultado el Wincofón; le  había bajado el volumen de la canción antes de  que terminara y ahora continuaba girando, muda y tonta, en su grabador. Se paró y se puso al lado de la puerta. Pegó su mejilla izquierda a la madera.
            - ¿Se siente mal, señorita?
            "¿Qué te hacés el dulce ahora, Saravia, después de maltratarla?". El agua de la canilla dejó de correr. "Ahora que está manchada, ahora que está por enseñarte el sarpullido".
            - Toc, toc -hicieron sus nudillos contra la puerta. No podía prestarle ropa limpia, ni hacer nada por ella. Unicamente podía despegar las fotos de Silvia; aunque ya las había visto. ¿Qué iba a pensar Cristina cuando no las viera? ¿Que aquella mujer había dejado de ser amiga íntima en el instante en que a ella se le manchaba el trajecito de Etam? Era tarde para todo, supuso Saravia, hasta para disculparse con más convicción. Dio un paso hacia atrás. Su zapato izquierdo tenía una mancha seca de vino, casi en la punta. El interruptor de la luz del baño hizo clic. Cristina abrió la puerta. Tenía la cara seria, se había puesto los anteojos y levantado el cuello de la polera hasta el límite del labio inferior, lo que la convertía en una mujer sin cuello. Saravia desvió la vista. El trajecito estaba mojado por grandes manchas de agua que ampliaban las manchas de vino. Caminó en silencio hasta la mesa y guardó los discos adentro de la bolsa de Levi's.
            - Ahora tengo que ir a cambiarme la ropa, así que me voy a casa. No puedo regresar empapada a la oficina.
            Seguía seria; la nariz parecía haberle crecido otro medio centímetro. Con una mano se agarraba el codo del brazo que sostenía la bolsa, para rascarse disimuladamente. Estar tan seria la convertía en una mujer más alta.
            - ¿Quiere plata para el taxi?
            - No -respondió, cortante.
            Saravia notó que intentar sonreír era peor. El caset de Heleno seguía girando en el grabador, olvidado y silencioso; ellos no le prestaron atención. Entre los dos cuerpos quietos había un freezer abierto, con las machas congeladas, el Kleinbourg frappé y el flancito que quedaba. Ella se acordó, lo miró y lo levantó de la mesa.
            - Lleveseló, para después -dijo Saravia.
            - Gracias -ella bajó la cabeza y guardó el flan en la cartera. Volvió a mirar nuevamente a Saravia y le dijo: "Igual estuvo lindo". Se alisó la pollera, el saquito y el pelo. Se acercó a Saravia y le dio un beso corto en la mejilla izquierda, muy cerca de la oreja. Tanto, que él lo sintió adentro mismo de la oreja, como un pequeño soplido. Caminó hasta la puerta. Abrió. Salieron al pasillo.
            - La acompaño... -empezó a decir Saravia, pero ella ya bajaba las escaleras. El vio cómo su cabeza se iba hundiendo en el piso a medida que bajaba por el hueco. Al doblar en el rellano ella se levantó los anteojos y, aunque parecía que no iba a decir nada, que iba solamente a mirarlo, le anotó la cita en la memoria. Tenía los ojos rojos de llorar.
            - Pasado mañana el doctor Lépez lo espera a las tres, para leerle los resultados de la audiometría.
            - Bueno -dijo Saravia.

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Gustavo Nielsen nació en Buenos Aires, en 1962. Es arquitecto y escritor. Como arquitecto ha realizado obras en Capital, Buenos Aires, Córdoba, San Luis y Montevideo. Desde 2008 comparte el Galpón Estudio en el barrio de Chacarita junto a los arquitectos Ramiro Gallardo y Max Zolkwer. Ha ganado el Tercer Premio para el Parque Lineal del Sur (asociado a Max Zolkwer), el Primer Premio para el Oasis Urbano Magaldi Unamuno, Tercer Premio Cenotafio Las Heras y Mención en el Oasis Boedo (asociado a Max Zolkwer y Ramiro Gallardo), Mención en el MPAC (asociado a Sebastián Marsiglia), Mención en el Pabellón Frankfurt 2010 (asociado a Max Zolkwer y a Sebastián Marsiglia) y Primer Premio en el concurso internacional para el Monumento a las Víctimas del Holocausto Judío (también asociado a Sebastián Marsiglia). Escribe notas sobre ciudad y diseño en el suplemento Radar, de Página 12. Ha publicado “Playa quemada” (cuentos, Alfaguara), “ La flor azteca” (novela, Planeta), “El amor enfermo” (novela, Alfaguara), “Marvin”, (cuentos, Alfaguara, "Auschwitz" (novela, Alfaguara)y “Adiós, Bob” (cuentos, Klizkowsky Publisher) , “Playa quemada” (cuentos, Interzona), “La fe ciega” (cuentos, Páginas de Espuma, Madrid), “El corazón de Doli” (novela, El Ateneo) y “La otra playa” (novela, Premio Clarín Alfaguara 2010).

gesnil@gmail.com

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